ARYA

Después de encaramarse a la rama más alta, Arya alcanzó a ver las chimeneas que sobresalían entre los árboles. Los tejados de paja se amontonaban a lo largo de la orilla del lago y del arroyuelo que desembocaba en él, y un muelle de madera se adentraba en el agua junto a un edificio bajo y alargado con tejado de pizarra.

Se asomó un poco más, hasta que la rama empezó a combarse bajo su peso. En el muelle no había botes amarrados, pero alcanzó a ver tenues zarcillos de humo que salían por algunas de las chimeneas, así como parte de un carromato oculto tras un establo.

«Ahí hay alguien.» Arya se mordió el labio. El resto de los lugares que habían visto estaban desiertos y arrasados, ya fueran granjas, aldeas, castillos, septos o graneros. Si podía arder, los Lannister lo habían quemado; si podía morir, lo habían matado. Hasta habían prendido fuego a los bosques siempre que tuvieron ocasión, aunque las hojas eran todavía verdes y estaban húmedas tras las recientes lluvias, y los incendios no llegaron a extenderse.

—Si hubieran podido, habrían quemado el lago —llegó a decir Gendry.

Arya sabía que tenía razón. La noche que escaparon, las llamas de la ciudad incendiada se reflejaron en el agua con tal brillo que parecía como si el lago estuviera ardiendo.

Cuando por fin reunieron valor para regresar a las ruinas la noche siguiente, sólo quedaban piedras ennegrecidas, los muros de algunas casas y cadáveres. En algunos puntos, de las cenizas salían aún jirones de humo. Pastel Caliente les suplicó que no volvieran, y Lommy los llamó idiotas y les aseguró que Ser Amory los cogería y los mataría también a ellos, pero cuando llegaron al fuerte hacía tiempo que Lorch y sus hombres se habían marchado. Se encontraron las puertas derribadas, los muros parcialmente demolidos y el interior plagado de cadáveres. A Gendry le bastó un vistazo.

—Los han matado a todos —dijo—. Y luego llegaron los perros.

—O los lobos.

—Lobos, perros, qué más da. Aquí no hay nada que hacer.

Pero Arya se negó a marcharse hasta que no encontraran a Yoren. Se dijo que a él no podían haberlo matado, era demasiado duro, y además se trataba de un hermano de la Guardia de la Noche. Se lo dijo a Gendry mientras buscaban entre los cadáveres.

El hachazo que lo había matado le había hendido el cráneo en dos, pero la barba enmarañada era inconfundible, igual que las ropas, remendadas, sucias y tan desteñidas que eran más grises que negras. Ser Amory Lorch había dedicado tan poco esfuerzo a enterrar los cadáveres de sus muertos como los de sus enemigos, y había cuatro soldados Lannister caídos cerca de Yoren. Arya se preguntó cuántos hombres habían hecho falta para acabar con él.

«Me iba a llevar a casa —pensó mientras cavaba una tumba para el anciano. Había demasiados muertos para enterrarlos a todos, pero insistió en que al menos Yoren debía reposar con dignidad—. Me iba a llevar sana y salva a Invernalia, me lo prometió.» Una parte de ella quería llorar. La otra quería patear el cadáver.

Fue Gendry quien se acordó del torreón señorial y de los tres que Yoren había enviado a defenderlo. También había sido atacado, pero la torre redonda no tenía más que una entrada, a la altura del segundo piso, a la que se llegaba por una escalera de mano. Cuando la recogieron desde dentro, los hombres de Ser Amory no pudieron acceder. Los Lannister amontonaron leña en torno a la base de la torre para prenderle fuego, pero la piedra no ardía, y Lorch no tenía paciencia para rendirlos por hambre. Cutjack abrió la puerta ante los gritos de Gendry, y cuando Kurz dijo que sería más seguro seguir hacia el norte en vez de volver atrás, Arya se aferró a aquella esperanza. Aún podría volver a Invernalia.

Aquella aldea no era Invernalia, pero los techos de paja eran una promesa de calor y refugio, tal vez incluso de comida, si tenían valor para acercarse.

«A menos que Lorch esté ahí. Tenía caballos, puede moverse más deprisa que nosotros.» Vigiló desde el árbol largo rato con la esperanza de ver algo más, un hombre, un caballo, un estandarte, cualquier cosa que le diera una pista. En varias ocasiones detectó movimientos, pero los edificios estaban tan distantes que no había manera de asegurarse. Una vez oyó claramente el relincho de un caballo.

