CATELYN

El lugar de reunión era una extensión de hierba salpicada de setas color gris claro, y de cuando en cuando de los tocones frescos de los árboles talados.

—Somos los primeros, mi señora —dijo Hallis Mollen cuando detuvieron los caballos entre los tocones, a solas entre los dos ejércitos.

En la lanza que llevaba ondeaba el estandarte de la Casa Stark. Desde allí Catelyn no alcanzaba a ver el mar, pero sentía que estaba muy próximo. El olor de la sal impregnaba el viento que soplaba desde el este.

Los forrajeadores de Stannis Baratheon habían talado los árboles para construir torres de asalto y catapultas. Catelyn se preguntó cuántos años había tenido aquel bosque, y si Ned habría descansado allí cuando guió su ejército hacia el sur para levantar el último asedio de Bastión de Tormentas. Aquel día había logrado una gran victoria, más grande aún porque no había necesitado derramamiento de sangre.

«Quieran los dioses que yo pueda lograr lo mismo», rezó. Sus vasallos pensaban que ir allí había sido una locura.

—No es nuestra guerra, mi señora —había dicho Ser Wendel Manderly—. Sé que el rey no querría que su madre se pusiera en peligro.

—Todos estamos en peligro —replicó ella, tal vez en tono demasiado brusco—. ¿Creéis que yo deseo estar aquí, ser? —«Mi lugar está en Aguasdulces con mi padre moribundo, en Invernalia con mis hijos»—. Robb me envió al sur para hablar en su nombre, y en su nombre voy a hablar.

Catelyn sabía que no sería fácil pactar la paz entre aquellos dos hermanos, pero por el bien del reino tenía que intentarlo. Al otro lado de los campos encharcados por la lluvia y de los riscos alcanzaba a ver el gran castillo de Bastión de Tormentas, que se alzaba hacia el cielo de espaldas al mar, que ella no podía ver desde donde se encontraba. Bajo aquella masa de piedra color gris claro, el ejército circundante de Lord Stannis Baratheon parecía tan pequeño e insignificante como ratones con estandartes.

Según las canciones, Bastión de Tormentas se erigió en los antiguos tiempos por obra de Durran, el primer Rey de la Tormenta, que se había ganado el amor de la hermosa Elenei, hija del dios marino y la diosa del viento. En su noche de bodas, Elenei entregó su virginidad al amor de un mortal, y por tanto se condenó a perecer como mortal también ella. Sus padres, dolidos, desencadenaron su ira y enviaron vientos y aguas para derribar la fortaleza de Durran. Sus hermanos, sus amigos y los invitados a la boda murieron aplastados por los muros o los arrastró el mar, pero Elenei escudó a Durran entre sus brazos para que no sufriera daño alguno, y cuando llegó el amanecer él declaró la guerra a los dioses y juró que reconstruiría su castillo.

Cinco castillos erigió, cada uno mayor que el anterior, y los cinco vio caer cuando aullaban los vientos procedentes de la Bahía de los Naufragios, que empujaban ante ellos inmensos muros de agua. Sus señores le suplicaron que construyera tierra adentro; sus sacerdotes le dijeron que tenía que aplacar a los dioses, que debía devolver a Elenei al mar; hasta el pueblo le rogaba que cejara en su empeño. Durran no escuchó a nadie. Un séptimo castillo erigió, el más gigantesco de todos. Hubo quien dijo que los niños del bosque lo ayudaron a crearlo, que dieron forma a las piedras con su magia; otros dijeron que un chiquillo le explicó qué debía hacer, un chiquillo al que más tarde el mundo conocería como Bran el Constructor. Se contara como se contara la historia, el final era siempre el mismo: el séptimo castillo resistió, desafiante, y Durran Pesardedioses y la hermosa Elenei vivieron allí juntos hasta el fin de sus días.

