TYRION

Con el gélido atuendo blanco de la Guardia Real, Ser Mandon Moore parecía un cadáver amortajado.

—Su Alteza ha dado órdenes muy concretas, el Consejo está reunido y nadie debe molestar.

—Yo supondré una molestia muy pequeña, ser. —Tyrion se sacó el pergamino de la manga—. Traigo una carta de mi padre, Lord Tywin Lannister, la Mano del Rey. Aquí está su sello.

—Nadie debe molestar a Su Alteza —repitió Ser Mandon muy despacio, como si Tyrion fuera idiota y no lo hubiera oído la primera vez.

En cierta ocasión, Jaime le había dicho que Moore era el miembro más peligroso de la Guardia Real, exceptuándolo a él, claro, porque su rostro nunca dejaba entrever lo que haría a continuación. En aquel momento a Tyrion le hubiera ido muy bien tener alguna pista. Bronn y Timett podrían matar al caballero si había que llegar a las espadas, pero asesinar a uno de los protectores de Joffrey no era un buen comienzo. Aunque, si permitía que aquel hombre lo despreciara, ¿qué sería de su autoridad? Se obligó a sonreír.

—Aún no os he presentado a mis compañeros, Ser Mandon. Éste es Timett, hijo de Timett, un mano roja de los Hombres Quemados. Y éste es Bronn. ¿Os acordáis de Ser Vardis Egen, el capitán de la guardia de Lord Arryn?

—Sí, lo conozco. —Los ojos de Ser Mandon eran de un color gris claro, extrañamente inexpresivos y carentes de vida.

—Lo conocíais —corrigió Bronn con una sonrisa tensa.

Ser Mandon no se dignó a dar señal de que lo había oído.

—En fin —siguió Tyrion con tono alegre—, necesito ver a mi hermana y entregarle esta carta, ser. ¿Tenéis la amabilidad de abrirnos la puerta?

El caballero blanco no respondió. Tyrion estaba ya a punto de abrirse paso por la fuerza cuando Ser Mandon se apartó a un lado con un movimiento brusco.

—Podéis pasar. Ellos, no.

«Un pequeño triunfo —pensó—. Pero es dulce.» Había aprobado el primer examen. Tyrion Lannister casi se sentía alto al cruzar la puerta. Cinco miembros del Consejo Privado del rey interrumpieron de repente su discusión.

—Eres tú —dijo su hermana Cersei, en un tono a medio camino entre la incredulidad y el asco.

—Ya sé de quién ha aprendido modales Joffrey. —Tyrion se detuvo un instante para admirar la pareja de esfinges valyrias que flanqueaban la puerta, adoptando una pose de tranquila seguridad. Cersei era capaz de oler la debilidad igual que un perro olía el miedo.

—¿Qué haces aquí? —Los hermosos ojos verdes de su hermana lo examinaban sin el menor rastro de afecto.

—Te traigo una carta de nuestro señor padre.

Se acercó con aire despreocupado hasta la mesa y puso entre ellos el rollo prieto de pergamino. El eunuco Varys cogió la carta con sus manos, delicadamente empolvadas, y le dio la vuelta.

—Lord Tywin es muy amable. Y la cera de su sello tiene un precioso tono dorado. —Varys examinó el sello con atención—. Tiene todo el aspecto de ser auténtico.

—Claro que es auténtico.

Cersei se lo arrebató de las manos. Rompió el sello y desenrolló el pergamino. Tyrion observó su rostro mientras leía. Su hermana se había instalado en el sillón del rey, dado que Joffrey no se molestaba en asistir a las reuniones del Consejo, igual que hiciera Robert. Por tanto, él se subió a la silla de la Mano. Le pareció de lo más apropiado.

—Qué tontería —dijo por fin la reina—. Mi señor padre envía a mi hermano para que ocupe su lugar en el Consejo. Nos ruega que aceptemos a Tyrion como Mano del Rey, hasta que llegue el momento en que él pueda reunirse con nosotros.

El Gran Maestre Pycelle se acarició la larga barba blanca y asintió con gesto sopesado.

—En ese caso, se impone una bienvenida en toda regla.

—Desde luego. —Janos Slynt, con su papada y su calvicie, parecía una rana, una rana presumida y muy por encima del lugar que le correspondía—. En estos momentos os necesitamos, mi señor. Las rebeliones estallan por doquier, ese presagio sombrío surca el cielo, hay disturbios en las calles de la ciudad…

—¿Y quién tiene la culpa de eso, Lord Janos? —restalló la voz de Cersei—. Vuestros capas doradas deberían mantener el orden. Y en lo que a ti respecta, Tyrion, nos serías más útil en el campo de batalla.

