SANSA

El salón del trono era un mar de joyas, pieles y tejidos de colores brillantes. Las damas y los señores se aglomeraban en el fondo de la estancia, de pie bajo los altos ventanales, y se empujaban como pescaderas en un muelle.

Los cortesanos de Joffrey rivalizaban entre ellos aquel día. Jalabhar Xho vestía de plumas de los pies a la cabeza, con un traje tan fantástico y extravagante que parecía que iba a levantar el vuelo de un momento a otro. La corona de cristal del Septon Supremo irradiaba rayos de todos los colores del arco iris cada vez que movía la cabeza. En la mesa del Consejo, la reina Cersei estaba deslumbrante con una túnica de hilo de oro y terciopelo color vino, mientras que Varys, a su lado, se movía con afectación vestido de brocado color lila. El Chico Luna y Ser Dontos llevaban trajes de bufón nuevos, limpios como una mañana de primavera. Hasta Lady Tanda y sus hijas estaban hermosas, con túnicas iguales de seda turquesa y armiño, y Lord Gyles, al toser, se llevaba a la boca un cuadrado de seda escarlata ribeteado en encaje dorado. Por encima de todos ellos estaba el rey Joffrey, sentado entre las púas y filos del Trono de Hierro. Vestía ropas de brocado escarlata, con un manto negro tachonado de rubíes y la pesada corona de oro en la cabeza.

Sansa tuvo que abrirse paso entre la multitud de caballeros, escuderos y ciudadanos adinerados para llegar a la parte delantera de la galería justo en el momento en que el clamor de las trompetas anunciaba la entrada de Lord Tywin Lannister.

Recorrió toda la sala a lomos de su corcel de batalla y desmontó ante el Trono de Hierro. Sansa jamás había visto una armadura semejante, toda de acero rojo bruñido, con incrustaciones de oro en forma de volutas. Los ristres tenían forma de soles, los ojos del león rugiente que le coronaba el casco eran rubíes, y en cada hombro un broche en forma de leona sujetaba una capa de hilo de oro tan larga y pesada que cubría los cuartos traseros de su montura. Hasta la armadura del caballo estaba chapada en oro, con petral de brillante seda escarlata en la que se veía el león de los Lannister.

El señor de Roca Casterly resultaba tan impresionante que fue todo un sobresalto cuando su caballo soltó un cagajón justo al pie del trono. Joffrey tuvo que dar un rodeo cuando bajó para abrazar a su abuelo y proclamarlo Salvador de la Ciudad. Sansa se tapó la boca para ocultar una risita nerviosa.

Joff, ostentosamente, pidió a su abuelo que asumiera el gobierno del reino, y Lord Tywin aceptó con solemnidad la responsabilidad «hasta la mayoría de edad de Vuestra Alteza». A continuación los escuderos le quitaron la armadura, y Joff le puso en torno al cuello la cadena que simbolizaba el cargo de la Mano. Lord Tywin ocupó un asiento en la mesa del Consejo, junto a la reina. Se llevaron el corcel y limpiaron su tributo, y sólo entonces hizo Cersei una señal para que la ceremonia continuase.

Una fanfarria de trompetas de bronce recibió a cada uno de los héroes a medida que entraban por las grandes puertas de roble. Los heraldos anunciaban su nombre y sus hazañas para que todos las supieran, y los nobles caballeros y las damas de alta cuna los aclamaban con tanto entusiasmo como vulgares canallas en una pelea de gallos. El lugar de honor fue para Mace Tyrell, el señor de Altojardín, un hombre otrora poderoso que había ganado demasiado peso, aunque seguía siendo atractivo; lo siguieron sus hijos, Ser Loras y su hermano mayor, Ser Garlan el Galante. Los tres vestían igual, de terciopelo verde ribeteado con marta cibelina.

Una vez más, el rey bajó del trono para recibirlos, lo que era un gran honor. Les puso al cuello a cada uno una cadena de rosas labradas en oro amarillo, de las que colgaban discos de oro con el león de los Lannister destacado en rubíes.

—Las rosas sostienen al león, así como el poder de Altojardín sostiene el reino —proclamó Joffrey—. Pedidme la dádiva que deseéis, y será vuestra.

«Ahora viene», pensó Sansa.

