ARYA

Fueran cuales fueran los nombres que Harren el Negro había puesto a sus torres, habían caído en el olvido hacía ya mucho tiempo. Todos las llamaban Torre del Miedo, Torre de la Viuda, Torre Aullante, Torre de los Fantasmas y Torre de la Pira Real. Arya dormía en un nicho en las cavernosas criptas situadas bajo la Torre Aullante, en un lecho de paja. Tenía agua para lavarse siempre que quisiera y un trozo de jabón. El trabajo era duro, pero no más que caminar kilómetros y kilómetros cada día. Comadreja no tenía que buscar gusanos e insectos para comer, como le había pasado a Arry. Tenía pan y guiso de cebada con trocitos de zanahoria y nabo todos los días, y cada dos semanas un trocito de carne y todo.

Pastel Caliente comía aún mejor; aquél era su lugar, las cocinas, un edificio redondo de piedra con techo en forma de bóveda que era todo un mundo. Arya comía en una mesa de caballetes, en un sótano que utilizaba el servicio, con Weese y los otros criados, pero a veces la elegían para ayudar a llevar la comida para ellos, y en esas ocasiones Pastel Caliente y ella conseguían hablar unos momentos. El muchacho era incapaz de recordar que ahora se llamaba Comadreja y seguía llamándola Arry, aunque sabía que era una niña. En cierta ocasión trató de darle a escondidas una tarta de manzana caliente, pero fue tan torpe que lo vieron dos cocineros. Le quitaron la tarta y lo golpearon con un cucharón de madera.

A Gendry lo habían asignado a la forja, y Arya rara vez lo veía. En cuanto a los demás criados de la torre, ni siquiera quería saber sus nombres. Eso sólo servía para que sufriera todavía más cuando morían. La mayoría eran mucho mayores que ella, y estaban encantados de que no se metiera en los asuntos de nadie.

Harrenhal era gigantesco, y buena parte estaba casi en ruinas. Lady Whent había ocupado el castillo como vasalla de la Casa Tully, pero sólo utilizaba el tercio inferior de dos de las cinco torres, y dejó el resto abandonado. Pero había huido, y el poco servicio que quedó no bastaba ni para empezar a atender las necesidades de todos los caballeros, señores y prisioneros nobles que iban con Lord Tywin, de modo que los hombres de los Lannister tenían que conseguir criados, además de alimentos. Se rumoreaba que Lord Tywin planeaba devolver a Harrenhal su antigua gloria, y convertirlo en su nuevo asentamiento una vez terminara la guerra.

Weese utilizaba a Arya para transmitir recados, sacar agua y llevarles la comida, y a veces para servir la mesa en la sala del cuartel, encima de la armería, donde comían los soldados. Pero la mayor parte de su trabajo consistía en limpiar. La planta baja de la Torre Aullante se había destinado a granero y almacén, y en las dos siguientes se alojaba parte de la guarnición, pero los pisos superiores no se utilizaban desde hacía ochenta años. Lord Tywin había ordenado que los dejaran en condiciones habitables. Había que barrer los suelos, limpiar la mugre de las ventanas y retirar camas podridas y sillas rotas. El piso superior estaba infestado de enormes murciélagos negros, nidos enteros, que habían sido el blasón de la Casa Whent, y en los sótanos había ratas… y fantasmas; según algunos, los espíritus de Harren el Negro y sus hijos.

A Arya aquello le parecía una tontería. Harren y sus hijos habían muerto en la Torre de la Pira Real, de ahí el nombre, así que, ¿por qué iban a cruzar el patio para perseguirla a ella? La Torre Aullante sólo aullaba cuando el viento soplaba del norte, y no era nada más que el ruido del aire al soplar por las grietas de las piedras, las fisuras causadas por el calor. Si en Harrenhal había fantasmas, a ella no la habían molestado nunca. A los que temía era a los vivos, a Weese, a Ser Gregor Clegane y a Lord Tywin Lannister, que se había instalado en la Torre de la Pira Real, la más alta y poderosa de las torres, pese a que estaba tan inclinada por el peso de la piedra fundida que parecía una gigantesca vela a medio derretir.

