BRAN

Bran tenía los ojos bien abiertos mucho antes de que los dedos pálidos del amanecer empezaran a filtrarse por las hendiduras de los postigos.

Había visitas en Invernalia, los invitados habían llegado para el festín de la cosecha. Aquella mañana justarían contra el estafermo del patio. En el pasado, la perspectiva lo habría llenado de emoción. En el pasado.

Ya no. Serían los Walders quienes cruzarían lanzas con los escuderos de la escolta de Lord Manderly, y Bran no podría tomar parte. Tenía que hacer de príncipe en las estancias de su padre.

—Escucha con atención y puede que aprendas lo que de verdad significa ser un señor —le había dicho el maestre Luwin.

Bran no había pedido que lo nombraran príncipe. Su sueño había sido siempre convertirse en un caballero: armadura brillante, estandartes al viento, una lanza, una espada, un caballo de combate entre las piernas… ¿Por qué tenía que perder el tiempo escuchando a unos viejos hablar de cosas que sólo entendía a medias?

«Porque estás roto», le recordó una voz en su interior. Un señor sólo tenía que permanecer sentado entre cojines, podía estar tullido. Los Walders le habían contado que su abuelo estaba tan débil que había que llevarlo a todas partes en una litera. Pero a un caballero no, un caballero debía ir a lomos de un gran caballo. Además, era su deber.

—Eres el heredero de tu hermano y el Stark de Invernalia —le dijo Ser Rodrik, para después recordarle cómo Robb se sentaba junto a su señor padre cuando iban a verlo sus vasallos.

Lord Wyman Manderly había llegado de Puerto Blanco hacía dos días. Se desplazaba en barcaza y litera, ya que estaba demasiado gordo para montar a caballo. Lo acompañaba un numeroso grupo de seguidores: caballeros, escuderos, damas y señores de menor importancia, heraldos, músicos y hasta un malabarista, todos deslumbrantes con estandartes y jubones que parecían de mil colores. Bran les había dado la bienvenida a Invernalia desde el alto trono de piedra de su padre, que tenía lobos huargos tallados en los brazos; luego Ser Rodrik le había dicho que se había comportado muy bien. Si la cosa hubiera terminado allí no le habría importado. Pero aquello no era más que el comienzo.

—El banquete no es más que un pretexto agradable —le explicó Ser Rodrik—, pero nadie viaja cien leguas por una tajada de pato y un sorbo de vino. Los únicos que se desplazan son los que tienen asuntos de importancia que tratar con nosotros.

Bran clavó la vista en el tosco techo de piedra. Sabía que Robb le diría que no se comportara como un crío. Casi le parecía oír su voz, y también la de su señor padre.

«Se acerca el invierno, y ya eres casi un hombre, Bran. Cumple con tu deber.»

Cuando Hodor entró en la habitación, sonriente y tatareando una cancioncilla sin melodía, se encontró con el niño resignado a su destino. Lo ayudó a lavarse y a cepillarse el pelo.

—Hoy el jubón de lana blanca —ordenó Bran—. Y el broche de plata. Ser Rodrik querrá que parezca todo un señor. —Dentro de lo posible Bran prefería vestirse sólo, pero había cosas, como ponerse los calzones o atarse las botas, que resultaban muy molestas. Con la ayuda de Hodor todo era más rápido. Una vez le enseñaban a hacer algo se mostraba muy eficiente, y pese a su asombrosa fuerza tenía unas manos muy gentiles—. Seguro que tú también podrías haber sido caballero —le dijo Bran—. Si los dioses no te hubieran quitado el seso, habrías sido un gran caballero.

—¿Hodor? —Hodor parpadeó y lo miró con unos inocentes ojos castaños, desprovistos de todo entendimiento.

—Sí —dijo Bran—. Hodor.

Señaló la pared. Junto a la puerta había colgada una cesta muy resistente, de cuero y mimbre, con agujeros para las piernas de Bran. Hodor metió los brazos por debajo de las correas y se ciñó el cinturón al pecho antes de arrodillarse junto a la cama. Bran se ayudó de los barrotes clavados en la pared para dar impulso al peso muerto de sus piernas e introducirlas en la cesta a través de los agujeros.

—Hodor —dijo de nuevo Hodor al tiempo que se levantaba.

El mozo de cuadras medía más de dos metros, y Bran, encaramado a su espalda, casi tocaba el techo con la cabeza. Se agachó para cruzar la puerta. En cierta ocasión a Hodor le llegó el aroma del pan recién hecho y corrió a las cocinas; Bran se hizo una brecha tan grande que el maestre Luwin tuvo que coserle el cuero cabelludo. Mikken le había dado un yelmo viejo y oxidado, sin visor, que estaba tirado en la armería, pero Bran rara vez se molestaba en ponérselo. Los Walders se reían de él.

Mientras bajaban por la escalera de caracol puso las manos sobre los hombros de Hodor. En el exterior, los ruidos de los caballos y los de las espadas contra los escudos eran la más dulce de las músicas.

«Sólo quiero echar un vistazo —pensó Bran—. Un vistazo rápido, nada más.»