Los dioses no olvidan, y los vendavales procedentes del mar Angosto seguían soplando rabiosos. Pero Bastión de Tormentas, un castillo sin igual, resistió durante siglos y durante decenas de siglos. Su gran muralla exterior medía treinta metros de altura, sólida, sin aspilleras ni poternas, toda redondeada, curva, lisa, con las piedras encajadas con tanta habilidad que no quedaba ni una hendidura, ni un ángulo, ni una grieta por la que pudiera colarse el viento. Se decía que la muralla tenía doce metros de espesor en su punto más delgado, y casi veinticinco en la cara que daba al mar, una estructura doble de piedra rellena de arena y guijarros. En aquella poderosa mole se cobijaban las cocinas, establos y patios, a salvo del viento y de las olas. Sólo tenía una torre, un edificio colosal sin ventanas en la cara que daba al mar, tan grande que allí estaban tanto los graneros y los barracones como la sala para banquetes y las habitaciones del señor. En la cima, las gigantescas almenas le daban el aspecto de un puño con púas en lo alto de un brazo alzado.

—Mi señora —la llamó Hal Mollen. Dos jinetes acababan de salir del pequeño campamento situado bajo el castillo y se acercaban a ellos a paso lento—. Debe de ser el rey Stannis.

—Sin duda.

Catelyn los observó acercarse. «Será Stannis, pero no lleva el estandarte de la Casa Baratheon.» Era de color amarillo brillante, no dorado como las enseñas de Renly, y el dibujo era rojo, aunque desde allí no se distinguía la forma.

Renly iba a ser el último en llegar. Se lo había dicho en persona cuando ella se puso en marcha. No tenía intención de montar a caballo hasta que no viera a su hermano en camino. El primero en llegar tendría que esperar al otro, y Renly no esperaría.

«A esto juegan los reyes», se dijo. Pues ella no era ninguna reina, de manera que no tenía por qué jugar. Y en cuestión de esperar, Catelyn tenía mucha práctica.

Cuando estuvo más cerca vio que Stannis llevaba una corona de oro rojo con las puntas en forma de llamas. Su cinturón estaba adornado con granates y un topacio amarillo, y en el pomo de su espada se veía un gran rubí cuadrangular. El resto de su atuendo era sencillo: chaleco de cuero claveteado sobre un jubón guateado, botas usadas y calzones de hilo basto. El estandarte amarillo como el sol mostraba la imagen de un corazón rojo rodeado de llamas de fuego anaranjado. También se veía el venado coronado, sí… encogido, diminuto, dentro del corazón. Y más curioso aún era quién llevaba el estandarte: una mujer ataviada de rojo, con el rostro casi oculto por la capucha de su capa escarlata. «Una sacerdotisa roja», pensó Catelyn, intrigada. Era una secta numerosa y con gran poder en las Ciudades Libres y en el lejano este, pero en los Siete Reinos había muy pocos miembros.

—Lady Stark —saludó Stannis Baratheon con cortesía gélida al tiempo que tiraba de las riendas. Inclinó la cabeza. Estaba más calvo de lo que Catelyn recordaba.

—Lord Stannis —saludó ella a su vez. Bajo la barba recortada, la fuerte mandíbula se apretó, pero no le exigió ningún título. Catelyn se sintió agradecida.

—No pensaba encontraros en Bastión de Tormentas.

—No pensaba estar aquí.

—Lamento la muerte de vuestro señor —dijo. Los ojos hundidos la observaron con incomodidad. Las expresiones corteses de rigor no le salían con facilidad—, aunque Eddard Stark no era mi amigo.

—Tampoco fue vuestro enemigo, mi señor. Cuando Lord Tyrell y Lord Redwyne os tenían prisionero en ese castillo y os mataban de hambre, fue Eddard Stark quien rompió el asedio.

—Por orden de mi hermano, no por afecto hacia mí —replicó Stannis—. Lord Eddard cumplió con su deber, no lo niego. ¿Acaso hice yo menos? Yo debí ser la Mano de Robert.

—Fue la voluntad de vuestro hermano. Ned jamás deseó ese cargo.

—Pero lo aceptó. Aceptó lo que debió ser para mí. De todos modos, os doy mi palabra de que haré justicia a sus asesinos.

«Cómo les gusta a estos reyes prometer cabezas.»

—Vuestro hermano me ha prometido lo mismo. Pero os seré sincera, preferiría recuperar a mis hijas, y dejar la justicia en manos de los dioses.

—Si vuestras hijas se encuentran en la ciudad cuando la tome, os las enviaré.

