DAVOS

Ser Cortnay Penrose no llevaba armadura. Cabalgaba a lomos de un semental alazán, y su portaestandarte iba en uno tordo. Sobre sus cabezas ondeaban el venado coronado de los Baratheon y las plumas cruzadas de los Penrose, sobre campo bermejo. La barbita afilada de Ser Cortnay también era bermeja, pero estaba completamente calvo. Si el número y esplendor de la comitiva del rey lo impresionaban, su rostro curtido no lo denotó.

Avanzaban al trote entre el tintineo de las cotas de malla y las armaduras. Hasta Davos llevaba una cota de malla, aunque no habría sabido decir por qué. La falta de costumbre de llevar tanto peso hacía que le dolieran los hombros y la parte baja de la espalda. Se sentía torpe y estúpido, y se preguntó por enésima vez qué hacía allí. «No me corresponde a mí cuestionar las órdenes del rey, pero…»

Todos los componentes de la comitiva eran de más alta cuna y mejor extracción que Davos Seaworth, y los grandes señores brillaban centelleantes bajo el sol de la mañana. El acero plateado y las incrustaciones de oro daban luz a sus armaduras, y los yelmos de guerra tenían penachos de sedas, plumas y bestias heráldicas labradas con esmero, todas con piedras preciosas en lugar de ojos. El propio Stannis parecía fuera de lugar en tan regia compañía. Al igual que Davos, el rey vestía un atuendo sencillo de lana y cuero endurecido, aunque el aro de oro rojo que ceñía sus sienes lo dotaba de cierta grandeza. Cada vez que movía la cabeza, el sol arrancaba destellos de sus puntas en forma de llamas.

Davos no había estado tan cerca del rey en los ocho días transcurridos desde que la Betha negra se había unido al resto de la flota en Bastión de Tormentas. Una hora después de llegar solicitó audiencia, pero le dijeron que el rey estaba ocupado. El rey estaba ocupado muy a menudo, según supo Davos por su hijo Devan, uno de los escuderos reales. Ahora que Stannis Baratheon tenía poder, los señores menores revoloteaban a su alrededor como moscas en torno a un cadáver.

«Y lo cierto es que parece un cadáver, como si le hubieran caído muchos años encima desde que salí de Rocadragón.» Devan le había comentado que en los últimos tiempos el rey apenas dormía.

—Desde que murió Lord Renly, tiene pesadillas espantosas —confió el muchacho a su padre—. Se niega a tomar las pócimas del maestre. La única que lo calma para que duerma es Lady Melisandre.

«¿Por eso la sacerdotisa roja comparte ahora su tienda? —se preguntó Davos—. ¿Para rezar con él? ¿O lo calma de otra manera para que duerma?» Era una pregunta poco digna, y no se atrevía a hacérsela ni siquiera a su hijo. Devan era un buen muchacho, pero lucía orgulloso en su jubón el corazón llameante, y en los anocheceres su padre lo había visto junto a las hogueras, con todos los que suplicaban al Señor de la Luz que llegara el amanecer. «Es el escudero del rey —se dijo—, es normal que adore al dios del rey.»

Davos casi había olvidado lo gruesos y altos que eran los muros de Bastión de Tormentas cuando se estaba cerca de ellos. El rey Stannis dio el alto a la comitiva cuando llegaron junto a ellos, a pocos metros de Ser Cortnay y su portaestandarte.

—Ser —dijo con cortesía rígida. No hizo gesto de descabalgar.

—Mi señor. —Fue una respuesta menos cortés, pero no inesperada.

—El uso manda que a un rey se le dé el tratamiento de alteza —anunció Lord Florent. En su coraza, un zorro de oro rojo asomaba el hocico brillante a través de un círculo de flores de lapislázuli. El señor de Aguasclaras, muy alto, muy ceremonioso y muy rico, había sido el primero de los vasallos de Renly en jurar lealtad a Stannis, y también el primero en renunciar a sus dioses para adorar al Señor de la Luz. Stannis había dejado a su reina en Rocadragón, junto con su tío Axell, pero los hombres de la reina eran más numerosos y poderosos que nunca, y de todos ellos Alester Florent era el más arrojado.

Ser Cortnay Penrose hizo caso omiso de él, y se dirigió a Stannis.

—Vuestro cortejo es impresionante. Los grandes señores Estermont, Errol y Varner. Ser Jon de los Fossoway de la manzana verde, y Ser Bryan de la roja. Lord Caron y Ser Guyard de la Guardia Arcoiris del rey Renly… y por supuesto el poderoso Lord Alester Florent de Aguasclaras, claro. Y a quien veo allí, al fondo, ¿no es vuestro Caballero de la Cebolla? Bienvenido, Ser Davos. A quien no conozco es a la dama.

—Mi nombre es Melisandre, ser. —Iba sola, sin más armadura que su túnica roja. Lucía al cuello el gran rubí que bebía la luz del sol—. Sirvo a vuestro rey y al Señor de la Luz.

—Os deseo todo bien, mi señora —replicó Ser Cortnay—, pero yo me arrodillo ante otros dioses. Y ante otro rey.

—Sólo hay un rey verdadero y un dios verdadero —proclamó Lord Florent.

—¿Hemos venido a hablar de teología, mi señor? De haberlo sabido, habría traído a mi septon.

—De sobra sabéis para qué hemos venido —replicó Stannis—. Habéis tenido dos semanas para valorar mi oferta. Habéis enviado cuervos, pero la ayuda no ha llegado. Ni llegará. Bastión de Tormentas no tiene amigos, y a mí se me agota la paciencia. Por última vez, ser, os ordeno que abráis las puertas y me entreguéis lo que me corresponde por derecho.

