CATELYN

—Dile a nuestro padre que he partido para que esté orgulloso de mí.

Su hermano montó a caballo, señorial de los pies a la cabeza con su brillante armadura y la capa azul y roja. En la cresta del yelmo había una trucha de plata, idéntica a la que aparecía en su escudo.

—Siempre ha estado orgulloso de ti, Edmure. Y te quiere con todo su corazón. Puedes estar seguro.

—Pienso darle mejores motivos que el simple hecho de llevar su sangre. —Hizo dar la vuelta a su corcel de guerra y alzó una mano. Las trompetas sonaron, un tambor empezó a retumbar, el puente levadizo descendió a trompicones, y Ser Edmure Tully, a la cabeza de sus hombres, salió de Aguasdulces con las lanzas levantadas y los estandartes al viento.

«Yo tengo un ejército más grande que el tuyo, hermano —pensó Catelyn mientras los veía alejarse—. Un ejército de dudas y temores.»

A su lado, la desolación de Brienne era casi palpable. Catelyn había ordenado que le tejieran vestidos a su medida, hermosas túnicas más adecuadas para su sexo y su noble cuna, pero la joven seguía prefiriendo vestir armadura y coraza, y ceñirse la cintura con el cinto de la espada. Sin duda habría estado más satisfecha si hubiera podido partir a la guerra con Edmure, pero hasta unos muros tan fuertes como los de Aguasdulces tenían que defenderse con espadas. Su hermano se había llevado hacia los vados a todos los hombres aptos, y dejaba allí a Ser Desmond Grell al mando de una guarnición de heridos, ancianos y enfermos, además de unos cuantos escuderos y muchachos campesinos que eran casi niños. Eso para defender un castillo atestado de mujeres y niños.

—¿Qué hacemos ahora, mi señora? —preguntó Brienne cuando el último soldado de Edmure hubo pasado bajo el rastrillo.

—Cumplir con nuestro deber.

Catelyn echó a andar por el patio, con el rostro tenso. «Siempre he cumplido con mi deber.» Tal ver por eso su padre siempre la consideró la mejor de todos sus hijos. Sus dos hermanos mayores habían muerto muy pequeños, así que para él fue tanto hijo como hija hasta que nació Edmure. Entonces murió su madre, y su padre le dijo que le correspondía ser la señora de Aguasdulces. También lo hizo. Y cuando Lord Hoster la comprometió con Brandon Stark, le dio las gracias por un matrimonio tan espléndido.

«Le di mi prenda a Brandon y no volví a acercarme a Petyr después de que lo hirieran, ni me despedí de él. Y cuando Brandon fue asesinado y mi padre me dijo que tenía que casarme con su hermano, lo hice de buena gana, aunque no le había visto la cara a Ned ni se la vi hasta el día de la boda. Entregué mi virginidad a aquel desconocido solemne y lo despedí para que fuera a su guerra, con su rey y con la mujer que le dio un bastardo. Porque yo siempre cumplo con mi deber.»

Sus pasos la llevaron al sept, un templo de arenisca de siete paredes situado en medio de los jardines de su madre, e iluminado por una luz multicolor. Cuando Catelyn llegó, estaba abarrotado de gente; no era la única que necesitaba el consuelo de la plegaria. Se arrodilló ante la imagen en mármol pintado del guerrero, y encendió una vela por Edmure y otra por Robb, que estaba más allá de las colinas. «Protégelos y condúcelos a la victoria —rezó—, y lleva la paz a las almas de los que mueran y consuelo a los que dejan atrás.»

Mientras estaba rezando entró el septon con el incensario y el cristal, de manera que Catelyn se quedó para la ceremonia. No conocía a aquel septon, un joven de la edad de Edmure. Cumplía bien sus funciones, y tenía una voz profunda y agradable con la que entonó las alabanzas a los Siete, pero ella echó de menos el tono tembloroso del septon Osmynd, muerto hacía ya mucho. Osmynd habría escuchado con paciencia el relato de lo que había visto y sentido en el pabellón de Renly, tal vez incluso habría sabido qué significaba todo aquello y qué debía hacer para que reposaran las sombras que la perseguían en sus sueños.