«Vivas o muertas», parecía implicar su tono de voz.

—¿Y cuándo será eso, Lord Stannis? Desembarco del Rey está cerca de vuestro Rocadragón, pero os encuentro aquí.

—Veo que sois franca, Lady Stark. Muy bien, entonces os hablaré yo también con franqueza. Para tomar la ciudad necesito el poder de esos señores sureños que veo al otro lado del campo. Están con mi hermano. Debo arrebatárselos.

—Los hombres entregan su lealtad a quien quieren, mi señor. Esos hombres juraron lealtad a Robert y a la Casa Baratheon. Si vuestro hermano y vos pudierais zanjar esta disputa…

—No tengo ninguna disputa pendiente con Renly, siempre que cumpla con su deber. Soy su hermano mayor y su rey, quiero lo que me corresponde por derecho. Renly me debe lealtad y obediencia. Son dos cosas que pienso obtener, de él y de esos otros señores. —La miró fijamente—. ¿Qué os trae a este campo, mi señora? ¿Acaso la Casa Stark se ha aliado con mi hermano?

«Éste no cederá jamás», pensó, pero tenía que intentarlo de todos modos. Había demasiado en juego.

—Mi hijo es el Rey en el Norte, por voluntad de nuestros señores y nuestro pueblo. No dobla la rodilla ante nadie, pero tiende una mano amiga a todos.

—Los reyes no tienen amigos —replicó Stannis con aspereza—. Sólo súbditos y enemigos.

—Y hermanos —dijo una voz alegre detrás de Catelyn.

Miró por encima de su hombro para ver cómo el palafrén de Lord Renly se acercaba a ella entre los tocones. El más joven de los Baratheon tenía un aspecto espléndido con su jubón de terciopelo verde y la capa de seda ribeteada en piel de marta. La corona de rosas doradas le ceñía las sienes, y la cabeza de venado en jade le sobresalía por encima de la frente, sobre el largo pelo negro. Se adornaba el cinturón del que colgaba la espada con diamantes negros, y el cuello con una cadena de oro y esmeraldas.

Renly también había elegido a una mujer para llevar su estandarte, aunque Brienne se ocultaba el rostro y el cuerpo tras una armadura que no dejaba distinguir su sexo. En su lanza de cuatro metros el viento hacía ondear al venado coronado rampante, negro sobre oro.

—Lord Renly. —El saludo de su hermano fue brusco y lacónico.

—Rey Renly. ¿De verdad eres tú, Stannis?

—¿Quién si no? —preguntó Stannis con el ceño fruncido.

—Con ese estandarte cómo voy a estar seguro. —Renly se encogió de hombros—. ¿De quién es ese blasón que llevas?

—Es mío.

—El rey ha tomado como blasón el corazón llameante del Señor de la Luz —intervino la sacerdotisa vestida de rojo.

—Estupendo. —Aquello pareció hacerle mucha gracia—. Si los dos lleváramos el mismo estandarte la batalla sería muy confusa.

—Esperemos que no haya batalla —dijo Catelyn—. Los tres compartimos un enemigo común que nos destruirá a todos.

—El Trono de Hierro me corresponde por derecho. —Stannis la miró sin sonreír—. Todo el que lo niegue es mi enemigo.

—El reino entero lo niega, hermano —dijo Renly—. Los viejos lo niegan con su último aliento, los bebés lo niegan en los vientres de sus madres antes de nacer. Lo niegan en Dorne y lo niegan en el Muro. Nadie te quiere como rey. Lo siento.

—Juré que no trataría contigo mientras llevaras puesta esa corona de traidor —dijo Stannis después de apretar las mandíbulas, con el rostro tenso—. Ojalá hubiera cumplido mi juramento.

—Esto es una locura —intervino Catelyn con brusquedad—. Lord Tywin está en Harrenhal con veinte mil espadas. Los que quedan del ejército del Matarreyes se han reagrupado en el Colmillo Dorado, otro ejército Lannister se reúne a la sombra de Roca Casterly, y Cersei y su hijo tienen Desembarco del Rey y vuestro querido Trono de Hierro. Los dos os decís reyes, pero el reino se desangra y sólo mi hijo ha alzado una espada para defenderlo.

