JON

La colina sobresalía entre la densa espesura del bosque, se alzaba solitaria y repentina, su cumbre azotada por los vientos se veía desde muchos kilómetros de distancia. Según los exploradores, los salvajes la llamaban Puño de los Primeros Hombres. Jon Nieve pensó que era cierto, que parecía un puño que se hubiera abierto camino entre la tierra y la madera, con laderas desnudas como nudillos de piedra.

Subió a caballo hasta la cima con Lord Mormont y los oficiales, mientras Fantasma se quedaba bajo los árboles. El lobo huargo había huido en tres ocasiones durante el ascenso; en dos de ellas regresó de mala gana cuando Jon silbó para llamarlo. En la tercera ocasión el Lord Comandante perdió la paciencia.

—Deja que se vaya, chico —dijo con brusquedad—. Quiero llegar a la cima antes de que anochezca. Ya buscarás a tu lobo luego.

El camino ascendente era empinado y pedregoso, y la cima estaba coronada por un muro de rocas que les llegaba a la altura del pecho. Tuvieron que dar un rodeo hacia el oeste para dar con una brecha por la que pudieran pasar los caballos.

—Es un buen terreno, Thoren —dijo el Viejo Oso cuando llegaron por fin a la cima—. No se puede pedir nada mejor. Acamparemos aquí y esperaremos a Mediamano.

El Lord Comandante desmontó y se sacudió el cuervo del hombro. El pájaro alzó el vuelo, quejándose a graznidos.

Desde la cima de la colina la vista era extraordinaria, pero lo que más llamó la atención a Jon fue el muro circular, las erosionadas piedras grises con sus parches blancos de líquenes y sus barbas de musgo verde. Según se contaba, el Puño había sido un fuerte de los primeros hombres, en la Era del Amanecer.

—Es un lugar antiguo —dijo Thoren Smallwood—. Y tiene poder.

Antiguo —graznó el cuervo de Mormont mientras revoloteaba sobre sus cabezas en círculos escandalosos—. Antiguo, antiguo, antiguo.

—Cállate —gruñó Mormont al pájaro. El Viejo Oso era demasiado orgulloso para reconocer su debilidad, pero no engañaba a Jon. El esfuerzo de mantener el ritmo de hombres más jóvenes le estaba pasando factura.

—En caso de necesidad sería muy fácil defender estas alturas —señaló Thoren al tiempo que guiaba a su caballo por el círculo de piedras, con la capa ribeteada en marta ondeando al viento.

—Sí, aquí estaremos bien. —El Viejo Oso alzó una mano al viento, y el cuervo se le posó en el antebrazo, con las garras arañando la cota de malla negra.

—¿Qué pasa con el agua, mi señor? —preguntó Jon.

—Al pie de la colina había un arroyo.

—Mucha distancia sólo para beber —señaló Jon—. Y hay que salir del círculo de piedras.

—¿Te da pereza escalar una colina, chico? —se burló Thoren.

—No vamos a encontrar otro lugar tan bien protegido —dijo Lord Mormont—. Acarrearemos agua para tener un buen suministro.

Jon comprendió que no había discusión posible. De modo que se dieron las órdenes oportunas, y los hermanos de la Guardia de la Noche montaron el campamento dentro del círculo de piedra que habían erigido los primeros hombres. Las tiendas negras brotaron como setas después de la lluvia, y las mantas y jergones cubrieron la tierra yerma. Los mayordomos ataron con ronzales los caballos en largas hileras y les dieron de comer y beber. Los forestales fueron con sus hachas hasta el bosque a la escasa luz del atardecer a reunir madera suficiente para toda la noche. Un grupo de constructores se dedicó a retirar maleza, excavar letrinas y desatar los fardos de estacas endurecidas al fuego.

—Quiero zanjas y estacas en todas las aberturas del muro antes del anochecer —había ordenado el Viejo Oso.

Después de plantar la tienda del Lord Comandante y encargarse de sus caballos, Jon descendió colina abajo en busca de Fantasma. El lobo huargo se le acercó enseguida, en silencio absoluto: Jon caminaba solo a zancadas bajo los árboles, sobre la alfombra de hierba, piñas y hojas caídas, lo llamaba a silbidos y a gritos, y de repente, sin que Jon se diera cuenta, el gran lobo blanco caminaba junto a él, tan pálido como la niebla de la mañana.

