15

Mientras esperaba en la habitación del Hilton puse al día los archivos de mi ordenador con lo poco que había conseguido en la Fundación y después llamé a Greg Glenn para contarle todo lo que había pasado en Chicago y en Washington. Cuando terminé lanzó un sonoro silbido y me lo imaginé echándose hacia atrás en el sillón, pensando en las distintas posibilidades.

De hecho, ya tenía un buen reportaje, pero yo no estaba satisfecho. Quería llegar hasta el fondo. No quería depender de que el FBI o los otros investigadores me contasen lo que opinaban de ello. Quería investigar por mi cuenta.

Había escrito incontables reportajes sobre investigaciones de asesinatos, pero en todos y cada uno había sido alguien ajeno a la historia. Esta vez estaba dentro y quería seguir así. Estaba en la cresta de la ola.

Me di cuenta de que mi excitación debía de ser la misma que sentía Sean cuando seguía un caso. Cuando iba de caza, como decía él.

– ¿Estás ahí, Jack?

– ¿Qué? Ah, sí. Estaba pensando en otra cosa.

– ¿Para cuándo el reportaje?

– Depende. Mañana es viernes. Dame hasta mañana. Tengo la esperanza de que me llame ese tipo de la Fundación. Pero si no sé nada mañana a mediodía, lo intentaré con el FBI. Tengo el nombre de un tío. Si eso no me lleva a ninguna parte, regresaré y escribiré el reportaje el sábado para la edición del domingo.

El domingo era el día de mayor difusión. Sabía que Glenn querría salir con algo fuerte el domingo.

– Bien, aunque tengamos que conformarnos con lo que tenemos, lo que has conseguido es mucho, demonios. Has logrado que se investigue a nivel nacional a un asesino de policías que ha estado actuando impunemente desde quién sabe cuándo. Esto…

– No es para tanto. No hay nada confirmado. Ahora mismo no es más que una investigación en dos estados sobre un posible asesino de policías.

– Ya es bastante, maldita sea. Y en cuanto intervenga el FBI será algo de alcance nacional. Vamos a tener al New York Times y al Post besándonos el culo.

Besándomelo a mí, tuve ganas de decirle, aunque no lo hice. Las palabras de Glenn ponían de manifiesto la verdad que se oculta tras el periodismo en la mayoría de los casos. Casi nada se hace ya con propósitos altruistas. No se trata de un servicio público ni del derecho de la gente a estar informada. Es una competición, a codazos y patadas, para dirimir qué periódico tiene la noticia y a cuál se le ha escapado. Y cuál conseguirá el premio Pulitzer a fin de año. Era una triste opinión, pero es que, con los años que llevaba en ello, mi parecer no podía ser más que cínico.

Aun así, mentiría si dijera que no acariciaba la idea de salir a la palestra con un reportaje de rango nacional y de contemplar cómo lo seguían todos. La única diferencia era que no pretendía gritarlo a los cuatro vientos, como Glenn. Y, sobre todo, estaba Sean. No lo estaba perdiendo de vista. Quería al hombre que le había hecho aquello. Más que nada en el mundo.

Le prometí a Glenn que le llamaría si había novedades y colgué. Deambulé un rato por la habitación y tuve que admitir que yo también estaba sopesando las posibilidades. Pensaba en lo que me iba a promocionar aquel reportaje. Podía representar mi salida definitiva de Denver, si quería. Quizás a una de las tres grandes: Los Angeles, Nueva York, Washington. O, por lo menos, a Chicago o Miami. Por otra parte, me puse a pensar en la posibilidad de publicar un libro. El crimen real era un mercado importante.

Deseché la idea, avergonzado. Tenemos suerte de que nadie conozca nuestros pensamientos más íntimos. Todos hemos comprobado las retorcidas argucias que empleamos para damos autobombo.

Necesitaba salir de la habitación, pero no podía porque esperaba aquella llamada. Encendí el televisor y no había más que una competición de programas de entrevistas que ofrecían la acostumbrada selección diaria de historias de blancos pobres. Hijos de cabareteras en un canal, estrellas del porno cuyos cónyuges estaban celosos y hombres que opinaban que a las mujeres había que meterlas en cintura con un palo de vez en cuando. Apagué la tele y se me ocurrió una idea. Decidí que no tenía más que abandonar la habitación. Seguro que Warren llamaría cuando no estuviera allí para atender la llamada. Eso me había funcionado siempre. Aunque era de esperar que me dejase un mensaje.