—Alteza —dijo Ser Loras—, os suplico el honor de servir en vuestra Guardia Real, para defenderos de vuestros enemigos.

Joffrey ayudó al Caballero de las Flores a ponerse en pie, y le dio un beso en la mejilla.

—Concedido, hermano.

Lord Tyrell inclinó la cabeza.

—No hay mayor placer que servir a Su Alteza Real. Si me consideráis digno de formar parte de vuestro Consejo, no tendréis aliado más sincero y leal.

Joff puso una mano en el hombro de Lord Tyrell y, cuando se alzó, le dio un beso.

—Os concedo vuestro deseo.

Ser Garlan Tyrell, cinco años mayor que Ser Loras, era muy parecido a su famoso hermano pequeño, aunque más alto y barbudo. Tenía el pecho más poderoso y los hombros más anchos, y aunque su rostro era atractivo, carecía de la sorprendente belleza de Ser Loras.

—Alteza —dijo Garlan cuando el rey se acercó a él—, tengo una hermana doncella, Margaery, la delicia de nuestra Casa. Como ya sabéis, se casó con Renly Baratheon, pero Lord Renly fue a la guerra antes de que el matrimonio pudiera consumarse, así que sigue siendo inocente. Margaery ha oído hablar de vuestra sabiduría, valor y caballerosidad, y os ha llegado a amar desde lejos. Os imploro que enviéis a buscarla y la toméis en matrimonio, y que así nuestras casas queden unidas para siempre.

—Ser Garlan —dijo el rey Joffrey fingiendo sorprenderse—, la belleza de vuestra hermana es legendaria en los Siete Reinos, pero estoy prometido a otra. Y un rey debe mantener su palabra.

La reina Cersei se levantó en medio del susurro de sus faldas.

—Alteza, según el criterio de vuestro Consejo Privado, no sería apropiado ni inteligente que os casarais con la hija de un hombre decapitado por traición, con una muchacha cuyo hermano sigue ahora mismo en rebelión y alzado en armas contra el trono. Señor, vuestros consejeros os suplican que, por el bien del reino, olvidéis a Sansa Stark. Lady Margaery será una reina mucho más apropiada.

—¡Margaery! —exclamaban las damas y los señores lanzando gritos de placer todos a la vez, como una manada de perros adiestrados—. ¡Traednos a Margaery! ¡No queremos reinas traidoras! ¡Tyrell! ¡Tyrell!

Joffrey alzó una mano.

—Madre, me gustaría acceder a los deseos de mi pueblo, pero hice un juramento sagrado.

—Alteza, los dioses tienen por sagrados los juramentos —intervino el Septon Supremo dando un paso adelante—; pero vuestro padre, el rey Robert, bendito sea su recuerdo, hizo este pacto antes de que se conociera la falsedad de los Stark de Invernalia. Sus crímenes contra el reino os han liberado de cualquier promesa que hicierais. En lo que respecta a la Fe, no hay ningún contrato matrimonial entre vos y Sansa Stark.

El tumulto de las aclamaciones llenó la sala del trono, y los gritos del nombre de Margaery estallaron en torno a Sansa. La niña se inclinó hacia delante, con las manos tensas, apretando la baranda de madera de la galería. Sabía qué venía a continuación, pero tenía miedo de lo que pudiera decir Joffrey, miedo de que se negara a liberarla aun así, cuando su reino entero dependía de ello. Se sentía como si volviera a estar en los peldaños del Gran Sept de Baelor, cuando esperaba que su príncipe se apiadara de su padre, y en lugar de eso oyó cómo ordenaba a Ilyn Payne que le cortara la cabeza.

«Por favor —rezó fervorosa—, que lo diga, que lo diga.»

Lord Tywin estaba mirando a su nieto. Joff le lanzó una mirada hosca, se movió inquieto y ayudó a Ser Garlan Tyrell a levantarse.

—Los dioses son bondadosos. Soy libre para seguir los dictados de mi corazón. De buena gana me casaré con vuestra dulce hermana, ser.

Entre las aclamaciones de todos los presentes, besó a Ser Garlan en la barbuda mejilla.

Sansa se sentía aturdida. «Soy libre.» Notaba todas las miradas fijas en ella. «No debo sonreír», se recordó. La reina se lo había advertido; sintiera lo que sintiera en su interior, para todos los demás debía poner cara de sufrimiento.