Los señores menores de Puerto Blanco saldrían más avanzada la mañana, junto con sus caballeros y hombres de armas. Hasta entonces, el patio pertenecía a sus escuderos, cuyas edades oscilaban entre los diez y los cuarenta años. Bran deseó tanto ser uno de ellos que el estómago le empezó a doler.

En el patio habían montado dos estafermos, sendos postes recios con un palo transversal pivotante con un escudo en un extremo y una maza acolchada en el otro. Los escudos estaban pintados de rojo y dorado, aunque los leones de los Lannister resultaban bastante deformes, y los primeros chicos que los habían golpeado ya les habían dejado marcas.

El espectáculo que ofrecía Bran en su cesta atrajo unas cuantas miradas de los que no lo habían visto antes, pero él había aprendido a hacer caso omiso de ellas. Al menos tenía un punto de vista privilegiado: sobre la espalda de Hodor, era más alto que ninguno. Vio que los Walders estaban montando sus caballos. Habían traído con ellos de Los Gemelos unas hermosas armaduras, plateadas, brillantes, con dibujos en esmalte azul. La cimera de Walder el Mayor tenía forma de castillo, mientras que Walder el Pequeño prefería los gallardetes de seda azul y gris. También se diferenciaban por sus escudos y sus jubones. En el de Walder el Pequeño aparecían las torres gemelas de los Frey junto con el oso pinto de la Casa de su abuela y el labrador de la de su madre, Crakehall y Darry respectivamente. En el de Walder el Mayor se veían el árbol y los cuervos de la Casa Blackwood y las serpientes enroscadas de los Paege.

«Deben de estar muy necesitados de honor —pensó Bran mientras los observaba coger sus lanzas—. A un Stark sólo le hace falta un lobo huargo.»

Sus corceles pintos eran rápidos, fuertes y estaban bien entrenados. Cargaron juntos contra los estafermos. Ambos asestaron golpes limpios a los escudos y pasaron de largo mucho antes de que las mazas acolchadas giraran para golpearlos. Walder el Pequeño fue el que asestó el golpe más fuerte, pero a Bran le pareció que Walder el Mayor era el que mejor montaba. Habría dado sus dos inútiles piernas por la posibilidad de enfrentarse a cualquiera de los dos.

Walder el Pequeño tiró la lanza rota, divisó a Bran y se acercó a él.

—¡Pero qué caballo tan feo! —dijo señalando a Hodor.

—Hodor no es ningún caballo —replicó Bran.

—Hodor —dijo Hodor.

—Desde luego, no es tan listo como un caballo —dijo Walder el Mayor, que se había acercado al trote para unirse a su primo.

Unos cuantos muchachos de Puerto Blanco se dieron codazos y se echaron a reír.

—Hodor. —Ajeno a los insultos, Hodor miró a los Frey con una amplia sonrisa—. ¿Hodor, Hodor? —El caballo de Walder el Pequeño relinchó.

—Mira, si están hablando entre ellos. A lo mejor «hodor» significa «te quiero» en caballuno.

—Cállate, Frey. —Bran sintió que se le encendían las mejillas.

Walder el Pequeño picó espuelas para acercarse y dio a Hodor un empujón que lo desplazó hacia atrás.

—¿Y si no me callo?

—Azuzará a su lobo para que te muerda, primo —le advirtió Walder el Mayor.

—Pues que lo azuce. Así me podré hacer una capa de piel de lobo.

Verano te arrancaría esa cabeza gorda de un mordisco —dijo Bran.

Walder el Pequeño se dio unos golpes con el guantelete contra la coraza.

—¿Acaso tu lobo tiene dientes de acero y puede atravesar las armaduras y las cotas de malla?

—¡Ya basta! —La voz del maestre Luwin retumbó como un trueno en medio del fragor del patio. Bran no sabía cuánto había oído del enfrentamiento… pero había sido suficiente para ponerlo furioso—. Esas amenazas son improcedentes, no quiero que se repitan. ¿Así te comportas en Los Gemelos, Walder Frey?

—Si me da la gana, sí. —Walder el Pequeño lanzó una mirada llameante a Luwin desde la cima de su corcel, como diciéndole: «No eres más que un maestre, ¿cómo te atreves a reprocharle nada a un Frey del Cruce?».

—Pues no es un comportamiento tolerable para un pupilo de Lady Stark en Invernalia. ¿Cómo ha empezado esto? —El maestre los miró de uno en uno—. Como no me lo diga alguien os juro que…

—Estábamos bromeando con Hodor —confesó Walder el Mayor—. Si hemos ofendido al príncipe Bran lo siento mucho. Sólo queríamos reírnos un rato.

Al menos tuvo la decencia de fingirse avergonzado. En cambio, Walder el Pequeño seguía con gesto terco.

—Yo también. Sólo quería reírme un rato.

Bran vio que al maestre se le estaba poniendo roja la coronilla calva. Luwin estaba aún más furioso que antes.

—Un buen señor consuela y protege al débil y al indefenso —dijo a los Frey—. No toleraré que Hodor sea el blanco de vuestras crueles bromas, ¿comprendido? Es un muchacho de buen corazón, trabajador y obediente, o sea, más de lo que se puede decir de vosotros dos. —El maestre señaló a Walder el Pequeño con el dedo—. En cuanto a ti, ni se te ocurra acercarte al bosque de dioses ni a los lobos, o lo pagarás caro. —Se dio media vuelta bruscamente y echó a andar, pero se detuvo y volvió la vista—. Ven conmigo, Bran. Lord Wyman te está esperando.