Pero cuando llegaron al fuerte redondo, Fantasma se negó de nuevo a entrar. Se adelantó con cautela, olisqueó una brecha entre las piedras y se retiró como si no le gustase lo que había olido. Jon trató de agarrarlo por la piel del cogote y meterlo a rastras dentro del anillo, pero no era tarea fácil; el lobo pesaba tanto como él, y era mucho más fuerte.

—¿Qué te pasa, Fantasma? —No era propio del animal mostrarse tan inquieto. Al final Jon tuvo que darse por vencido—. Como quieras —dijo al lobo—. Vete a cazar.

Los ojos rojos lo observaron mientras volvía al refugio de las piedras musgosas.

Allí estarían a salvo, seguro. La colina ofrecía un punto privilegiado para dominar con la vista los alrededores, y las laderas eran auténticos precipicios hacia el norte y el oeste, y apenas un poco más suaves hacia el este. Pero a medida que se cerraba la noche y la oscuridad se filtraba por las rendijas entre los árboles, Jon fue sintiendo una opresión creciente.

«Esto es el Bosque Encantado —pensó—. Puede que haya fantasmas, los espíritus de los primeros hombres. Aquí fue donde vivieron.»

—No seas crío —se dijo.

Trepó a un montículo de rocas y miró en dirección al sol poniente. Vio cómo la luz centelleaba como oro batido sobre la superficie del Agualechosa en su rumbo curvo hacia el sur. Río arriba el terreno era más escabroso, el bosque espeso dejaba paso a una serie de colinas pedregosas y sin vegetación que se alzaban imponentes hacia el norte y el oeste. En el horizonte, las montañas eran como una sombra amenazadora, las cordilleras se perdían en la distancia azul grisácea, con los picos escarpados cubiertos por su eterna mortaja de nieve. Hasta vistos desde lejos parecían gélidos e inhóspitos.

Más cerca, los árboles dominaban el panorama. El bosque se extendía hacia el sur y hacia el este hasta donde alcanzaba la vista de Jon, era una vasta maraña de ramas y raíces de mil tonos de verde, con un parche rojizo aquí y allá donde un arciano se abría paso entre los pinos y los centinelas, o un atisbo dorado si las hojas anchas de las braquiarias empezaban a amarillear. Cuando soplaba el viento le llegaba el crujido y el gemido de ramas más viejas que él. Un millar de hojas temblaban, y durante un momento el bosque parecía un mar verde oscuro, azotado por la tormenta, eterno e inescrutable.

Pensó que seguro que Fantasma no estaba solo allí. Bajo el mar se podía mover cualquier cosa y arrastrarse en la oscuridad hacia el anillo de piedras, oculta entre los árboles. Cualquier cosa. ¿Y cómo iban a verla llegar? Se quedó allí largo rato, hasta que el sol desapareció tras las montañas escarpadas y la oscuridad se cernió sobre el bosque.

—¿Jon? —lo llamó Samwell Tarly—. Me pareció que eras tú. ¿Estás bien?

—Dentro de lo que cabe. —Jon bajó de un salto—. ¿Cómo te ha ido hoy?

—Bien. Me ha ido bien. De verdad.

Jon no tenía la menor intención de compartir su inquietud con su amigo, y menos ahora que Samwell Tarly empezaba a mostrarse valiente.

—El Viejo Oso quiere que esperemos aquí hasta que lleguen Qhorin Mediamano y los hombres de la Torre Sombría.

—Es un lugar muy extraño —dijo Sam—. Un fuerte anular de los primeros hombres. ¿Crees que se libraría aquí alguna batalla?

—No me cabe duda. Más vale que vayas preparando un pájaro, seguro que Mormont quiere enviar noticias al Muro.

—Ojalá pudiera enviarlos a todos. No les gusta nada estar enjaulados.

—A ti tampoco te gustaría, si pudieras volar.

—Si pudiera volar ya estaría de vuelta en el Castillo Negro, comiendo empanada de cerdo —suspiró Sam.