—No toleraré que humilles a mi hijo —dijo Cersei—. ¿Entendido?

—Sí. Pero, si ya no voy a ser reina, ¿qué será de mí?

—Eso está todavía por decidir. Por el momento permanecerás aquí, en la corte, como pupila nuestra.

—Yo quiero irme a casa.

—A estas alturas —dijo la reina con irritación— te habrás dado cuenta de que ninguno conseguimos lo que queremos.

«Yo sí —pensó Sansa—. Me he librado de Joffrey. No tendré que besarlo, entregarle mi virginidad ni parir a sus hijos. Que Margaery Tyrell se encargue de todo eso, pobre chica.»

Cuando cesaron las aclamaciones, el señor de Altojardín ocupaba ya su sitio en la mesa del Consejo, y sus hijos habían ido a reunirse bajo las ventanas con los otros caballeros y señores menores. Mientras otros héroes de la Batalla del Aguasnegras eran aclamados y recibían sus recompensas, Sansa trató de poner cara de tristeza y desamparo.

Paxter Redwyne, señor del Rejo, recorrió la sala flanqueado por sus hijos gemelos, Horror y Baboso, el primero cojeando a causa de una herida recibida durante la batalla. Los siguieron Lord Mathis Rowan, con una casaca nívea en cuyo pecho se veía un gran árbol; Lord Randyll Tarly, delgado y calvo, con el espadón en la vaina que llevaba a la espalda; Ser Kevan Lannister, achaparrado y de pelo escaso, con la barba muy corta; Ser Addam Marbrand, con una cabellera cobriza que le caía sobre los hombros; los grandes señores del oeste, Lydden, Crakehall y Brax.

A continuación entraron cuatro hombres de extracción no tan noble, que se habían distinguido en la batalla: el caballero tuerto Ser Philip Foote, que había matado a Lord Bryce Caron en combate singular; el jinete libre Lothor Brune, que se había abierto camino a mandobles a través de medio centenar de soldados Fossoway para capturar a Ser Jon de la manzana verde y matar a Ser Bryan y Ser Edwyd de la roja, con lo que se ganó el sobrenombre de Lothor Devoramanzanas; Willit, un canoso soldado al servicio de Ser Harys Swyft, que había sacado a su señor de debajo del caballo moribundo y lo había defendido contra una docena de atacantes; y un escudero casi imberbe llamado Josmyn Peckledon, que había matado a dos caballeros y herido a un tercero, además de capturar a otros dos, aunque no tenía más allá de catorce años. Willit estaba tan malherido que hubo que llevarlo en una litera.

Ser Kevan había ocupado un asiento junto al de su hermano. Cuando los heraldos terminaron de recitar las hazañas de cada héroe, se puso en pie.

—Es deseo de Su Alteza que estos hombres reciban la recompensa debida por su valor. Por decreto real, Ser Philip será de ahora en adelante Lord Philip de la Casa Foote, y pasarán a él todas las tierras, derechos e ingresos de la Casa Caron. Lothor Brune obtiene el rango de caballero, y cuando termine la guerra se le otorgarán tierras y un torreón en las tierras de los ríos. A Josmyn Peckledon se le entregará una espada y una armadura, podrá elegir el caballo que desee de las caballerizas reales, y cuando llegue a la mayoría de edad se le otorgará el rango de caballero. Y por último, al soldado Willit se le entregará una lanza con asta bañada en plata, una cota de malla recién forjada y un yelmo con visor. Además, los hijos del soldado entrarán al servicio de la Casa Lannister en Roca Casterly, el mayor como escudero y el menor como paje, y si sirven bien y con lealtad tendrán la oportunidad de hacerse caballeros. El Consejo Privado y la Mano del Rey consienten a todo lo expuesto.