Había muchos pájaros revoloteando, sobre todo cuervos. La distancia los hacía parecer pequeños como moscas mientras dibujaban círculos y volaban sobre los tejados de paja. Al este, el Ojo de Dioses era una hoja de azul martillado por el sol que llenaba la mitad del mundo. Algunos días, mientras avanzaban despacio por la orilla cenagosa (Gendry no quería ni oír hablar de caminos, y hasta Pastel Caliente y Lommy lo veían lógico), Arya sentía como si el lago la estuviera llamando. Habría querido sumergirse en aquellas plácidas aguas azules, volver a sentirse limpia, nadar, chapotear, tenderse al sol… Pero no se atrevía a quitarse la ropa cerca de los demás, ni siquiera para lavarla. Al atardecer solía sentarse en una roca y meter los pies en el agua fresca. Había terminado por tirar sus zapatos, rotos y medio podridos. Al principio le resultó difícil caminar descalza, pero las ampollas se reventaron, los cortes se curaron, y la planta de sus pies se hizo dura como el cuero. Era agradable sentir el barro entre los dedos, así como la tierra bajo los pies cuando caminaba.

Desde allí arriba alcanzaba a ver un islote boscoso al noreste. Estaba a unos treinta metros de la orilla, tres cisnes negros se deslizaban sobre las aguas, tan serenos… Nadie les había explicado que estaban en guerra, y a ellos no les importaba que las ciudades ardieran y los hombres murieran. Los contempló con anhelo. Parte de ella quería ser un cisne. La otra parte quería comerse a los cisnes. Había desayunado unas bellotas machacadas y un puñado de insectos. Los insectos no estaban tan mal, una vez uno se acostumbraba. Los gusanos eran peores, pero no tan malos como el dolor en el vientre tras varios días sin comer. Encontrar insectos era sencillo, no había más que dar la vuelta a una piedra. Arya se había comido un bicho una vez, cuando era pequeña, para hacer chillar a Sansa, de manera que no le dio miedo comerse otro. A Comadreja tampoco le dio miedo, pero Pastel Caliente vomitó el escarabajo que intentó tragarse, y Lommy y Gendry ni siquiera lo intentaron. El día anterior Gendry había cogido una rana y la compartió con Lommy, y pocos días antes Pastel Caliente encontró zarzamoras y limpió el arbusto, pero sobre todo habían subsistido a base de agua y de bellotas. Kurz les había enseñado a machacar las bellotas con una piedra para hacer una especie de pasta. Tenía un sabor repugnante.

Ojalá no hubiera muerto el cazador furtivo. Sabía más que todo el resto juntos acerca de los bosques, pero recibió un flechazo en un hombro mientras metían la escalera de mano en el torreón. Tarber le tapó la herida con barro y musgo del lago, y durante un par de días Kurz aseguraba que la herida no era nada, aunque se le estaba poniendo negra la carne de la garganta y le habían salido verdugones de color rojo rabioso en la mandíbula y en el pecho. Una mañana no tuvo fuerzas para levantarse, y a la siguiente ya estaba muerto.

Lo enterraron bajo un montón de piedras, y Cutjack se quedó con su espada y con el cuerno de caza, mientras que Tarber se apoderó del arco, las botas y el cuchillo.

Se lo llevaron todo cuando se marcharon. Al principio, los demás pensaron que habían ido a cazar, que no tardarían en volver con comida para todos. Pero aguardaron y aguardaron, hasta que Gendry ordenó que se pusieran en marcha. Seguramente Tarber y Cutjack pensaron que tendrían más posibilidades de sobrevivir si no cargaban con una manada de huérfanos. Quizá fuera cierto, pero eso no hacía que Arya los detestara menos por abandonarlos de aquella manera.

Al pie del árbol, Pastel Caliente ladró como un perro. Kurz les había dicho que utilizaran sonidos de animales para comunicarse entre ellos. Les dijo que era un viejo truco de los cazadores furtivos, pero murió antes de enseñarles a hacerlos bien. Las imitaciones de pájaros de Pastel Caliente eran horrorosas. Su perro era mejor, pero no mucho.

Arya saltó de la rama alta a otra más baja, extendiendo las manos para mantener el equilibrio. «Una danzarina del agua nunca se cae.» Ligera, aferrándose a la rama con los dedos de los pies, caminó un metro y saltó hacia una rama más grande que había abajo. Luego se fue dando impulso con las manos hasta llegar al tronco. Descendió muy deprisa, saltó cuando estaba a metro y medio del suelo, y cayó rodando.

—Has estado ahí arriba un buen rato. —Gendry le tendió una mano para ayudarla a levantarse—. ¿Qué has visto?

—Una aldea de pescadores. Muy pequeña, en la orilla, más al norte. Conté veintiséis tejados de paja y uno de pizarra. Vi parte de un carromato. Allí hay gente.

Al oír su voz, Comadreja salió arrastrándose de entre los arbustos. Lommy le había puesto aquel nombre, porque decía que parecía una comadreja. No era cierto, pero no podían seguir llamándola niña llorona, ya que por fin había dejado de llorar. Tenía la boca sucia. Arya se temió que hubiera vuelto a comer barro.