«Osmynd, mi padre, el tío Brynden, el anciano maestre Kym… Siempre parecían saberlo todo, pero ahora sólo quedo yo, y por lo visto no sé nada, ni siquiera cuál es mi deber. ¿Cómo puedo cumplir con mi deber si no sé en qué consiste?»

Cuando se levantó, Catelyn sentía las rodillas entumecidas, pero no había encontrado las respuestas que anhelaba. Tal vez aquella noche fuera al bosque de dioses, para rezar también a los dioses de Ned. Eran más antiguos que los Siete.

En el exterior se oía un canto muy diferente. Rymund de las Rimas estaba junto a la cervecería, sentado en medio de un círculo de atentos oyentes, y cantaba con voz profunda la canción de Lord Deremond en el Prado Sangriento.

Y allí estaba él, espada en mano,

el último de los diez de Darry…

Brienne se detuvo un momento para escuchar, con los anchos hombros encorvados y los brazos gruesos cruzados sobre el pecho. Un grupo de niños andrajosos pasó junto a ellos, chillando y atacándose con palos. «¿Por qué a los niños les gusta tanto jugar a la guerra?» Catelyn se preguntó si Rymund conocería la respuesta. La voz del bardo subió de volumen al acercarse el final de la canción.

Y la hierba roja bajo sus pies,

y rojos al viento sus estandartes,

y rojo el brillo del sol poniente,

que lo bañaba con su luz.

—Venid, venid —gritó el gran señor—,

que aún tiene hambre mi espada.

Y con un grito de rabia salvaje

cruzaron el riachuelo como un enjambre…

—Luchar es mejor que quedarse aquí esperando —dijo Brienne—. Cuando se lucha no se siente tanta impotencia. Se tiene un caballo y una espada, o a veces un hacha. Si se lleva armadura es difícil que te hagan daño.

—En las batallas mueren caballeros —le recordó Catelyn.

—Y en los partos mueren damas —replicó Brienne, mirándola con aquellos hermosos ojos azules—, y nadie compone canciones en su honor.

—Los hijos son otro tipo de batalla. —Catelyn echó a andar por el patio—. Una batalla sin estandartes ni cuernos de guerra, pero no menos violenta. Llevar al niño en el vientre, traerlo al mundo… supongo que vuestra madre os habrá hablado del dolor…

—No conocí a mi madre —dijo Brienne—. Mi padre tenía damas… una dama diferente cada año, pero…

—No eran damas —replicó Catelyn—. Y por duro que sea el parto, Brienne, lo que viene después es aún peor. A veces me siento como si me estuvieran despedazando. Querría ser cinco a la vez, una por cada uno de mis hijos, para protegerlos a todos.

—¿Y quién os protege a vos, mi señora?

—Pues los hombres de mi Casa, claro —dijo Catelyn con una sonrisa lánguida—. O eso me enseñó mi señora madre. Mi padre, mi hermano, mi tío, mi esposo, todos me protegen. Pero mientras estén lejos, vos tendréis que ocupar su lugar, Brienne.

—Lo intentaré, mi señora —dijo la joven inclinando la cabeza.

Más tarde, aquel mismo día, el maestre Vyman fue a llevarle una carta. Lo recibió de inmediato con la esperanza de que fueran noticias de Robb, o tal vez de Ser Rodrik en Invernalia, pero resultó que el mensaje era de un tal Lord Meadows, que decía ser el castellano de Bastión de Tormentas. Iba dirigida a su padre, su hermano, su hijo, o «quienquiera que esté al mando en Aguasdulces». Ser Cortnay Penrose, según decía la carta, había muerto, y Bastión de Tormentas había abierto sus puertas a Stannis Baratheon, el soberano legítimo. La guarnición del castillo le había rendido las espadas, y hasta el último hombre juró lealtad a su causa, y nadie sufrió daño alguno.

—Excepto Cortnay Penrose —murmuró Catelyn. No había llegado a conocerlo, pero lamentaba la noticia de su muerte—. Robb tiene que enterarse de esto cuanto antes —dijo—. ¿Sabemos dónde está?

—Las últimas noticias decían que avanzaba hacia el Risco, el asentamiento de la Casa Westerling —dijo el maestre Vyman—. Si envío un cuervo a Marcaceniza puede que envíen un jinete en su busca y los alcance.

—Hacedlo.