Se preguntaba qué sucedería si se acercaba a Lord Tywin y le confesaba que era Arya Stark, pero sabía que jamás podría acercarse tanto a él; además, nadie la creería, y Weese la mataría a palos.

Dentro de su estilo fanfarrón y miserable, Weese resultaba casi tan aterrador como Ser Gregor. La Montaña aplastaba a los hombres como si fueran moscas, pero por lo general no advertía la presencia de las moscas. Weese, en cambio, siempre sabía dónde estaban, qué hacían y a veces hasta qué pensaban. Repartía golpes a la menor provocación, y tenía una perra casi tan mala como él, un animal feo y con manchas con un olor más repugnante que ningún otro perro que Arya hubiera visto en su vida. Una vez lo vio azuzarla contra un chico encargado de limpiar letrinas que lo había hecho enfadar. La perra le arrancó un buen trozo de pantorrilla, mientras Weese se reía.

Sólo tardó tres días en ganarse el lugar de honor en sus plegarias nocturnas.

—Weese —susurraba para empezar—. Dunsen, Chiswyck, Polliver, Raff el Dulce. Cosquillas y el Perro. Ser Gregor, Ser Amory, Ser Ilyn, Ser Meryn, el rey Joffrey, la reina Cersei.

Si se olvidaba de ellos, si se olvidaba aunque sólo fuera de uno de ellos, ¿cómo podría encontrarlo y matarlo?

En el camino, Arya se había sentido como una oveja, pero Harrenhal la transformó en un ratón. Con su atuendo gris de lana basta era tan gris como un ratón, y como un ratón se movía por las grietas, las rendijas y los agujeros oscuros del castillo, siempre escabulléndose del camino de los poderosos.

A veces pensaba que entre aquellos muros gruesos todos eran ratones, hasta los grandes señores y los caballeros. El gigantesco tamaño del castillo hacía que hasta Gregor Clegane pareciera pequeño. Harrenhal ocupaba un terreno tres veces más amplio que Invernalia, y los edificios eran tan enormes que apenas si se podían comparar. En los establos cabían miles de caballos, el bosque de dioses ocupaba veinte acres, las cocinas eran tan grandes como la sala principal de Invernalia, y la sala principal en sí, ostentosamente denominada Sala de las Cien Chimeneas aunque sólo había treinta y tantas (Arya había tratado de contarlas dos veces, pero en la primera ocasión le salieron treinta y tres y en la segunda treinta y cinco), era de una amplitud tal que Lord Tywin podría haber dado un banquete para todo su ejército (aunque nunca lo hizo). Los muros, las puertas, las estancias, las escaleras… todo estaba construido a una escala tan inhumana que hacía a Arya recordar las historias de la Vieja Tata acerca de los gigantes que vivían más allá del Muro.

Los señores y las damas jamás se fijaban en los ratoncillos grises que correteaban bajo sus pies, de manera que Arya se enteró de todo tipo de secretos; para ello bastaba con tener las orejas bien abiertas mientras cumplía con sus obligaciones. La hermosa Pia, que trabajaba en la despensa, era una mujerzuela que se trabajaba a todos los caballeros del castillo. La esposa del carcelero estaba preñada, pero el padre de la criatura era Ser Alyn Stackspear, o tal vez un bardo llamado Wat Blancasonrisa. Lord Lefford se burlaba de los fantasmas cuando estaba a la mesa, pero por las noches siempre tenía una vela encendida junto a la cama. Jodge, el escudero de Ser Dunaver, se orinaba en la cama. Los cocineros despreciaban a Ser Harys Swyft y siempre escupían en su comida. Una vez hasta oyó a la criada del maestre Tothmure contarle a su hermano algo acerca de un mensaje en el que se decía que Joffrey era un bastardo, y no el rey legítimo.

—Lord Tywin le ordenó quemar la carta y no volver a hablar de esas porquerías —susurró la muchacha.

También se enteró de que los hermanos del rey Robert, Stannis y Renly, habían entrado en la guerra.

—Y los dos se dicen reyes —comentó Weese—. Ahora hay más reyes en el reino que ratas en un castillo.