Los capitanes de las naves del rey Viento salvaje, Príncipe Aemon y Flecha del río también recibieron honores, al igual que algunos oficiales de la Gracia de los dioses, la Dama de seda y la Cabeza de carnero. Por lo que Sansa sabía, su gran logro había consistido en sobrevivir a la batalla del río, hazaña de la que pocos podían alardear. Hallyne el Piromante y los maestres del Gremio de Alquimistas también recibieron el agradecimiento del rey, y a Hallyne se le otorgó el título de señor, aunque Sansa advirtió que no iba acompañado de tierras ni castillos, con lo que el alquimista era en realidad tan «señor» como Varys. El que se concedió a Ser Lancel Lannister era mucho más significativo. Además del título de señor, Joffrey le dio las tierras, el castillo y los derechos de la Casa Darry, cuyo último descendiente había perecido en las batallas de los ríos sin dejar herederos legítimos de la sangre de los Darry, sólo un primo bastardo.

Ser Lancel no se presentó para aceptar el título; según se decía, había sufrido heridas tan graves que podían costarle el brazo, o incluso la vida. También corría el rumor de que el Gnomo agonizaba por un corte espantoso en la cabeza.

Cuando el heraldo anunció el nombre de Lord Petyr Baelish, Meñique se adelantó con su atuendo rosa y violeta, y la capa con estampado de ruiseñores. Sansa vio que sonreía al arrodillarse ante el Trono de Hierro. «Qué satisfecho parece.» Sansa no había oído que Meñique hubiera hecho nada heroico durante la batalla, pero por lo visto daba igual y lo iban a recompensar.

Ser Kevan volvió a ponerse en pie.

—Es deseo de Su Alteza que su leal consejero Petyr Baelish reciba justa recompensa por sus fieles servicios a la corona y al reino. Por tanto, a Lord Baelish se le concede el castillo de Harrenhal con todas sus tierras e ingresos, para que lo convierta en su asentamiento y desde allí ejerza como Señor Supremo del Tridente. Petyr Baelish, sus hijos y sus nietos ostentarán estos honores hasta el fin de los tiempos, y todos los señores del Tridente le rendirán homenaje y serán sus vasallos. El Consejo Privado y la Mano del Rey consienten a todo lo expuesto.

—Os doy las gracias con toda humildad, Alteza —dijo Meñique, todavía de rodillas, alzando la vista hacia el rey Joffrey—. En fin, ahora tendré que dedicarme a hacer unos cuantos hijos y nietos.

Joffrey se echó a reír, y la corte entera con él. «Señor Supremo del Tridente —pensó Sansa—, y además señor de Harrenhal.» No entendía por qué estaba tan contento, eran honores tan huecos como el título concedido a Hallyne el Piromante. Harrenhal estaba maldito, eso lo sabía todo el mundo, y además en aquellos momentos no estaba en posesión de los Lannister. Encima, los señores del Tridente eran vasallos de Aguasdulces, de la Casa Tully y del Rey en el Norte; nunca aceptarían a Meñique como señor.

«A menos que los obliguen. A menos que mi hermano, mi tío y mi abuelo caigan derrotados y los maten. —La sola idea puso nerviosa a Sansa, pero se dijo a sí misma que no fuera tonta—. Robb los ha derrotado en todas las batallas. Si hace falta derrotará también a Lord Baelish.»

Aquel día fueron armados más de seiscientos caballeros nuevos. Habían velado en el Gran Sept de Baelor toda la noche, y por la mañana cruzaron la ciudad descalzos para demostrar que sus corazones eran humildes. Una vez en la sala del trono se adelantaron con sus túnicas de algodón sin teñir, para que los miembros de la Guardia Real los fueran armando caballeros. Fue una ceremonia larga, ya que sólo había allí tres Hermanos de la Espada Blanca. Mandon Moore había caído en la batalla, el Perro había desaparecido, Aerys Oakheart estaba en Dorne con la princesa Myrcella y Jaime Lannister era prisionero de Robb, de manera que la Guardia Real se reducía a Balon Swann, Meryn Trant y Osmund Kettleblack. Una vez armados caballeros los hombres se levantaban, se ceñían el cinturón de la espada y se situaban bajo los ventanales. Algunos tenían los pies ensangrentados por las piedras de la ciudad, pero a Sansa le pareció que todos adoptaban posturas muy erguidas y orgullosas.

La ceremonia fue larga, y cuando terminó los asistentes se mostraban ya inquietos, Joffrey más que ninguno. Algunos de los que la veían desde la galería se habían escabullido con discreción, pero los nobles de la parte baja estaban atrapados, no podían salir sin el permiso del rey. A juzgar por cómo se movía en el Trono de Hierro, Joff lo habría concedido de buena gana, pero aún quedaba mucho trabajo por delante. Porque en aquel momento cambiaba la perspectiva, y los que entraban eran los prisioneros.