—No, gracias —contestó entre risas—, ya he tenido suficientes batallas. Prefiero una silla con patas a la silla de un caballo, y me gusta más tener en la mano una copa de vino que un hacha de combate. Todo eso del retumbar de los tambores, el reflejo del sol sobre las armaduras, el resoplar y corcovear de los corceles… Te voy a ser sincero, a mí los tambores me dan dolor de cabeza, el sol sobre la armadura me cocía como un ganso el día del banquete de la cosecha, y esos magníficos corceles no hacen más que cagar por todas partes. No es que me queje. En comparación con la hospitalidad que recibí durante mi estancia en el Valle de Arryn, los tambores, la mierda de caballo y los mosquitos son una maravilla.

Meñique soltó una carcajada.

—Así se habla, Lannister. Lo mismo pienso yo.

Tyrion le sonrió, al tiempo que se acordaba de cierta daga con el puño de huesodragón y hoja de acero valyrio.

«Vamos a tener una pequeña charla respecto a ese tema, y pronto.» Se preguntó si Lord Petyr consideraría ese tema igual de divertido.

—Por favor —les dijo—, permitidme serviros de otra manera, por insignificante que sea.

—¿Cuántos hombres has traído? —preguntó Cersei después de releer la carta.

—Unos cientos. En su mayoría son hombres míos. A nuestro padre no le convenía prescindir de ninguno de los suyos. Al fin y al cabo, está combatiendo en una guerra.

—¿Y de qué nos servirán unos cientos de hombres si Renly ataca la ciudad, o si los barcos de Stannis llegan de Rocadragón? Pido un ejército y mi padre me envía un enano. Es el rey quien nombra a la Mano, con la aprobación del Consejo. Joffrey nombró a nuestro señor padre.

—Y nuestro señor padre me ha nombrado a mí.

—No puede. Necesita la aprobación de Joff.

—No querría que olvidaras un pequeño detalle —respondió Tyrion con toda cortesía—, y es que Lord Tywin está en Harrenhal con su ejército. Mis señores, con vuestro permiso, me gustaría hablar un momento a solas con mi hermana.

—Cuánto debéis de haber extrañado el sonido de la voz de vuestra querida hermana. —Varys se puso en pie como una serpiente, al tiempo que le dedicaba su sonrisa empalagosa—. Mis señores, por favor, dejémoslos a solas unos instantes. Los infortunios de nuestro desdichado reino pueden esperar.

Janos Slynt se levantó titubeante, y el Gran Maestre Pycelle con gesto sopesado, pero se levantaron. El último fue Meñique.

—¿Ordeno al mayordomo que os disponga habitaciones en el Torreón de Maegor?

—Os lo agradezco, Lord Petyr, pero voy a ocupar las que fueron de Lord Stark, en la Torre de la Mano.

Meñique se echó a reír.

—Sois más valiente que yo, Lannister. ¿Estáis al tanto del destino que corrieron nuestras dos últimas Manos?

—¿Las dos últimas? Si queréis meterme miedo, ¿por qué no decís las cuatro?

—¿Cuatro? —Meñique arqueó una ceja—. ¿Las Manos anteriores a Lord Arryn tuvieron algún destino negro en la torre? Lo siento, era demasiado joven y no me fijaba en esas cosas.

—La última Mano de Aerys Targaryen murió durante el saqueo de Desembarco del Rey, aunque no creo que le diera tiempo a instalarse en la Torre. Sólo fue Mano durante quince días. Su predecesor ardió en una hoguera. Y los dos anteriores fallecieron en el exilio, sin tierras ni fortuna, pero aun así se pudieron considerar afortunados. Creo que mi señor padre ha sido la última Mano que ha salido de Desembarco del Rey conservando su buen nombre, sus propiedades y todos sus miembros.

—Fascinante —dijo Meñique—. Y razón de más para que yo prefiriera dormir en una mazmorra.

«Y puede que así sea», pensó Tyrion.

—Se dice que el valor y la locura son primos hermanos —dijo en vez de eso—. Sea cual sea la maldición que pesa sobre la Torre de la Mano, puede que no se fije en mí, dada mi estatura.

Janos Slynt soltó una risotada, Meñique sonrió y el Gran Maestre Pycelle los siguió fuera de la estancia, tras hacer una grave reverencia.

—Espero que nuestro padre no te haya enviado para que nos molestes con lecciones de historia —le dijo su hermana en cuanto estuvieron a solas.

—Cuánto he extrañado el sonido de tu querida voz —suspiró Tyrion.

—Cuánto he extrañado yo una ocasión para arrancarle la lengua a ese eunuco con unas tenazas al rojo —replicó Cersei—. ¿Acaso nuestro padre se ha vuelto loco? ¿O has falsificado la carta? —La leyó una vez más, con enfado creciente—. ¿Por qué me castiga con tu presencia? Yo quería que viniera él en persona. —Arrugó la carta de Lord Tywin—. Soy la regente de Joffrey, ¡le envié un mandato real!