Hasta los hombres de los Lannister se preguntaban cuánto tiempo podría defender Joffrey el Trono de Hierro.

—El chico no tiene ejército, sólo a los capas doradas, y los que gobiernan son un eunuco, un enano y una mujer —oyó decir a un señor menor que estaba algo borracho—. ¿De qué le van a servir en una batalla?

Y siempre se hablaba de Beric Dondarrion. Un arquero muy gordo dijo en cierta ocasión que los Titiriteros Sangrientos lo habían matado, pero los demás se rieron.

—Lorch lo mató en Cascadas Bravas, y la Montaña también lo mató dos veces. Va un venado de plata a que esta vez tampoco se queda muerto.

Arya no supo quiénes eran los Titiriteros Sangrientos hasta dos semanas más tarde, cuando el grupo de hombres más raro que había visto jamás llegó a Harrenhal. Bajo el estandarte de una cabra negra con los cuernos ensangrentados cabalgaban hombres cobrizos con el pelo trenzado lleno de campanillas, lanceros a lomos de caballos a rayas blancas y negras, arqueros de mejillas empolvadas, hombres peludos y achaparrados con escudos tan velludos como ellos, otros de piel oscura con capas de plumas, un bufón flaco ataviado con vistosas ropas verdes y rosadas, espadachines con fantásticas barbas de dos puntas teñidas de verde, púrpura y plata, soldados armados con picas y cicatrices de colores en las mejillas, un hombre alto con túnica de septon, otro de aspecto patriarcal con vestiduras grises de maestre, y otro que parecía enfermizo cuya capa de cuero estaba ribeteada de cabellos rubios y largos.

A la cabeza iba un hombre flaco como un palo y muy alto, con el rostro enjuto y demacrado que parecía aún más largo a causa de la barba negra y fibrosa que le brotaba de la barbilla puntiaguda y le llegaba casi hasta la cintura. El yelmo que llevaba colgado de la silla de montar era de acero negro y tenía forma de cabeza de cabra. Llevaba una cadena al cuello hecha de monedas de muchos tamaños, formas y metales diferentes, y su montura era uno de aquellos extraños animales con rayas blancas y negras.

—No quieras saber demasiado, Comadreja —le dijo Weese cuando la vio mirar al hombre del yelmo en forma de cabeza de cabra. Weese estaba con dos de sus amigos con los que solía emborracharse, ambos soldados al servicio de Lord Lefford.

—¿Quiénes son? —preguntó.

Uno de los soldados se echó a reír.

—Los Lacayos, niña. Las Pezuñas de la Cabra. Los Titiriteros Sangrientos de Lord Tywin.

—No le digas esas cosas —dijo Weese—, ¿no ves que es idiota? Si la despellejan por tu culpa te pongo a ti a fregar las escaleras esas de mierda. Son mercenarios, niña Comadreja. Se hacen llamar la Compañía Audaz. No los llames de otra manera cuando te estén escuchando, o lo lamentarás. El del yelmo de cabra es su capitán, Lord Vargo Hoat.

—¿Lord? Y una mierda —bufó el segundo soldado—. Se lo oí decir a Ser Amory. No es más que un mercenario baboso que tiene una opinión demasiado elevada de sí mismo.

—Sí —dijo Weese—, pero si quiere seguir entera más vale que lo llame «señor».

Arya volvió a mirar a Vargo Hoat. «¿Cuántos monstruos tiene Lord Tywin?» La Compañía Audaz se alojó en la Torre de la Viuda, de manera que no le correspondía a ella atenderla, cosa de la que se alegraba: la misma noche de su llegada hubo una pelea entre los mercenarios y unos cuantos soldados Lannister. El escudero de Ser Harys Swyft murió apuñalado, y dos de los Titiriteros Sangrientos resultaron heridos. A la mañana siguiente, Lord Tywin los colgó de los muros de la casa de la guardia, junto con uno de los arqueros de Lord Lydden. Weese dijo que el arquero era el que había empezado, porque se burló de los mercenarios por el tema de Beric Dondarrion. Después de que los ahorcados dejaran de patalear, Vargo Hoat y Ser Harys se abrazaron, se besaron y se juraron amistad eterna, bajo la mirada atenta de Lord Tywin. A Arya le parecieron muy divertidos los ceceos de Vargo Hoat y su manera de babear, pero no era tan tonta como para reírse.

