LA GUARDIA DE HONOR

El policía está en el patio del sastre. Les sirve aguardiente a los oficiales. Les sirve aguardiente a los soldados que han cargado el ataúd hasta la casa. Windisch ve sus hombreras con las estrellas. 

El guardián nocturno inclina la cara hacia Windisch. «El policía está feliz de tener compañía», dice.

De pie bajo el ciruelo amarillo, el alcalde suda y examina una hoja de papel. Windisch dice: «No puede leer la letra, porque la maestra ha escrito el discurso fúnebre». «Quiere dos sacos de harina para mañana por la tarde», dice el guardián nocturno. Su voz huele a aguardiente.

El cura entra en el patio, arrastrando su sotana negra por el suelo. Los oficiales cierran la boca al verlo. El policía deja la botella de aguardiente detrás del árbol.

El ataúd es de metal. Está soldado. Brilla en el patio como una gigantesca tabaquera. La guardia de honor saca el ataúd al patio. Con las botas marca el paso al ritmo de la marcha.

La carroza parte, cubierta por una bandera roja.

Los sombreros negros de los hombres avanzan deprisa. Los pañuelos negros de las mujeres los siguen más lentamente. Todas caminan zigzagueando, aferradas a las cuentas negras de sus rosarios. El cochero va a pie, hablando en voz alta.

La guardia de honor se zarandea sobre la carroza. En los baches se aferra a sus fusiles. Está bastante por encima del suelo y del ataúd.

La tumba de la vieja Kroner aún sigue negra y alta. «La tierra no se ha asentado porque no llueve», dice la flaca Wilma. Los macizos de hortensias se han deshojado.

La cartera se instala junto a Windisch. «Qué bonito hubiera sido ver jóvenes en el entierro», dice. «Hace años que no aparece ningún joven cuando alguien se muere en el pueblo.» Sobre su mano cae una lágrima. «Dígale a Amalie que no deje de presentarse el domingo por la mañana», añade.

La mujer que dirige los rezos le canta al cura en la oreja. El incienso le distorsiona la boca. Canta con tanto fervor y obstinación que el blanco de los ojos se le agranda, cubriéndole indolentemente las pupilas.

La cartera solloza. Coge a Windisch por el codo. «Y dos sacos de harina», dice.

La campana repica hasta desollarse la lengua. Por encima de las tumbas se eleva una salva de honor. Sobre el metal del ataúd van cayendo pesados terrones.

La mujer que dirige los rezos se detiene junto a la cruz de los héroes. Con el rabillo de sus ojos busca un lugar donde instalarse. Mira a Windisch. Tose. Windisch oye resquebrajarse la flema en su garganta, vacía de tanto cantar.

«Dígale a Amalie que vaya donde el cura el sábado por la tarde», dice, «para que le busque la partida de bautismo en los registros».

La mujer de Windisch termina la oración. Avanza dos pasos. Se planta junto a la cara de la mujer que dirige los rezos. «Supongo que la partida de bautismo no será muy urgente ¿verdad?», pregunta. «Urgentísima», dice la mujer. «El policía le ha dicho al cura que vuestros pasaportes ya están listos en la oficina de pasaportes.»

La mujer de Windisch estruja su pañuelo. «Amalie tiene que traernos un jarrón este sábado», dice. «Y es muy frágil.» «No podrá ir directamente de la estación a ver al cura», añade Windisch.

La mujer que dirige los rezos remueve la arena con la punta del zapato. «En ese caso que vuelva primero a su casa y vaya después donde el cura», dice. «Los días aún son largos.»

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