—Vuestro hijo ha ganado unas pocas batallas, yo ganaré la guerra. Los Lannister pueden esperar al momento que me convenga.

—Si tienes alguna propuesta, hazla —cortó Stannis—, o me iré.

—Muy bien —dijo Renly—, propongo que desmontes, hinques la rodilla en tierra y me jures lealtad.

—Eso jamás. —Stannis se tragó la rabia.

—Serviste a Robert, ¿por qué a mí no?

—Robert era mi hermano mayor. Tú eres el menor.

—El menor, el más valiente, y desde luego el más guapo…

—Y un ladrón, un usurpador.

—Los Targaryen llamaban usurpador a Robert. Por lo visto pudo soportar esa vergüenza. Lo mismo haré yo.

«Esto es inútil.»

—¿Estáis oyendo lo que decís? ¡Si fuerais mis hijos os haría chocar las cabezas y os encerraría en un dormitorio hasta que recordarais que sois hermanos!

—Sois demasiado arrogante, Lady Stark. —Stannis la miraba con el ceño fruncido—. Yo soy el rey legítimo, y vuestro hijo es tan traidor como mi hermano. También le llegará su hora.

La amenaza directa atizó la ira de Catelyn.

—Sois muy rápido a la hora de decir que los demás son traidores y usurpadores, mi señor, pero ¿en qué os diferenciáis de ellos? Decís que sólo vos sois el legítimo rey, pero creo recordar que Robert tenía dos hijos. Según todas las leyes de los Siete Reinos, el príncipe Joffrey es su heredero, y luego Tommen… y todos los demás somos traidores, aunque tengamos excelentes motivos.

—Tendrás que perdonar a Lady Catelyn, Stannis —dijo Renly entre risas—. Viene de Aguasdulces, ha sido un viaje muy largo. Supongo que no ha leído tu cartita.

—Joffrey no es hijo de mi hermano —dijo Stannis, tajante—. Y Tommen tampoco. Son bastardos, igual que la niña. Los tres son abominaciones nacidas del incesto.

Catelyn se quedó sin palabras. «No es posible, ni siquiera Cersei puede estar tan loca.»

—¿No es una bonita historia, mi señora? —preguntó Renly—. Estaba acampado en Colina Cuerno cuando Lord Tarly recibió esa carta, y la verdad sea dicha, me dejó sin aliento. —Sonrió a su hermano—. Nunca te creí tan astuto, Stannis. Si fuera cierto, serías de verdad el heredero de Robert.

—¿Si fuera cierto? ¿Me estás llamando mentiroso?

—¿Puedes demostrar una palabra de esa fábula?

Stannis rechinó los dientes.

«Seguro que Robert no lo sabía —pensó Catelyn—, o habría mandado cortarle la cabeza a Cersei de inmediato.»

—Lord Stannis —dijo—, si sabíais que la reina era culpable de un crimen tan monstruoso, ¿por qué guardasteis silencio?

—No guardé silencio —declaró Stannis—. Expuse mis sospechas a Jon Arryn.

—¿En vez de decírselo a vuestro hermano?

—Mi hermano nunca me tuvo en consideración —dijo Stannis—. De mi boca, esas acusaciones habrían parecido fruto del rencor y de la ambición, como manera de situarme en la línea sucesoria. Pensé que Robert estaría mejor dispuesto a escuchar si los cargos los presentaba Jon Arryn, a quien quería.

—Ah —dijo Renly—. Así que tenemos la palabra de un muerto.

—¿Acaso crees que su muerte fue una coincidencia, ciego estúpido? Cersei lo hizo envenenar por miedo a que la descubriera. Lord Arryn había estado recogiendo ciertas pruebas…

—Que sin duda murieron con él. Todo un inconveniente.

—En una carta que me envió a Invernalia, mi hermana Lysa acusaba a la reina de matar a su esposo —reconoció Catelyn, que estaba recordando cosas, juntando piezas—. Después, en el Nido de Águilas, echó la culpa a Tyrion, el hermano de la reina.

—Si pisáis un nido de víboras —dijo Stannis con un bufido—, ¿acaso importa cuál os muerde primero?