—Ve con el maestre, Hodor —ordenó Bran.

—Hodor —dijo Hodor.

Con sus largas zancadas no tardó en alcanzar al airado maestre en las escaleras del Gran Torreón. El maestre les abrió la puerta, y Bran se abrazó al cuello de Hodor y se agachó para entrar.

—Los Walders… —empezó.

—No quiero oír ni una palabra más de eso, tema zanjado. —El maestre parecía agotado e irritable—. Hiciste bien en defender a Hodor, pero no tenías por qué estar en el patio; Ser Rodrik y Lord Wyman ya han desayunado mientras te esperaban. ¿Voy a tener que ir yo mismo a buscarte, como si fueras un niño pequeño?

—No —dijo Bran, avergonzado—. Lo siento mucho. Solamente quería…

—Ya sé qué querías —lo interrumpió el maestre Luwin con voz más amable—. Y ojalá fuera posible, Bran. ¿Quieres hacerme alguna pregunta antes de que empiece la audiencia?

—¿Vamos a hablar de guerra?

—Tú no vas a hablar de nada. —El tono de Luwin volvía a ser seco—. No eres más que un niño de ocho años.

—¡Casi nueve!

—Ocho —repitió el maestre con firmeza—. No quiero que digas nada más que las frases corteses de rigor, a no ser que Ser Rodrik o Lord Wyman te planteen una pregunta.

—De acuerdo —asintió Bran.

—No le voy a contar a Ser Rodrik qué ha pasado entre los Frey y tú.

—Gracias.

Pusieron a Bran en la silla de roble de su padre, con sus cojines de terciopelo gris, ante una larga mesa que era una simple tabla sobre caballetes. Ser Rodrik se sentó a su derecha y el maestre Luwin a su izquierda, con un juego de plumas y tinteros, y una hoja de pergamino en blanco para tomar nota de todo lo que se dijera. Bran pasó una mano por la tosca superficie de la mesa y pidió disculpas a Lord Wyman por llegar tarde.

—Los príncipes nunca llegan tarde —dijo el señor de Puerto Blanco con tono cordial—. Los que están antes que ellos es porque han llegado demasiado pronto. —Wyman Manderly tenía una risa sonora. No era de extrañar que no pudiera montar a caballo, parecía que pesaba mucho más que la mayor parte de los corceles. Y era tan hablador como inmenso era su corpachón. Empezó por pedir a Invernalia que confirmara el nombramiento de los nuevos oficiales de aduanas que había elegido para Puerto Blanco. Los antiguos habían guardado el dinero para Desembarco del Rey, en vez de pagarlo al nuevo Rey en el Norte—. El rey Robb tiene que acuñar una moneda propia —declaró—. Y Puerto Blanco es el lugar idóneo.

Se ofreció para encargarse del asunto, si era la voluntad del rey, y pasó a detallar cómo había fortificado las defensas del puerto, con abundantes datos sobre los costes de cada mejora.

Además de la acuñación de moneda, Lord Manderly proponía a Robb que construyera una flota de guerra.

—No hemos tenido una verdadera armada desde hace cientos de años, cuando Brandon el Incendiario prendió fuego a las naves de su padre. Dadme el oro necesario, y os aseguro que antes de un año dispondréis de galeras suficientes para tomar tanto Rocadragón como Desembarco del Rey.

Al oír hablar de barcos de guerra Bran se sintió más interesado. Nadie le preguntó su opinión, pero la idea de Lord Wyman le parecía excelente. Ya se los podía imaginar. Se preguntó si un tullido habría estado alguna vez al mando de un barco de guerra. Pero Ser Rodrik sólo se comprometió a enviar la propuesta a Robb para que la estudiara, mientras que el maestre Luwin escribía en el pergamino.

El mediodía llegó y pasó. El maestre Luwin envió a Tym Carapicada a las cocinas, y comieron allí mismo a base de queso, capón y pan de avena. Mientras arrancaba la carne del ave con sus gruesos dedos, Lord Wyman hizo unas cuantas indagaciones corteses referentes a Lady Hornwood, que era su prima.

—Nació en la Casa Manderly, ¿lo sabíais? Quizá, una vez supere el pesar, quiera volver a ser una Manderly, ¿eh? —Mordió un trozo de ala y sonrió—. Resulta que soy viudo desde hace ocho años. Ya va siendo hora de que me case de nuevo, ¿no os parece, mi señor? La soledad acaba por pesar mucho. —Tiró los huesos a un lado y cogió un muslo—. Y si la dama prefiere a un hombre más joven, da la casualidad de que mi hijo Wendel también está soltero. Ahora mismo se encuentra en el sur, escoltando a Lady Catelyn, pero no me cabe duda de que, cuando regrese, querrá tomar esposa. Es un muchacho valiente y siempre luce una sonrisa. Justo el hombre que necesita la señora para volver a reír, ¿eh? —Se limpió la grasa de la barbilla con la manga de la túnica.

A través de las ventanas, Bran oía el entrechocar de las armas. El tema de los matrimonios no le interesaba lo más mínimo. «Ojalá pudiera estar en el patio.»