—¿Has visto a alguien? —preguntó Gendry.

—Lo que he visto sobre todo son tejados —reconoció Arya—, pero de algunas chimeneas salía humo y he oído un relincho de caballo.

Comadreja se aferró a una de sus piernas con fuerza. Ahora le daba por hacer eso.

—Si hay gente, hay comida —dijo Pastel Caliente en voz demasiado alta. Gendry no paraba de decirle que tenía que hablar más bajo, pero no servía de nada—. Puede que nos den un poco.

—Y puede que nos maten —dijo Gendry.

—No si nos rendimos —sugirió Pastel Caliente.

—Hablas como Lommy.

Lommy Manosverdes estaba sentado entre dos raíces gruesas, al pie de un roble. Una lanza le había atravesado la pantorrilla izquierda la noche de la batalla. Al principio pudo caminar a la pata coja, apoyándose en Gendry, pero ya no podía hacer ni eso. Habían cortado ramas de árboles para hacerle una camilla, pero de aquella manera su avance era mucho más lento, y cada vez que sacudían la camilla lanzaba gemidos.

—Tenemos que rendirnos —dijo—. Eso es lo que debió hacer Yoren. Debió abrir la puerta, como le ordenaron.

Arya estaba harta de oír decir a Lommy que Yoren debería haberse rendido. Era de lo único que hablaba mientras lo llevaban en la camilla. De eso, de su pierna y de su estómago vacío.

Pastel Caliente asintió.

—Le dijeron a Yoren que abriera las puertas, le dijeron que era en nombre del rey. Si te dicen una cosa en nombre del rey, tienes que obedecer. Todo fue por culpa de ese viejo asqueroso. Si se hubiera rendido, nos habrían dejado en paz.

—Los caballeros y los señores se toman prisioneros unos a otros y pagan rescates —dijo Gendry con el ceño fruncido—, pero no les importa si la gente como nosotros nos rendimos o no. —Se volvió hacia Arya—. ¿Qué más has visto?

—Es una aldea de pescadores —dijo Pastel Caliente—, seguro que nos venden pescado.

El lago estaba lleno de peces, pero no tenían con qué atraparlos. Arya había intentado cogerlos con las manos, como había visto hacer a Koss, pero los peces eran más rápidos que las palomas, y el agua le engañaba a la vista.

—No sé si nos venderán pescado. —Arya revolvió el pelo enredado de Comadreja y pensó que lo mejor sería cortárselo—. Hay muchos cuervos junto al agua. Debe de haber algo muerto.

—Pescado, el agua lo habrá echado a la orilla —dijo Pastel Caliente—. Si los cuervos se lo pueden comer, nosotros también.

—Podríamos cazar unos cuantos cuervos y comérnoslos —dijo Lommy—. Podríamos hacer una hoguera y asarlos como pollos.

Cuando Gendry fruncía el ceño tenía un aspecto fiero. Le había crecido la barba, espesa y negra como el brezo.

—He dicho que nada de fuegos.

—Lommy tiene hambre —lloriqueó Pastel Caliente—. Y yo también.

—Todos tenemos hambre —dijo Arya.

—No, tú no. —Lommy escupió hacia un lado—. Comegusanos.

—Te dije que te buscaría gusanos para ti, si querías. —Arya sintió ganas de darle una patada en la herida.

—Si no fuera por lo de la pierna —replicó Lommy con cara de asco—, iría a cazar unos cuantos jabalíes.

—Unos cuantos jabalíes —se burló ella—. Para cazar jabalíes hacen falta lanzas especiales, caballos, perros y hombres que los hagan salir de sus guaridas.

Su padre había cazado jabalíes en el Bosque de los Lobos con Robb y Jon. Una vez se llevó también a Bran, pero no a Arya, aunque ella era mayor. La septa Mordane le dijo que cazar jabalíes no era propio de una dama, y a su madre sólo consiguió arrancarle la promesa de que, cuando cumpliera más años, podría tener un halcón. Ya había cumplido más años, pero si tuviera un halcón se lo comería.

—¡Qué sabrás tú de cazar jabalíes! —dijo Pastel Caliente.

—Más que tú.

—Callaos los dos. —Gendry no estaba de humor para aquello—. Tengo que pensar. —Cuando pensaba, siempre ponía cara de sufrimiento, como si le doliera mucho.

—Tenemos que rendirnos —dijo Lommy.

—Te he dicho que te calles y que dejes eso de rendirnos. Ni siquiera sabemos quién hay ahí. Puede que podamos robar algo de comida.

—Si no fuera por lo de la pierna, Lommy podría robarla —dijo Pastel Caliente—. En la ciudad era ladrón.

—Un ladrón muy malo —señaló Arya—. O no lo habrían cogido.