Jon le dio una palmadita en el hombro con la mano quemada. Regresaron juntos, cruzando el campamento. Por doquier se habían encendido hogueras para cocinar la cena. Sobre ellos, las estrellas empezaban a brillar. La larga cola roja de la Antorcha de Mormont ardía con una luz que competía con la de la luna. Jon oyó a los cuervos incluso antes de verlos. Algunos graznaban su nombre. Aquellos pájaros eran especialistas en hacer ruido.

«Ellos también lo notan.»

—Tengo que ir a ver al Viejo Oso —dijo—. Si no come a su hora también él empieza a armar jaleo.

Cuando encontró a Mormont estaba hablando con Thoren Smallwood y con media docena de oficiales más.

—Ah, ya estás aquí —dijo con tono áspero—. Si no te importa, tráenos un poco de vino caliente. Hace mucho frío esta noche.

—Sí, mi señor.

Jon encendió una hoguera, pidió a los encargados de suministros un barrilito del vino tinto que más gustaba a Mormont, y lo vertió en un puchero. Lo colgó sobre las llamas mientras recogía el resto de los ingredientes. El Viejo Oso era muy maniático en lo relativo al vino especiado: tanta canela, tanta nuez moscada y tanta miel, ni una gota más. Pasas, bayas y frutos secos, pero nada de limón, que era la herejía más repugnante del sur… cosa extraña, puesto que el limón sí le gustaba con la cerveza matutina. El Lord Comandante insistía también en que la bebida estuviera a buena temperatura para entrar en calor, pero no debía llegar a hervir en ningún momento. De modo que Jon vigilaba el puchero con atención.

Mientras trabajaba, oía las voces en el interior de la tienda.

—La manera más fácil de adentrarse en los Colmillos Helados es seguir el curso del Agualechosa. Pero si vamos por ese camino, Rayder se enterará de que nos acercamos, tan cierto como que hay sol.

—Podríamos ir por la Escalera del Gigante —sugirió Ser Mallador Locke—. O por el Paso Aullante, si está despejado.

El vino empezó a humear. Jon apartó el recipiente del fuego, llenó ocho tazas y las llevó al interior de la tienda. El Viejo Oso estaba examinando el rudimentario mapa que había dibujado Sam la noche que pasaron en el Torreón de Craster. Cogió una taza de la bandeja de Jon, probó un sorbo de vino, y dio su aprobación con un brusco asentimiento. El cuervo se posó en su brazo.

Maíz —graznó—. Maíz. Maíz.

Ser Ottyn Wythers rechazó el vino con un gesto de la mano.

—Yo no me adentraría en las montañas —dijo con voz débil y cansada—. Los Colmillos Helados son muy fríos incluso en verano, así que ahora… si nos sorprendiera una tormenta…

—No tengo intención de arriesgarme en los Colmillos Helados a menos que sea imprescindible —dijo Mormont—. Los salvajes, igual que nosotros, no pueden vivir de nieve y piedras. No tardarán en salir de las cumbres, y para un ejército del tamaño que sea la única ruta factible es seguir el Agualechosa. Si lo hacen, aquí podemos defendernos bien. No podrán pasar sin que los detectemos.

—Puede que no sea ése su plan. Son miles, y nosotros seremos trescientos cuando llegue Mediamano.

—Si al final hay una batalla, no encontraremos terreno más favorable que éste —declaró Mormont—. Consolidaremos las defensas. Fosos, estacas, abrojos en las laderas… Hay que reparar hasta la última grieta del muro. Jarman, quiero que pongas como vigías a los hombres que mejor vista tengan. En todo el perímetro del muro y también a lo largo del río, para que nos alerten si se acerca alguien. Que se oculten en las copas de los árboles. Y más vale que empecemos a acarrear agua, más de la que necesitemos. Excavaremos cisternas. Eso mantendrá ocupados a los hombres, y puede que lleguemos a necesitarla.

—Mis exploradores…

—Tus exploradores se limitarán a explorar esta orilla del río hasta que llegue Mediamano. Después, ya veremos. No quiero perder ni un hombre más.

—Aunque Mance Rayder estuviera reuniendo a su ejército a una jornada de aquí no nos enteraríamos —se quejó Smallwood.

—Sabemos muy bien dónde se están reuniendo los salvajes —replicó Mormont—. Nos lo dijo Craster. Ese hombre no me gusta, pero no creo que nos haya mentido.