—¿En qué términos?

—En los mismos de antes —replicó Stannis—. Os perdonaré por vuestra traición, tal como he perdonado a los señores que veis conmigo. Los hombres de vuestra guarnición podrán elegir o entrar a mi servicio o volver a sus hogares sin que nadie los moleste. Podréis quedaros con vuestras armas y con tantas posesiones como podáis llevaros a cuestas. Pero me quedaré con los caballos y con las bestias de carga.

—¿Y qué hay de Edric Tormenta?

—El hijo bastardo de mi hermano me será entregado.

—Entonces, mi señor, la respuesta sigue siendo no.

El rey apretó los dientes y no dijo nada. Fue Melisandre la que habló en su lugar.

—Que el Señor de la Luz os proteja en vuestra oscuridad, Ser Cortnay.

—Que los Otros le den por culo a vuestro Señor de la Luz —le espetó Penrose—, y que luego se lo limpien con ese trapo que lleváis.

Lord Alester Florent carraspeó para aclararse la garganta.

—Cuidado con lo que decís, Ser Cortnay. Su Alteza no pretende hacer mal alguno al muchacho. Si no queréis confiar en el rey, confiad en mí. Como todos saben, su madre es mi sobrina Delena. Sabéis que soy un hombre de honor…

—Sé que sois un hombre ambicioso —lo interrumpió Ser Cortnay—. Un hombre que cambia de rey y de dioses con la misma facilidad con la que yo me cambio de botas. Igual que todos esos renegados que estoy viendo.

Un clamor de voces airadas se alzó en la comitiva del rey. «No anda desencaminado», pensó Davos. Hacía pocos días que los Fossoway, Guyard Morrigen, Lord Caron, Lord Varner, Lord Errol y Lord Estermont eran leales a Renly. Se habían sentado en su pabellón, lo habían ayudado a trazar planes de batalla, y habían maquinado para derrotar a Stannis. Y Lord Florent estaba con ellos. Sí, era tío de la reina Selyse, pero eso no había impedido que el señor de Aguasclaras hincara la rodilla ante Renly cuando parecía una estrella en ascenso.

Bryce Caron se adelantó unos pasos a caballo, con la capa arco iris agitada por los vientos de la bahía.

—Aquí nadie es un renegado, ser. He jurado lealtad a Bastión de Tormentas, y el rey Stannis es su legítimo señor… y nuestro rey por todo derecho. Es el último de la Casa Baratheon, heredero de Robert y de Renly.

—Si es como decís, ¿por qué no veo entre vosotros al Caballero de las Flores? ¿Dónde está Mathis Rowan? ¿Y Randyll Tarly? ¿Y Lady Oakheart? ¿Por qué los que más amaban a Renly no os acompañan? Y decidme, sobre todo, ¿dónde está Brienne de Tarth?

—¿Ésa? —Ser Guyard soltó una risotada ronca—. Escapó. Y más le vale, porque fue ella la que asesinó al rey.

—Mentira —replicó Ser Cortnay—. Conocí a Brienne cuando no era más que una chiquilla que jugaba a los pies de su padre en el Castillo del Crepúsculo, y la conocí aún mejor cuando el Lucero de la Tarde la envió aquí, a Bastión de Tormentas. Se enamoró de Renly Baratheon nada más verlo, hasta un ciego se habría dado cuenta.

—Desde luego —declaró Lord Florent en tono frívolo—, y tampoco sería la primera doncella enloquecida que mata al hombre que la ha despreciado. Aunque en mi opinión la que mató al rey fue Lady Stark. Había viajado desde Aguasdulces para implorar una alianza, y Renly se negó. Sin duda lo consideraba un peligro para su hijo, así que lo eliminó.

—Fue Brienne —insistió Lord Caron—. Ser Emmon Cuy lo juró antes de morir. Os doy mi palabra, Ser Cortnay.

—¿Y eso de qué me vale? —La voz de Ser Cortnay estaba cargada de desprecio—. Ya veo que lleváis vuestra capa de muchos colores. La que Renly os entregó cuando jurasteis protegerlo. Si él está muerto, ¿por qué vos no? —Se volvió hacia Guyard Morrigen—. Lo mismo podría preguntaros a vos, ser. Guyard el Verde, ¿no? ¿De la Guardia Arcoiris? ¿Que juró dar la vida por su rey? Si yo tuviera una capa así, me daría vergüenza lucirla.

Morrigen apretó los dientes.

—Dad gracias de que esto sea una tregua para conferenciar, Penrose. De lo contrario os cortaría la lengua por lo que habéis dicho.

—¿Y la tiraríais a la misma hoguera en la que echasteis vuestra hombría?

—¡Basta! —intervino Stannis—. Fue voluntad del Señor de la Luz que mi hermano muriera por traidor. No importa qué mano utilizara como instrumento.

—No os importará a vos —dijo Ser Cortnay—. Bien, Lord Stannis, ya he oído vuestra propuesta. Ésta es la mía. —Se quitó el guante y lo lanzó contra el rostro del rey—. Combate singular. Espada, lanza o el arma que elijáis. Y si os da miedo arriesgar esa espada mágica y esa regia piel contra un viejo como yo, nombrad un campeón, y yo haré lo mismo. —Lanzó una mirada mordaz a Guyard Morrigen y Bryce Caron—. Cualquiera de esos cachorros valdrá.

—Si el rey me lo permite —dijo Ser Guyard Morrigen, rojo de ira—, yo cogeré ese guante.

—O yo —dijo Bryce Caron, mirando a Stannis.

El rey apretó los dientes.

—No.