—El ocaso será el mejor momento para entrar a escondidas. —Gendry entrecerró los ojos y miró en dirección al sol—. En cuanto oscurezca iré a explorar.

—No, iré yo —dijo Arya—. Tú eres muy escandaloso.

—Iremos los dos —dijo Gendry con firmeza.

—Debería ir Arry —dijo Lommy—. Es más sigiloso que tú.

—He dicho que iremos los dos.

—¿Y si no vuelves? Pastel Caliente no puede llevarme él solo, lo sabes de sobra…

—Y hay lobos —dijo Pastel Caliente—. Los oí anoche, cuando montaba guardia. Me pareció que estaban muy cerca.

Arya también los había oído. Estaba dormida entre las ramas de un olmo, pero los aullidos la despertaron. Se había quedado sentada durante una hora entera, escuchando, aunque de cuando en cuando un escalofrío le recorría la columna.

—Y tú ni siquiera nos dejas encender un fuego para espantarlos —se quejó Pastel Caliente—. No está bien, nos abandonas a los lobos.

—Nadie os abandona —replicó Gendry, asqueado—. Si vienen lobos, Lommy tiene su lanza, y tú estarás con él. Sólo vamos a echar un vistazo, nada más. Volveremos.

—Sean quienes sean, deberíais rendiros —gimoteó Lommy—. Necesito alguna poción para la pierna, me duele mucho.

—Si vemos alguna poción para piernas te la traeremos —dijo Gendry—. Vamos, Arry. Quiero acercarme antes de que el sol se ponga. Pastel Caliente, quédate con Comadreja. No quiero que nos siga.

—La última vez me dio una patada.

—Yo sí que te daré una patada si no la vigilas bien. —Sin aguardar respuesta, Gendry se puso el yelmo de acero y echó a andar.

Arya tuvo que correr para mantener el paso. Gendry le llevaba cinco años, medía treinta centímetros más y caminaba a zancadas largas. Durante un rato no dijo nada, se limitó a caminar entre los árboles con un gesto de enfado en el rostro. Hacía demasiado ruido, pero al final se detuvo.

—Creo que Lommy va a morir —dijo.

Arya no se sorprendió. Kurz había muerto a causa de la herida, y era mucho más fuerte que Lommy. Cuando le tocaba a ella ayudar a llevar la camilla notaba que tenía la piel muy caliente, y que de su pierna salía un hedor repugnante.

—A lo mejor, si encontráramos a un maestre…

—Los maestres sólo están en los castillos. —Gendry se agachó para esquivar una rama baja—. Y aunque encontráramos uno, no se mancharía las manos con alguien como Lommy.

—Eso no es cierto. —El maestre Luwin ayudaría a cualquiera que lo necesitase, estaba segura.

—Va a morir, y cuanto antes muera, mejor para los demás. Deberíamos dejarlo, como dice él. Si los heridos fuéramos tú o yo, él nos abandonaría, bien lo sabes. —Bajaron por una vertiente abrupta de una hondonada y subieron por la otra, ayudándose de las raíces para trepar—. Estoy harto de llevarlo y estoy harto de oírle hablar de rendición. Si pudiera ponerse en pie le saltaría los dientes a puñetazos. Lommy no sirve de nada a nadie. Y la niña llorona tampoco.

—Deja en paz a Comadreja. Lo que le pasa es que tiene miedo y hambre, nada más. —Miró hacia atrás pero para variar la niña no la seguía. Pastel Caliente la debía de haber agarrado, tal como le dijo Gendry.

—No sirve de nada —repitió Gendry, testarudo—. Ella, Pastel Caliente y Lommy lo único que hacen es retrasarnos, y al final conseguirán que nos maten. De todo el grupo, sólo tú vales para algo. Y eso que eres una chica.

Arya se quedó clavada en el sitio.

—¡No soy una chica!

—Claro que lo eres. ¿Qué pasa, crees que soy tan idiota como los demás?

—No, eres más idiota. En la Guardia de la Noche no hay chicas, lo sabe todo el mundo.

—Es verdad. No sé por qué Yoren te llevaba, pero alguna razón tendría. Eres una chica.

—¡Mentira!

—Entonces sácate la picha y ponte a mear. Venga.

—No tengo ganas de hacer pis. Pero podría si quisiera.

—Mentirosa. No te puedes sacar la picha porque no tienes. No me había fijado al principio, cuando éramos treinta, pero siempre te metes en el bosque para mear. Pastel Caliente no hace eso, ni yo. Si no eres una chica, debes de ser un eunuco.

—Eunuco lo serás tú.

—Bien sabes que no. —Gendry sonrió—. ¿Quieres que me saque la picha para demostrarlo? No tengo nada que ocultar.