Una vez el maestre se hubo marchado, Catelyn volvió a leer la carta.

—Lord Meadows no dice nada del bastardo de Robert —confió a Brienne—. Supongo que habrá entregado al chico como ha hecho con la fortaleza. Aunque reconozco que no comprendo por qué Stannis tiene tanto interés en él.

—Puede que tema que aspire al trono.

—¿Un bastardo? No, es otra cosa… ¿qué aspecto tiene ese chico?

—Siete u ocho años, guapo, con el pelo negro y los ojos muy azules. Las visitas a veces creían que era hijo del propio Renly.

—Y Renly se parecía a Robert. —Catelyn empezó a comprender—. Stannis tiene intención de exhibir por todo el reino al bastardo de su hermano, para que todos vean a Robert en su rostro, y se pregunten por qué Joffrey no tiene ese parecido.

—¿Tanto importa eso?

—Los partidarios de Stannis dirán que es una prueba. Los partidarios de Joffrey dirán que no significa nada.

Sus propios hijos tenían más de Tully que de Stark en su físico. La única con rasgos semejantes a los de Ned era Arya. «Y Jon Nieve, pero ése no es mío. —Pensó en la madre de Jon, el amor sombrío y secreto del que su esposo nunca quiso hablarle—. ¿Llorará por Ned igual que lloro yo? ¿O lo odiará por haber abandonado su lecho y haber vuelto al mío? ¿Reza por su hijo como yo he rezado por los míos?»

Eran pensamientos desagradables y además, fútiles. Si Jon había nacido del vientre de Ashara Dayne de Campoestrella, como murmuraban algunos, aquella dama llevaba mucho tiempo muerta; si no, Catelyn no tenía idea de quién podía ser su madre. Y ya tampoco importaba. Ned estaba muerto, y todos sus amores y secretos habían desaparecido con él.

Pero era impresionante lo extraño del comportamiento de los hombres cuando se trataba de sus hijos bastardos. Ned siempre había protegido extremadamente a Jon, y Ser Cortnay Penrose había dado la vida por el tal Edric Tormenta; en cambio a Roose Bolton su bastardo le importaba menos que uno de los perros que tenía, a juzgar por el tono de la carta extraña y fría que Edmure había recibido de él, hacía menos de tres días. Siguiendo sus órdenes, había cruzado el Tridente y marchaba hacia Harrenhal. «Un castillo fuerte y con una buena guarnición, pero Su Alteza lo tendrá aunque para ello tenga que matar a todos sus ocupantes.» Esperaba que Su Alteza valorase tal hazaña para compensar los crímenes de su hijo bastardo, al que Ser Rodrik Cassel había ejecutado. «Destino que sin duda merecía —había escrito Bolton—. La sangre sucia siempre es traicionera, y Ramsay era taimado, codicioso y cruel por naturaleza. Me satisface haberme librado de él. Los hijos legítimos que mi joven esposa me ha prometido no habrían estado a salvo mientras él viviera.»

El sonido de unas pisadas apresuradas ante la puerta apartó de su mente aquellos pensamientos morbosos. El escudero de Ser Desmond entró en la estancia jadeante y se arrodilló.

—Mi señora… Lannister… al otro lado… río.

—Respira hondo, hijo, y cuéntamelo todo despacio.

El muchacho hizo lo que le había dicho.

—Una columna de hombres con armaduras —informó—. Al otro lado del Forca Roja. Ondean un unicornio púrpura bajo el león de los Lannister.

«Alguno de los hijos de Lord Brax.» Brax había acudido a Aguasdulces en cierta ocasión cuando era niña, para proponer el matrimonio de uno de sus hijos con Lysa o con ella. Se preguntó si sería el mismo hijo el que estaba allí ahora, al frente del ataque.

Cuando subió a las almenas para reunirse con Ser Desmond, éste le dijo que los Lannister habían partido del sudeste bajo un mar de estandartes.

—Son unos cuantos jinetes, nada más —le aseguró—. El grueso de las fuerzas de Lord Tywin está mucho más al sur. Aquí no corremos peligro.