—Del que no ha hecho el menor caso —señaló Tyrion—. Tiene un ejército muy grande, se lo puede permitir. Y tampoco es el primero, ¿no?

Cersei apretó los labios. Se le enrojecieron las mejillas.

—Si digo que esta carta es una falsificación y que te encierren en una mazmorra me harán caso, te lo garantizo.

—Desde luego —asintió Tyrion. Sabía que caminaba sobre hielo frágil. Un paso en falso y se hundiría—, y el que más caso te hará será nuestro padre. Ya sabes, el del ejército grande. Pero, mi querida hermana, ¿por qué ibas a encerrarme en una mazmorra, cuando he venido desde tan lejos sólo para ayudarte?

—No solicité tu ayuda. Ordené que viniera nuestro padre.

—Sí —replicó con voz serena—. Pero a quien quieres es a Jaime.

Su hermana se consideraba una mujer sutil, pero Tyrion había crecido a su lado. Podía leer su rostro como si fuera uno de sus libros favoritos, y en aquel momento leyó emociones de rabia, miedo y desesperación.

—Jaime…

—… es tan hermano mío como tuyo —la interrumpió Tyrion—. Si me das tu apoyo, te prometo que conseguiremos que Jaime quede libre y vuelva con nosotros sano y salvo.

—¿Cómo? —exigió saber Cersei—. El joven Stark y su madre no se olvidarán fácilmente de que decapitamos a Lord Eddard.

—Cierto —asintió Tyrion—, pero sus hijas están en tu poder, ¿verdad? He visto a la mayor en el patio con Joffrey.

—Sansa —dijo la reina—. He hecho correr la voz de que tenemos también a la mocosa menor, pero es mentira. Cuando murió Robert, envié a Meryn Trant a hacerla prisionera, pero ese maldito maestro de danza que tenía se entrometió, y la cría consiguió escapar. Desde entonces nadie ha vuelto a verla. Lo más probable es que esté muerta. Aquel día murió mucha gente.

Tyrion había tenido la esperanza de contar con las dos Stark, pero tendría que arreglárselas con una.

—Dime lo que sepas sobre nuestros amigos del Consejo.

—¿Qué pasa con ellos? —Su hermana echó un vistazo de soslayo hacia la puerta.

—A nuestro padre no le gustan. La última vez que lo vi se estaba preguntando qué tal quedarían sus cabezas en el muro, al lado de la de Lord Stark. —Se inclinó sobre la mesa para acercarse más a ella—. ¿Seguro que son leales? ¿Confías en ellos?

—Yo no confío en nadie —replicó Cersei—. Los necesito. ¿Cree nuestro padre que traman algo?

—Más bien lo sospecha.

—¿Por qué? ¿Qué sabe?

Tyrion se encogió de hombros.

—Sabe que el breve reinado de tu hijo ha sido una larga sucesión de estupideces y desastres. Eso indica que alguien está aconsejando muy mal a Joffrey.

—A Joff no le faltan buenos consejos. —Cersei lo escudriñó con la mirada—. Pero siempre ha sido muy testarudo. Ahora que es el rey cree que puede hacer lo que se le antoje, no lo que se le aconseje.

—Las coronas afectan de manera extraña a las cabezas que ciñen —asintió Tyrion—. ¿Lo de Lord Stark fue cosa de Joffrey?

La reina hizo una mueca.

—Tenía instrucciones de perdonar a Stark y permitirle que vistiera el negro. Nos lo habríamos quitado de en medio para siempre, y también firmaríamos la paz con su hijo, pero Joff decidió ofrecer un espectáculo mejor al populacho. ¿Qué podía hacer yo? Exigió la cabeza de Lord Eddard delante de media ciudad. ¡Y Janos Slynt y Ser Ilyn lo obedecieron tan contentos, sin que yo diera ninguna orden! —Apretó la mano en un puño cerrado—. El Septon Supremo dice que profanamos con sangre el Sept de Baelor, después de mentirle acerca de nuestras intenciones.

—Y no le falta razón —dijo Tyrion—. Así que este tal Lord Slynt tomó parte en el asunto, ¿no? Dime, ¿de quién fue la gran idea de concederle Harrenhal y un puesto en el Consejo?

—Meñique se encargó de todo. Necesitábamos a los capas doradas de Slynt. Eddard Stark estaba conspirando con Renly y había escrito una carta a Lord Stannis ofreciéndole el trono. Estábamos en un tris de perderlo todo. Y faltó poco. Si Sansa no hubiera acudido a mí para hablarme de los planes de su padre…

—¿De verdad? —Tyrion se quedó boquiabierto—. ¿Su hija? —Sansa siempre le había parecido una chiquilla dulce, amable y cortés.