—Como quieras.

Smallwood salió con una expresión hosca en la cara. Los demás se terminaron el vino y también se marcharon, aunque con más cortesía.

—¿Os traigo ya la cena, mi señor? —preguntó Jon.

—Maíz —graznó el cuervo.

Mormont tardó en responder.

—¿Ha cazado algo tu lobo hoy? —preguntó al final.

—Todavía no ha vuelto.

—Nos iría bien algo de carne fresca. —Mormont metió la mano en un saco y ofreció a su cuervo un puñado de maíz—. ¿Crees que cometo un error al no permitir que los exploradores se alejen?

—No me corresponde a mí opinar sobre esos asuntos, mi señor.

—Te corresponde si te lo pregunto.

—Si los exploradores no pueden perder de vista el Puño, no veo cómo van a encontrar a mi tío —reconoció Jon.

—Es que no pueden encontrarlo. —El cuervo picoteó los granos de maíz que el Viejo Oso tenía en la palma de la mano—. Somos doscientos, pero aunque fuéramos diez mil, es una zona demasiado vasta.

—¿No iréis a renunciar a la búsqueda?

—El maestre Aemon dice que eres muy listo. —Mormont trasladó el cuervo a su hombro. El pájaro inclinó la cabeza hacia un lado, con los ojillos brillantes.

Así que la respuesta estaba allí.

—Es… Me parece más fácil que un hombre encuentre a doscientos que doscientos encuentren a uno.

El cuervo lanzó un graznido, pero el Viejo Oso sonrió desde detrás de su barba gris.

—Somos muchos, con muchos caballos, dejamos un rastro que hasta Aemon podría seguir. En esta colina nuestras hogueras resultan visibles hasta en las laderas de los Colmillos Helados. Si Ben Stark está vivo y libre, él vendrá a buscarnos, no me cabe duda.

—Sí —dijo Jon—, pero… ¿y si…?

—¿Y si está muerto? —preguntó Mormont con voz no exenta de amabilidad.

Jon asintió de mala gana.

Muerto —graznó el cuervo—. Muerto. Muerto.

—Puede que venga a buscarnos de todos modos —dijo el Viejo Oso—. Como Othor y Jafer Flores. Es una idea que me aterra tanto como a ti, Jon, pero debemos reconocer que es una posibilidad.

Muerto —graznó el cuervo al tiempo que se ahuecaba las plumas. Su voz era cada vez más alta y chillona—. Muerto.

Mormont acarició las plumas negras del pájaro, y disimuló un bostezo repentino con el dorso de la mano.

—Voy a prescindir de la cena, el descanso me sentará mejor. Despiértame en cuanto haya luz.

—Que durmáis bien, mi señor.

Jon recogió las tazas vacías y salió de la tienda. Oyó risas a lo lejos y también el sonido quejumbroso de las flautas. En el centro del campamento ardía una gran hoguera, y le llegó el olor del guiso que se estaba cocinando. Tal vez el Viejo Oso no tuviera hambre, pero Jon sí. Se dirigió hacia el fuego.

Dywen estaba de pie, con el cucharón en la mano.

—Conozco estos bosques mejor que nadie, y os lo digo en serio, yo solo no salgo a cabalgar por ahí de noche. ¿No lo oléis?

Grenn lo miraba con los ojos muy abiertos.

—Yo sólo huelo la mierda de doscientos caballos —dijo Edd el Penas—. Y ese guiso. Que, por cierto, tiene un aroma muy semejante.

—Ya te daré yo a ti aroma semejante —replicó Hake palmeando su daga. Llenó el cuenco de Jon sin dejar de refunfuñar.

El guiso era espeso, tenía cebada, zanahoria, cebolla y algún que otro trozo de buey en salazón que la cocción había ablandado.

—¿Qué es lo que hueles, Dywen? —peguntó Grenn.

El forestal tomó una cucharada de guiso. Se había quitado la dentadura. Tenía la piel del rostro correosa y arrugada, y las manos tan nudosas como las raíces de un árbol viejo.

—A mí me parece que huele… a frío.

—Tienes la cabeza de madera, igual que los dientes —bufó Hake—. El frío no huele a nada.