—Sí que ocultas algo —barbotó Arya, buscando a la desesperada evitar el tema de la picha que no tenía—. Esos capas doradas que nos detuvieron en la posada te buscaban a ti, y no quieres decirnos por qué motivo.

—Ojalá lo supiera. Yoren sí que lo sabía, creo, pero no me lo dijo. Por cierto, ¿por qué creíste que te buscaban a ti?

Arya se mordió el labio. Recordó lo que le había dicho Yoren el día que le cortó el pelo: «De este grupo, la mitad te entregarían a la reina en menos de lo que se tarda en escupir, a cambio del indulto y tal vez unas monedas de plata. La otra mitad haría lo mismo, sólo que antes te violarían». El único diferente era Gendry, la reina también lo buscaba a él.

—Te lo cuento si tú me cuentas lo tuyo —dijo con cautela.

—Ojalá lo supiera, Arry… ¿te llamas Arry de verdad o tienes nombre de chica?

Arya contempló las raíces nudosas que había a sus pies. Sabía que se había acabado la hora de fingir. Gendry lo sabía todo, y ella no llevaba en los pantalones lo que necesitaba para convencerlo. Podía desenfundar a Aguja y matarlo allí mismo, o confiar en él. No estaba segura de poder matarlo, aunque quisiera: él también tenía espada, y era mucho más fuerte. Lo único que le quedaba era la verdad.

—Lommy y Pastel Caliente no deben enterarse —dijo.

—No lo sabrán por mí —juró Gendry.

—Arya. —Alzó la vista y clavó los ojos en los suyos—. Me llamo Arya. De la Casa Stark.

—De la casa… —Tardó un momento en comprender—. La Mano del Rey se llamaba Stark. Lo mataron por traidor.

—Nunca fue un traidor. Era mi padre.

—Así que por esa razón tú creíste… —Gendry tenía los ojos muy abiertos.

—Yoren iba a llevarme a casa —explicó Arya después de asentir—, a Invernalia.

—Si… si eres de noble cuna, entonces… serás una dama…

Arya se contempló las ropas andrajosas y los pies descalzos, llenos de callos y heridas. Se fijó en la suciedad que tenía bajo las uñas, en las costras de los codos y los arañazos de las manos.

«La septa Mordane no me conocería, seguro. A lo mejor Sansa sí, pero fingiría no verme.»

—Mi madre es una dama, y mi hermana también, pero yo nunca lo he sido.

—Sí lo has sido. Eras hija de un señor y vivías en un castillo, ¿no? Y tú… ay, por los dioses, nunca me… —De repente Gendry parecía inseguro, casi asustado—. No debí decir todo eso de las pichas… y he estado meando delante de ti… digo de vos… os ruego vuestro perdón, mi señora…

—¡Para ya! —bufó Arya. ¿Se estaba burlando de ella?

—Sé comportarme, mi señora —siguió Gendry, testarudo como siempre—. Cuando entraba una chica noble en el taller con sus padres, mi maestro me enseñó a hincar una rodilla en tierra, a hablar sólo si me hablaban y a llamarla «mi señora».

—Si empiezas a llamarme «mi señora», hasta Pastel Caliente se va a dar cuenta. Y más vale que sigas meando como hasta ahora.

—Como mi señora ordene.

Arya le dio un empujón en el pecho con las dos manos. Gendry tropezó con una piedra y cayó sentado.

—Pero ¿qué clase de hija de noble eres tú? —rió.

—De esta clase. —Le dio una patada en el costado, pero con eso sólo consiguió que se riera más—. Ríete cuanto quieras, yo voy a ver quién hay en el pueblo.

El sol ya se había puesto tras los árboles, no tardaría mucho en anochecer. Por una vez fue Gendry quien tuvo que apresurarse para alcanzarla.

—¿Hueles eso? —le preguntó Arya.

—¿Pescado podrido? —preguntó el muchacho después de olisquear el aire.

—Sabes muy bien que no es pescado.

—Más vale que tengamos cuidado. Yo iré por el oeste, a ver si hay algún camino. Si viste un carromato, es que debe de haberlo. Tú ve por la playa. Si necesitas ayuda, ladra como un perro.

—Qué tontería. Si necesito ayuda, gritaré «¡Ayuda!».

Echó a correr, sin hacer ruido con los pies descalzos sobre la hierba. Cuando se volvió para mirar por encima del hombro, vio que Gendry la seguía con la mirada y tenía cara de sufrimiento. Eso significaba que estaba pensando. «Seguro que se está diciendo que no debería permitir que una “mi señora” fuera a robar comida.» Arya sabía que se iba a comportar como un idiota en adelante.

El olor se fue haciendo más fuerte a medida que se acercaba al pueblo. No era olor a pescado podrido. Era un hedor más rancio, más nauseabundo. Arrugó la nariz.