El hotel estaba en la avenida Connecticut, cerca de la plaza Dupont. Me encaminé a la plaza y me detuve en una librería de misterio para comprar un libro titulado Heridas múltiples, de Alan Russell. Había leído en alguna parte una crítica elogiosa de él y me figuré que su lectura me proporcionaría cierto descanso mental.

Antes de regresar al Hilton estuve paseando unos minutos por los alrededores del hotel, buscando el lugar donde Hinckley había estado esperando a Reagan con una pistola en la mano. Recordaba vividamente las fotos del caos que se armó, pero no encontré el lugar. Pensé que el hotel habría sufrido alguna remodelación, quizá para que aquel lugar no se convirtiese en objetivo turístico.

Como reportero de sucesos, yo era un turista de lo macabro. Pasaba de un asesinato a otro, de un horror a otro, sin pestañear. Se suponía. Mientras cruzaba el vestíbulo en dirección a los ascensores iba pensando en lo que eso decía de mí. Quizás había algo en mí que fallaba. ¿Por qué había de importarme el lugar donde Hinckley había esperado a Reagan?

– Jack?

Me di la vuelta. Era Michael Warren.

– Hola.

– Te he llamado a tu habitación… Pensé que estarías por aquí.

– Sólo he salido a dar un paseo. Empezaba adarme por vencido.

Se lo dije sonriendo y muy esperanzado. Aquel momento podía ser decisivo para mí. Ya no llevaba el traje que vestía en la oficina. Iba con téjanos y un jersey. En el brazo sostenía un abrigo de mezclilla. Al presentarse en persona, en vez de dejar un mensaje telefónico, seguía el modelo de comportamiento típico de una fuente confidencial.

– ¿Quieres que subamos a la habitación o hablamos aquí mismo? -pregunté. Se dirigió hacia el ascensor diciendo:

– Vamos a tu habitación.

En el ascensor no hablamos de nada importante. Miré su vestimenta y le dije:

– Ya has pasado por casa.

– Vivo fuera de Connecticut, al otro lado de la carretera de circunvalación. En Maryland. No está tan lejos.

Sabía que no me había telefoneado por eso: era una llamada interurbana. También me imaginé que el hotel le caía de camino entre su casa y la Fundación. Me empezaba a subir por el pecho una leve sensación excitante. Warren había cedido.

Sentí un fuerte olor a humedad en el pasillo del hotel, igual al de los otros hoteles en los que había estado. Saqué la tarjeta magnética que servía de llave y entramos en la habitación. Sobre el pequeño escritorio seguía abierto mi ordenador; el abrigo y la única corbata que me había traído estaban tirados sobre la cama. Aparte de eso, la habitación estaba ordenada. Él echó su abrigo sobre la cama y nos sentamos en las únicas sillas de la habitación.

– ¿Ybien?

– He investigado.

Empezó a sacarse un papel doblado del bolsillo trasero del pantalón.

– Tengo acceso a los archivos del ordenador principal antes de dar por terminada mi jornada -afirmó-. He entrado en él y he buscado los informes cuyas víctimas eran detectives de homicidios. Sólo había trece. Tengo los nombres, departamentos y fechas de fallecimiento aquí, lo imprimí todo.

Me entregó el papel desdoblado y lo tomé con el mismo cuidado con que habría cogido una lámina de oro.

– Gracias -le dije-. ¿Puede haber quedado registrada tu búsqueda?

– En realidad, no lo sé. Pero creo que no. Es un sistema bastante abierto. No sé si tiene o no la opción de un rastreador de seguridad.

– Gracias -repetí. No se me ocurría nada más.

– De todos modos, ésta ha sido la parte fácil -me dijo-. Conseguir los expedientes de los archivos va a llevar algún tiempo… Quiero saber si puedes ayudarme. Es probable que sepas mejor que yo cuáles son los importantes.

– ¿Cuándo?

– Esta noche. Es la única oportunidad. Estará cerrado, pero tengo una llave del archivo porque a veces tengo que buscar cosas antiguas que me piden los medios de comunicación. Si no lo hacemos esta noche, puede que mañana los expedientes hayan desaparecido. Tengo la sensación de que los del FBI no se van a quedar sentados, sobre todo sabiendo que tú has preguntado por ellos. Vendrán mañana y lo primero que harán será cogerlos.

– ¿Te lo ha dicho Ford?