—Esta charla sobre incestos y serpientes es muy amena, pero no cambia nada. Puede que tú tengas más derecho, Stannis, pero yo tengo un ejército mayor. —Renly metió la mano entre los pliegues de su capa. Stannis lo vio, y echó mano al pomo de su espada, pero antes de que pudiera desenfundar el acero su hermano sacó… un melocotón—. ¿Quieres uno, hermano? —preguntó Renly con una sonrisa—. Son de Altojardín. En tu vida has probado nada tan dulce, te lo garantizo.

Le dio un mordisco, y los jugos le corrieron por la comisura de la boca. Stannis estaba echando chispas.

—No he venido aquí a comer fruta.

—¡Mis señores! —gritó Catelyn—. Deberíamos estar discutiendo las condiciones de una alianza, no intercambiando puyas.

—Nadie debería rechazar un melocotón —dijo Renly al tiempo que tiraba el hueso—. Puede que no vuelvas a tener ocasión de probarlos, Stannis. La vida es breve. Recuerda lo que dicen los Stark. Se acerca el invierno. —Se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Tampoco he venido aquí para que me amenacen.

—Nadie te ha amenazado —replicó Renly—. Cuando te amenace, te enterarás, no te preocupes. Si quieres que te diga la verdad, nunca me has caído bien, Stannis, pero por nuestras venas corre la misma sangre; no querría tener que matarte. Si lo que quieres es Bastión de Tormentas, quédatela, como regalo de tu hermano. Igual que Robert me la entregó a mí, yo te la entrego.

—No puedes entregar lo que no es tuyo. Es mía por derecho.

Renly suspiró y se dio media vuelta en la silla.

—¿Qué voy a hacer con este hermano mío, Brienne? Rechaza mi melocotón, rechaza mi castillo, ni siquiera asistió a mi boda…

—Los dos sabemos que tu boda fue una farsa. Hace un año planeabas convertir a la chica en una de las rameras de Robert.

—Hace un año planeaba convertir a la chica en la reina de Robert —replicó Renly—. Pero, ¿qué más da eso? El jabalí se llevó a Robert y yo me llevé a Margaery. Por cierto, te alegrará saber que llegó a mí doncella.

—Y en tu cama seguro que muere igual.

—Oh, espero hacerle un hijo varón este mismo año. Disculpa, ¿cuántos hijos tienes tú, Stannis? Ah, sí, ya me acuerdo… ninguno. —Renly le dedicó una sonrisa inocente—. En cuanto a lo de tu hija, lo comprendo. Si mi mujer tuviera una cara como la de la tuya, yo también enviaría a mi bufón a atenderla.

—¡Basta! —rugió Stannis—. No toleraré que te burles de mí, ¿entendido? ¡No lo toleraré! —Sacó la espada de su vaina, y el acero brilló a la escasa luz del sol con reflejos rojos, amarillos, blancos. A su alrededor el aire parecía vibrar, como si emitiera calor:

El caballo de Catelyn relinchó y retrocedió un paso, pero Brienne en cambio se interpuso entre los hermanos, también ella con la espada en la mano.

—¡Guardad ese acero! —gritó a Stannis.

«Cersei Lannister debe de estar muerta de risa», pensó Catelyn con cansancio.

—No soy despiadado —dijo con voz retumbante Stannis, cuya falta de piedad era legendaria, mientras señalaba a su hermano con la punta de la refulgente espada—. Y tampoco quiero ensuciar a Portadora de Luz con la sangre de un hermano. Por la madre que nos engendró a los dos, te daré esta noche para reconsiderar esta locura, Renly. Guarda tus estandartes, ven a mí antes del amanecer y te entregaré Bastión de Tormentas y tu antiguo sitio en el Consejo, incluso te nombraré heredero hasta que tenga un hijo varón. De lo contrario te destruiré.

Renly se echó a reír.

—Tienes una espada muy bonita, Stannis, en serio, pero creo que brilla tanto que te ha estropeado la vista. Mira al otro lado de estos campos, hermano. ¿Ves todos esos estandartes?

—¿Acaso crees que unos trozos de trapo te harán rey?