Cuando los árboles empezaron a escasear, fue deslizándose de arbusto en arbusto, silenciosa como una sombra. Cada pocos metros se detenía a escuchar. La tercera vez oyó ruido de caballos y también la voz de un hombre. El olor era cada vez peor.

«Huele a hombres muertos, eso es.» Conocía ese olor, era el que desprendían Yoren y los demás.

Al sur de la aldea crecía un denso zarzal. Cuando llegó junto a él, las largas sombras del ocaso empezaban a desaparecer, y salían las primeras luciérnagas. Por encima del zarzal se veían los tejados de paja. Reptó por el suelo hasta encontrar un hueco y se deslizó por él arrastrándose sobre el vientre, bien oculta hasta que vio de dónde procedía el olor.

Junto a las tranquilas aguas del Ojo de Dioses se había alzado un largo patíbulo de madera verde, en el que estaban ahorcadas unas cosas que habían sido humanas, con los pies encadenados, mientras los cuervos picoteaban la carne y revoloteaban de cadáver en cadáver. Por cada cuervo había un centenar de moscas. Cuando el viento sopló procedente del lago, el cadáver más cercano pareció volverse hacia ella. Los cuervos le habían devorado la mayor parte del rostro, y otra alimaña también se había ocupado de él, otra mucho más grande. Tenía desgarrado el pecho y la garganta, y del vientre abierto brotaban entrañas de un verde brillante y jirones de carne. Le habían arrancado un brazo; Arya divisó los huesos mordidos y picoteados a pocos metros de distancia. No les quedaba nada de carne.

Se obligó a fijarse en el siguiente hombre, y luego en el siguiente, y en el siguiente, sin dejar de repetirse que era dura como una piedra. Eran cadáveres, tan destrozados y podridos que tardó unos instantes en darse cuenta de que los habían desnudado antes de colgarlos. No parecían personas desnudas; en realidad, casi no parecían personas. Los cuervos les habían devorados los ojos, a veces el rostro entero. Del sexto de la hilera sólo quedaba una pierna, todavía sujeta por las cadenas, que se mecía con el viento.

«El miedo hiere más que las espadas.» Los muertos no podían hacerle daño, pero quien los había matado, sí. Más allá del patíbulo, dos hombres con cota de malla se apoyaban en sus lanzas ante el edificio alargado que había junto al agua, el del tejado de pizarra. Habían clavado en el suelo lodoso un par de pértigas largas, y de cada una colgaba un estandarte. Uno parecía rojo y el otro más claro, tal vez blanco o amarillo, pero colgaban inertes por la falta de viento, y con la oscuridad del crepúsculo no podía estar segura de que el rojo fuera escarlata Lannister. «No me hace falta ver el león, ya veo a los muertos. ¿Quiénes pueden ser, sino Lannister?»

Entonces se oyó un grito.

Los dos lanceros se volvieron, y apareció un tercero empujando a un cautivo. Ya estaba demasiado oscuro para distinguir los rostros, pero el prisionero llevaba un brillante yelmo de acero, y al ver los cuernos Arya supo que se trataba de Gendry. «Idiota, idiota, idiota, ¡idiota!», pensó. Si lo hubiera tenido al lado le habría pegado otra patada.

Los guardias hablaban en voz alta, pero estaba demasiado lejos para oír qué decían, y más aún con los graznidos y revoloteos de los cuervos. Uno de los lanceros le quitó el yelmo a Gendry y le hizo una pregunta, pero no debió de gustarle la respuesta, porque lo golpeó en el rostro con el asta de la lanza y lo derribó. El que lo había capturado le dio una patada, mientras que el segundo lancero se probaba el yelmo en forma de cabeza de toro. Por último lo pusieron de pie y lo empujaron hacia el almacén. Cuando abrieron las pesadas puertas de madera, un niñito salió a toda velocidad, pero uno de los guardias lo agarró por el brazo y lo obligó a entrar de nuevo. A Arya le llegaron sonidos de sollozos procedentes del interior, y luego un grito tan largo y lleno de dolor que tuvo que morderse los labios.

Los guardias empujaron a Gendry al interior junto con el niño y atrancaron las puertas. En aquel momento sopló una brisa procedente del lago, y los estandartes se agitaron y ondearon. El del asta más alta era, como había temido, el león dorado. En el otro, tres esbeltas formas negras corrían por un campo color amarillo mantequilla. Le pareció que eran perros. Arya había visto antes aquellos perros, pero ¿dónde?

Aquello no importaba. Lo único importante era que habían cogido a Gendry. Tenía que sacarlo de allí, aunque fuera un cabezota y un imbécil. Se preguntó si los soldados sabrían que la reina lo estaba buscando.

Uno de los guardias se quitó el yelmo y se puso el de Gendry. Arya se enfureció, pero sabía que no podía hacer nada para impedirlo. Le pareció oír más gritos procedentes del almacén sin ventanas, amortiguados por los muros de piedra, pero no estaba segura.