El señor aguardó a que retirasen los platos de la mesa antes de sacar a colación el tema de la carta que había recibido de Tywin Lannister, que tenía prisionero en el Forca Verde a su hijo mayor, Ser Wylis.

—Me ofrece devolvérmelo sin pagar rescate, a condición de que retire a mis hombres del ejército de Su Alteza y jure no seguir combatiendo.

—Por supuesto, le habréis dicho que no —dijo Ser Rodrik.

—Por ese lado no tenéis nada que temer —los tranquilizó el señor—. El rey Robb no tiene vasallo más leal que Wyman Manderly. Pero no querría que mi hijo languideciera en Harrenhal ni un instante más de lo necesario. Es un lugar espantoso. Dicen que está maldito. Yo no me trago esas historias, claro, pero ahí están. No hay más que ver qué le pasó a ese tal Janos Slynt. La reina lo nombró señor de Harrenhal, y su hermano lo hundió. Dicen que lo mandó en barco al Muro. Rezo por que pronto se pueda llevar a cabo un intercambio ecuánime de prisioneros. Sé que Wylis no querría quedar al margen durante el resto de la guerra. Mi hijo es un valiente y tan fiero como un mastín.

Cuando la audiencia terminó, Bran tenía los hombros rígidos de tanto estar sentado en la misma postura. Y aquella noche, justo cuando se disponía a cenar, sonó el cuerno que anunciaba la llegada de otro invitado. Lady Donella Hornwood no acudía con una escolta de caballeros y criados, sino con tan sólo seis hombres de armas muy cansados, con cabezas de alces en sus polvorientos jubones color naranja.

—Lamentamos profundamente todo lo que habéis sufrido, mi señora —le dijo Bran cuando entró a presentar sus respetos. Lord Hornwood había muerto en la batalla del Forca Verde, y su único hijo en el Bosque Susurrante—. Invernalia no lo olvidará.

—Me alegra oírlo. —Era una mujer pálida y demacrada, con el dolor dibujado en cada una de las arrugas de su rostro—. Estoy agotada, mi señor. Os agradecería que me permitierais retirarme a descansar.

—Desde luego —dijo Ser Rodrik—. Mañana habrá tiempo de sobra para hablar.

Al día siguiente dedicaron buena parte de la mañana a hablar de cereales, hortalizas y carne en salazón. Una vez los maestres de la Ciudadela anunciaban el comienzo del otoño, los hombres prudentes empezaban a guardar una parte de cada cosecha… aunque la proporción que reservaban era, por lo visto, un asunto que requería de largas discusiones. Lady Hornwood estaba guardando un quinto de las cosechas. A propuesta del maestre Luwin, prometió empezar a guardar un cuarto.

—El bastardo de Bolton está concentrando hombres en Fuerte Terror —les advirtió la dama—. Espero que tenga intención de enviarlos hacia el sur para apoyar a su padre en Los Gemelos, pero cuando le pregunté sobre sus planes me dijo que ninguna mujer podía cuestionar las acciones de un Bolton. Como si fuera un hijo legítimo y tuviera derecho a ese nombre.

—Que yo sepa, Lord Bolton nunca ha reconocido al muchacho —dijo Ser Rodrik—. He de decir que no me lo han presentado.

—No hay mucha gente que lo conozca —dijo ella—. Vivió con su madre hasta hace dos años, cuando murió el joven Domeric y Bolton quedó sin heredero. Entonces fue cuando llevó a su bastardo a Fuerte Terror. Es un muchacho muy, muy taimado, y tiene un criado casi tan cruel como él mismo. Lo llaman Hediondo, dicen que no se baña jamás. El bastardo y el tal Hediondo cazan juntos, y no precisamente ciervos. He oído rumores, historias que casi no puedo creer ni siquiera de un Bolton. Y ahora que mi señor esposo y mi querido hijo han ido a reunirse con los dioses, el bastardo mira mis tierras con ojos hambrientos.

Bran hubiera querido dar a la dama un centenar de hombres que defendieran sus derechos, pero Ser Rodrik se apresuró a intervenir.

—Puede mirarlas, pero si se atreviera a hacer algo más os prometo que recibiría su castigo de inmediato. Estaréis a salvo, mi señora. Aunque quizá, con el tiempo, cuando el dolor sea menos intenso, sería prudente que contrajerais matrimonio de nuevo.

—Mis años de fecundidad ya pasaron —replicó ella con una sonrisa cansada—, y el tiempo se ha llevado la belleza que pude tener, pero ahora los hombres vienen a olisquearme como nunca hicieron cuando era doncella.

—¿Ninguno de esos pretendientes encuentra favor a vuestros ojos? —preguntó Luwin.

—Si Su Alteza lo ordena, me casaré de nuevo —dijo Lady Hornwood—, pero Mors Carroña es un bestia borracho y más viejo que mi padre. En cuanto a mi noble primo de Manderly, el lecho de mi señor no es tan grande para un hombre tan majestuoso, y desde luego yo soy demasiado menuda y frágil para yacer debajo de él.

Bran sabía que, cuando un hombre y una mujer compartían el lecho, él se tendía sobre ella. Dormir debajo de Lord Manderly debía de ser como hacerlo debajo de un caballo caído. Ser Rodrik hizo un gesto de asentimiento comprensivo en dirección a la viuda.