Los Titiriteros Sangrientos no permanecieron mucho tiempo en Harrenhal, pero antes de que partieran de nuevo a caballo, Arya oyó a uno contar que un ejército norteño comandado por Roose Bolton había ocupado el Vado Rubí del Tridente.

—Si cruza, Lord Tywin lo aplastará otra vez igual que hizo en el Forca Verde —comentó un arquero Lannister. Pero sus compañeros se burlaron de él.

—Bolton no cruzará nunca, a menos que el Joven Lobo salga de Aguasdulces con sus norteños salvajes y sus lobos.

Arya no sabía que su hermano estuviera tan cerca. Aguasdulces estaba mucho más próximo que Invernalia, aunque no estaba segura de en qué dirección se encontraba en relación con Harrenhal. «Podría averiguarlo, estoy segura, si pudiera salir de aquí… —Al pensar en ver de nuevo el rostro de Robb, Arya tuvo que morderse el labio—. Y también quiero ver a Jon, a Bran, a Rickon y a mi madre. Hasta a Sansa… le daré un beso y le pediré excusas como una dama, eso le encantará.»

Por las charlas en el patio se había enterado de que en las habitaciones de la parte superior de la Torre del Miedo se alojaban tres docenas de prisioneros, capturados en el Forca Verde del Tridente. La mayoría tenían libertad para recorrer el castillo, porque habían jurado no intentar escapar.

«Juraron no escapar —se dijo Arya—, pero no dijeron nada sobre ayudarme a escapar a mí.»

Los prisioneros comían en una mesa que tenían asignada en la Sala de las Cien Chimeneas, y los veía a menudo por el castillo. Había cuatro hermanos que se entrenaban juntos todos los días, luchando con palos y escudos de madera en el Patio de la Piedra Líquida. Tres de ellos eran Frey del Cruce, y el cuarto, su hermano bastardo. Pero no estuvieron allí mucho tiempo: una mañana llegaron dos hermanos más bajo un estandarte de paz con un cofre de oro, y pagaron el rescate a los caballeros que los habían capturado. Los seis Frey se fueron juntos.

Pero por los norteños nadie pagaba rescate. Pastel Caliente le dijo que había un señor menor muy gordo que rondaba siempre por las cocinas en busca de algún bocado. Tenía un bigote tan poblado que le cubría la boca, y el broche con que se sujetaba la capa tenía forma de tridente de plata y zafiros. Pertenecía a Lord Tywin. En cambio, el joven barbudo de aspecto fiero que paseaba a solas por las almenas, con una capa negra con dibujos en forma de soles blancos, era prisionero de un caballero errante que pensaba hacerse rico gracias a él. Sansa habría sabido quién era ése y también el gordo, pero Arya nunca había mostrado demasiado interés por los títulos y los blasones. Siempre que la septa Mordane hablaba sobre la historia de una Casa u otra, ella se dedicaba a soñar despierta y a preguntarse si faltaría mucho para que terminara la lección.

En cambio, sí recordaba a Lord Cerwyn. Sus tierras estaban muy cerca de Invernalia, de manera que él y su hijo Cley los visitaban a menudo. Pero, como por obra del destino, era el único prisionero al que no veía nunca: estaba en cama, en la celda de su torre, recuperándose de una herida. Arya se pasó días y días buscando la manera de pasar entre los guardias de la puerta sin ser vista para ir a visitarlo. Si la reconocía, el honor lo obligaría a ayudarla. Seguro que tendría oro, como todos los señores. Tal vez pudiera pagar a algunos mercenarios de Lord Tywin para que la llevaran a Aguasdulces. Su padre decía siempre que la mayoría de los mercenarios traicionarían a quien fuera por oro.