—¿De qué dudáis, mi señor? —preguntó Ser Cortnay nada sorprendido—. ¿De la justicia de vuestra causa o de la fuerza de vuestro brazo? ¿Tenéis miedo de que eche una meada y os apague el fuego de la espada?

—¿Me tomáis por idiota, ser? —replicó Stannis—. Tengo aquí veinte mil hombres. Vosotros estáis asediados por tierra y por mar. ¿Por qué iba a querer arriesgarme con un combate singular, cuando tengo la victoria asegurada? —El rey lo señaló con un dedo—. Recordad lo que os digo. Si me obligáis a tomar mi castillo por asalto, no esperéis piedad. Os colgaré a todos por traidores.

—Si es la voluntad de los dioses… Azotad la fortaleza como una tormenta, mi señor. Y recordad, por favor, cuál es su nombre. —Ser Cortnay tiró de las riendas y se volvió hacia sus puertas.

Stannis no dijo nada, dio también la vuelta y emprendió el regreso hacia su campamento. Los demás lo siguieron.

—Si lanzamos un ataque contra esos muros, habrá miles de bajas —dijo algo nervioso el anciano Lord Estermont, que era el abuelo materno del rey—. ¿No sería mejor poner en peligro una vida? Nuestra causa es justa, de manera que los dioses bendecirán el brazo de nuestro campeón y le otorgarán la victoria.

«El dios, viejo —pensó Davos—. No te olvides de que ahora sólo tenemos uno, el Señor de la Luz de Melisandre.»

—Yo mismo aceptaría el desafío de buena gana —dijo Ser Jon Fossoway—, aunque mi habilidad con la espada no se puede comparar con la de Lord Caron o la de Ser Guyard. Renly no dejó muchos caballeros de valía en Bastión de Tormentas. En la guarnición del castillo sólo quedaron ancianos y muchachos inexpertos.

—La victoria sería sencilla, no me cabe duda —asintió Lord Caron—. ¡Y qué gran gloria, ganar Bastión de Tormentas de un golpe!

Stannis los miró a todos con gesto irritado.

—Charláis como urracas, y decís las mismas tonterías que ellas. Guardad silencio de una vez. —El rey miró a Davos—. Cabalgad conmigo, ser.

Espoleó al caballo para apartarse de la comitiva. La única que lo siguió fue Melisandre, la portadora del gran estandarte del corazón en llamas con el venado coronado en su interior. «Como si se lo hubiera tragado entero.»

Davos advirtió las miradas de los demás al pasar entre los señores menores para ir a reunirse con el rey. No eran caballeros de la cebolla, sino hombres orgullosos, de casas con nombres de rancio abolengo. Se imaginaba que Renly jamás los habría amonestado de aquella manera. El más joven de los Baratheon tenía un talento innato para la cortesía, talento del que su hermano Stannis, por desgracia, carecía.

—Alteza —dijo cuando estuvo a la altura del rey. Aminoró el paso a un trote lento. De cerca, Stannis tenía peor aspecto de lo que Davos había visto desde lejos. Tenía el rostro macilento y grandes ojeras negras debajo de los ojos.

—Un contrabandista debe ser un buen juez de caracteres —dijo el rey—. ¿Qué opinas de ese Ser Cortnay Penrose?

—Que es testarudo —dijo Davos con cautela.

—Yo más bien diría que tiene ganas de morir. Ha rechazado mi perdón, que es como rechazar su vida y las vidas de todos los hombres que haya tras esos muros. ¿Combate singular? —El rey soltó un bufido despectivo—. Me imagino que me ha confundido con Robert.

—Más bien me parece que estaba desesperado. ¿Qué otra alternativa le quedaba?

—Ninguna. El castillo caerá, pero ¿será pronto? —Stannis caviló un momento. Por encima del sonido rítmico de los cascos de los caballos, Davos oía el rechinar de los dientes del rey—. Lord Alester me pide que traigamos aquí al viejo Lord Penrose. El padre de Ser Cortnay. Creo que ya lo conocéis, ¿no?

—Cuando fui a visitarlo en vuestro nombre, Lord Penrose me recibió con más cortesía que la mayoría de los señores —dijo Davos—. Es un anciano, Alteza. Tiene la salud muy delicada.

—Florent se encargará de que su salud sea más delicada cuando lo ahorquemos delante de su hijo.

—Creo que haríamos mal, mi señor. —Era peligroso oponerse a los hombres de la reina, pero Davos había jurado que siempre diría la verdad a su rey—. Ser Cortnay preferirá ver morir a su padre antes que traicionar su confianza. No conseguiremos nada más que cubrir de deshonra nuestra causa.

—¿Qué deshonra? —le increpó Stannis—. ¿Me estás diciendo que perdone la vida a unos traidores?

—Les habéis perdonado la vida a esos que vienen detrás de nosotros.

—¿Me lo estás reprochando, contrabandista?

—No me corresponde a mí tal cosa. —Davos temía haber hablado demasiado. El rey era implacable.

—Parece que aprecias más a ese Penrose que a mis señores vasallos. ¿Por qué?

—Porque es leal.

—Se equivocó al entregar su lealtad a un usurpador muerto.

—Sí —reconoció Davos—. Pero es leal.

—¿Y los que vienen detrás de nosotros no?

Davos había llegado demasiado lejos para mostrar cautela ante Stannis en aquel momento.

—El año pasado eran leales a Robert. Hace una luna eran leales a Renly. Hoy son leales a vos. ¿A quién serán leales mañana?

Y Stannis se echó a reír. Fue una carcajada repentina, brusca, llena de desprecio.

—Ya os lo había dicho, Melisandre —comentó a la mujer roja—. Mi Caballero de la Cebolla me dice la verdad.