Al sur del Forca Roja las tierras se extendían llanas y amplias. Desde la torre del vigía, el paisaje que alcanzaba a ver Catelyn abarcaba kilómetros. Aun así, sólo se veía el vado más cercano. Edmure había confiado su defensa a Lord Jason Mallister, y también la de los otros tres, río arriba. Los jinetes Lannister se agrupaban indecisos cerca del agua, con los estandartes escarlatas y plateados ondeando al viento.

—No son más de cincuenta, mi señora —calculó Ser Desmond.

Catelyn vio cómo los jinetes formaban en una larga línea. Los hombres de Lord Jason esperaban para recibirlos detrás de las rocas y la hierba del altozano. Al toque de una trompeta, los jinetes emprendieron el trote por el agua, levantando salpicaduras en la corriente. Durante un momento ofrecieron un espectáculo impresionante, con las armaduras brillantes, los estandartes al viento, y el sol arrancando destellos de las puntas de sus lanzas.

—Ahora —oyó murmurar a Brienne.

Lo que sucedió a continuación fue difícil de distinguir, pero los relinchos de dolor de los caballos les llegaban a pesar de la distancia, y a Catelyn le pareció distinguir también el chasquido del acero contra el acero. Uno de los estandartes desapareció de repente cuando su portador se hundió en las aguas, y el primer cadáver no tardó en pasar ante los muros, arrastrado por la corriente. Los Lannister ya habían retrocedido en medio de la confusión. Los vio reagruparse, conferenciar durante unos momentos y volver al galope por el camino por donde habían llegado. Los hombres de la muralla les gritaron en torno burlón, pero estaban demasiado lejos para oírlos.

Ser Desmond se dio una palmadita en el vientre.

—Ojalá Lord Hoster lo hubiera visto. Este espectáculo le habría dado ganas de bailar.

—Por desgracia mi padre ya no volverá a bailar —dijo Catelyn—, y esta pelea no ha hecho más que empezar. Los Lannister volverán. Y Lord Tywin tiene el doble de hombres que mi hermano.

—Como si tuviera diez veces más, no importa —replicó Ser Desmond—. La ribera oeste del Forca Roja es más alta, mi señora, y está muy bien protegida por estacas. Nuestros arqueros están bien resguardados y tienen buen ángulo de tiro… Y si por casualidad lograran abrir una brecha, Edmure tendrá preparados a sus mejores caballeros, listos para acudir adonde más los necesiten. El río los contendrá.

—Rezo por que tengáis razón —dijo Catelyn con gravedad.

Aquella noche regresaron. Había dado órdenes de que la despertaran de inmediato si el enemigo volvía, y ya era bien pasada la medianoche cuando una criada la tocó en el hombro con delicadeza. Catelyn se incorporó de inmediato.

—¿Qué pasa?

—Otra vez el vado, mi señora.

Catelyn se echó por encima una bata y subió al tejado del torreón. Desde allí se divisaban las murallas y el río iluminado por la luna, donde estaba teniendo lugar la batalla. Los defensores habían encendido hogueras a lo largo de la orilla, y tal vez los Lannister creían que los iban a sorprender deslumbrados o distraídos. Si era así, estaban muy equivocados. La oscuridad era, en el mejor de los casos, un aliado poco fiable. Los hombres que se adentraron en el río a pie caían en pozas invisibles, o se destrozaban los pies con las estacas ocultas. Los arqueros de Mallister les enviaron una lluvia de flechas incendiarias, que cruzaron el río silbando. Desde lejos, era un espectáculo de extraña belleza. Un hombre, atravesado por una docena de flechas, con las ropas en llamas, giraba y se agitaba con el agua a la altura de las rodillas, hasta que por último cayó y la corriente lo arrastró. Cuando el cuerpo pasó junto a las murallas de Aguasdulces, tanto el fuego como su vida se habían extinguido.

«Una victoria pequeña —pensó Catelyn cuando la batalla terminó y los enemigos supervivientes se perdieron en la noche—, pero victoria al fin y al cabo.» Mientras bajaban por la escalera de caracol del torreón, pidió a Brienne que le dijera qué opinaba.

—Esto no ha sido más que un roce del dedo de Lord Tywin, mi señora —dijo la joven—. Nos está sondeando, busca un punto débil, un paso mal defendido. Si no lo encuentra, cerrará los dedos para formar un puño, y lo intentará crear. —Brienne encogió los hombros—. Eso es lo que haría yo en su lugar. —Puso la mano en el puño de la espada y le dio una palmadita, como si quisiera asegurarse de que la tenía allí.