Pero una mañana vio a tres mujeres con las túnicas grises y las capuchas de las hermanas silenciosas, que estaban cargando un cadáver en su carromato. El cuerpo estaba envuelto en una capa de la más fina seda, decorada con el emblema del hacha de batalla. Cuando Arya preguntó de quién se trataba, uno de los guardias le dijo que Lord Cerwyn había muerto aquella noche. La noticia le cayó como una patada en el vientre. «Da igual, no habría podido ayudarte —pensó mientras las hermanas salían por la puerta con el carromato—. Ni siquiera pudo ayudarse a sí mismo, ratón estúpido.»

De manera que vuelta a fregar, vuelta a escabullirse del paso de los señores, vuelta a escuchar detrás de las puertas. Oyó que Lord Tywin atacaría pronto Aguasdulces. O tal vez marcharía hacia el sur en dirección a Altojardín, eso nadie se lo esperaría. No, debía defender Desembarco del Rey, Stannis era el que presentaba la mayor amenaza. Enviaría a Gregor Clegane y a Vargo Hoat a acabar con Roose Bolton y así quitarse la daga de la espalda. Iba a mandar cuervos al Nido de Águilas, tenía intención de casarse con Lady Lysa Arryn y dominar el Valle. Había comprado una tonelada de plata para forjar espadas mágicas que pudieran matar a los wargs de los Stark. Había escrito a Lady Stark para firmar la paz y el Matarreyes no tardaría en estar libre.

Aunque los cuervos iban y venían a diario, Lord Tywin se pasaba la mayor parte del día encerrado con su consejo de guerra. Arya lo veía a veces, pero siempre de lejos: una vez recorriendo las murallas en compañía de tres maestres y el prisionero gordo del bigote poblado, otra cabalgando hacia el sur con sus señores vasallos para visitar los campamentos, y sobre todo de pie en los arcos de la galería cubierta, desde donde observaba cómo los hombres entrenaban en el patio de abajo. Solía adoptar siempre la misma postura, erguido y con las dos manos sobre el pomo de oro de su espada. Se decía que Lord Tywin amaba el oro más que nada en el mundo; que hasta cagaba oro, como bromeó en cierta ocasión un escudero. El señor de Lannister parecía fuerte para su edad, tenía los bigotes dorados muy rígidos, y nada de pelo en la cabeza. En su rostro había algo que a Arya le recordaba a su padre, aunque no se parecían en nada. «Tiene cara de señor, eso es», se dijo. Se acordaba de cuando su madre decía a su padre que pusiera cara de señor y fuera a zanjar un asunto u otro. Su padre se reía. No se imaginaba a Lord Tywin riéndose de nada.

Una tarde, mientras esperaba que le tocara el turno de sacar un cubo de agua del pozo, oyó el gemido de las bisagras de la puerta este. Una partida de hombres a caballo entró al trote bajo el rastrillo. Al ver la manticora del escudo de su jefe le recorrió una puñalada de odio.

A la luz del día Ser Amory Lorch no tenía un aspecto tan aterrador como cuando lo iluminaban las antorchas, pero los ojillos porcinos eran los mismos que ella recordaba. Una de las mujeres comentó que aquellos hombres habían rodeado el lago en persecución de Beric Dondarrion y habían matado rebeldes.

«Nosotros no éramos rebeldes —pensó Arya—. Éramos la Guardia de la Noche, y la Guardia de la Noche no toma partido.» Ser Amory iba con menos hombres de los que recordaba, y muchos estaban heridos. «Ojalá se les infecten las heridas. Ojalá se mueran todos.»

Entonces se fijó en tres que iban casi al final de la columna.

Rorge se había puesto un medio yelmo con una pieza ancha de hierro en el centro, de manera que casi no se notaba que no tenía nariz. Mordedor cabalgaba a su lado a lomos de un corcel que parecía a punto de derrumbarse bajo su peso. Tenía el cuerpo cubierto de quemaduras a medio curar que le daban un aspecto más repulsivo que nunca.

Pero Jaqen H’ghar seguía sonriendo. Sus ropas estaban sucias y harapientas, pero le había dado tiempo a lavarse y cepillarse el cabello, que le caía sobre los hombros rojo y blanco, brillante. Arya oyó las risitas admiradas de las chicas.