Permaneció allí el tiempo suficiente para ver el cambio de guardia y luego mucho más. Los hombres iban y venían. Llevaron a los caballos al arroyo para abrevarlos. Una partida de caza regresó del bosque, llevaban un ciervo colgado de una pértiga. Los observó mientras lo limpiaban, le quitaban las entrañas y preparaban una hoguera al otro lado del arroyo, y el olor de la carne asada se unió al de la podredumbre de los cadáveres. El estómago vacío le rugía y estuvo a punto de vomitar. La perspectiva de la cena hizo que otros hombres salieran de las casas; casi todos llevaban cotas de malla o petos de cuero. Cuando el ciervo estuvo bien asado, cortaron las mejores porciones y las llevaron a una de las casas.

Arya pensó que durante la noche podría acercarse a hurtadillas y liberar a Gendry, pero los guardias encendieron antorchas con las llamas de la hoguera. Un escudero llevó carne y pan a los dos guardias que había ante el almacén, y más tarde se les unieron otros dos hombres. Empezaron a pasarse un pellejo de vino de mano en mano. Cuando se lo terminaron los otros se fueron, pero los dos guardias del principio siguieron allí, apoyados en sus lanzas.

Cuando por fin se decidió a salir de debajo del brezo para internarse en la oscuridad del bosque, Arya tenía las piernas y los brazos entumecidos, y la noche era cerrada excepto en los momentos en que los tímidos rayos de luna se filtraban entre las nubes.

«Silenciosa como una sombra», se dijo mientras avanzaba entre los árboles. No se atrevía a correr en aquella oscuridad, por miedo a tropezar con alguna raíz, o a perderse. A su izquierda, el Ojo de Dioses lamía las orillas con olas sosegadas. A su derecha la brisa susurraba entre las ramas, y las hojas crujían y se mecían. Y, a lo lejos, se oía el aullido de los lobos.

Lommy y Pastel Caliente estuvieron a punto de cagarse de miedo cuando salió de entre los árboles justo detrás de ellos.

—Silencio —les dijo al tiempo que rodeaba a Comadreja con un brazo, cuando la niñita corrió hacia ella.

—Pensábamos que nos habíais abandonado —dijo Pastel Caliente mirándola con los ojos muy abiertos. Tenía en la mano la espada corta, la que Yoren le había quitado a un capa dorada—. Tenía miedo de que fueras un lobo.

—¿Dónde está el Toro? —preguntó Lommy.

—Lo han cogido —susurró Arya—. Tenemos que sacarlo de allí. Vas a tener que ayudarme, Pastel Caliente. Nos acercaremos a escondidas, mataremos a los guardias y luego yo abriré la puerta.

Pastel Caliente y Lommy se miraron.

—¿Cuántos son?

—No he podido contarlos —reconoció Arya—. Por lo menos veinte, pero ante la puerta sólo hay dos.

—No podemos luchar contra veinte. —Pastel Caliente puso cara de estar a punto de llorar.

—Sólo tienes que luchar contra uno. Yo me encargo del otro, sacamos a Gendry y nos largamos.

—Deberíamos rendirnos —dijo Lommy—. Vamos allí y nos rendimos.

Arya sacudió la cabeza, testaruda.

—Entonces olvídate de Gendry, Arry —suplicó Lommy—. No saben que estamos aquí, si nos escondemos se irán, sabes que se irán. No es culpa nuestra que cogieran a Gendry.

—Eres idiota, Lommy —dijo Arya, furiosa—. Si no sacamos a Gendry, el que va a morir eres tú. ¿Quién te va a llevar si no?

—Pastel Caliente y tú.

—¿Todo el rato, sin ayuda de nadie? No lo lograremos. Gendry es el más fuerte. Además, me importa un rábano lo que digas, voy a volver a por él. —Miró a Pastel Caliente—. ¿Vienes conmigo?

Pastel Caliente miró a Lommy, a Arya y a Lommy otra vez.

—De acuerdo —dijo de mala gana—. Lommy, vigila bien a Comadreja.

—¿Y si vienen los lobos? —El muchacho agarró a la niñita de la mano y la atrajo hacia él.

—Ríndete —sugirió Arya.

Les pareció que tardaron horas en encontrar el camino de vuelta a la aldea. Pastel Caliente no paraba de tropezar y de extraviarse, y Arya tenía que esperarlo a menudo, incluso se veía obligada a retroceder. Acabó por agarrarlo de la mano y guiarlo entre los árboles.

—Cállate y sígueme —le ordenó. No tardaron en divisar a lo lejos el brillo de las hogueras de la aldea contra el cielo—. Hay cadáveres colgados al otro lado del seto, pero no te asustes, recuerda que el miedo hiere más que las espadas. Tenemos que ser muy sigilosos, iremos muy despacio.