—Las espadas Tyrell me harán rey. Rowan, Tarly y Caron me harán rey con el hacha, la lanza y la maza. Las flechas Tarth y las picas Penrose, Fossoway, Cuy, Mullendore, Estermont, Selmy, Hightower, Oakheart, Crane, Caswell, Blackbar, Morrigen, Beesbury, Shermer, Dunn, Footly… Hasta la Casa Florent, los hermanos y los tíos de tu esposa. Ellos me harán rey. Toda la caballería del sur cabalga conmigo, y son la menor parte de mi fuerza. Mi infantería se acerca, son cien mil espadas, lanzas y picas. ¿Y tú me vas a destruir? ¿Con qué? ¿Con esa chusma despreciable que veo junto a las murallas del castillo? Calculo unos cinco mil, siendo generoso. Señores del bacalao, caballeros de la cebolla y mercenarios. Seguro que la mitad vienen a unirse a mí antes de que empiece la batalla. Me dicen mis exploradores que tienes menos de cuatrocientos hombres a caballo, son jinetes libres con corazas que no resistirán ni un momento contra mis lanceros con armaduras. Por muy buen guerrero que te creas, Stannis, sabes que tu ejército no sobrevivirá ni a la primera carga de mi vanguardia.

—Ya lo veremos, hermano. —El mundo pareció oscurecerse un poco cuando Stannis volvió a envainar la espada—. Cuando llegue el amanecer, lo veremos.

—Espero que tu nuevo dios sea misericordioso, hermano.

Stannis dejó escapar un bufido, dio media vuelta y se alejó, desdeñoso. La sacerdotisa roja tardó un instante en seguirlo.

—Meditad sobre vuestros pecados, Lord Renly —dijo al tiempo que hacía girar a su caballo.

Catelyn y Lord Renly cabalgaron juntos hacia el campamento, donde los miles de hombres de él y los pocos de ella aguardaban su regreso.

—Ha sido divertido, aunque de poco provecho —comentó Renly—. ¿Cómo podría hacerme con una espada como ésa? Bueno, no importa, seguro que Loras me la regala después de la batalla. Es una pena que tengamos que llegar a esto.

—Tenéis una manera muy alegre de demostrar esa pena —dijo Catelyn, cuya angustia no tenía nada de fingido.

—¿Sí? —Renly se encogió de hombros—. Es posible. Confieso que Stannis nunca ha sido mi hermano querido. ¿Creéis que eso que dice es verdad? Si Joffrey es hijo del Matarreyes…

—Vuestro hermano sería el heredero legítimo.

—Mientras viva —reconoció Renly—. Aunque esa ley es una idiotez, ¿no os parece? ¿Por qué el hermano mayor, y no el más apto? La corona me sentará como nunca le sentó a Robert, y desde luego como no le sentaría a Stannis. Tengo madera para ser un gran rey, fuerte y generoso a la vez, inteligente, justo, diligente, leal a mis amigos y terrible para mis enemigos, pero capaz de perdonar, paciente…

—¿Modesto? —sugirió Catelyn.

—Tenéis que permitir que un rey tenga algunos defectos, mi señora —dijo Renly riéndose.

Catelyn estaba agotada. Todo había sido en vano. Los hermanos Baratheon iban a ahogarse en sangre el uno al otro, mientras su hijo se enfrentaba en solitario a los Lannister, y nada de lo que ella dijera podría cambiarlo ni impedirlo.

«Es hora de que vuelva a Aguasdulces para cerrar los ojos de mi padre —pensó—. Eso al menos sí puedo hacerlo. Quizá sea mala como enviada, pero que los dioses me ayuden, como plañidera soy excelente.» El campamento estaba situado en la cima de un pequeño cerro pedregoso que discurría de norte a sur. Era mucho más ordenado que el del Mander, aunque tenía la cuarta parte de tamaño. Cuando se enteró de que su hermano había atacado Bastión de Tormentas, Renly dividió sus fuerzas, igual que hiciera Robb en Los Gemelos. Había dejado al grueso de la infantería atrás, en Puenteamargo, con su joven reina, sus carros, carromatos, animales de tiro y toda la engorrosa maquinaria de asedio, mientras Renly en persona guiaba a sus caballeros y jinetes libres en un rápido ataque hacia el este. Cuánto se parecía a Robert, hasta en eso… Pero Robert siempre había tenido a Eddard Stark para atemperar con cautela su osadía. Sin duda Ned habría convencido a Robert de que acudiera con todo su ejército, de que rodeara a Stannis y asediara a los asediantes. Renly se había negado esa posibilidad en su precipitación por enfrentarse a su hermano. Se había alejado de sus líneas de suministro, había dejado a días de marcha los alimentos y pertrechos, con todos los carromatos, mulas y bueyes. Tenía que entrar en combate pronto o moriría de hambre. Catelyn envió a Hal Mollen a ocuparse de los caballos mientras ella acompañaba a Renly de vuelta al pabellón real, en el centro del campamento. En el interior de sus paredes de seda verde, sus capitanes y señores aguardaban noticias sobre la negociación.