«Debí dejar que se quemaran. Gendry me lo dijo, debí hacerle caso. —Si no les hubiera lanzado aquella hacha estarían todos muertos. Durante un instante tuvo miedo, pero pasaron a caballo junto a ella sin mostrar el menor interés. El único que miró en su dirección fue Jaqen H’ghar, pero ni siquiera se fijó en ella—. No me conoce —pensó—. Arry era un muchachito fiero con una espada, y yo soy una niña gris ratón con un cubo.»

Se pasó el resto del día fregando las escaleras en la Torre Aullante. Al anochecer tenía las manos en carne viva y le sangraban, y los brazos tan magullados que le temblaban al llevar el cubo de vuelta a la cripta. Estaba demasiado cansada para cenar, así que pidió a Weese que la disculpara y se arrastró hasta su lecho de paja.

—Weese —bostezó—. Dunsen, Chiswyck, Polliver, Raff el Dulce. Cosquillas y el Perro. Ser Gregor, Ser Amory, Ser Ilyn, Ser Meryn, el rey Joffrey, la reina Cersei.

Pensó que podría añadir tres nombres más a su plegaria, pero estaba tan agotada que no podría decidirlo esa noche.

Arya estaba soñando con lobos que corrían libres y salvajes por el bosque cuando una mano fuerte le tapó la boca como una piedra cálida y suave, sólida, inamovible. Despertó al instante y se debatió.

—Chica no dice nada —susurró una voz junto a su oído—. Chica mantiene la boca cerrada, nadie oye, y amigos pueden hablar en secreto. ¿Sí?

El corazón le latía a toda velocidad, pero Arya consiguió asentir.

Jaqen H’ghar apartó la mano. La cripta estaba en la oscuridad más absoluta, y no podía ver el rostro del hombre aunque lo tenía a pocos centímetros. Pero alcanzaba a olerlo; su piel olía a limpio, a jabón, y se había aromatizado el pelo.

—Chico se convierte en chica —murmuró.

—Siempre fui una chica. Pensé que no me habías visto.

—Uno ve. Uno sabe.

—Me has asustado. —Arya recordó que lo odiaba—. Ahora eres uno de ellos. Debí dejar que te quemaras. ¿Qué haces aquí? Lárgate o llamo a Weese.

—Uno paga sus deudas. Uno debe tres.

—¿Tres?

—El Dios Rojo tiene sus reglas, hermosa niña, y sólo la muerte puede pagar la vida. La niña cogió tres que estaban en manos del Dios. La niña debe entregar tres en su lugar. Sólo tienes que decir los nombres, uno se encargará del resto.

«Quiere ayudarme», comprendió Arya con un ramalazo de esperanza que casi la hizo marearse.

—Llévame a Aguasdulces, no está lejos, si robamos unos caballos podríamos…

El hombre le puso un dedo sobre los labios.

—Tres vidas obtendrás de mí. Ni más ni menos. Tres y todo termina. Así que niña debe pensar. —Le dio un beso suave en el pelo—. Pero no mucho tiempo.

Cuando Arya pudo encender el cabo de vela que tenía junto al lecho, del hombre sólo quedaba un tenue olor, un aroma a jengibre y a clavo prendido en el aire. La mujer que dormía en el nicho de al lado se dio la vuelta en la paja y protestó por la luz, así que Arya la apagó. Cuando cerró los ojos vio rostros que se movían ante ella: Joffrey y su madre, Ilyn Payne y Meryn Trant, Sandor Clegane… pero estaban en Desembarco del Rey, a cientos de kilómetros, y Ser Gregor sólo había permanecido allí unos pocos días antes de partir en una nueva expedición. Además se había llevado a Raff, a Chiswyck y a Cosquillas. En cambio, Ser Amory Lorch estaba allí, y lo odiaba casi tanto como a los otros, ¿no? No estaba segura. Y siempre quedaba Weese.

Volvió a pensar en él a la mañana siguiente, cuando la falta de sueño la hizo bostezar.