«Sí que huele —pensó Jon al recordar aquella noche en las habitaciones del Lord Comandante—. Huele como la muerte.» De repente se le había quitado el apetito. Le dio su guiso a Grenn, que tenía aspecto de necesitar una segunda cena para conservar el calor durante la noche.

Cuando se alejó, soplaba un viento gélido. Por la mañana el suelo estaría cubierto de escarcha, y las sujeciones de las tiendas se habrían congelado. En el puchero quedaban un par de dedos de vino especiado. Jon echó más leña al fuego y lo puso sobre las llamas para recalentarlo. Mientras aguardaba flexionó los dedos, los apretó y los extendió hasta que le hormigueó la mano. Los hombres del primer turno de guardia ya habían ocupado sus puestos en torno al campamento. Sobre el muro en forma de anillo parpadeaban las antorchas. Aquella noche no había luna, pero en el cielo brillaban un millar de estrellas. En la oscuridad se oyó un sonido, bajo y lejano, pero inconfundible: el aullido de los lobos. Alzaban y bajaban las voces en una canción escalofriante, solitaria. Hizo que se le pusiera el vello de punta. Al otro lado de la hoguera, un par de ojos rojos lo miraron desde las sombras. La luz de la llama los hacía centellear.

Fantasma —se atragantó Jon, sorprendido—. Así que al final has entrado, ¿eh? —El lobo blanco solía cazar por las noches. No esperaba verlo hasta el amanecer—. ¿Tan mal te ha ido la caza? —preguntó—. Aquí. Conmigo, Fantasma.

El lobo huargo rodeó el fuego, olfateó a Jon y olfateó la brisa, sin parar de moverse. No parecía estar buscando comida. «Cuando los muertos se levantaron, Fantasma lo supo. Me despertó, me avisó.» Se puso en pie, alarmado.

—¿Hay algo ahí afuera? ¿Hueles algo, Fantasma.

«Dywen dijo que olía a frío.»

El lobo huargo se alejó corriendo, se detuvo y volvió la vista atrás. «Quiere que lo siga.» Se subió la capucha de la capa, y se alejó de las tiendas y del calor de la hoguera, pasando junto a las hileras de pequeñas monturas. Uno de los animales relinchó nervioso al sentir pasar a Fantasma. Jon lo calmó con unas palabras sosegadoras y le acarició el morro. A medida que se acercaba al anillo de piedra se oía el silbido del viento a través de las grietas entre las rocas. Una voz le dio el alto. Jon se adelantó hacia la luz de la antorcha.

—Tengo que ir a buscar agua para el Lord Comandante.

—Bueno, ve —dijo el guardia—. Pero date prisa. —El hombre, acurrucado bajo su capa y con la capucha echada para protegerse del viento, ni siquiera se molestó en mirar a ver si llevaba un cubo.

Jon salió de lado entre dos estacas afiladas, mientras Fantasma se deslizaba bajo ellas. Había una antorcha encajada en una grieta, su llama ondeaba como un estandarte anaranjado con cada ráfaga de viento. Al pasar entre las piedras la cogió. Fantasma corría colina abajo, y Jon lo seguía más despacio, siempre con la antorcha por delante para ver dónde pisaba. Los sonidos del campamento se fueron perdiendo en la distancia tras él. La noche era oscura, y la ladera empinada, pedregosa y desigual. Si se descuidaba acabaría por romperse un tobillo… o el cuello. «¿Qué estoy haciendo?», se preguntó mientras bajaba con cautela.

Los árboles se alzaban más abajo como guerreros con armaduras de corteza y hojas, desplegados en silenciosas hileras, a la espera de la orden de tomar la colina por asalto. Parecían de un negro intenso, sólo cuando les acercaba la antorcha veía Jon algún tono verde. Oyó el sonido del agua que discurría entre las rocas. Fantasma desapareció entre la maleza. Jon lo siguió, siempre en dirección al sonido del arroyo y de las hojas que suspiraban con el viento. La capa se le enganchaba en las ramas bajas, y las más altas se entrelazaban y le impedían ver las estrellas.

Volvió a ver al lobo huargo justo cuando saltaba el arroyo.

Fantasma —llamó—. Conmigo. Ven aquí.

