EL JARRÓN

Amalie es maestra en un jardín de infancia de la ciudad. Todos los sábados vuelve a casa. La mujer de Windisch la espera en la estación. La ayuda a cargar sus pesados bolsos. Cada sábado, Amalie llega con un bolso lleno de provisiones y otro con objetos de vidrio. «Cristalería», dice ella.

Los armarios están repletos de objetos de vidrio. Ordenados según el color y el tamaño. Copas de vino rojas, copas de vino azules, copas de aguardiente blancas. Sobre las mesas hay fruteros, floreros y canastillas de flores.

«Regalos de los niños», responde Amalie cuando Windisch le pregunta: «¿De dónde has sacado todos estos cacharros de vidrio?».

Hace un mes que Amalie viene hablando de un jarrón de cristal. Y traza una línea imaginaria desde el suelo hasta sus caderas. «Así de alto», dice Amalie. «Es rojo oscuro. Sobre el jarrón hay una bailarina con un vestido de encaje blanco.»

La mujer de Windisch pone ojos de besugo cuando oye hablar del jarrón. Cada sábado dice: «Tu padre jamás comprenderá lo que vale un jarrón de ésos».

«Antes bastaba con los floreros», dice Windisch. «Ahora la gente necesita jarrones.»

Cuando Amalie está en la ciudad, la mujer de Windisch habla del jarrón. Su rostro sonríe. Las manos se le ablandan. Levanta los dedos en el aire, como si fuera a acariciar una mejilla. Windisch sabe que por el jarrón estaría dispuesta a abrir las piernas. Las abriría tal como mueve los dedos en el aire, con dulzura.

Windisch se endurece cuando ella habla del jarrón. Piensa en los tiempos de la posguerra. «En Rusia, ella abría las piernas por un trozo de pan», decía la gente después de la guerra.

Windisch pensaba entonces: «Es bonita, y el hambre duele».

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