—Comadreja —ronroneó Weese—, la próxima vez que te vea abrir la boca te arranco la lengua y se la echo de comer a mi perra.

Le retorció la oreja para asegurarse de que lo había oído, y le dijo que siguiera limpiando escaleras, que quería que estuvieran brillantes hasta el tercer rellano antes de que anocheciera.

Mientras trabajaba, Arya pensaba en las personas a las que le gustaría ver muertas. Hacía como si viera sus rostros en los peldaños, y frotaba con más fuerza para borrarlos. Los Stark estaban en guerra con los Lannister, y ella era una Stark, así que debía matar a tantos como pudiera, porque las guerras eran así. Pero no confiaba en Jaqen. «Debería matarlos yo misma.» Cuando su padre condenaba a muerte a un hombre, él mismo ejecutaba la sentencia con Hielo, su espadón.

—Si le vas a quitar la vida a un hombre, tienes un deber para con él, y es mirarlo a los ojos y escuchar sus últimas palabras —le había oído decir en cierta ocasión a Robb y a Jon.

Al día siguiente y al otro evitó a Jaqen H’ghar. No le costó mucho. Era menuda, y Harrenhal muy grande, lleno de sitios donde se podía esconder un ratón.

Y entonces regresó Ser Gregor, antes de lo esperado. En aquella ocasión llevaba un rebaño de cabras en vez de un rebaño de prisioneros. Arya se enteró de que había perdido cuatro hombres en una de las incursiones nocturnas de Lord Beric, pero los que ella detestaba habían vuelto ilesos y ocuparon el segundo piso de la Torre Aullante. Weese se encargó de que tuvieran bebida abundante.

—Esos siempre tienen sed —gruñó—. Comadreja, sube a preguntarles si quieren que les remienden alguna ropa. Y que se encarguen las mujeres.

Arya subió corriendo por sus escaleras bien fregadas. Nadie le prestó atención cuando entró. Chiswyck estaba sentado junto a la chimenea, con un cuerno de cerveza en una mano, contando una de sus historias divertidas. No se atrevió a interrumpir, no quería que le partieran la boca.

—Fue después del torneo de la Mano, antes de que empezara la guerra —decía Chiswyck—. Íbamos de vuelta hacia el oeste los siete con Ser Gregor. Raff iba conmigo, y también el joven Joss Stilwood, que había sido el escudero de Ser Gregor en las lizas. Pues va y nos encontramos con ese río de meados, que bajaba bien crecido por las lluvias. Imposible vadearlo, pero resulta que hay una cervecería al lado, así que ahí nos metemos. El ser va y le dice al cervecero que nos siga llenando los cuernos hasta que bajen las aguas, y deberíais haber visto cómo le brillaban los ojos de cerdo a aquel tipo en cuanto vio la plata. Así que él y su hija van y nos sirven cerveza, y resulta que era floja, un meado, no me gusta nada y al ser, menos. Y el cervecero todo el rato diciendo lo contento que está de que estemos ahí, que tiene pocos clientes últimamente por las lluvias. El muy idiota no cerraba la boca, imaginad, aunque el ser no decía ni palabra, no dejaba de pensar en el Caballero de las Lilas y el truco sucio que le hizo. Ya sabéis la manera esa que tiene de apretar la boca, así que yo y los otros que lo conocemos no decimos nada, pero el cervecero venga a hablar, y entonces va y pregunta que cómo le ha ido a mi señor en las justas. Y el ser nada, sólo lo miraba. —Chiswyck se rió a carcajadas, apuró la cerveza y se limpió la espuma con el dorso de la mano—. Y mientras su hija venga a servirnos cerveza, una gordita, unos dieciocho años tendría…

—Qué dices, trece como mucho —farfulló Raff el Dulce.

—Qué más da, los que tuviera, el caso es que no era gran cosa, pero Eggon había bebido y va y la toca, y yo también la sobo un poco, y Raff venga a decirle al joven Stilwood que tendría que llevarse a la chica al piso de arriba y hacerse un hombre, como dándole ánimos al chico. Por fin va Joss y le mete mano por debajo de la falda, la chica chilla, suelta la jarra de cerveza y se va corriendo a la cocina. Pues ahí que habría terminado todo, pero va el viejo idiota y va y le dice al ser que nos diga que dejemos en paz a la chica, porque es un caballero ungido y esas cosas.

