EL EUFORBIO

La lechuza ya no ulula. Se ha posado sobre un techo. «La vieja Kroner debe haberse muerto», piensa Windisch.

El verano anterior, la vieja Kroner había cortado flores del tilo del tonelero. El árbol se yergue al lado izquierdo del cementerio. Donde crece la hierba y florecen narcisos silvestres. Entre la hierba hay una charca. En torno a la charca se alinean las tumbas de los rumanos. Son chatas. El agua las atrae hacia la tierra.

El tilo del tonelero huele bien. El cura dice que las tumbas de los rumanos no forman parte del cementerio. Que las tumbas de los rumanos huelen distinto de las de los alemanes.

El tonelero solía ir de casa en casa. Llevaba un saco lleno de martillos pequeñitos. Con ellos fijaba los aros en los toneles. A cambio le daban de comer. Y le permitían dormir en los graneros.

El otoño tocaba a su fin. Por entre las nubes se veía ya el frío del invierno. Una mañana, el tonelero no se despertó. Nadie sabía quién era. Ni de dónde venía. «Un tipo así está siempre en camino», decía la gente.

Las ramas del tilo cuelgan sobre la tumba. «No hace falta escalera», decía la vieja Kroner. «No te mareas.» Y, sentada en la hierba, iba metiendo las flores en un cesto.

La vieja Kroner bebió todo un invierno infusión de tilo. Se vaciaba las tazas en la boca. Se volvió adicta al tilo. En las tazas acechaba la muerte.

La cara de la vieja Kroner resplandecía. La gente decía: «Algo florece en la cara de la vieja Kroner». Era una cara joven. Con una juventud que era debilidad. Con ese rejuvenecer que precede a la muerte. Cuando uno rejuvenece más y más, hasta que el cuerpo se derrumba. Más allá del nacimiento.

La vieja Kroner cantaba siempre la misma canción: «Junto al pozo, ante el portal, se yergue un tilo». Y le añadía nuevas estrofas. Cantaba estrofas de flores de tilo.

Cuando la vieja Kroner tomaba su infusión sin azúcar, las estrofas sonaban tristes. Al cantar se miraba en el espejo. Veía las flores de tilo en su cara. Y sentía sus heridas en el vientre y en las piernas.

La vieja Kroner cogía euforbio en el campo. Lo hacía hervir y se frotaba las heridas con el líquido pardusco. Sus heridas eran cada vez más grandes. Y despedían un olor cada vez más dulce.

La vieja Kroner acabó cogiendo todo el euforbio que había en los campos. Y cada vez hacía hervir más euforbio y hojas de tilo.

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