—Veo que lo conocéis bien, Alteza —dijo la mujer roja.

—No sabes cuánto te he echado de menos, Davos —dijo el rey—. El olfato no te engaña, tengo una cohorte de traidores. Mis vasallos son inconstantes hasta en su deslealtad. Los necesito, pero te puedes imaginar cómo me repugna perdonar a éstos cuando he castigado a hombres mejores por crímenes menos graves. Tienes derecho a reprochármelo, Davos.

—Vos os lo reprocháis más de lo que yo lo haría jamás, Alteza. Necesitáis a esos grandes señores para conseguir el trono…

—Sí, y con todos sus dedos —sonrió Stannis, sombrío.

Davos se llevó la mano mutilada al saquito que le colgaba del cuello, en un gesto instintivo. Palpó los huesos de los dedos. «Suerte.» El rey se dio cuenta.

—¿Todavía los tienes, Caballero de la Cebolla? ¿No los has perdido?

—No.

—¿Por qué los conservas? Me lo he preguntado muchas veces.

—Me recuerdan qué fui y de dónde vengo. Me recuerdan vuestra justicia, mi señor.

—Fue justicia —dijo Stannis—. Una buena acción no lava la mala, ni una mala lava la buena. Cada una debe tener su recompensa. Fuiste un héroe y también un contrabandista. —Echó un vistazo hacia atrás, en dirección a Lord Florent y los otros, caballeros arco iris y renegados, que los seguían de lejos—. Estos señores a los que he perdonado harían bien en reflexionar sobre ello. Seguro que habrá hombres buenos y leales que lucharán por Joffrey, pensando equivocadamente que es el rey legítimo. Hasta puede que los norteños crean lo mismo de Robb Stark. Pero los que cabalgaron bajo los estandartes de mi hermano sabían que era un usurpador. Dieron la espalda a su rey legítimo, sin más motivo que sus sueños de poder y gloria. Sé qué son. Los he perdonado, sí. Pero yo no olvido. —Se quedó en silencio un momento, cavilando sobre los planes de justicia—. ¿Qué dice el pueblo llano de la muerte de Renly? —preguntó de repente.

—Lo lloran. Vuestro hermano era muy querido.

—Los idiotas quieren a un idiota —gruñó Stannis—. Pero yo también lloro por él. Por el niño que fue, no por el hombre en el que se convirtió. —Volvió a guardar silencio unos instantes—. ¿Cómo recibió el pueblo la noticia del incesto de Cersei?

—Mientras estábamos allí aclamaban al rey Stannis. No sé lo que dirían una vez zarpábamos.

—Así que piensas que no lo creyeron.

—Cuando me dedicaba al contrabando descubrí que hay hombres que lo creen todo, y hombres que no creen nada. Nos encontramos con personas de ambas clases. Y también está circulando otro rumor…

—Sí. —Stannis escupió la palabra—. Que Selyse me ha puesto cuernos, y los ha adornado con cascabeles de bufón. ¡Que el padre de mi hija es ese payaso retrasado! Un rumor tan vil como absurdo. Renly me lo tiró a la cara cuando nos reunimos para parlamentar. Habría que estar tan loco como Caramanchada para dar crédito a semejante cosa.

—Puede que sea así, mi señor… pero, tanto si lo creen como si no, disfrutan contando ese cuento. —Cuento que había llegado antes que ellos a muchos lugares, envenenando el ambiente antes de que pudieran informar de la verdad.

—Robert meaba en una copa y la gente decía que era vino, pero si yo les ofrezco agua fresca la miran con desconfianza y murmuran entre ellos que tiene un sabor raro. —A Stannis le rechinaron los dientes—. Seguro que si alguien dijera que había utilizado artes mágicas para transformarme en jabalí y matar a Robert, también lo creerían.

—No podéis impedir que la gente hable, mi señor —dijo Davos—, pero cuando os venguéis de los verdaderos asesinos de vuestro hermano todo el reino sabrá que esos rumores eran mentiras.

Stannis parecía que lo escuchaba sólo a medias.

—No me cabe duda de que Cersei tuvo algo que ver con la muerte de Robert. Yo haré justicia. Y también haré justicia por Ned Stark y Jon Arryn.

—¿Y por Renly? —A Davos se le habían escapado las palabras antes de meditarlas. El rey no dijo nada durante largo rato.

—A veces sueño con eso —dijo al final en voz muy baja—. Con la muerte de Renly. Una tienda verde, velas, una mujer que grita. Y sangre. —Stannis se miró las manos—. Todavía estaba en la cama cuando murió. Que te lo diga tu hijo Devan, que intentó despertarme. Ya estaba amaneciendo, y mis señores esperaban nerviosos. Yo tendría que haber estado ya a caballo y con la armadura puesta. Sabía que Renly iba a atacar al alba. Devan dice que yo no hacía más que agitarme y gritar, pero ¿qué importa? Era un sueño. Estaba en mi tienda cuando Renly murió, y al despertar tenía las manos limpias.

Ser Davos Seaworth sintió un cosquilleo fantasmal en los dedos que no tenía. «Aquí pasa algo raro», pensó el antiguo contrabandista. Pero se limitó a asentir.

—Ya veo.

—Renly me ofreció un melocotón. Durante la conferencia de paz. Se burló de mí, me desafió y me ofreció un melocotón. Creí que iba a sacar una espada y eché mano de la mía. ¿Para eso lo hizo, para ver si mostraba temor? ¿O fue una de sus bromas sin sentido? Cuando me dijo lo dulce que era el melocotón, ¿tenían aquellas palabras algún significado oculto? —El rey sacudió la cabeza, como un perro que tuviera un conejo entre las fauces y quisiera romperle el cuello—. Sólo Renly era capaz de irritarme tanto con una fruta. Él mismo se condenó por su traición, pero yo lo quería, Davos. Ahora me doy cuenta. Y te juro que me iré a la tumba pensando en el melocotón de mi hermano.