»Ser Gregor, que no estaba haciendo caso de la juerga, va y lo mira, ya sabes cómo mira él, y ordena que lleven allí a la chica, el viejo va y la tiene que traer, y la culpa era toda suya. El ser la mira y va y dice, así que ésta es la puta por la que tan preocupado estás, y el muy idiota va y dice, mi Layna no es ninguna puta, ser, y va y se lo dice a la cara. El ser ni pestañea, sólo va y dice, pues ahora lo es, y le tira al viejo otra moneda de plata, le arranca la ropa a la tía y la toma allí mismo encima de la mesa, delante de su papaíto, la tía no hacía más que retorcerse como un conejo y venga a hacer ruidos. Si hubierais visto la cara del viejo, me reí tanto que se me salió la cerveza por la nariz. Luego llega el chico al oír el ruido, me figuro que sería el hijo, pues va y sube corriendo de las bodegas, y Raff tuvo que clavarle la daga en la barriga. Cuando el ser termina se pone a beber otra vez y los demás nos turnamos. Tobbot, que ya sabéis cómo es él, va y le da la vuelta a la chica y se la folla por detrás. La chica ya no se retorcía, a lo mejor le estaba gustando ya, aunque la verdad a mí no me habría importado que se moviera un poco. Y ahora viene lo mejor… cuando terminamos, el ser le dice al viejo que quiere el cambio. Que la chica no valía una moneda de plata… ¡y no va el viejo y le da un puñado de monedas de cobre, le pide perdón y le agradece su visita!

Todos estallaron en carcajadas, las más fuertes las de Chiswyck, que se rió tanto de su anécdota que le salieron mocos de la nariz y se le quedaron pegados en la áspera barba gris. Arya, de pie en las sombras de la escalera, lo miró fijamente. Volvió a bajar a las criptas sin decir palabra. Cuando Weese se enteró de que no les había preguntado lo de la ropa, le bajó los calzones y le dio tal paliza con la vara que la sangre le corrió por los muslos, pero Arya cerró los ojos y pensó en los dichos que Syrio le había enseñado, de manera que apenas si la sintió.

Dos noches más tarde, la envió a la Sala de los Cuarteles para servir la mesa. Llevaba un jarro de vino y estaba sirviéndolo cuando vio a Jaqen H’ghar, con su pedazo de pan lleno de guiso, al otro lado del pasillo. Arya se mordió el labio, y miró a su alrededor para asegurarse de que Weese no estaba en las proximidades. «El miedo hiere más que las espadas», se dijo.

Dio un paso, luego otro, y con cada uno se sentía menos ratón. Fue recorriendo el banco, llenando copas de vino. Rorge estaba sentado a la derecha de Jaqen, borracho como una cuba, y no se fijó en ella. Arya se inclinó hacia delante.

—Chiswyck —susurró al oído de Jaqen.

El lorathi no dio muestras de haberla oído.

Cuando tuvo el jarro vacío, Arya bajó corriendo a la bodega para volver a llenarlo de la cuba y volvió a servir. Nadie murió de sed en el intervalo, ni advirtió su breve ausencia.

Al día siguiente no sucedió nada, y tampoco al otro, pero al tercero Arya fue a las cocinas con Weese para recoger su cena.

—Anoche se cayó del adarve uno de los hombres de la Montaña, y el muy imbécil se rompió el cuello —oyó que decía Weese a una de las cocineras.

—Estaría borracho —replicó la mujer.

—No más que de costumbre. Hay quien dice que el fantasma de Harren lo tiró. —Dejó escapar un bufido para demostrar lo que opinaba él de aquellas ideas.

«No fue Harren —habría querido decir Arya—. Fui yo. —Había matado a Chiswyck con un susurro, y antes de que todo terminara mataría a dos más—. Yo soy el fantasma que hay en Harrenhal», pensó. Y aquella noche, tuvo un nombre menos que odiar.

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