—Mi hermano no ha cambiado —les dijo el joven rey mientras Brienne le soltaba la capa y le quitaba de la cabeza la corona de oro y jade—. No se conforma con castillos y honores, quiere sangre. Pues me encargaré de que obtenga lo que desea.

—Alteza, no creo que sea necesario presentar batalla —dijo Lord Mathis Rowan—. La guarnición del castillo es fuerte y está bien aprovisionada. Ser Cortnay Penrose es un comandante con experiencia, y todavía no se ha construido ninguna catapulta que pueda abrir una brecha en las murallas de Bastión de Tormentas. Dejad a Lord Stannis con su asedio. No le servirá de nada, y mientras permanece aquí, pasando frío y hambre, sin conseguir nada, nosotros tomaremos Desembarco del Rey.

—¿Y dejar que los hombres digan que tuve miedo de enfrentarme a Stannis?

—Sólo los idiotas dirían eso —argumentó Lord Mathis.

—¿Qué opináis vosotros? —preguntó Renly mirando a los demás.

—Yo opino que Stannis representa un peligro para vos —declaró Lord Randyll Tarly—. Si no lo hacéis sangrar ahora, seguirá haciéndose fuerte, mientras la batalla mina vuestro poderío. Los Lannister no caerán en un día. Cuando acabemos con ellos puede que Lord Stannis sea tan fuerte como vos… o más. Se alzaron voces de apoyo. El rey pareció satisfecho.

—En ese caso, habrá batalla.

«Le he fallado a Robb, igual que fallé a Ned», pensó Catelyn.

—Mi señor —anunció—, si estáis decidido a luchar, mi presencia en este lugar ya no tiene sentido. Os pido permiso para regresar a Aguasdulces.

—No os lo concedo. —Renly se acomodó mejor en la silla de campamento. Ella se puso rígida.

—Tenía la esperanza de ayudaros a hacer la paz, mi señor. No os ayudaré a hacer la guerra.

—Me atrevería a decir que podemos vencer sin la ayuda de vuestros veinticinco hombres, mi señora. —Renly se encogió de hombros—. No pretendo que toméis parte en la batalla, únicamente que observéis.

—Estuve en el Bosque Susurrante, mi señor. Ya he visto bastantes muertes. Vine aquí como enviada…

—Y como enviada partiréis —dijo Renly—. Pero sabiendo más que al llegar. Veréis con vuestros propios ojos qué les sucede a los rebeldes, y así se lo podréis contar a vuestro hijo. No temáis, velaremos por vuestra seguridad. —Se dio la vuelta para seguir con las disposiciones—. Lord Mathis, vos estaréis al mando de la columna principal, en el centro. Bryce, vos os encargaréis del flanco izquierdo. Lord Estermont, comandaréis la reserva.

—No os fallaré, Alteza —respondió Lord Estermont.

—¿Quién se hará cargo de la vanguardia? —quiso saber Lord Mathis Rowan.

—Alteza, os suplico que me concedáis ese honor —dijo Ser Jon Fossoway.

—Suplicad cuanto queráis —dijo Ser Guyard el Verde—, por derecho, el que aseste el primer golpe debe ser uno de los siete.

—Para cargar contra una muralla de escudos hace falta algo más que una capa bonita —anunció Randyll Tarly—. Yo comandaba la vanguardia de Mace Tyrell cuando vos todavía mamabais de vuestra madre, Guyard.