Para entonces ya habían llegado al campamento y cabalgaban entre las hileras ordenadas de tiendas, los estandartes ondeantes y los montones de escudos y lanzas. El hedor de los excrementos de caballo impregnaba el aire, mezclado con el olor del humo de leña y el de la carne guisada. Stannis tiró de las riendas el tiempo justo para despedir en tono seco a Lord Florent y a los otros, y para ordenarles que acudieran a su pabellón en una hora para celebrar un consejo de guerra. Todos inclinaron las cabezas y se dispersaron, mientras Davos y Melisandre cabalgaban con el rey hacia su pabellón.

La tienda tenía que ser grande porque allí se celebraban los consejos de guerra. Pero de grandiosa no tenía nada. Era una simple tienda de soldado, de lona gruesa, teñida del amarillo oscuro que a veces se hacía pasar por oro. Lo único que la delataba como la tienda real era el estandarte que ondeaba en la punta del mástil central. Eso y los guardias que vigilaban la entrada: hombres de la reina, apoyados en lanzas altas, con el blasón del corazón en llamas bordado sobre el pecho.

Los mozos de caballerizas se acercaron para ayudarlos a desmontar. Uno de los guardias liberó a Melisandre del molesto peso del estandarte, y clavó el asta en el suelo blando. Devan estaba de pie a un lado de la puerta, a la espera de que llegara el rey para levantar la solapa. Otro escudero de más edad aguardaba a su lado. Stannis se quitó la corona y se la dio a Devan.

—Agua fresca y jarras para dos. Davos, ven conmigo. A vos enviaré a buscaros cuando os necesite, mi señora.

—Como ordene el rey —dijo Melisandre con una reverencia.

Tras la luz brillante de la mañana, el interior del pabellón era fresco y sombrío. Stannis se sentó en un sencillo taburete de madera e indicó a Davos que ocupara otro.

—Algún día te daré un título de señor, contrabandista. Aunque sólo sea para fastidiar a Celtigar y a Florent. Pero no me estarás agradecido. Eso te obligará a aguantar estos consejos, y a fingir que te interesan los rebuznos de los asnos.

—Si no sirven de nada, ¿para qué celebráis los consejos?

—Porque a los asnos les gusta oírse rebuznar unos a otros, claro. Y yo los necesito para que tiren de mi carro. Bueno, sí, de cuando en cuando, muy de cuando en cuando, a alguno se le ocurre una idea interesante. Pero me temo que no será hoy… ah, ahí viene tu hijo con el agua.

Devan puso la bandeja en la mesa y llenó dos jarras de barro. El rey añadió un pellizco de sal a su agua antes de beber; Davos se la tomó tal cual, aunque le habría gustado más que fuera vino.

—Estabais hablándome de vuestro consejo.

—Te voy a contar cómo será. Lord Velaryon me insistirá para que lance un ataque contra el castillo en cuanto amanezca, con arpeos y escalerillas contra flechas y aceite hirviendo. A los asnos jóvenes les parecerá una idea espléndida. Estermont propondrá que los asediemos hasta que se rindan por hambre, como intentaron hacerme a mí Tyrell y Redwyne. Podríamos tardar un año entero, pero los asnos viejos son pacientes. Y Lord Caron y los demás aficionados a dar coces querrán recoger el guantelete de Ser Cortnay y arriesgarlo todo en un combate singular. Cada uno de ellos pensando, por supuesto, que él será mi campeón y conseguirá gloria eterna. —El rey se terminó el agua—. ¿Tú qué me aconsejas que haga, contrabandista?

—Atacar Desembarco del Rey lo antes posible —respondió Davos después de meditar un instante.

—¿Y dejar Bastión de Tormentas tal como está? —El rey soltó un bufido.

—Ser Cortnay carece de fuerzas para haceros daño. Los Lannister no. Un asedio llevaría demasiado tiempo, un combate singular es muy arriesgado, y un ataque frontal costaría miles de vidas, sin ninguna garantía de éxito. Y no es necesario tomar la fortaleza. Una vez destronéis a Joffrey, este castillo será vuestro, igual que todo lo demás. En el campamento se dice que Lord Tywin acude al rescate para salvar Lannisport de la venganza de los norteños…

—Tienes un padre bastante listo, Devan —dijo el rey al muchachito que estaba de pie junto a él—. Me dan ganas de tener a mi servicio más contrabandistas y menos señores. Aunque en una cosa te equivocas, Davos. Sí es necesario tomar la fortaleza. Si dejo a mis espaldas Bastión de Tormentas sin tomarlo, se dirá que he sufrido una derrota. Y no lo puedo permitir. Los hombres no me aman como amaban a mis hermanos. Me siguen porque me tienen miedo… y la derrota acabaría con el miedo. El castillo debe caer. —Le rechinaron los dientes—. Sí, y deprisa. Doran Martell ha llamado a sus vasallos y ha fortificado los pasos de la montaña. Los dornienses bajarán a las Marcas. Y por supuesto, hay que contar con Altojardín. Mi hermano dejó buena parte de sus fuerzas en Puenteamargo, casi sesenta mil soldados de infantería. Envié a Ser Parmen Crane y al hermano de mi esposa, Ser Errol, para que los tomaran bajo mi mando, pero no han regresado. Temo que Ser Loras Tyrell llegara a Puenteamargo antes que mis enviados, y se apoderase de ese ejército.