—Tendréis otros pretendientes, mi señora. Os buscaremos alguno que sea más de vuestro agrado.

—Quizá no tengáis que buscar muy lejos, ser.

Una vez se hubo marchado, el maestre Luwin se permitió sonreír.

—Ser Rodrik, creo que la señora se ha fijado en vos.

Ser Rodrik carraspeó, incómodo.

—Estaba muy triste —comentó Bran.

—Triste y dulce —asintió Ser Rodrik—, y no carece de atractivos teniendo en cuenta su edad, pese a lo modesta que es. Pero representa un peligro para la paz en el reino de tu hermano.

—¿Ella? —se sorprendió Bran.

—No tiene heredero directo —le dijo el maestre Luwin—. No faltará quien quiera hacerse con las tierras de los Hornwood. Los Tallhart, los Flint y los Karstark tienen lazos de parentesco con la Casa Hornwood por línea femenina, y los Glover tienen como pupilo al bastardo de Lord Harys en Bosquespeso. Que yo sepa, Fuerte Terror no ha presentado ninguna reclamación, pero sus tierras son limítrofes, y Roose Bolton no es hombre que deje pasar una oportunidad así.

—En circunstancias así —dijo Ser Rodrik retorciéndose los bigotes—, corresponde a su señor encontrar un marido aceptable para ella.

—¿Por qué no os casáis vos con la dama? —preguntó Bran—. Decís que es atractiva, y así Beth tendría una madre.

—Es una idea muy generosa, mi príncipe. —El anciano caballero puso una mano en el brazo de Bran—. Pero yo no soy más que un caballero, y demasiado viejo. Podría defender las tierras de la dama unos cuantos años, pero en cuanto muriese, Lady Hornwood volvería a encontrarse en las mismas circunstancias. Y la propia Beth correría peligro.

—Entonces, que lo herede todo el bastardo de Lord Hornwood —dijo Bran, pensando en su hermanastro Jon.

—Sería una solución satisfactoria para los Glover, y quizá también para el espíritu de Lord Hornwood, pero no creo que le gustara a Lady Hornwood. No es de su sangre.

—Aun así, habrá que considerar esa posibilidad. Como ella misma ha dicho, Lady Donella ya ha dejado atrás sus años de fecundidad. Si no la hereda el bastardo, ¿quién lo hará?

—¿Me disculpáis? —preguntó Bran. Estaba oyendo el sonido del acero contra el acero; los escuderos practicaban con las espadas en el patio.

—Por supuesto, mi príncipe —dijo Ser Rodrik—. Lo habéis hecho muy bien.

Bran se sonrojó de satisfacción. Lo de ser el señor de Invernalia no le había resultado tan aburrido como temía, y la entrevista con Lady Hornwood había sido mucho más breve que la de Lord Manderly, así que aún le quedaban unas cuantas horas de luz para ir a ver a Verano. Siempre que Ser Rodrik y el maestre se lo permitían le gustaba pasar un rato con su lobo a diario.

En cuanto Hodor penetró en el bosque de dioses, Verano salió de debajo de un roble, casi como si supiera que iban a llegar. Bran divisó también una esbelta forma negra que los espiaba entre la maleza.

Peludo —llamó—. Eh, Peludo, ven.

Pero el lobo de Rickon desapareció tan deprisa como había llegado.

Hodor sabía cuál era el lugar favorito de Bran, así que lo llevó al borde del estanque, a la sombra del árbol corazón donde Lord Eddard solía arrodillarse para rezar. Cuando llegaron la superficie del agua estaba agitada por ondas concéntricas, con lo que el reflejo del arciano temblaba y bailaba. Pero no había viento. Durante un instante Bran se quedó desconcertado.

Y, en aquel momento, Osha salió a la superficie lanzando salpicaduras a su alrededor. Emergió de manera tan repentina que hasta Verano retrocedió mientras gruñía, y Hodor dio un salto hacia atrás.

—¡Hodor, Hodor! —gimoteó aterrado, hasta que Bran le dio unas palmaditas en el hombro para calmar sus temores.

—¿Cómo puedes nadar ahí? —preguntó a Osha—. ¿No está muy fría?

—De niña mamaba carámbanos de hielo, chico. Me gusta el frío. —Osha nadó hasta las rocas y salió con gotas de agua deslizándose por su cuerpo. Estaba desnuda, y tenía la carne de gallina. Verano se le acercó con cautela y la olisqueó—. Quería tocar el fondo.

—No sabía que hubiera fondo.

—Puede que no lo haya. —Sonrió—. ¿Qué miras, chico? ¿Es que nunca habías visto a una mujer?

—Claro que sí. —Bran se había bañado cientos de veces con sus hermanas, y también había visto a las criadas en los estanques de agua caliente. Pero Osha era diferente, dura y angulosa en vez de blanda y redondeada. Tenía las piernas nervudas y los pechos planos como dos bolsas vacías—. Tienes muchas cicatrices.

—Me las he ganado todas, de la primera a la última. —Cogió su vestido marrón, de corte recto, y se lo puso por la cabeza.