—Esa cría estaba loquita de amor. Habría hecho cualquier cosa por Joffrey, hasta que le cortó la cabeza a su padre y le dijo que había sido un acto misericordioso. Ahí se acabó todo.

—Su Alteza tiene una manera muy peculiar de ganarse los corazones de sus súbditos —dijo Tyrion con una sonrisa torcida—. ¿Fue también Joffrey el que echó a Ser Barristan Selmy de la Guardia Real?

Cersei suspiró.

—Joff quería culpar a alguien de la muerte de Robert. Varys propuso que fuera a Ser Barristan. ¿Por qué no? Así el mando de la Guardia Real quedaba en manos de Jaime, así como un puesto en el Consejo Privado, y además Joff tenía ocasión de echarle un hueso a su perro. Le tiene mucho afecto a Sandor Clegane. Estábamos dispuestos a ofrecer a Selmy algunas tierras y una torre, que es más de lo que ese viejo inútil se merecía.

—Tengo entendido que ese viejo inútil mató a dos capas doradas de Slynt cuando intentaron aprehenderlo en la Puerta del Lodazal.

—Janos debió enviar más hombres. —Su hermana no parecía nada satisfecha—. No es tan competente como cabría esperar.

—Ser Barristan era el Lord Comandante de la Guardia Real de Robert Baratheon —apuntó Tyrion a modo de recordatorio—. Jaime y él eran los únicos supervivientes de los siete de Aerys Targaryen. El pueblo habla de él igual que de Serwyn del Escudo Espejo, o del príncipe Aemon, el Caballero Dragón. ¿Qué crees que van a decir cuando vean a Barristan el Bravo cabalgando al lado de Robb Stark o de Stannis Baratheon?

—No lo había pensado. —Cersei apartó la vista.

—Nuestro padre, sí —dijo Tyrion—. Por eso me envió. Para acabar con esta serie de locuras y poner firme a tu hijo.

—Si se trata de controlar a Joff, no vas a tener mucha más suerte que yo.

—Puede que sí.

—¿Por qué?

—Porque sabe que tú jamás le harías daño.

—Si crees que voy a permitir que causes algún mal a mi hijo —dijo Cersei con los ojos entrecerrados—, es que las fiebres te han vuelto loco.

—Joffrey está tan a salvo conmigo como contigo —le aseguró Tyrion con un suspiro. Su hermana no lo entendía, como de costumbre—, pero mientras se sienta amenazado, escuchará lo que se le diga. —Le cogió la mano—. Soy tu hermano, recuérdalo. Tanto si lo quieres reconocer como si no, me necesitas. Y tu hijo me necesita, si es que quiere conservar ese horrible sillón de hierro.

—Siempre has sido astuto. —Cersei parecía conmocionada por el hecho de que se atreviera a tocarla.

—A mi pequeña manera… —Sonrió.

—Vale la pena intentarlo. Pero no te equivoques, Tyrion. Si accedo, serás la Mano del Rey, pero sólo de nombre; en realidad serás mi Mano. Antes de hacer nada consultarás todos tus planes e intenciones conmigo, y no emprenderás ninguna acción sin mi consentimiento. ¿Comprendes?

—Cómo no.

—¿Y estás de acuerdo?

—No te quepa duda —mintió—. Soy todo tuyo, hermana. —«Mientras me convenga»—. Bien, ahora que compartimos el mismo objetivo, no debe haber más secretos entre nosotros. Me has dicho que Joffrey ordenó matar a Lord Eddard, que Varys echó a Ser Barristan y que Meñique nos obsequió con la presencia de Lord Slynt. ¿Quién mató a Jon Arryn?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —Cersei retiró la mano con un gesto brusco.

—La acongojada viuda del Nido de Águilas cree que fui yo. ¿De dónde ha sacado esa idea?

—Lo ignoro. El imbécil de Eddard Stark me acusó de lo mismo. Me dio a entender que Lord Arryn sospechaba, o… bueno, que creía…

—¿Qué te estabas follando a nuestro querido Jaime?

Ella lo abofeteó.

—¿Te crees que estoy tan ciego como nuestro padre? —Tyrion se frotó la mejilla—. No me importa con quién te acuestes… aunque me parece una injusticia que te abras de piernas para un hermano y no para el otro.

Ella lo abofeteó.

—Vamos, Cersei, si sólo es una broma. Si quieres que te diga la verdad, prefiero a una buena puta. Nunca comprendí qué veía Jaime en ti, aparte de su propio reflejo.

Ella lo abofeteó.

—Como sigas haciendo eso me voy a enfadar. —Tyrion tenía las mejillas enrojecidas y ardiendo, pero sonreía.