Pastel Caliente asintió. Arya fue la primera en entrar por debajo del brezo y lo esperó al otro lado, acuclillada. Pastel Caliente salió muy pálido y jadeante, con la cara y los brazos llenos de arañazos sangrantes. Fue a decir algo, pero Arya le puso un dedo en los labios. Se arrastraron sobre las manos y las rodillas a lo largo del patíbulo, bajo los cadáveres que se mecían. El muchacho no alzó la vista en ningún momento ni hizo el menor ruido.

Hasta que un cuervo se posó sobre su espalda, y dejó escapar un grito ahogado.

—¿Quién anda ahí? —retumbó una voz desde la oscuridad.

—¡Me rindo! —Pastel Caliente se puso en pie de un salto y, cuando tiró su espada, una docena de cuervos se alzaron de los cadáveres entre graznidos de protesta. Arya le agarró la pierna y trató de hacer que se agachara, pero el muchacho se liberó y echó a correr, agitando los brazos—. ¡Me rindo, me rindo!

Arya se puso en pie de un salto y echó mano de Aguja, pero estaba rodeada de hombres. Lanzó un tajo al más cercano, que lo paró con el avambrazo de acero, mientras que otro la derribaba por tierra y un tercero la obligaba a soltar la espada. Cuando intentó morderlo, sus dientes tropezaron con una cota de malla fría y sucia.

—Vaya, qué salvaje —dijo el hombre entre risas. El golpe de su puño acorazado estuvo a punto de arrancarle la cabeza.

Se quedó tendida, en el suelo, mientras hablaban de ella, pero no alcanzaba a entender lo que decían. Le zumbaban los oídos. Cuando trató de arrastrarse, la tierra se movió bajo ella.

«Me han quitado a Aguja.» La vergüenza era peor que el dolor, y eso que el dolor era mucho. Jon le había regalado aquella espada. Syrio le había enseñado a utilizarla.

Por último, alguien la agarró por el justillo y la obligó a incorporarse hasta quedar de rodillas. Pastel Caliente también estaba de rodillas, ante el hombre más alto que Arya había visto jamás, un monstruo salido de las historias de la Vieja Tata. No vio de dónde había salido aquel gigante. En su jubón amarillento descolorido se veían tres perros negros a la carrera, y el rostro del hombre era tan duro como si lo hubieran tallado en piedra. De pronto, Arya recordó dónde había visto antes aquellos perros. La noche del torneo en Desembarco del Rey, todos los caballeros colgaron sus escudos en el exterior de sus pabellones.

—Ése es el del hermano del Perro —le había dicho Sansa cuando pasaron junto a los perros negros sobre campo amarillo—. Es aún más alto que Hodor, ya lo verás. Lo llaman la Montaña que Cabalga.

Arya agachó la cabeza, apenas consciente de qué sucedía a su alrededor. Pastel Caliente se estaba rindiendo un poco más.

—Nos guiarás hasta esos otros —dijo la Montaña, antes de alejarse.

A continuación la obligaron a caminar más allá de los muertos del patíbulo, mientras Pastel Caliente decía a sus captores que, si no le hacían daño, les prepararía pasteles y empanadas. Los acompañaban cuatro hombres, uno con una antorcha, otro con una espada larga, y los dos restantes con lanzas.

Lommy estaba donde lo habían dejado, al pie del roble.

—¡Me rindo! —gritó en cuanto los vio. Tiró a un lado la lanza y levantó las manos, manchadas de verde por los viejos tintes—. Me rindo, por favor.

El hombre de la antorcha buscó entre los árboles.

—¿Tú eres el último? El panadero dijo que había también una niña.

—Salió corriendo cuando os oyó llegar —dijo Lommy—. Hacíais mucho ruido.

«Corre, Comadreja —pensó Arya—. Corre mucho, vete lejos, no vuelvas jamás.»

—Dinos dónde está ese hijo de puta de Dondarrion y te ganarás una comida caliente.

—¿Quién? —preguntó Lommy, desconcertado.

—Ya te lo decía yo, éstos no saben más que las zorras de la aldea. Joder, qué pérdida de tiempo.

—¿Te pasa algo en la pierna, muchacho? —preguntó uno de los lanceros acercándose a Lommy.

—Estoy herido.

—¿Puedes caminar? —El hombre parecía preocupado.

—No —dijo Lommy—. Tenéis que llevarme.

—¿De verdad? —Levantó la lanza como quien no quiere la cosa y atravesó el cuello del muchacho. Lommy ni siquiera tuvo tiempo de rendirse de nuevo. Se estremeció una vez y murió. Cuando el hombre sacó la lanza, la sangre brotó en un surtidor oscuro.

—Que lo llevemos, dice —murmuró con una risita.

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