—¿Luchando contra gigantes? —Osha decía que al otro lado del Muro todavía había gigantes. «Tal vez algún día pueda ver a uno…»

—Luchando contra hombres. —Se ató un trozo de cuerda a modo de cinturón—. Cuervos negros, y muchos. Hasta maté a uno —dijo al tiempo que sacudía el cabello. Le había crecido desde que llegara a Invernalia, ya le cubría las orejas. Parecía menos dura que la mujer que había intentado robarle y asesinarlo en el Bosque de los Lobos—. He oído chismorreos en la cocina acerca de lo que ha pasado hoy entre los Frey y tú.

—¿Quién? ¿Qué chismorreos?

—El niño que se burla de un gigante es un estúpido —replicó la mujer dirigiéndole una sonrisa amarga—, y el mundo en el que al gigante lo defiende un tullido es un mundo loco.

—Hodor no se dio cuenta de que se estaban burlando de él —dijo Bran—. Además, nunca se pelea con nadie. —Recordaba cierta ocasión, cuando era pequeño, en que fue a la plaza del mercado con su madre y con la septa Mordane. Hodor las acompañaba para llevarles los bultos, pero se alejó de ellas, y cuando lo encontraron, unos chicos lo habían arrinconado en un callejón sin salida y lo aguijoneaban con palos. El gigante no paraba de gritar «¡Hodor!», se encogía y se protegía, pero en ningún momento alzó la mano contra los que lo atormentaban—. El septon Chayle dice que tiene un corazón bondadoso.

—Sí —dijo ella—. Y unas manos con las que podría arrancarle la cabeza a cualquiera, si le diera la gana. De todos modos, más vale que se cuide las espaldas cuando ese Walder esté cerca. Y tú también. El grande, ese al que llaman pequeño. El nombre es adecuado. Grande por fuera, pequeño por dentro, y mezquino hasta los huesos.

—No se atrevería a hacerme daño. Diga lo que diga, le tiene miedo a Verano.

—Puede que no sea tan idiota como aparenta. —Osha siempre mostraba precaución cuando los lobos huargos rondaban por los alrededores. El día que la cogieron prisionera, Verano y Viento Gris despedazaron a otros tres salvajes—. O puede que sí. Y eso también podría resultar problemático. —Se recogió el pelo—. ¿Has vuelto a tener los sueños de lobo?

—No. —No le gustaba hablar de los sueños.

—Un príncipe debería aprender a mentir mejor. —Osha se echó a reír—. Bueno, tus sueños son asunto tuyo. Lo mío es la cocina, más vale que vuelva allí antes de que Gage empiece a gritar y a blandir su cucharón de madera. Permiso para retirarme, mi príncipe.

«No debería haberme recordado lo de los sueños de lobo», pensó Bran mientras Hodor lo subía por las escaleras que llevaban a su dormitorio. Luchó contra el sueño tanto como pudo, pero al final se apoderó de él, como siempre. Aquella noche soñó con el arciano. El árbol lo miraba con sus ojos color rojo oscuro, lo llamaba con su boca de madera, y de entre sus ramas blancas salió revoloteando el cuervo de tres ojos, para picotearle la cara y chillar su nombre con graznidos agudos como espadas.

Lo despertó el sonido del toque de los cuernos. Bran se dio media vuelta, agradecido por el alivio que suponía el fin del sueño. Oyó gritos vociferantes y cascos de caballos.

«Llegan más invitados, y encima parecen medio borrachos.» Se agarró a las barras para ayudarse, salió de la cama y se dejó caer en el asiento situado bajo la ventana. El estandarte de los recién llegados representaba un gigante con unas cadenas rotas, de manera que eran hombres de la Casa Umber, de las tierras norteñas más allá del río Último.

Al día siguiente recibió en audiencia a dos de ellos: los tíos del Gran Jon, hombres tempestuosos ya en el invierno de sus vidas, con barbas tan blancas como las capas de piel de oso que vestían. En cierta ocasión un cuervo había dado por muerto a Mors y le sacó un ojo, así que llevaba en su lugar un trozo de vidriagón. Según los cuentos de la Vieja Tata, había agarrado al cuervo y le había arrancado la cabeza de un mordisco, de manera que lo apodaban Carroña. En cambio, la Tata nunca le había dicho a Bran por qué el apodo de Hother, su huesudo hermano, era Mataputas.

No habían hecho más que sentarse cuando Mors pidió permiso para casarse con Lady Hornwood.

—El Gran Jon es la mano derecha del Joven Lobo, eso lo saben todos. ¿Quién mejor para proteger las tierras de la viuda que un Umber, y qué Umber mejor que yo?

—Lady Donella todavía está llorando su pérdida —dijo el maestre Luwin.

—Yo llevo debajo de estas pieles la cura para sus lágrimas —rió Mors.

Ser Rodrik le dio las gracias con toda cortesía y le prometió que presentaría su solicitud a la consideración de la dama y del rey.

Hother quería barcos.

—Los salvajes bajan del norte a robar, son más de los que había visto nunca. Cruzan en sus botes la Bahía de las Focas y llegan a nuestras orillas. Los cuervos de Guardiaoriente son pocos, no pueden detenerlos, y ellos son rápidos como comadrejas. Sí, lo que nos hacen falta son barcoluengos, y hombres fuertes para tripularlos. El Gran Jon se llevó a demasiados de los nuestros. La mitad de las cosechas se utilizarán como simiente por falta de brazos que manejen las guadañas.