—¿Y a mí qué me importa que te enfades? —Aquello había detenido la mano de su hermana.

—Tengo nuevos amigos —le confesó—. No te van a gustar nada de nada. ¿Como mataste a Robert?

—Se mató él solo. Nosotros nos limitamos a ayudarlo. Lancel vio que Robert iba a por el jabalí y le dio un vino muy fuerte. Su favorito, un tinto amargo, pero más cargado, tres veces más contundente que de costumbre. Y a ese imbécil hediondo le encantó. Podría haber dejado de beberlo en cualquier momento, pero no, vació un pellejo entero y mandó a Lancel a buscar otro. El jabalí se encargó de lo demás. Lástima que no estuvieras en el banquete, Tyrion. Nunca había probado un jabalí tan delicioso. Lo cocinaron con setas y manzanas, y tenía sabor a triunfo.

—No cabe duda de que naciste para viuda, hermana. —Pese a ser un zoquete y un fanfarrón, Robert Baratheon le había caído bien… sobre todo porque su hermana no podía soportarlo—. En fin, si no quieres darme más bofetadas, tengo que irme ya. —Retorció las piernas y se bajó del sillón con torpeza. Cersei frunció el ceño.

—No te he dado permiso para retirarte. Quiero saber cómo piensas liberar a Jaime.

—Te lo diré cuando lo sepa. Los planes son como la fruta, tienen que madurar. Lo que voy a hacer ahora mismo es recorrer a caballo las calles, para ver cómo está la ciudad. —Tyrion puso la mano sobre la cabeza de la esfinge que había junto a la puerta—. Una última petición. Ten la bondad de asegurarte de que a Sansa Stark no le sucede nada malo. No nos convendría perder a las dos hijas.

Una vez fuera de la sala del Consejo, Tyrion saludó a Ser Mandon con una inclinación de la cabeza y recorrió el largo pasillo abovedado. Bronn se unió a él. De Timett, hijo de Timett, no había ni rastro.

—¿Dónde está nuestro mano roja? —preguntó.

—Le entraron ganas de explorar un poco. No es el tipo de hombre al que le gusta aguardar en un pasillo.

—Espero que no mate a nadie importante. —Los hombres de los clanes que Tyrion había traído desde sus fortalezas de las montañas eran leales a su manera, pero también orgullosos y pendencieros, siempre dispuestos a responder con el acero a cualquier insulto, real o imaginario—. Búscalo. Y ya que estás, encárgate de que se proporcione alojamiento y comida a los demás. Quiero que se instalen en los cuarteles al pie de la Torre de la Mano, pero que el mayordomo no ponga a los Grajos de Piedra cerca de los Hermanos de la Luna, y dile que los Hombres Quemados necesitan una sala privada para ellos.

—¿Dónde estarás tú?

—Volveré al Yunque Roto.

—¿Necesitas escolta? —Bronn le dedicó una sonrisa insolente—. Se dice que hay peligro en las calles.

—Hablaré con el capitán de la guardia de mi hermana y le recordaré que soy tan Lannister como ella. Parece que se le ha olvidado que juró fidelidad a Roca Casterly, no a Cersei ni a Joffrey.

Una hora después, Tyrion partía a caballo de la Fortaleza Roja, acompañado por una docena de guardias de los Lannister con sus capas rojas y sus yelmos adornados con leones. Al pasar bajo el rastrillo se fijó en las cabezas que decoraban los muros. La putrefacción y el betún las habían teñido de negro, y hacía mucho que los rasgos eran irreconocibles.

—Capitán Vylarr —llamó—, quiero que mañana mismo retiren eso. Entregadlas a las hermanas silenciosas para que las limpien.

Imaginaba que iba a ser muy difícil emparejarlas con sus cuerpos correspondientes, pero había que hacerlo. Ciertas muestras de decoro se debían respetar incluso en tiempos de guerra. Vylarr no parecía tan seguro.

—Su Alteza el rey nos dijo que quería que las cabezas de los traidores permanecieran en los muros hasta que ocupara las tres estacas vacías, las del extremo.

—A ver si adivino. Una es para Robb Stark, y las otras para Lord Stannis y Lord Renly. ¿He dado en el clavo?

—Sí, mi señor.

—Mi sobrino cumple trece años hoy, Vylarr. Procurad no olvidarlo. Si mañana no han desaparecido esas cabezas, una de las estacas vacías se encontrará con un ocupante diferente al previsto. ¿Comprendéis lo que quiero decir?

—Me encargaré personalmente de que las retiren, mi señor.

—Muy bien. —Tyrion picó espuelas y se alejó al trote. Los capas rojas lo siguieron como pudieron.