El clamor llenó el pabellón cuando los demás hicieron patente a gritos su derecho a aquel honor. «Los caballeros del verano», pensó Catelyn. Renly alzó una mano.

—Basta, mis señores. Si tuviera una docena de vanguardias os encomendaría una a cada uno de vosotros, pero la mayor gloria corresponde por derecho al mejor de los caballeros. Ser Loras asestará el primer golpe.

—Os lo agradezco de corazón, Alteza. —El Caballero de las Flores se arrodilló ante el rey—. Dadme vuestra bendición y un caballero que cabalgue a mi lado con vuestro estandarte. Que el venado y la rosa entren juntos en combate.

—Brienne —dijo Renly después de mirar a su alrededor.

—¿Alteza? —Seguía llevando la armadura de acero azul, aunque se había quitado el yelmo. La tienda estaba abarrotada y hacía calor, el sudor le pegaba el pelo amarillo al rostro amplio y poco agraciado—. Mi lugar está a vuestro lado. Soy vuestro escudo juramentado…

—Uno de los siete —le recordó el rey—. No temáis, cuatro de vuestros compañeros estarán conmigo en la batalla.

—Si tengo que apartarme de Vuestra Alteza —dijo Brienne arrodillándose—, al menos concededme el honor de armaros para la batalla.

Catelyn oyó una risita a su espalda.

«Pobrecilla, está enamorada de él —pensó—. Lo servirá de escudero sólo para poder tocarlo, y no le importa lo mucho que se burlen de ella.»

—Concedido —dijo Renly—. Ahora, salid todos. Hasta los reyes deben descansar antes de una batalla.

—Mi señor —pidió Catelyn—, en el último pueblo que cruzamos hay un pequeño sept. Si no me permitís volver a Aguasdulces, al menos dadme permiso para ir allí a rezar.

—Como deseéis. Ser Robar, proporcionad una buena escolta a Lady Stark hasta ese sept… pero aseguraos de que esté de vuelta antes del amanecer.

—A vos también os convendría rezar —añadió Catelyn.

—¿Para pedir la victoria?

—Para pedir sabiduría.

—Loras, quédate y ayúdame a rezar —dijo Renly después de reírse—. Hace tanto que no lo hago que se me ha olvidado. En cuanto a los demás, quiero a todos los hombres en sus puestos en cuanto despunte el día, todos con armas, armaduras y a caballo. Le vamos a dar a Stannis un amanecer que tardará mucho en olvidar. Ya oscurecía cuando Catelyn salió del pabellón. Ser Robar Royce iba a su lado. Lo conocía de manera superficial, era uno de los hijos de Bronze Yohn, atractivo a su manera ruda, con cierto renombre ganado en los torneos. Renly le había otorgado una capa arco iris y una armadura roja, y lo había nombrado uno de los siete.

—Estáis muy lejos del Valle, ser —le dijo.

—Y vos de Invernalia, mi señora.

—Yo sé qué me ha traído aquí, pero ¿por qué habéis venido vos? No es vuestra batalla, igual que no es la mía.

—Es mi batalla desde que Renly es mi rey.

—Los Royce son vasallos de la Casa Arryn.

—Mi padre debe lealtad a Lady Lysa, y también su heredero. Los segundos hijos tienen que buscar la gloria allí donde puedan. —Se encogió de hombros—. Y uno acaba por hartarse de los torneos.

Catelyn calculó que no tendría más de veintiún años, la misma edad que su rey… pero el rey de ella, su Robb, era más sabio a los quince que aquel joven. O eso quería creer. En el pequeño rincón del campamento que correspondía a Catelyn, Shadd estaba troceando zanahorias y poniéndolas en una cazuela, Hal Mollen jugaba a los dados con tres de sus hombres de Invernalia, y Lucas Blackwood, sentado, afilaba la daga.

—Lady Stark —dijo Lucas al verla—, Mollen dice que habrá batalla al amanecer.

—Hal tiene razón —respondió. «Y una lengua muy larga.»

—¿Qué hacemos, mi señora? ¿Luchar o huir?

—Rezar, Lucas —fue su respuesta—. Vamos a rezar.

Загрузка...