—Disponéis de buenos bosques de pino y roble antiguo. —Ser Rodrik se tironeó de los bigotes—. Lord Manderly tiene calafateadores y marineros en abundancia. Juntos podríais echar a la mar los barcos necesarios para proteger las costas de ambos.

—¿Manderly? —bufó Mors Umber—. ¿Ese saco de sebo? Hasta su pueblo se burla de él, Lord Lamprea lo llaman. ¡Pero si no puede casi ni andar! Si le clavara una espada en la barriga saldrían reptando diez mil lampreas.

—Está gordo —reconoció Ser Rodrik—. Pero no es ningún idiota. Trabajaréis con él, o tendréis que explicar los motivos al rey.

Y, para asombro de Bran, los belicosos Umber accedieron a hacer lo que se les ordenaba, aunque no sin refunfuños.

Mientras estaban en la audiencia llegaron los Glover de Bosquespeso, y también el numeroso grupo de los Tallhart de la Ciudadela de Torrhen. Galbart y Robett Glover habían dejado Bosquespeso en manos de la esposa de Robett, pero el que acudió a Invernalia fue su mayordomo.

—Mi señora os ruega que disculpéis su ausencia. Sus hijos aún son demasiado pequeños para un viaje tan largo, y no ha querido separarse de ellos.

Bran no tardó en darse cuenta de que quien gobernaba de verdad en Bosquespeso era el mayordomo, no Lady Glover. Reconoció ante ellos que en esos momentos sólo estaba guardando una décima parte de las cosechas. Les aseguró que un mago errante le había dicho que habría un verano de las almas con cosechas abundantes antes de que llegara el invierno. El maestre Luwin hubiera podido explicarle una serie de cosas acerca de los magos errantes. Ser Rodrik le ordenó que empezara a reservar un quinto de las cosechas, y luego lo interrogó a fondo acerca del bastardo de Lord Hornwood, Larence Nieve. En el norte, todos los bastardos de noble cuna llevaban el apellido Nieve. Aquel muchacho tenía cerca de doce años, y el mayordomo alabó su inteligencia y su valor.

—Tu idea acerca del bastardo es interesante, Bran —le dijo más tarde el maestre Luwin—. Creo que algún día serás un buen señor de Invernalia.

—No, no quiero. —Bran sabía que no sería un señor jamás, igual que tampoco sería un caballero—. Me habéis dicho que Robb se va a casar con una chica de la Casa Frey, y los Walders también me lo han dicho. Tendrá hijos, y ellos serán los señores de Invernalia después de Robb, no yo.

—Puede que así sea, Bran —intervino Ser Rodrik—. Pero yo me casé tres veces, y mis esposas sólo me dieron hijas. Ahora la única que me queda es Beth. Mi hermano Martyn engendró cuatro hijos fuertes, pero sólo Jory llegó a la edad adulta. Cuando lo mataron, con él murió la estirpe de Martyn. Si hablamos del mañana, nunca hay nada seguro.

A Leobald Tallhart le tocó el turno al día siguiente. Les habló de portentos del clima y de las supersticiones del pueblo llano, y les contó que su sobrino se moría por ir a la guerra.

—Benfred ha reunido una compañía de lanceros. Son críos, ninguno pasa de los diecinueve años, pero todos se creen jóvenes lobos. Cuando les dije que no eran más que jóvenes conejos se rieron de mí. Ahora se hacen llamar Liebres Salvajes, se dedican a galopar con pieles de conejo atadas a las puntas de las lanzas, cantando canciones de caballería.

A Bran aquello le sonó grandioso. Recordaba a Benfred Tallhart, un muchacho corpulento, fanfarrón y vocinglero que a menudo visitaba Invernalia con su padre, Ser Helman, y se había hecho amigo de Robb y de Theon Greyjoy. Pero la noticia no gustó nada a Ser Rodrik.

—Si el rey tiene necesidad de más hombres, enviará a buscarlos —dijo—. Di a tu sobrino que debe permanecer en la Ciudadela de Torrhen, tal como ordenó su señor padre.

—Así lo haré, ser —dijo Leobald. Sólo entonces sacó el tema de Lady Hornwood. Pobrecilla, sin marido que defendiese sus tierras ni hijo que las heredase. Él estaba casado, como sin duda ya sabían, con una Hornwood, concretamente con la hermana del difunto Lord Halys—. Los salones desiertos son muy tristes. Se me ha ocurrido que podía enviar a mi hijo menor con Lady Donella, para que fuera su pupilo y lo criara. Beren tiene casi diez años, es un muchacho muy agradable, y además sobrino de la dama. Estoy seguro de que la animaría, y hasta podría adoptar el nombre de Hornwood…

—¿Si fuera nombrado heredero? —sugirió el maestre Luwin.

—Para que no se perdiera el linaje de la casa —terminó Leobald.

Bran sabía qué tenía que decir.

—Gracias por la sugerencia, mi señor —intervino antes de que Ser Rodrik pudiera decir nada—. Presentaremos vuestra propuesta a mi hermano Robb. Y a Lady Hornwood, claro está.