También en ese grupo había grandes señores y nobles caballeros: el anciano y avinagrado Lord Celtigar, el Cangrejo Rojo; Ser Bonifer el Bueno; Lord Estermont, aún más viejo que Celtigar; Lord Varner, que atravesó la sala cojeando con una rodilla destrozada, pero se había negado a aceptar ayuda; Ser Mark Mullendore, con el rostro ceniciento y el brazo izquierdo amputado a la altura del codo; el fiero Red Ronnet de Nido del Grifo; Ser Dermot de La Selva; Lord Willum y sus hijos, Josua y Elyas; Ser Jon Fossoway; Ser Timon el Rascaespadas; Aurane, el bastardo de Marcaderiva; Lord Staedmon, también llamado el Codicioso; y cientos de hombres más.

Los que habían cambiado de bando durante la batalla sólo tuvieron que jurar lealtad a Joffrey, pero aquellos que habían luchado por Stannis hasta el final fueron obligados a hablar. Lo que dijeran decidiría su destino. Si suplicaban perdón por su traición y prometían servir con lealtad en adelante, Joffrey les daba la bienvenida a la paz del rey, y les devolvía todas sus tierras y derechos. Pero unos cuantos siguieron desafiantes.

—No creas que esto ha terminado, chico —le advirtió uno, el bastardo de alguno de los Florent—. El Señor de la Luz protege al rey Stannis, ahora y siempre. Cuando llegue su hora, ni todas tus espadas ni todos tus planes te salvarán.

—Pero tu hora ha llegado ya. —Joffrey hizo una señal a Ilyn Payne para que le cortara la cabeza.

—¡Stannis es el rey legítimo! —gritó adelantándose un caballero de semblante solemne, con el corazón llameante en la pechera del jubón, apenas habían retirado el cadáver—. ¡En el Trono de Hierro se sienta una abominación, un monstruo nacido del incesto!

—¡Silencio! —chilló Ser Kevan Lannister.

—¡Joffrey es el gusano negro que está devorando el corazón del reino! —gritó el caballero, alzando aún más la voz—. ¡Su padre fue la oscuridad, y su madre, la muerte! ¡Destruidlo antes de que os corrompa a todos! ¡Destruidlos a todos, a la reina puta y al rey gusano, al enano cruel y a la araña susurrante, las flores falsas! ¡Salvaos! —Uno de los capas doradas derribó al hombre, pero éste siguió gritando—. ¡El fuego arrasador va a llegar! ¡El rey Stannis volverá!

—¡El rey soy yo y nadie más que yo! —exclamó Joffrey poniéndose en pie de un salto—. ¡Matadlo! ¡Matadlo ahora mismo! ¡Os lo ordeno! —Dio un puñetazo, un gesto airado, furioso… y lanzó un chillido de dolor, porque había rozado uno de los agudos colmillos metálicos del trono. El brocado escarlata de la manga se tornó de un rojo más oscuro cuando la sangre lo empapó—. ¡Mamá! —aulló.

Mientras todos miraban al rey, el hombre del suelo consiguió arrancarle la lanza de las manos a uno de los capas doradas, y se ayudó de ella para volver a ponerse en pie.

—¡El trono lo rechaza! —gritó—. ¡No es el rey!

Cersei corrió hacia el trono, pero Lord Tywin permaneció inmóvil como si fuera de piedra. Sólo tuvo que mover un dedo para que Ser Meryn Trant se adelantara con la espada desenvainada. El final fue rápido y brutal. Los capas doradas agarraron al caballero por los brazos.

—¡No es el rey! —gritó de nuevo justo antes de que Ser Meryn le atravesara el pecho con la espada larga.

Joff se derrumbó en brazos de su madre. Tres maestres se acercaron corriendo y lo sacaron por la puerta del rey. Todo el mundo empezó a hablar a la vez. Los capas doradas se llevaron al muerto a rastras, dejando un reguero de sangre en el suelo de piedra. Lord Baelish se acariciaba la barbita mientras Varys le susurraba algo al oído. «¿Nos darán permiso para retirarnos ya?», se preguntó Sansa. Aún aguardaba un grupo de cautivos, para jurar lealtad o para gritar maldiciones e insultos, quién sabía.