«Si llega el caso, que los dioses nos ayuden», pensó Catelyn. Pero no había nada que pudiera hacer. La batalla de Edmure se libraba junto al río; la suya, en el interior de aquel castillo.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba, hizo llamar al anciano mayordomo de su padre, Utherydes Wayn.

—Haced que le lleven una jarra de vino a Ser Cleos Frey —dijo—. Tengo intención de interrogarlo pronto y quiero que tenga la lengua bien suelta.

—Como ordenéis, mi señora.

Poco después llegó un jinete con el águila de los Mallister bordada sobre el pecho. Portaba un mensaje de Lord Jason en el que se hablaba de otra escaramuza y otra victoria. Ser Flement Brax había tratado de cruzar por otro vado, seis leguas más al sur. En esta ocasión los Lannister, armados con lanzas cortas, avanzaron a pie por el río en formación, pero los arqueros de Mallister enviaron una lluvia de flechas en parábola por encima de sus escudos, y los escorpiones que Edmure había montado en la ribera lanzaron piedras pesadas que rompieron la formación.

—Dejaron una docena de muertos en el agua, sólo dos llegaron a la orilla, y allí nos encargamos de ellos —informó el jinete. También les habló de combates corriente arriba, donde Lord Karyl Vance defendía los vados—. Esos intentos fueron anulados de la misma manera, y nuestros enemigos pagaron un alto precio.

«Puede que Edmure sea más inteligente de lo que creía —pensó Catelyn—. Todos los señores consideraron que sus planes de batalla eran lógicos, ¿por qué estaba yo tan ciega? Mi hermano ya no es el niño pequeño que yo recuerdo. Igual que Robb.»

Esperó hasta que atardeciera para ir a visitar a Ser Cleos Frey. Cuanto más esperase, más borracho lo encontraría. Cuando entró en la celda de la torre, Ser Cleos se arrodilló, inseguro.

—Mi señora, no sabía nada de ninguna fuga. El Gnomo dijo que un Lannister debía tener una escolta Lannister, os lo juro por mi honor de caballero…

—Levantaos, ser. —Catelyn se sentó—. Sé que un nieto de Walder Frey jamás rompería un juramento. —«A no ser que ganara algo con ello»—. Mi hermano me ha dicho que traéis los términos de una oferta de paz.

—Así es. —Ser Cleos se puso en pie. Se tambaleaba de una manera que a Catelyn le pareció muy satisfactoria.

—Contádmelo todo —ordenó, y él así lo hizo.

Cuando hubo terminado, Catelyn tenía el ceño fruncido. Edmure estaba en lo cierto, aquellos términos eran una locura, excepto…

—¿Lannister intercambiará a Arya y a Sansa por su hermano?

—Sí. Estaba sentado en el Trono de Hierro cuando lo juró.

—¿Ante testigos?

—Ante toda la corte, mi señora. Y ante los dioses. Se lo dije a Ser Edmure, pero me respondió que no era posible, que su alteza Robb no accedería jamás.

—Os dijo la verdad. —Y ni siquiera podía decir que Robb hacía mal. Arya y Sansa no eran más que niñas. El Matarreyes, vivo y libre, era el hombre más peligroso del reino. Aquel camino no llevaba a ninguna parte—. ¿Visteis a mis hijas? ¿Las tratan bien?

Ser Cleos titubeó.

—Sí, yo… estaban… parecían…

«Está tratando de inventar una mentira, pero el vino lo atonta», comprendió Catelyn.

—Ser Cleos —dijo con voz fría—, cuando vuestros hombres intentaron traicionarnos, perdisteis los derechos que os concedía el estandarte de paz. Si me mentís, juro que os haré colgar en los muros junto a los otros, podéis estar seguro. Os lo preguntaré una vez más, ¿visteis a mis hijas?

El hombre tenía la frente empapada de sudor.

—Vi a Sansa en la corte el día que Tyrion me transmitió los términos de paz. Estaba muy hermosa, mi señora. Quizás un poco… pálida. En realidad, demacrada.