—Razón de más para tomar Desembarco del Rey tan pronto como podamos. Salladhor Saan me dijo…

—¡Salladhor Saan sólo piensa en el oro! —estalló Stannis—. Sólo sueña con el tesoro que cree que hay bajo la Fortaleza Roja, no quiero ni oír hablar de ese hombre. El día que necesite consejo militar de un bandido lyseno, colgaré la corona y vestiré el negro. —El rey apretó el puño—. ¿Para qué estás aquí, contrabandista? ¿Para servirme o para irritarme con tus argumentaciones?

—Estoy a vuestro servicio —replicó Davos.

—Entonces, préstame atención. El teniente de Ser Cortnay es primo de los Fossoway. Es Lord Meadows, un muchacho de veinte años, sin experiencia. Si a Penrose le sucediera algo, Bastión de Tormentas quedaría bajo el mando de este mozalbete, y sus primos creen que aceptaría mis términos y rendiría el castillo.

—Recuerdo a otro mozalbete que estuvo al mando de Bastión de Tormentas. No tendría mucho más de veinte años…

—Lord Meadows no es tan testarudo y cabezota como era yo.

—Testarudo, cobarde, ¿qué más da? Me ha parecido que Ser Cortnay estaba sano y robusto.

—También mi hermano el día antes de morir. La noche es oscura y alberga cosas aterradoras, Davos.

Davos Seaworth sintió que se le erizaba el vello de la nuca.

—No os entiendo, mi señor.

—No hace falta que me entiendas, sólo que me sirvas. Ser Cortnay morirá hoy mismo. Melisandre lo ha visto en las llamas del futuro. Su muerte y cómo va a morir. Ni que decir tiene que no será en combate. —Stannis alzó la jarra y Devan se la volvió a llenar de agua—. Sus llamas no mienten nunca. También vio el destino de Renly. Fue en Rocadragón, y se lo dijo a Selyse. Lord Velaryon y ese amigo vuestro, Salladhor Saan, quieren que envíe mi flota contra Joffrey, pero Melisandre me dijo que si venía a Bastión de Tormentas conseguiría la mayor parte del ejército de mi hermano. Y así ha sido.

—P-pero… —balbuceó Davos—, Lord Renly sólo vino aquí porque vos habíais puesto el castillo bajo asedio. Antes iba hacia Desembarco del Rey, contra los Lannister, pretendía…

—«Antes», «pretendía»… ¿y eso qué importa? —Stannis se acomodó en el taburete y frunció el ceño—. Hizo lo que hizo. Vino aquí con sus estandartes y sus melocotones, hacia su perdición… Y a mí me resultó conveniente. Melisandre vio otra cosa en las llamas. Una mañana en la que Renly cabalgaba en el sur, con su armadura verde, para acabar con mi ejército ante los muros de Desembarco del Rey. Si me hubiera encontrado allí con mi hermano, yo podría haber muerto en su lugar.

—O tal vez habríais unido vuestras fuerzas para acabar con los Lannister —protestó Davos—. ¿Por qué no? Si la mujer ha visto dos futuros, pues… no es posible que los dos sean ciertos.

—Ahí te equivocas, Caballero de la Cebolla —replicó el rey Stannis apuntándole con un dedo—. Hay luces que proyectan más de una sombra. Mira las hogueras en la noche y lo comprobarás. Las llamas danzan y se mueven, nunca se están quietas. Las sombras crecen y menguan, cada hombre proyecta una docena. Unas son más tenues; otras, más oscuras. Pues bien, los hombres también proyectan sombras hacia el futuro. Una sombra o muchas. Melisandre las ve todas.

»Ya sé que no sientes afecto por ella, Davos. Lo veo, no estoy ciego. A mis señores tampoco les gusta. Estermont cree que el corazón llameante es una mala elección, y no deja de pedirme que luchemos bajo el estandarte del venado coronado, como antaño. Ser Guyard dice que una mujer no debería ser mi portaestandarte. Otros murmuran que no tendría que estar en mi consejo de guerra, que debería enviarla de vuelta a Asshai, que es un pecado que comparta mi tienda por las noches. Sí, todos murmuran… mientras ella me sirve.

—¿Cómo os sirve? —preguntó Davos, aunque temía la respuesta.

—Como necesito. —El rey clavó los ojos en él—. ¿Y tú?

—Yo… —Davos se humedeció los labios—. Estoy a vuestras órdenes. Decidme, ¿qué queréis que haga?

—Nada que no hayas hecho antes. Situar un bote bajo el castillo, sin que nadie lo vea, en lo más oscuro de la noche. ¿Serás capaz?

—Sí. ¿Esta noche?

El rey asintió con gesto seco.

—Que sea un bote pequeño. No la Betha negra. Nadie debe saberlo.

Davos hubiera querido protestar. Era un caballero, ya no era un contrabandista, y jamás había sido un asesino. Pero, cuando abrió la boca, no le salieron las palabras. Aquel era Stannis, su señor, siempre justo, al que le debía todo lo que era. Y también tenía que pensar en sus hijos.

«Dioses misericordiosos, ¿qué le ha hecho esa mujer?»

—Estás muy callado —observó Stannis.

«Y callado debería seguir», pensó Davos.

—Mi señor —dijo en cambio—, tenéis que apoderaros del castillo, ahora lo comprendo, pero tiene que haber otras maneras. Más limpias. Decidle a Ser Cortnay que puede quedarse con el bastardo, y tal vez se rinda.

—Necesito al chico, Davos. Es imprescindible. Melisandre también lo vio a él en las llamas.

Davos buscó otras respuestas, desesperado.