– No exactamente. Me lo ha contado Oline. Él llamó a Rachel Walling, no a Backus. Dice que ella…

– Un momento. ¿Rachel Walling? Me sonaba aquel nombre.

Me costó un poco pero recordé que era la encargada de los perfiles o retratos-robot en el Servicio de Ciencias del Comportamiento, la que había firmado el informe del VICAP que Sean les pidió sobre Theresa Lofton.

– Sí, Rachel Walling. Es una de las encargadas de trazar perfiles de criminales. ¿Por qué?

– Por nada. Ese nombre me suena.

– Trabaja para Backus. Es una especie de enlace entre el centro y la Fundación para el proyecto sobre suicidios. De todos modos, según Oline, ella le dijo a Ford que le echaría un vistazo a todo esto. Hasta puede que quiera hablar contigo.

– Si es que no hablo yo con ella antes -me levanté-. Vamos.

– Escucha, una cosa -se levantó también-. Yo no sé nada de esto, ¿vale? Utiliza esos archivos sólo como herramienta de investigación. Ni se te ocurra publicar un reportaje donde se diga que has tenido acceso a los archivos de la Fundación. Ni siquiera admitas que has visto un solo archivo. Puede costarme el empleo. ¿De acuerdo?

– Totalmente.

– Pues dilo.

– Estoy de acuerdo. En todo. Nos dirigimos a la puerta.

– Es curioso -dijo-. Tantos años tratando de conseguir fuentes… La verdad es que nunca me había parado a pensar que se jugaban el tipo por mí. Y yo lo hago ahora. Tiene algo de espeluznante.

Me limité a mirarle y asentí. Temía decir algo que le hiciera cambiar de opinión y marcharse. En su coche, camino de la Fundación, añadió unas cuantas condiciones más.

– No quiero que mi nombre aparezca como fuente en tu reportaje, ¿vale?

– Vale.

– Y ninguna información que yo te proporcione puede ser atribuida a «fuentes de la Fundación». Tan sólo a «fuentes próximas a la investigación», ¿vale? Eso me procurará cierta cobertura.

– De acuerdo.

– Lo que tú buscas aquí son nombres que puedan tener alguna conexión con tu hombre. Si los encuentras, perfecto, pero después no se te ocurra informar de cómo los conseguiste. ¿Lo entiendes?

– Claro, ya hemos hablado de eso. Estás a salvo, Mike. Yo no revelo mis fuentes confidenciales. Nunca. Sólo quiero utilizar lo que consiga aquí para confirmar otra cosa. No hay problema.

Se quedó callado un momento, antes de que volvieran a asaltarle las dudas.

– De todos modos, se sabrá que soy yo.

– Entonces, ¿por qué no lo dejamos? No quiero que te juegues el empleo. Me basta con esperar al FBI.

No era eso lo que yo quería, pero tenía que darle una alternativa. Mi cinismo aún no había llegado hasta el punto de permitir que un tipo perdiera su empleo sólo por sacarle información para un reportaje. No quería cargar con eso. Ya tenía bastante.

– Puedes olvidarte del FBI mientras el caso esté en manos de Walling.

– ¿La conoces? ¿Es dura?

– Sí, tan dura como las uñas lacadas. Una vez intenté ligármela. Me dio con la puerta en las narices. Por lo que me ha contado Oline, se divorció o algo así hace poco. Supongo que aún está con aquello de que «todos los hombres son unos cerdos», y no deja de incluirme.

No dije nada. Warren tenía que tomar una decisión y no podía ayudarle.

– No te preocupes por Ford -dijo al fin-. Quizá piense que he sido yo, pero nunca podrá hacer nada. Yo lo negaré. Así que, a no ser que tú rompas el trato, no tendrá otra cosa que sospechas.

– No tienes nada de qué preocuparte por lo que a mí respecta.

Encontró aparcamiento en Constitution, a media manzana de la Fundación. Al salir del coche, el aliento se nos condensaba en espesas nubes. Yo estaba nervioso, al margen de que él pensara que su puesto estaba en peligro. Creo que lo estábamos los dos.

No había guardia al que sortear. Ni jefes haciendo horas extra, para sorpresa nuestra. Entramos por la puerta principal con la llave de Warren y él sabía perfectamente adonde teníamos que dirigimos.

La sala de archivo tenía el tamaño de un garaje para dos coches y estaba ocupada por filas de estanterías metálicas de dos metros y medio de altura repletas de carpetas apiladas con etiquetas de diferentes colores.