—Prosigamos —dijo Lord Tywin poniéndose en pie con una voz alta y clara que cortó en seco los murmullos—. Los que quieran pedir perdón por sus traiciones, que lo hagan. No vamos a tolerar más estupideces. —Se acercó al Trono de Hierro y se sentó en uno de los peldaños, a menos de un metro del suelo.

Cuando terminó la sesión, entraba muy poca luz por las ventanas. Sansa tenía las piernas doloridas de agotamiento en el momento en que bajó de la galería. Se preguntaba si el corte de Joffrey sería muy grave. «Se dice que el Trono de Hierro es cruel y peligroso para los que no deben sentarse en él.»

Una vez a salvo en sus habitaciones se abrazó a una almohada y enterró la cara en ella para ahogar un grito de alegría. «Dioses, dioses, me ha rechazado delante de todo el mundo.» Estuvo a punto de dar un beso a la criada que le llevó la cena. Consistía en pan caliente y mantequilla recién batida, guiso de buey, capón con zanahorias y melocotones con miel.

«Hasta la comida sabe mejor», pensó.

Al oscurecer, se puso una capa y se dirigió hacia el bosque de dioses. Ser Osmund Kettleblack, embutido en su armadura blanca, vigilaba el puente levadizo. Sansa intentó que la voz con la que le dio las buenas noches sonara triste. Por la mirada que le dirigió el hombre, supuso que no había resultado muy convincente.

Dontos aguardaba entre el follaje, a la luz de la luna.

—¿A qué viene esa cara tan triste? —le preguntó Sansa con alegría—. Estabais allí, ¿no? ¿No os habéis enterado? Joff me ha rechazado, ha terminado conmigo, va a…

—Oh, Jonquil, mi pobre Jonquil, no lo comprendéis —dijo tomándola de la mano—. ¿Que ha terminado con vos? No ha hecho más que empezar.

—¿Qué queréis decir? —A Sansa se le encogió el corazón.

—La reina no os liberará jamás, sois un rehén demasiado valioso. En cuanto a Joffrey… sigue siendo el rey, hermosa mía. Si quiere llevaros a su cama, lo hará, sólo que ahora lo que sembrará en vuestro vientre serán bastardos, no hijos legítimos.

—No —respondió Sansa, conmocionada—. Me ha rechazado, ha dicho…

—Sed valiente. —Ser Dontos le dio un beso baboso en la oreja—. Os juré que os llevaría a casa, y ahora puedo hacerlo. Ya he elegido el día.

—¿Cuándo? —preguntó Sansa—. ¿Cuándo nos marcharemos?

—La noche de la boda de Joffrey. Después del banquete. Ya he hecho todos los preparativos necesarios. El Torreón Rojo estará lleno de desconocidos. La mitad de los cortesanos estarán borrachos, y la otra mitad ayudando a Joffrey a acostarse con su esposa. Durante un tiempo se olvidarán de vos, y la confusión será nuestra aliada.

—El matrimonio no se celebrará hasta dentro de una luna. Margaery Tyrell está en Altojardín, acaban de enviar a buscarla.

—Habéis esperado mucho, sed paciente un poco más. Tomad, tengo algo para vos. —Ser Dontos rebuscó en su bolsa y sacó una red plateada, que se le enredó entre los gruesos dedos.

Era una redecilla para el pelo, de plata finísima, con las hebras tan delicadas que no parecía pesar más que una brisa de aire cuando Sansa la cogió entre sus manos. Allí donde se cruzaban dos hebras había una gema diminuta, todas tan oscuras que era como si se bebieran la luz de la luna.

—¿Qué piedras son?

—Amatistas negras de Asshai. De las más raras que existen; a la luz del día son de color púrpura oscuro.

—Es preciosa —dijo Sansa. «Pero lo que necesito es un barco, no una redecilla para el pelo», pensaba.

—Más preciosa de lo que imagináis, dulce niña. Es mágica. Lo que tenéis entre las manos es justicia. Es venganza por vuestro padre. —Dontos se inclinó más hacia ella y la volvió a besar—. Es el camino a casa.

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