LA CRUZ DE PLATA

Amalie está sentada en el suelo. Las copas de vino se alinean una tras otra según su tamaño. Las copitas de licor centellean. Las flores lechosas en las barrigas de los fruteros se han atiesado. Pegados a la pared hay varios floreros. En una esquina está el jarrón.

Amalie sostiene la cajita con la lágrima en su mano.

Amalie oye en sus sienes la voz del sastre: «Él nunca hizo nada malo». En la frente de Amalie arde un rescoldo.

Amalie siente la boca del policía en su cuello. Huele su aliento aguardentoso. El policía oprime con sus manos las rodillas de Amalie. Le levanta el vestido. «Ce dulce esti» *, dice. Su gorra está junto a sus zapatos. Los botones de su chaqueta relucen.

El policía se desabrocha la chaqueta. «Desvístete», dice. Bajo la chaqueta azul hay una cruz de plata. El cura se quita la sotana negra. Levanta un mechón de la mejilla de Amalie. «Límpiate el lápiz de labios», dice. El policía besa el hombro de Amalie. La cruz de plata se le desliza ante la boca. El cura acaricia el muslo de Amalie. «Quítate las enaguas», dice.

Amalie ve el altar a través de la puerta abierta. Entre las rosas hay un teléfono negro. La cruz de plata cuelga entre los senos de Amalie. Las manos del policía le oprimen los senos. «¡Qué manzanas tan bonitas tienes!», dice el cura con la boca húmeda. El pelo de Amalie se derrama por el borde de la cama. Bajo la silla están sus sandalias blancas. El policía susurra: «¡Qué bien hueles!». Las manos del cura son blancas. El vestido rojo brilla a los pies de la cama de hierro. Entre las rosas suena el teléfono negro. «Ahora no tengo tiempo», jadea el policía. Los muslos del cura pesan. «Cruza las piernas sobre mi espalda», le susurra. La cruz de plata le aprieta el hombro a Amalie. El policía tiene la frente húmeda. «Date la vuelta», dice. La sotana negra cuelga de un clavo largo detrás de la puerta. La nariz del cura es fría. «Angelito mío», dice jadeante.

Amalie siente los tacos de las sandalias blancas en el vientre. El rescoldo de la frente arde en sus ojos. La lengua le pesa en la boca. La cruz de plata brilla en el cristal de la ventana. En el manzano cuelga una sombra. Es negra y la han removido. La sombra es una tumba.

Windisch está en la puerta de la habitación. «¿Estás sorda?», pregunta. Le entrega la maleta grande a Amalie, que vuelve la cara hacia la puerta. Tiene las mejillas húmedas. «Ya sé que las despedidas son dolorosas», dice Windisch. Se ve muy alto en la habitación vacía. «Es como estar otra vez en la guerra», dice. «Uno parte y no sabe cómo ni cuándo ni si regresará.»

Amalie vuelve a llenar la lágrima. «El agua del pozo no la humedece mucho», dice. La mujer de Windisch guarda los platos en la maleta. Coge la lágrima en su mano. Tiene los pómulos blandos y los labios húmedos. «Cuesta creer que haya algo semejante», dice.

Windisch siente su voz en la cabeza. Tira su abrigo en la maleta. «Estoy harto de ella», grita, «no quiero verla más». Agacha la cabeza. Y añade en voz muy baja: «Lo único que sabe es deprimir a la gente».

La mujer de Windisch acuña los cubiertos entre los platos. «Sí que lo sabe», dice. Windisch la ve sacarse del pelo un dedo viscoso. Luego mira su propia foto en el pasaporte. Menea la cabeza. «Es un paso muy delicado», dice. 

Las copas de Amalie relucen en la maleta. Las manchas blancas crecen en las paredes. El piso es frío. La bombilla arroja rayos largos sobre las maletas.

Windisch se guarda los pasaportes en el bolsillo de su chaqueta. «¿Quién sabe qué será de nosotros?», suspira la mujer de Windisch. Windisch mira los rayos punzantes de la lámpara. Amalie y la mujer de Windisch cierran las maletas.

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