Había dicho a Cersei que quería ver cómo estaban las calles de la ciudad. No era del todo mentira. Tyrion Lannister no se quedó nada satisfecho con lo que encontró. Las calles de Desembarco del Rey siempre habían sido populosas, ruidosas y duras, pero en aquellos momentos rezumaban peligro de una manera que no había visto en sus paseos anteriores. Había un cadáver desnudo tirado en el arroyo cercano a la calle de los Telares; una manada de perros salvajes lo estaban despedazando, y al parecer a nadie le importaba. Había guardias por todas partes, iban en parejas por los callejones con sus capas doradas y sus cotas de malla negras, las porras de hierro siempre al alcance de las manos. Los mercados estaban llenos de hombres desastrados que vendían sus propiedades a cualquier precio… pero no había granjeros que pregonaran sus productos. El precio de los pocos alimentos que vio era el triple que el año anterior.

—¡Ratas frescas! —anunciaba a gritos un vendedor ambulante que ofrecía ratas asadas en un espetón—. ¡Ratas frescas!

Sin duda eran mejores que las ratas viejas y medio podridas. Pero lo más aterrador era que las ratas asadas tenían un aspecto más apetitoso que la mercancía que vendían los carniceros. En la calle de la Harina vio guardias ante una de cada dos tiendas. Pensó que, en tiempos de escasez, hasta a los panaderos les resultaban más baratos los mercenarios que el pan.

—No están entrando alimentos, ¿verdad? —dijo a Vylarr.

—Pocos —reconoció el capitán—. Hay guerra en la zona de los ríos y Lord Renly está reuniendo a los rebeldes en Altojardín, de manera que los caminos hacia el sur y hacia el oeste están cerrados.

—¿Y qué ha hecho mi querida hermana para remediarlo?

—Está tomando las medidas necesarias para restablecer la paz del rey —le aseguró Vylarr—. Lord Slynt ha triplicado las fuerzas de la Guardia de la Ciudad, y la reina ha encargado a un millar de obreros que refuercen las defensas. Los albañiles están fortificando los muros, los carpinteros construyen cientos de escorpiones y catapultas, los flecheros hacen flechas, los herreros forjan espadas y el Gremio de Alquimistas ha prometido diez mil frascos de fuego valyrio.

Tyrion cambió de postura en la silla, algo inquieto. Le gustaba el hecho de que Cersei no hubiera estado cruzada de brazos, pero el fuego valyrio era muy traicionero, y diez mil frascos bastaban para convertir en cenizas todo Desembarco del Rey.

—¿De dónde ha sacado dinero mi hermana para pagar todo eso? —No era ningún secreto que el rey Robert había dejado la corona muy endeudada, y los alquimistas no se caracterizaban precisamente por su altruismo.

—Lord Meñique siempre encuentra la manera de conseguir efectivo, mi señor. Ha creado un impuesto para los que quieren entrar en la ciudad.

—Muy eficaz —dijo Tyrion. «Astuto. Astuto y cruel», pensó. Decenas de miles de personas huían en busca de la supuesta seguridad de Desembarco del Rey. Las había visto en el camino real: eran grupos de madres, niños y padres ansiosos que miraban sus caballos y carretas con ojos llenos de codicia. Una vez llegaran a la ciudad, pagarían todo lo que tenían con tal de poner entre ellos y la guerra aquellos muros tranquilizadores… aunque quizá se lo pensaran dos veces si se enteraban de lo del fuego valyrio.

Desde la posada situada bajo el cartel de un yunque roto se divisaban aquellas murallas, en las cercanías de la Puerta de los Dioses, por donde habían entrado aquella mañana. Al llegar al patio, un chico salió corriendo para ayudar a Tyrion a bajarse del caballo.

—Volved al castillo con vuestros hombres —dijo a Vylarr—. Pasaré la noche aquí.

—¿Estaréis a salvo, mi señor? —El capitán titubeaba.

—Qué queréis que os diga, capitán; cuando salí de la posada esta mañana estaba llena de Orejas Negras. Si Chella, hija de Cheyk, anda cerca, uno nunca está del todo seguro. —Tyrion anadeó hacia la puerta, mientras el desconcertado Vylarr trataba de entender qué le había dicho.

Una ráfaga de alegría le dio la bienvenida al entrar en la sala común de la posada. Reconoció la carcajada gutural de Chella y también la risa musical de Shae. La muchacha estaba sentada cerca de la chimenea, junto a la mesa redonda de madera, bebiendo sorbos de vino en compañía de los tres Orejas Negras que había dejado para protegerla. Los acompañaba un hombre gordo que le daba la espalda. Supuso que sería el posadero… hasta que Shae llamó a Tyrion por su nombre, y el intruso se levantó.

—Mi buen señor, qué inmenso placer es veros —dijo con una blanda sonrisa de eunuco en el rostro empolvado.