—Os lo agradezco, mi príncipe —dijo Leobald, que pareció sorprendido de oírlo hablar.

Pero Bran vio compasión en sus claros ojos azules, tal vez mezclada con un poco de alegría por que el tullido no fuera hijo suyo. Durante un instante odió a muerte a aquel hombre. En cambio parecía que al maestre Luwin le gustaba.

—Puede que Beren Tallhart sea nuestra mejor opción —les comentó una vez Leobald hubo salido—. Su sangre es mitad Hornwood. Si adopta el nombre de su tío…

—Sigue siendo un chiquillo —dijo Ser Rodrik—. No podrá defender sus tierras de gente como Mors Umber o ese bastardo de Roose Bolton. Tenemos que meditarlo con cautela. Robb necesitará nuestro mejor consejo antes de tomar una decisión.

—Puede que la decisión la marquen cuestiones puramente prácticas —dijo el maestre Luwin—. Como a qué señor tiene que agasajar en un momento determinado. Las tierras del río pertenecen a su reino, tal vez quiera cimentar la alianza casando a Lady Hornwood con uno de los señores del Tridente. Un Blackwood, tal vez, o un Frey…

—Lady Hornwood puede quedarse con uno de nuestros Frey —dijo Bran—. Con los dos, si le apetece.

—No eres bondadoso, mi príncipe —lo amonestó Ser Rodrik con cariño.

«Los Walders tampoco.» Bran frunció el ceño, clavó la vista en la mesa y no dijo nada.

En los días siguientes fueron llegando cuervos de otras casas, con mensajes en los que se disculpaban por no asistir. El bastardo de Fuerte Terror no iría a Invernalia, todos los Mormont y los Karstark habían ido hacia el sur con Robb, Lord Locke era demasiado anciano para realizar el viaje, Lady Flint se encontraba en avanzado estado de gestación y en la Atalaya de la Viuda estaban enfermos. Por fin consideraron que ya habían tenido noticias de todas las principales casas vasallas de los Stark, a excepción de Howland Reed el lacustre, que no salía de sus pantanos desde hacía muchos años, y los Cerwyn, cuyo castillo se encontraba a menos de medio día a caballo de Invernalia. Lord Cerwyn estaba prisionero de los Lannister, pero su hijo, un muchacho de catorce años, llegó una borrascosa mañana a la cabeza de dos docenas de lanceros. Bran estaba montando a Bailarina por el patio cuando cruzó la puerta de entrada. Trotó para ir a darles la bienvenida. Cley Cerwyn siempre había sido amigo de Bran y de sus hermanos.

—Buenos días, Bran —lo saludó Cley con tono alegre—. ¿O ahora te tengo que llamar príncipe Bran?

—Sólo si te apetece.

—¿Por qué no? —Cley se echó a reír—. Últimamente cualquiera es rey o príncipe. ¿Stannis también ha enviado una carta a Invernalia?

—¿Stannis? No lo sé.

—Pues ahora también él es rey —le confió Cley—. Dice que la reina Cersei se acostaba con su hermano, así que Joffrey es un bastardo.

—Joffrey el Malnacido —gruñó uno de los caballeros de los Cerwyn—. No me extraña que sea desleal, si su padre es el Matarreyes.

—Eso —asintió otro—. Los dioses aborrecen el incesto. Mira cómo hicieron caer a los Targaryen.

Durante un momento Bran se quedó sin respiración. Una mano gigante le oprimía el pecho. Sintió como si estuviera cayendo y se aferró a las riendas de Bailarina con desesperación. El terror debió de reflejarse en su rostro.

—¿Bran? —se preocupó Cley Cerwyn—. ¿Te encuentras mal? No es más que otro rey.

—Robb lo derrotará a él también. —Hizo dar la vuelta a Bailarina y la llevó hacia los establos sin prestar atención a las miradas asombradas de los hombres de la Casa Cerwyn. La sangre le retumbaba en los oídos, y si no hubiera estado atado a la silla con cinturones habría caído, sin duda.

Aquella noche Bran rezó a los dioses de su padre, les rogó que le concedieran una noche sin pesadillas. Si los dioses lo oyeron, se burlaron de sus esperanzas, porque fueron peores que cualquiera de los sueños de lobo.

¡Vuela o muere! —graznó el cuervo de tres ojos mientras lo picoteaba.

Él lloraba y suplicaba, pero el cuervo no tenía compasión. Le sacó el ojo izquierdo, luego el derecho, y cuando estuvo ciego y en la oscuridad le picoteó la frente y le clavó aquel espantoso pico agudo en el cráneo. Bran gritó y gritó hasta que sintió que sus pulmones estaban a punto de reventar. El dolor era un hacha que le estaba abriendo la cabeza, pero cuando el cuervo retiró el pico, lleno de trocitos de hueso y cerebro, de nuevo pudo ver. Y lo que vio lo hizo boquear de miedo. Estaba aferrado a una torre de kilómetros de altura, los dedos le resbalaban, rascaba la piedra con las uñas, sus piernas tiraban de él hacia abajo, aquellas piernas inútiles.

—¡Socorro! —gritó.

Un hombre dorado apareció en el cielo sobre él y lo agarró.

—Qué cosas hago por amor —murmuró con voz suave antes de lanzarlo al vacío.

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