«A Sansa, pero no a Arya.» Aquello podía significar cualquier cosa. Arya siempre había sido más difícil de controlar. Tal vez Cersei no quería que la vieran en la corte, por miedo a lo que pudiera hacer o decir. Tal vez la tenían encerrada para que nadie la viera. «O tal vez la han matado.» Catelyn trató de no pensar en aquello.

—Decís que los términos de paz son de Tyrion… pero Cersei es la reina regente.

—Tyrion hablaba en nombre de los dos. La reina no estaba presente. Aquel día se encontraba indispuesta, según me dijeron.

—Es curioso. —Catelyn recordó el espantoso viaje por las Montañas de la Luna, y cómo Tyrion Lannister había conseguido seducir a aquel mercenario para que dejara de estar a su servicio y fuera leal a él. «El enano es demasiado astuto. —No sabía cómo había sobrevivido al viaje por el camino alto después de que Lysa lo echara del Valle, pero nada la sorprendía—. Al menos no tuvo nada que ver con la muerte de Ned. Y cuando los hombres de los clanes nos atacaron, corrió en mi defensa. Si pudiera confiar en su palabra…»

Abrió las manos para mirarse las cicatrices de los dedos. «Son las marcas de su daga —se recordó—. Su daga, en la mano del asesino al que había pagado para que matara a Bran.» Aunque el enano lo había negado todo, claro. Y lo siguió negando incluso cuando Lysa lo encerró en una de las celdas del cielo y lo amenazó con la Puerta de la Luna.

—Mintió —dijo al tiempo que se levantaba bruscamente—. Los Lannister son unos mentirosos, del primero al último, y el enano es el peor de todos. El asesino iba armado con su cuchillo.

—No sé nada de ningún… —Ser Cleos la miraba fijamente.

—No sabéis nada —reconoció. Y salió de la celda. Brienne la siguió en silencio. «Para ella es mucho más fácil», pensó Catelyn con un aguijonazo de envidia. En ese sentido era igual que un hombre. Para los hombres la respuesta siempre era la misma, y por lo general implicaba una espada. Para las mujeres, para las madres, el camino era más duro y difícil de discernir.

Cenó tarde en la sala principal junto con toda su guarnición, para transmitirles todo el valor que pudiera. Rymund de las Rimas cantó durante todo el banquete, así que Catelyn no tuvo que hablar. Terminó el recital con la canción que había compuesto en honor a la victoria de Robb en Cruce de Bueyes. «Y las estrellas de la noche fueron los ojos de sus lobos, y el viento mismo fue su canción.» Entre verso y verso Rymund echaba la cabeza hacia atrás y aullaba, y al final la mitad de los presentes aullaban también, incluso Desmond Grell, que había bebido demasiado. Las voces despertaban ecos en las vigas.

«Que canten, si eso les da valor», pensó Catelyn, que no hacía más que juguetear con su copa de plata.

—En el Castillo del Crepúsculo, cuando yo era niña, siempre había un bardo —dijo Brienne en voz baja—. Yo me aprendía todas las canciones de memoria.

—Igual que Sansa, aunque la verdad es que a Invernalia llegaban pocos bardos, porque estaba muy al norte. —«Y yo le dije que en la corte habría bardos. Le dije que oiría todo tipo de música, que su padre le buscaría un maestro para que la enseñara a tocar el arpa. Los dioses me perdonen.»

—Hubo una vez una mujer… —siguió Brienne—. Venía de algún lugar al otro lado del mar Angosto. No sé en qué idioma cantaba, pero tenía una voz tan hermosa como su rostro. Sus ojos eran del color de ciruelas, y su cintura tan fina que mi padre se la podía rodear con las manos. Tenía unas manos casi tan grandes como las mías, claro. —Apretó los dedos largos y gruesos, como si quisiera esconderlos.

—¿Cantabais para vuestro padre? —preguntó Catelyn.

Brienne hizo un gesto de negación con la cabeza, sin apartar la vista del pan relleno de guiso, como si esperase encontrar alguna respuesta en la salsa.

—¿Y para Lord Renly?

La muchacha se puso roja.

—No, jamás… su bufón… me gastaba bromas muy crueles de vez en cuando, y no…

—Algún día tenéis que cantar para mí.