—Lord Varys. —Tyrion se tambaleó—. No esperaba veros aquí —«Los Otros se lo lleven, ¿cómo se las ha arreglado para encontrarlos tan deprisa?»

—Disculpad mi intrusión —siguió Varys—. De pronto sentí el deseo incontenible de conocer a vuestra joven dama.

—Joven dama —repitió Shae como si saboreara las palabras—. Tenéis razón en parte, mi señor. Soy joven.

«Dieciocho años —pensó Tyrion—. Sólo tiene dieciocho años, ya es prostituta; pero de ingenio agudo, ágil como una gata entre las sábanas, con ojos grandes y oscuros, hermoso cabello negro y una boquita dulce, suave, hambrienta… ¡y mía! Maldito seas, eunuco.»

—Me temo que el intruso soy yo, Lord Varys —dijo con cortesía forzada—. Cuando entré me pareció que os estabais divirtiendo mucho.

—Mi señor Varys dedicó un cumplido a Chella por sus orejas, y le dijo que debía de haber matado a muchos hombres para tener un collar tan impresionante —le explicó Shae. Le molestaba su manera de llamar «mi señor» a Varys. Era lo mismo que le decía a él durante sus juegos de cama—. Y Chella le dijo que sólo un cobarde mata a los enemigos vencidos.

—Los valientes los dejan vivos, así tienen la posibilidad de lavar su vergüenza recuperando la oreja —explicó Chella, una mujer menuda y morena, de cuyo cuello colgaba una espantosa ristra de cuarenta y seis orejas secas y arrugadas. Tyrion se había tomado la molestia de contarlas—. Sólo así se puede demostrar que no se teme a los enemigos.

Shae se echó a reír a carcajadas.

—Y luego mi señor dijo que si él fuera un Oreja Negra no podría dormir, sus sueños estarían plagados de hombres con una oreja.

—Es un problema al que yo jamás tendré que enfrentarme —dijo Tyrion—. Mis enemigos me inspiran terror, así que los mato a todos.

Varys rió entre dientes.

—¿Queréis tomar una copa de vino con nosotros, mi señor?

—Tomaré una copa de vino.

Tyrion se sentó al lado de Shae. Comprendía demasiado bien qué sucedía allí, aunque Chella y la muchacha no eran conscientes. Varys le estaba enviando un mensaje. Al decir: «de pronto sentí el deseo incontenible de conocer a vuestra joven dama», en realidad estaba diciendo: «quisiste ocultarla, pero yo supe dónde estaba y quién era, y aquí me tienes». Le habría gustado saber quién lo había traicionado. ¿El posadero, el mozo de cuadras, un guardia de la puerta… o alguno de sus hombres?

—A mí me encanta entrar en la ciudad por la Puerta de los Dioses —dijo Varys a Shae, al tiempo que llenaba las copas de vino—. Las tallas de la casa de la guardia son exquisitas, siempre que las veo me entran ganas de llorar. Tienen unos ojos… muy expresivos, ¿verdad? Casi parece que lo siguen a uno cuando entra a caballo por debajo del rastrillo.

—Pues no me había fijado, mi señor —replicó Shae—. Si eso os complace, mañana las miraré bien.

«No te molestes, pequeña —pensó Tyrion mientras daba vueltas al vino en la copa—. Le importan un rábano las tallas. Los ojos de los que alardea son los suyos. Está diciendo que nos vigila, que sabía dónde estábamos desde el momento en que cruzamos las puertas.»

—Debéis tener mucho cuidado, niña —recomendó Varys—. Desembarco del Rey no es lugar seguro en los tiempos que corren. Conozco bien sus calles, y aun así casi me dio miedo venir aquí, solo y desarmado. Son tiempos difíciles, por todas partes rondan hombres fuera de la ley. Hombres de acero frío y corazones más fríos aún.

O sea: «Aquí yo puedo llegar solo y desarmado, y de la misma manera pueden llegar otros con espadas desenvainadas».

—Si se meten conmigo —dijo Shae entre risas—, tendrán que escapar de Chella, sólo con una oreja.

Varys soltó una carcajada, como si fuera el chiste más divertido que había escuchado en su vida. Pero los ojos que clavó en Tyrion no reían.

—Vuestra joven dama es deliciosa. Si yo estuviera en vuestro lugar, la cuidaría muy bien.

—Eso hago. Si alguien intenta hacerle daño… en fin, soy demasiado pequeño para que me admitan en los Orejas Negras y nunca he presumido de valor.

«¿Lo ves? Hablamos el mismo idioma, eunuco. Si le haces daño, te mato.»

—Tengo que marcharme. —Varys se levantó—. Me imagino que debéis de estar muy cansados. Sólo quería daros la bienvenida, mi señor, y deciros cuánto me complace que hayáis venido. En el Consejo os necesitamos. ¿Habéis visto el cometa?

