MANCHAS NEGRAS

Detrás del manzano cuelgan las ventanas del peletero, totalmente iluminadas. «Ese ya tiene su pasaporte», piensa Windisch. La luz relumbra en las ventanas, tras los cristales desnudos. El peletero lo ha vendido todo. Las habitaciones están vacías. «Han vendido hasta las cortinas», dice Windisch para sus adentros.

El peletero está apoyado contra la estufa de azulejos. En el suelo hay varios platos blancos. Los cubiertos están en el alféizar de la ventana. Del pomo de la puerta cuelga el abrigo negro del peletero. Su mujer se inclina sobre las maletas al pasar. Windisch le ve las manos. Proyectan sombras sobre las paredes vacías. Se alargan y se doblan. Sus brazos ondulan como ramas sobre el agua. El peletero está contando dinero. Cuando acaba, mete el fajo de billetes en los tubos de la estufa de azulejos.

El armario es un rectángulo blanco, las camas son marcos blancos. Las paredes son, en medio, manchas negras. El suelo está torcido. El suelo se levanta. Trepa hasta lo alto de la pared. Se detiene ante la puerta. El peletero cuenta un segundo fajo de billetes. El suelo va a taparlo. La mujer del peletero sopla el polvo de la gorra de piel gris. El suelo va a levantarla hasta el techo. Junto a la estufa de azulejos, el reloj de pared ha dejado una mancha blanca y alargada. Junto a la estufa de azulejos el tiempo está suspendido. Windisch cierra los ojos. «El tiempo se ha acabado», piensa Windisch. Oye un tictac en la mancha blanca del reloj y ve una esfera de manchas negras. No tiene manecillas el tiempo. Sólo las manchas negras giran. Se persiguen. Se empujan fuera de aquella mancha blanca. Caen a lo largo de la pared. Ellas son el suelo. Las manchas negras son el suelo en la otra habitación.

Rudi está arrodillado en el suelo de la habitación vacía. Ante él hay largas filas y círculos de objetos de vidrio policromado. Junto a Rudi está la maleta vacía. De la pared cuelga un cuadro que no es tal. El marco es de cristal verde. En su interior hay un vidrio opalino con ondas rojas.

La lechuza vuela sobre los jardines. Su grito es agudo. Su vuelo, rasante. Y lleno de noche. «Un gato», piensa Windisch, «un gato que vuela».

Rudi sostiene una cuchara de vidrio azul ante uno de sus ojos. El blanco del ojo aumenta. Su pupila es una esfera húmeda y brillante en la cuchara. El suelo anega de colores los bordes de la habitación. El tiempo hace olas desde la habitación contigua. Las manchas negras flotan a la deriva. La bombilla parpadea. La luz se ha desgarrado. Las dos ventanas se aproximan nadando hasta fundirse. Los dos pisos empujan las paredes ante ellos. Windisch se sostiene la cabeza con la mano. En su cabeza late el pulso. En su muñeca late la sien. Los pisos se levantan. Se aproximan. Se tocan. Vuelven a caer a lo largo de su fina hendidura. Se volverán pesados y la tierra se abrirá. El vidrio arderá, será una úlcera temblorosa en la maleta.

Windisch abre la boca. Las siente crecer por su cara, esas manchas negras.

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