ENTRE LAS TUMBAS

Windisch volvió al pueblo tras pasar una temporada como prisionero de guerra. El pueblo aún mostraba las heridas de los numerosos muertos y desaparecidos.

Barbara había muerto en Rusia.

Katharina había vuelto de Rusia. Quería casarse con Josef. Josef había muerto en la guerra. Katharina tenía el rostro pálido. Y los ojos hundidos.

Como Windisch, Katharina había visto la muerte. Como Windisch, Katharina había traído consigo su vida. Y Windisch ató rápidamente la suya a la de ella.

Windisch la besó el primer sábado que pasó en el pueblo herido. La arrinconó contra un árbol. Sintió su vientre joven y sus senos redondos. Luego anduvo con ella bordeando los jardines.

Las lápidas formaban filas blancas. El portón de hierro rechinó. Katharina se persignó. Y se echó a llorar. Windisch sabía que lloraba por Josef. Windisch cerró el portón. Y se echó a llorar. Katharina sabía que lloraba por Barbara.

Katharina se sentó en la hierba, detrás de la capilla. Windisch se inclinó hacia ella. Katharina le acarició el pelo, sonriendo. Él le levantó la falda y se desabrochó los pantalones. Luego se echó sobre ella. Los dedos de Katharina se aferraron a la hierba. Katharina empezó a jadear. Windisch miró por sobre sus cabellos. Las lápidas refulgían. Ella temblaba.

Katharina se sentó. Se remangó la falda por encima de las rodillas. De pie ante ella, Windisch volvió a abotonarse los pantalones. El cementerio era grande. Windisch supo entonces que no había muerto. Que estaba en su casa. Que esos pantalones lo habían esperado allí, en el pueblo, en el armario. Que durante la guerra y el posterior cautiverio se le había olvidado dónde quedaba el pueblo y cuánto tiempo seguiría existiendo.

Katharina tenía una brizna de hierba en la boca. Windisch la cogió de la mano. «Vámonos de aquí», le dijo.

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