—Soy pequeño, no ciego —respondió Tyrion. En el camino real, el cometa parecía cubrir la mitad del cielo; ganaba en brillo a la luna creciente.

—La gente lo llama Mensajero Rojo —dijo Varys—. Dicen que es el heraldo que precede a un rey, para advertirnos de que va a haber sangre y fuego. —El eunuco se frotó las manos empolvadas—. ¿Os dejo con un acertijo, Lord Tyrion? —No esperó la respuesta—. En una habitación hay tres hombres de gran importancia, un rey, un sacerdote y un rico. Frente a ellos se encuentra de pie un mercenario, un hombre sin importancia de baja cuna y mente poco aguda. Cada uno de los grandes quiere que mate a los demás.

»—Mátalos —dice el rey—, porque soy tu legítimo gobernante.

»—Mátalos —dice el sacerdote—, te lo ordeno en nombre de los dioses.

»—Mátalos —dice el rico—, y todo este oro será tuyo.

»Y decidme… ¿quién vive y quién muere?

El eunuco hizo una profunda reverencia y salió de la sala común arrastrando los pies calzados con zapatillas blandas.

Chella dejó escapar un bufido, y el hermoso rostro de Shae se frunció en una mueca.

—El que vive es el rico, ¿verdad?

—Puede que sí. —Tyrion, pensativo, bebió un sorbo de vino—. O puede que no. Creo que depende del mercenario. —Dejó la copa en la mesa—. Vamos arriba.

Shae tuvo que esperarlo en la cima de las escaleras, porque tenía piernas ágiles y flexibles, mientras que las suyas eran cortas y estaban doloridas. Pero sonreía cuando llegó junto a ella.

—¿Me habéis echado de menos? —bromeó al tiempo que le cogía la mano.

—Con todo mi ser —reconoció Tyrion. Shae medía poco más de metro cincuenta, e incluso así tenía que alzar la vista para mirarla… pero en su caso no le importaba. Era una delicia alzar la vista y verla a ella.

—Me vais a echar de menos en esa Fortaleza Roja —le dijo la chica al tiempo que lo guiaba hacia su habitación—. Estaréis tan solo en esa fría cama de la Torre de la Mano…

—Y que lo digas. —Tyrion había preferido que lo acompañara, pero su señor padre lo había prohibido. «A la corte no te lleves a la puta», fue la orden expresa de Lord Tywin. La había llevado a la ciudad, no se atrevía a ir más lejos en su desafío. Toda la autoridad que tenía derivaba de su padre, y eso la muchacha debía entenderlo—. Estarás cerca de mí —le prometió—. Tendrás una casa con guardias y criados, y te iré a ver siempre que pueda.

Shae cerró la puerta de una patada. A través de los cristales empañados de la estrecha ventana se divisaba el Gran Sept de Baelor, en la cima de la colina de Visenya, pero Tyrion estaba distraído con un paisaje muy diferente. Shae se inclinó, se cogió el vestido por el dobladillo, se lo quitó por la cabeza y lo tiró a un lado. No era aficionada a la ropa interior.

—No podréis descansar tranquilo —le dijo, desnuda ante él, rosada y hermosa, con una mano en la cadera—. Pensaréis en mí cada vez que os acostéis. Se os pondrá dura, no habrá nadie que os ayude y no podréis dormir a menos que… —Le dedicó su sonrisa traviesa, que tanto gustaba a Tyrion—. ¿Por eso llaman a ese sitio la Torre de la Mano, mi señor?

—Cállate y bésame —ordenó. Percibió el sabor del vino en sus labios y sintió los pechos pequeños y firmes contra él, mientras le desataba con dedos ágiles las lazadas de los calzones.

—Mi león —susurró cuando se separó un instante de ella para desnudarse—. Mi dulce señor, mi gigante de Lannister.

Tyrion la empujó hacia la cama. Cuando la penetró, la chica gritó como para despertar en su tumba a Baelor el Santo, y le clavó las uñas en la espalda. Él jamás había sentido un dolor tan placentero.

«Idiota —se dijo después, mientras yacían sobre el colchón hundido, entre las sábanas arrugadas—. ¿Es que no vas a aprender nunca, enano? Maldición, es una puta; lo que le gusta es tu dinero, no tu polla. ¿Te acuerdas de Tysha?» Pero cuando le acarició un pecho con los dedos, el pezón se endureció y allí estaba la marca del mordisco que le había dado en medio de la pasión.

—Y ahora que sois la Mano del Rey, mi señor, ¿qué vais a hacer? —le preguntó Shae mientras él cubría con los dedos la carne cálida y tierna.

—Algo que Cersei no se imaginaría jamás —murmuró Tyrion contra su esbelto cuello—. Voy a hacer… justicia.

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