– ¿Cómo lo vamos a hacer? -le susurré. Se sacó del bolsillo la fotocopia doblada.

– Hay una sección dedicada al estudio sobre suicidios. Buscamos estos nombres, nos llevamos los expedientes a mi despacho y fotocopiamos las páginas que necesitemos. He dejado la fotocopiadora encendida al salir. Ni siquiera tendremos que esperar a que se caliente. Y no es necesario que hables en voz baja. Aquí no hay nadie.

Noté que todo el rato hablaba en plural, pero no le dije nada. Me condujo por uno de los pasillos, señalando con el dedo mientras iba leyendo los nombres de los diferentes estudios que estaban pegados en los estantes. Por fin, encontró el que señalaba el estudio sobre suicidios. Las carpetas estaban etiquetadas en rojo.

– Aquí está -dijo Warren, alzando la mano para señalado.

Las carpetas eran delgadas, pero aun así ocupaban tres estanterías enteras. Oline Fredrick tenía razón: había centenares. Cada una de las etiquetas rojas que sobresalían de las carpetas correspondía a un muerto. Había mucho sufrimiento en aquellos estantes. Yo abrigaba la esperanza de que algunos de ellos no tuvieran que estar allí. Warren me pasó la fotocopia y examiné los trece nombres.

– ¿Entre todos estos expedientes sólo hay trece polis de homicidios?

– Sí. El proyecto ha recopilado los datos de mil seiscientos suicidios. Unos trescientos por año. Pero la mayoría son guardias de uniforme. Los detectives de homicidios ven cadáveres, pero supongo que lo más desagradable ya ha desaparecido cuando ellos llegan allí. Por lo general son los mejores, los más brillantes y los más duros. Parece que entre ellos hay menos suicidios que entre los polis de uniforme que están cada día ahí fuera. Sólo he encontrado trece. Tu hermano y ese Brooks de Chicago también están, pero me figuro que ese material ya lo tienes.

Dije que sí con la cabeza.

– Deben de estar por orden alfabético -añadió-. Léeme los nombres de la lista y yo sacaré los expedientes. Y pásame tu libreta.

En menos de cinco minutos habíamos sacado las carpetas. Warren arrancó varias páginas de mi libreta y las colocó en la pila, señalando los lugares, para que resultase más rápido volver a ponerlas en su sitio cuando hubiéramos terminado. Fue un trabajo intenso. No era el encuentro con una fuente como Garganta Profunda en un aparcamiento para ayudarme a derribar a un presidente, pero me subía la adrenalina.

Aunque había que aplicar las mismas reglas. Una fuente, cualquiera que sea su información, tiene un móvil, un

motivo para arriesgarse por ti. Miré a Warren y no se me ocurrió cuál podía ser el suyo. El reportaje era bueno, pero no era suyo. Su única compensación sería saber que había puesto su granito de arena. ¿Le bastaba con eso? No lo sabía, pero decidí que, a pesar de que nos estaba uniendo ese lazo que se crea entre el reportero y la fuente confidencial, debía mantener las distancias. Hasta que conociera el motivo real.

Carpetas en mano, recorrimos rápidamente dos pasillos hasta que llegamos al despacho 303. Warren se detuvo de pronto y casi choqué con él por detrás. La puerta de su despacho estaba entreabierta. La señaló y sacudió la cabeza negativamente, dándome a entender que él no la había dejado así. Yo alcé los hombros, dándole a entender a mi vez que era cosa suya. Arrimó la oreja a la rendija y se puso a escuchar. Yo también oí algo. Me pareció un crujir de papeles y después una especie de latigazo. Sentí como si un dedo helado me recorriera el cuero cabelludo. Warren se volvió hacia mí con una mirada interrogante y en ese momento la puerta se abrió hacia dentro.

Hicimos como las fichas de dominó. Warren se sobresaltó, después yo, y también el hombrecillo asiático que apareció en el umbral de la puerta con un plumero en una mano y una bolsa de basura en la otra. A todos nos costó un poco recobrar el aliento.

– Perdone, señor -dijo el oriental-. Limpio su despacho.

– Ah, sí -le sonrió Warren-. Está bien. Muy bien.

– Usted había dejado la máquina de copiar encendida.

Dicho esto, cogió sus bártulos y se fue por el pasillo, utilizando una llave atada a su cinturón con una cadena para abrir el despacho siguiente. Miré a Warren y sonreí.