Cuando el lobo huargo alzó la cabeza, le brillaban los ojos rojos, malignos, y el agua le corría por la boca a chorros. En aquel momento parecía una fiera espantosa. Y, en menos de un instante, desapareció entre los árboles.

—¡Fantasma, no! —gritó Jon—. ¡Vuelve!

Pero el lobo no obedeció. La oscuridad engulló su esbelta forma blanca, y a Jon sólo le quedaron dos alternativas: volver a subir por la colina a solas, o seguirlo.

Furioso, siguió los pasos del lobo, con la antorcha tan baja como podía para ver las rocas que amenazaban con hacerle tropezar a cada paso, las gruesas raíces que se le enredaban en los pies, los agujeros en los que podría torcerse un tobillo… Cada pocos metros volvía a llamar a Fantasma, pero el viento nocturno silbaba entre los árboles y ahogaba las palabras. «Esto es una locura», pensó mientras se adentraba entre los árboles. Estaba a punto de dar media vuelta cuando divisó un atisbo de blanco más adelante, a la derecha, en dirección otra vez a la colina. Corrió en pos del animal, maldiciendo entre dientes.

Había rodeado una cuarta parte de la base del Puño cuando divisó al lobo un momento antes de perderlo de nuevo. Por fin, entre los espinos, arbustos y rocas de la base de la colina, se detuvo a tomar aliento. Fuera del alcance de la antorcha, la oscuridad era absoluta.

Oyó un leve ruido como de algo escarbando, y se dio la vuelta. Se dirigió cuidadosamente hacia el sonido, entre las rocas y los matorrales. Detrás de un árbol caído estaba Fantasma. El lobo huargo excavaba con furia, lanzaba la tierra por el aire con las patas.

—¿Qué has encontrado?

Jon bajó la antorcha y vio un montículo redondeado de tierra blanda. «Una tumba —pensó—. Pero ¿de quién?»

Se arrodilló y clavó la antorcha en el suelo junto a él. La tierra arenosa estaba suelta. Jon la apartó a puñados. Allí no había piedras ni raíces. Fuera lo que fuera lo que estaba allí enterrado, no llevaba mucho tiempo. A menos de medio metro de profundidad rozó un tejido con los dedos. Había esperado y había temido encontrar un cadáver, pero era otra cosa. Oprimió la tela y palpó las formas pequeñas y duras que había debajo. No cedían. No había hedor a podredumbre, ni gusanos. Fantasma retrocedió y se sentó sobre los cuartos traseros sin dejar de observarlo.

Jon apartó la tierra suelta para dejar al descubierto un fardo redondeado, como de medio metro de diámetro. Metió los dedos por los bordes para soltarlo. Lo que había dentro se movía y tintineaba. «Un tesoro», pensó, pero lo que palpaba no tenía forma de moneda, ni sonaba como el metal.

El fardo estaba atado con cuerdas. Jon desenfundó la daga y las cortó, buscó las esquinas de la tela y abrió el paquete. El contenido se desparramó por el suelo, tenía un brillo negruzco. Vio una docena de cuchillos, cabezas de lanza en forma de hoja y muchas puntas de flecha. Jon cogió una hoja de daga, ligera como una pluma, negra brillante, sin puño. La luz de la antorcha iluminó su filo con una fina línea anaranjada que delataba lo hondo que podía cortar. «Vidriagón. Eso que los maestres llaman obsidiana.» ¿Habría descubierto Fantasma algún antiquísimo depósito de los niños del bosque, que llevaba allí enterrado miles de años? El Puño de los Primeros Hombres era un lugar antiquísimo, pero…

Bajo el vidriagón había un viejo cuerno de guerra, hecho del cuerno de un uro, con anillas de bronce a modo de refuerzos. Jon lo sacudió para vaciarlo de tierra, y cayó una lluvia de puntas de flecha. Cogió una esquina de la tela en la que habían estado envueltas las armas, y la frotó con los dedos.

«Buena lana, gruesa y bien tejida. Está húmeda, pero no podrida. —No podía llevar allí mucho tiempo. Y era oscura. Acercó más la antorcha—. No, oscura no. Negra.»

Incluso antes de levantarse y sacudir la tela, ya sabía lo que era: la capa negra de un Hermano Juramentado de la Guardia de la Noche.

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