—En Bastión de Tormentas no hay caballero que pueda igualar a Ser Guyard, a Lord Caron ni a cualquiera de los cientos que os sirven. Eso del combate singular… ¿no será que Ser Cortnay busca una manera de rendirse con honor? ¿Aunque le cueste la vida?

La sombra de la duda pasó por el rostro del rey como una nube rápida.

—Más bien busca alguna manera de engañarnos. No habrá combate de campeones. Ser Cortnay estaba muerto aun antes de tirarme el guante. Las llamas no mienten, Davos.

«Pero me pedís que haga realidad lo que dicen», pensó. Hacía tiempo que Davos Seaworth no sentía una tristeza semejante.

Y así fue como, una vez más, se encontró cruzando la Bahía de los Naufragios en lo más oscuro de la noche, al timón de un bote pequeño con velas negras. El cielo era el mismo, igual que el mar. El mismo olor a sal impregnaba el aire, y el agua lamía el casco tal como la recordaba. En torno al castillo brillaban un millar de fuegos de campamento, como estrellas parpadeantes que hubieran llovido sobre la tierra, igual que sucediera dieciséis años antes con las hogueras de los Tyrell y los Redwyne. Pero todo lo demás había cambiado.

«La otra vez lo que traía a Bastión de Tormentas era la vida, vida en forma de cebollas. Esta vez es la muerte, en forma de Melisandre de Asshai.» Dieciséis años antes las velas habían crujido y restallado con cada cambio del viento, hasta que las arrió y siguió avanzando con los remos acolchados. Aun así había tenido el corazón en la garganta. Pero los hombres de las galeras Redwyne habían bajado la guardia hacía tiempo, y consiguió pasar a través del cordón que formaban con la suavidad de una seda negra. En esta ocasión, los únicos barcos que se divisaban eran los de Stannis, y el único peligro podía proceder de los vigilantes en los muros del castillo. Y pese a todo, Davos estaba tenso como la cuerda de un arco.

Melisandre iba sentada en el banco, acurrucada, perdida entre los pliegues de la capa color rojo oscuro que la cubría de la cabeza a los pies; su rostro no era más que un atisbo blanco bajo la capucha. A Davos le gustaba el agua. Dormía mejor cuando sentía bajo él una cubierta que se mecía, y el suspiro del viento contra los aparejos era para él un sonido más dulce que el que ningún bardo pudiera arrancar de su arpa. Pero aquella noche ni siquiera el mar lo reconfortaba.

—Huelo miedo en vos, ser caballero —dijo la mujer roja en voz baja.

—Alguien me dijo en cierta ocasión que la noche es oscura y alberga cosas aterradoras. Y esta noche no soy ningún caballero. Esta noche vuelvo a ser Davos el contrabandista. Ojalá fuerais vos una cebolla.

Melisandre se echó a reír.

—¿De qué tenéis miedo? ¿De mí o de lo que hacemos?

—De lo que vos hacéis. No quiero tomar parte en esto.

—Vuestra mano izó la vela. Vuestra mano sostiene la caña del timón.

Davos, en silencio, se concentró en seguir el rumbo. La orilla era un hervidero de rocas, de manera que iban por en medio de la bahía. Esperaría a que cambiara la marea antes de acercarse. Bastión de Tormentas menguaba a sus espaldas, pero aquello no parecía preocupar a la mujer roja.

—¿Sois un buen hombre, Davos Seaworth? —preguntó.

«¿Un buen hombre estaría haciendo esto?»

—Soy un hombre —dijo—. Trato bien a mi esposa, pero he conocido a otras mujeres. He intentado ser buen padre para mis hijos, ayudarlos a encontrar su lugar en este mundo. Sí, he violado leyes, pero hasta esta noche nunca me había sentido malvado. Diría que soy una mezcla, mi señora. De bien y de mal.

—Un hombre gris —dijo ella—. Ni blanco ni negro, sino ambas cosas a la vez. ¿Eso sois, Ser Davos?

—¿Y qué si lo fuera? Me parece que la mayor parte de los hombres son grises.

—Si media cebolla está podrida, la cebolla está podrida. Un hombre es bueno o malo.

A su espalda, las estrellas caídas se habían fusionado en un brillo tenue contra el cielo negro, y ya casi no se divisaba la tierra firme. Era el momento de regresar.

—Cuidado con la cabeza, mi señora.

Empujó la caña del timón, y el pequeño bote levantó un rizo de agua negra al girar. Melisandre se inclinó para dejar paso a la botavara, y se apoyó en la regala, tan tranquila como siempre. La madera gimió, la lona crujió, y el agua salpicó con tanta fuerza que cualquiera habría jurado que se oía desde el castillo. Davos sabía que no era así. El incesante batir de las olas contra las rocas era el único sonido que podía penetrar a través de los inmensos muros de Bastión de Tormentas, y aun así muy amortiguado.

El bote empezó a dejar una estela ondulante cuando puso rumbo hacia la orilla.

—Habláis de hombres y de cebollas —dijo Davos a Melisandre—. ¿Y qué pasa con las mujeres? ¿A ellas no se les aplica lo mismo? ¿Vos qué sois, mi señora, buena o mala?

La pregunta la hizo reír.

—Buena, claro está. Yo también soy una especie de caballero, mi buen ser. Una campeona de la luz y la vida.

—Pero esta noche planeáis matar a un hombre —dijo—. Igual que matasteis al maestre Cressen.

—Vuestro maestre se envenenó solo. Quería envenenarme a mí, pero me protegía un poder superior, y a él no.

—¿Y a Renly Baratheon? ¿Quién lo mató?

La mujer volvió la cabeza. Bajo la sombra de la capucha, sus ojos ardían como llamas rojas de velas.