—No… por favor, mi señora, no tengo talento. —Brienne se levantó—. Perdonadme. Pido permiso para retirarme.

Catelyn asintió. La muchacha desgarbada salió del salón a largas zancadas, sin que nadie se fijara en ella en medio del jolgorio general. «Que los dioses la acompañen», pensó al tiempo que, desganada, volvía a centrarse en la cena.

Pasaron tres días antes de que llegara el golpe que había predicho Brienne, y cinco antes de que se enterasen. Catelyn estaba sentada al lado de su padre cuando llegó el mensajero de Edmure. Tenía la armadura abollada, las botas llenas de polvo y un desgarrón en la casaca, pero la expresión de su rostro cuando se arrodilló ante ella bastó para que supiera que traía buenas noticias.

—Victoria, mi señora.

Le tendió la carta de Edmure. Las manos de Catelyn temblaban al romper el sello.

Según decía su hermano, Lord Tywin había tratado de cruzar por la fuerza una docena de vados diferentes, pero en todas las ocasiones lo obligaron a retroceder. Lord Lefford se había ahogado; el caballero Crakehall, llamado Jabalí, estaba prisionero; Ser Addam Marbrand había tenido que retirarse tres veces… pero la batalla más encarnizada tuvo lugar en Molino de Piedra, donde Ser Gregor Clegane había encabezado el ataque. Perdió tantos hombres y tantos caballos que los cadáveres estuvieron a punto de represar el curso del río. Al final, la Montaña consiguió llegar a la orilla oeste con un puñado de sus mejores hombres, pero en aquel momento Edmure lanzó a sus reservas contra ellos, con lo que los obligaron a retroceder en desbandada, derrotados y malheridos. El propio Ser Gregor había perdido su caballo, y tuvo que volver a cruzar el Forca Roja sangrando por una docena de heridas, mientras caía sobre él una lluvia de flechas y piedras.

«No cruzarán, Cat —había garabateado Edmure—. Lord Tywin avanza hacia el sudoeste. Puede que sea una estratagema, o una retirada en toda regla, pero no importa. No cruzarán, te lo juro.»

Ser Desmond Grell estaba eufórico.

—Ah, ojalá hubiera estado con él —dijo el anciano caballero cuando Catelyn le leyó la carta—. ¿Dónde estará ese imbécil de Rymund? De aquí hay que sacar una canción, por los dioses que sí, y hasta Edmure la querrá oír. «El molino que molió la montaña.» Casi podría escribirla yo, si tuviera el talento de un bardo.

—No quiero saber nada de canciones hasta que no acaben las batallas —replicó Catelyn, quizá con excesiva brusquedad.

Pero permitió que Ser Desmond hiciera correr la voz, y asintió cuando le propuso abrir unos cuantos barriles de vino en honor a Molino de Piedra. En Aguasdulces los ánimos estaban bajos y la tensión se palpaba, a todos les sentaría bien un poco de vino y de esperanza. Aquella noche los sonidos de la celebración resonaron en todo el castillo.

—¡Aguasdulces! —gritaban los campesinos—. ¡Tully! ¡Tully!

Habían llegado allí asustados e indefensos, y su hermano los dejó entrar cuando la mayoría de los señores les habrían cerrado las puertas. Sus aclamaciones se filtraban por las ventanas, y se colaban por debajo de las pesadas puertas de secuoya. Rymund tocaba la lira acompañado por un par de tamborileros y un joven con un caramillo. Catelyn oía risas infantiles y la charla emocionada de los muchachitos novatos que su hermano había dejado como guarnición. Eran sonidos agradables… pero no la conmovían. No conseguía compartir su felicidad.

En las estancias de su padre encontró un gran libro de mapas encuadernado en piel, y lo abrió para estudiar las tierras de los ríos. Localizó el Forca Roja, y siguió su curso a la titilante luz de la vela. «Avanza hacia el sudeste», pensó. Seguramente a aquellas alturas ya habría llegado a la cabecera del río Aguasnegras.

Cerró el libro, todavía más inquieta que antes. Los dioses les habían concedido una victoria tras otra. En Molino de Piedra, en Cruce de Bueyes, en la Batalla de los Campamentos, en el Bosque Susurrante…

«Pero, si estamos ganando, ¿cómo es que tengo tanto miedo?»

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