LA GRAN CASA

La señora de la limpieza sacude el polvo de la barandilla. Tiene una mancha negra en la mejilla y un párpado morado. Está llorando. «Me ha vuelto a pegar», dice.

Las perchas relucen vacías en las paredes del vestíbulo. Forman una corona de púas. Las pantuflas, pequeñas y muy gastadas, están perfectamente alineadas bajo los ganchos.

Cada niño trajo una calcomanía al jardín de infancia. Y Amalie pegó las figurillas debajo de los ganchos.

Cada niño busca cada mañana su coche, su perro, su muñeca, su flor, su pelota.

Udo entra en el vestíbulo. Busca su bandera. Es negra, roja y dorada. Udo cuelga su abrigo del gancho, encima de su bandera. Se quita los zapatos. Se pone las pantuflas rojas. Y deja sus zapatos debajo de su abrigo.

La madre de Udo trabaja en la fábrica de chocolate. Cada martes le trae azúcar, mantequilla, cacao y chocolate a Amalie. «Udo vendrá tres semanas más al jardín», le dijo ayer a Amalie. «Ya nos llegó el aviso del pasaporte.»

La dentista empuja a su hija por la puerta semiabierta. La boina blanca parece una mancha de nieve sobre el pelo de la niña. La niña busca su perro debajo del gancho. La dentista entrega a Amalie un ramo de claveles y una cajita. «Anca está resfriada», le dice. «Dele estas pastillas a las diez, por favor.»

La señora de la limpieza sacude su bayeta por la ventana. La acacia está amarilla. Como cada mañana, el viejo barre la acera frente a su casa. La acacia sopla sus hojas al viento.

Los niños lucen el uniforme de los Halcones. Camisas amarillas y pantalones o faldas plisadas azul marino. «Hoy es miércoles», piensa Amalie, «el día de los Halcones».

Se oye un traqueteo de sillares y un zumbido de grúas. Los indios marchan en columnas ante las manitas infantiles. Udo construye una fábrica. Las muñecas beben leche en los dedos de las niñas.

La frente de Anca está ardiendo.

Por el techo del aula llega el himno nacional. El gran grupo está cantando en el piso de arriba.

Los sillares reposan unos sobre otros. Las grúas enmudecen. La columna de indios se halla al borde de la mesa. La fábrica no tiene tejado. La muñeca del vestido de seda largo yace sobre la silla. Está durmiendo. Tiene la cara sonrosada.

Los niños forman un semicírculo frente al pupitre, alineados según su talla. Pegan la palma de la mano al muslo. Empinan la barbilla. Los ojos se les agrandan y humedecen. Cantan en voz alta.

Los chicos y las chicas son pequeños soldados. El himno tiene siete estrofas.

Amalie cuelga el mapa de Rumania en la pared.

«Todos los niños viven en bloques de viviendas o en casas», dice Amalie. «Cada casa tiene habitaciones. Y todas las casas juntas forman una gran casa. Esta gran casa es nuestro país. Nuestra patria.»

Amalie señala el mapa. «Esta es nuestra patria», dice. Y con la punta del dedo busca los puntos negros en el mapa. «Estas son las ciudades de nuestra patria», dice Amalie. «Las ciudades son las habitaciones de esta gran casa que es nuestro país. En nuestras casas viven nuestro padre y nuestra madre. Ellos son nuestros padres. Cada niño tiene sus padres. Y así como nuestro padre es el padre en la casa en que vivimos, el camarada Nicolae Ceausescu es el padre de nuestro país. Y así como nuestra madre es la madre en la casa en que vivimos, la camarada Elena Ceausescu es la madre de nuestro país. El camarada Nicolae Ceausescu es el padre de todos los niños. Y la camarada Elena Ceausescu es la madre de todos los niños. Todos los niños quieren al camarada y a la camarada, porque son sus padres.»

La señora de la limpieza pone una papelera vacía junto a la puerta. «Nuestra patria se llama la República Socialista de Rumania», dice Amalie. «El camarada Nicolae Ceausescu es el secretario general de nuestro país, la República Socialista de Rumania.»

Un niño se levanta. «Mi padre tiene un globo terráqueo en casa», dice. Y dibuja una esfera con las manos. Y se lleva por delante el florero. Los claveles quedan en el agua. La camisa de halcón se le moja.

Sobre la mesita que tiene delante hay trozos de vidrio. El chico se echa a llorar. Amalie aleja de él la mesita. No puede enfadarse. El padre de Claudiu es el administrador de la carnicería de la esquina.

Anca apoya la cara sobre la mesa. «¿A qué hora volvemos a casa?», pregunta en rumano. El alemán la aburre y no acaba de entrarle. Udo construye un tejado. «Mi padre es el secretario general de nuestra casa», dice.

Amalie mira las hojas amarillas de la acacia. Como todos los días, el viejo está asomado a la ventana abierta. «Dietmar va a comprar entradas para el cine», piensa Amalie.

Los indios marchan por el suelo. Anca toma sus pastillas.

Amalie se apoya en el marco de la ventana. «¿Quién quiere recitar una poesía?», pregunta.

«Yo conozco un país con una cordillera, / en cuyas cumbres la mañana reverbera, / y en cuyos bosques, cual mar proceloso, / resuena cálido el viento de primavera.»

Claudiu habla bien alemán. Claudiu alza la barbilla. Claudiu habla alemán con voz de adulto reducido.

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