– Tenías razón, no eres Garganta Profunda.

– Y tú no eres Robert Redford. Vamos.

Me pidió que cerrase la puerta, volvió a encender la compacta fotocopiadora y se colocó tras su mesa, con las carpetas en la mano. Yo me senté en la misma silla que había ocupado aquella mañana.

– Vale -dijo-. Vamos a ello. En cada expediente debe de haber un sumario. Cualquier clase de nota o detalle significativo debería estar ahí. Si crees que encaja, fotocópialo.

Empezamos a mirar los expedientes. Por muy simpático que me cayera, no me gustaba la idea de dejar que él decidiera si la mitad de los casos encajaban en mi teoría. Yo quería verlos todos.

– Recuerda -le dije- que lo que buscamos es cualquier tipo de lenguaje florido que suene a literatura o a poesía o algo así.

Cerró la carpeta que estaba mirando y la dejó caer sobre la pila.

– ¿Qué pasa?

– Que no te fías de mí.

– No, yo sólo… quiero asegurarme de que sintonizamos en esto, eso es todo.

– Mira, esto es ridículo -dijo-. Vamos a fotocopiarlos todos y los sacamos de aquí. Puedes llevártelos a tu hotel y mirarlas allí. Es más rápido y más seguro. Para eso no me necesitas.

Asentí y reconocí que deberíamos haber actuado así desde el principio. Durante los quince minutos siguientes él manejó la fotocopiadora mientras yo sacaba los expedientes de las carpetas y los volvía a poner cuando estaban fotocopiados. Era una máquina lenta, no apta para trabajos intensos.

Cuando acabamos, apagó la máquina y me pidió que le esperase en el despacho.

– Me había olvidado de los de la limpieza. Será mejor que vaya yo solo a devolver esto al archivo; después vendré a buscarte.

– Vale.

Mientras él salía empecé a mirarme los expedientes fotocopiados, pero estaba demasiado nervioso para concentrarme en ellos. Sentía la necesidad de salir de allí y poner las copias a salvo antes de que algo fallase. Estuve mirando por el despacho para entretenerme. Cogí una foto de la familia de Warren. Una mujer bonita, menuda, y dos niños, chico y chica. Ambos en edad preescolar en la foto. Cuando se abrió la puerta yo aún tenía el marco en la mano. Era Warren y me invadió un sentimiento de vergüenza. Él no se dio cuenta.

– Vale, listos.

Y, como dos espías, nos perdimos en la noche.

Warren permaneció en silencio durante casi todo el camino de vuelta al hotel. Creo que se debía a que era consciente de que ya estaba implicado. Yo era el periodista. Él era la fuente. El reportaje era mío. Yo percibía sus celos y sus anhelos. Eran por el reportaje. Por mi trabajo. Por lo que una vez había sido y tenido.

– ¿Por qué lo dejaste, hombre? -le pregunté. Esta vez me largó una sarta de mentiras.

– Mi mujer, la familia. No paraba en casa. Una crisis tras otra, ya sabes. Tenía que sacar para todos. Por fin, tuve que elegir. Algunos días pienso que hice bien la elección. Otros, que me equivoqué. Éste es uno de los últimos. Es un reportaje bestial, Jack.

Entonces fui yo el que permanecí un rato en silencio. Warren entró con el coche por el acceso principal del hotel y rodeamos la plaza en dirección a las puertas. A través del parabrisas señaló el lado derecho del hotel.

– ¿Ves eso de ahí abajo? Fue donde le dieron a Reagan. Yo estaba allí. Esperando a sólo metro y medio de Hinckley Hasta me preguntó la hora. No había casi ningún periodista más por allí. Antes de eso, la mayoría de ellos no se molestaban en cubrir los actos públicos del presidente. Pero lo hicieron a partir de entonces.

– Guau.

– Sí, fue un hito.

Lo miré, asentí completamente en serio, y los dos nos pusimos a reír. Ambos conocíamos el secreto. Sólo en el mundo de los reporteros se podía considerar aquello un hito, un momento culminante. Ambos sabíamos que, para un reportero, quizá lo único mejor que presenciar un magnicidio frustrado era presenciar un magnicidio consumado. Siempre y cuando no te cruzaras con una bala en el tiroteo. Abrió la puerta, salí y volví a meter la cabeza en el coche.

– Ahora me has demostrado cuál es tu verdadera identidad, colega. Sonrió.

– Tal vez.

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