—Yo no.

—Mentís.

Davos estaba ya seguro. Melisandre rió de nuevo.

—Estáis perdido en la oscuridad y la confusión, Ser Davos.

—Por suerte para nosotros. —Davos hizo un gesto en dirección a las luces lejanas que parpadeaban sobre las murallas de Bastión de Tormentas—. ¿No notáis lo frío que es el viento? Los vigías estarán concentrados en torno a esas antorchas. En noches como ésta se agradece un poco de calor y de luz. Pero esa misma luz los deslumbra, de modo que no nos verán pasar. —«O eso espero»—. El dios de la oscuridad nos protege, mi señora. Incluso a vos.

—No pronunciéis ese nombre, ser, o atraeréis su ojo negro sobre nosotros. —Las llamas de los ojos de la mujer parecieron avivarse al oír aquello—. Os aseguro que no protege a hombre alguno. Es enemigo de todo lo que vive. Vos mismo lo habéis dicho, lo que nos oculta son las antorchas. El fuego. El brillante don del Señor de la Luz.

—Como queráis.

—Decid mejor como Él quiera.

El viento estaba cambiando. Davos lo percibía, lo veía en las ondulaciones de la lona negra.

—Ayudadme a arriar la vela. Remaré el resto del trayecto. —Juntos plegaron la vela con el bote meciéndose bajo ellos.

—¿Quién os llevó hasta Renly? —preguntó Davos mientras sacaba los remos y los metía en las aguas negras.

—No fue necesario —dijo—. Estaba desprotegido. Pero aquí… Bastión de Tormentas es un lugar antiguo. Hay hechizos que impregnan las piedras, muros negros que una sombra no puede atravesar. Son viejos, todos los han olvidado, pero ahí siguen.

—¿Una sombra? —A Davos se le puso la carne de gallina—. Una sombra es algo oscuro.

—Sois más ignorante que un chiquillo, ser caballero. En la oscuridad no hay sombras. Las sombras son sirvientas de la luz, hijas del fuego. La llama más brillante es la que proyecta las sombras más oscuras.

Davos frunció el ceño y le indicó que guardara silencio. Se estaban acercando otra vez a la orilla, y las voces se oían demasiado por encima del agua. Siguió remando, acompasando el sonido de los remos con el ritmo de las olas. El lado de Bastión de Tormentas que daba al mar estaba en lo alto de un acantilado blanco de piedra calcárea, que se elevaba vertiginosamente hasta la mitad de la altura del muro exterior. En el acantilado se abría una boca bostezante, y hacia allí, tal como hiciera dieciséis años atrás, se dirigía Davos. El túnel daba a una caverna situada bajo el castillo, donde los antiguos señores de la tormenta habían construido su desembarcadero.

Por aquel pasadizo sólo se podía navegar durante la marea alta, y era siempre traicionero, pero no había perdido sus habilidades de contrabandista. Davos siguió el rumbo con destreza entre las rocas dentadas hasta que la entrada de la cueva estuvo sobre ellos. Dejó que las olas los empujaran hacia el interior. Batían a su alrededor, empujaban el bote de un lado a otro, y los calaban hasta los huesos. Una roca afilada casi invisible bajo el agua apareció de pronto en la penumbra, rodeada de espuma, y faltó poco para que Davos no pudiera apartar el bote con un remo.

Y de pronto estuvieron en el interior, envueltos por la oscuridad, en aguas ya tranquilas. El pequeño bote se detuvo y giró. El sonido de su respiración levantó ecos que parecieron rodearlos. Davos no había esperado aquella oscuridad. La otra vez había habido antorchas encendidas a lo largo del túnel, y los ojos de los hombres hambrientos lo habían mirado a través de los agujeros del techo. Sabía que el rastrillo estaba poco más adelante, de manera que utilizó los remos para frenar el bote, y dejaron que la suave corriente los arrastrara.

—Hasta aquí hemos llegado, a menos que tengáis dentro a un hombre para que abra la puerta. —Su susurro se extendió sobre las aguas como una hilera de ratones con patitas rosadas.

—¿Estamos detrás de los muros?

—Sí. Por abajo. Pero no puedo seguir. El rastrillo llega hasta el fondo. Y los barrotes están muy apretados, ni un niño podría pasar entre ellos.

No hubo más respuesta que un susurro bajo. Y, de pronto, una luz floreció en medio de la oscuridad.

Davos alzó una mano para protegerse los ojos, y se quedó sin aliento. Melisandre se había quitado la capucha y la túnica asfixiante. Estaba completamente desnuda, y mostraba un embarazo muy adelantado. Los pechos hinchados le colgaban sobre el torso, y su vientre parecía a punto de reventar.

—Que los dioses nos guarden —susurró.

Oyó una risa gutural, ronca. Los ojos de la mujer eran como carbones encendidos, y el sudor que le cubría la piel parecía tener luz propia. Melisandre brillaba.

Se acuclilló jadeante y abrió las piernas. Le corrió por los muslos una sangre negra como el carbón. Lanzó un grito que podía ser de agonía, o de éxtasis, o de ambas cosas a la vez. Y Davos vio la cabeza del niño que empezaba a salir de ella. Luego salieron dos brazos negros, que se aferraron a los muslos tensos de Melisandre y empujaron hasta que la sombra entera salió al mundo y se alzó, más alta que Davos, alta como el túnel, elevada sobre el bote. Sólo pudo verla un instante antes de que se escurriera entre los barrotes del rastrillo y se alejara corriendo sobre la superficie del agua, pero con ese instante fue suficiente.

Conocía aquella sombra. Igual que conocía al hombre que la proyectaba.

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