EL BRAZO DE MADERA

Un tronco negro y giboso quedó aún largo tiempo detrás de la iglesia.

La gente decía que detrás de la iglesia había un hombre. Y que se parecía al cura, pero sin sombrero.

Por la mañana había escarcha. El seto de boj quedaba salpicado de blanco. El tronco era negro.

El sacristán sacó las rosas marchitas de los altares y las llevó detrás de la iglesia. Pasó junto al tronco. El tronco era el brazo de madera de su mujer.

Remolinos de hojas calcinadas se agitaban en el suelo. No hacía viento. Las hojas no tenían peso. Se alzaban hasta sus rodillas. Caían ante sus pasos. Las hojas se deshacían. Eran hollín.

El sacristán derribó el tronco a hachazos. El hacha no hizo el menor ruido. El sacristán vació una botella de aceite de lámpara sobre el tronco y lo prendió fuego. El tronco se consumió. En el suelo quedó un puñado de cenizas.

El sacristán metió las cenizas en una caja. Se dirigió a la salida del pueblo. Cavó con ambas manos un hoyo en la tierra. Frente a su cara había una rama torcida. Era un brazo de madera que intentaba asirlo.

El sacristán enterró la caja en el hoyo. Luego se dirigió al campo por senderos polvorientos. A lo lejos oía los árboles. El maíz estaba seco. Las hojas se quebraban a su paso. Sintió la soledad de todos esos años. Su vida era transparente. Vacía.

Las cornejas volaban sobre el maíz. Se posaban en los tallos. Eran de carbón. Y pesaban. Los tallos de maíz se balanceaban. Las cornejas revoloteaban.

Cuando el sacristán llegó nuevamente al pueblo, sintió que el corazón le colgaba, desnudo y rígido, entre las costillas. La caja con las cenizas yacía junto al seto de boj.

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