18

A la mañana siguiente tuve que esperar hasta las diez para encontrar a Laurie Prine en su puesto, en Denver. Para entonces ya estaba ansioso por acelerar la marcha del día, aunque ella acababa de iniciarlo y tuve que aguantar sus cumplidos y sus preguntas sobre dónde estaba y qué hacía antes de entrar por fin en el tema.

– Cuando me hiciste aquella búsqueda de suicidios policial es, ¿estaba incluido el Boltimore Sun? -Sí.

Lo suponía, pero tenía que comprobado. También sabía que las búsquedas por ordenador a veces pasan cosas por alto.

– Vale, entonces vuelve a buscar en el Sun utilizando sólo el nombre de John McCafferty. Se lo deletreé.

– Bueno. ¿Hasta cuándo me remonto?

– No sé, bastará con cinco años.

– ¿Para cuándo necesitas la información?

– Para ayer.

– Supongo que eso significa que no piensas colgar.

– Así es.

Oí cómo tecleaba las órdenes de búsqueda. Me puse el libro de Poe en el regazo y releí algunos poemas mientras esperaba. Con la luz del día entrando a través de las cortinas, las palabras no me producían el mismo efecto que la noche anterior.

– Vale… ¡Guau! Aquí hay muchas entradas, Jack. Veintiocho. ¿Estás buscando algo en particular?

– Bueno, no. ¿Cuál es la más reciente?

Sabía que ella podía reseguir las entradas mediante los titulares que aparecían en pantalla.

– Vale, la última: «Detective despedido por entrometerse en la muerte de un excompañero.»

– Fantástico -dije-. Tendría que haber aparecido en la primera búsqueda que me hiciste. ¿Puedes leerme algo? La oí teclear de nuevo y esperar a que la noticia completa apareciese en su pantalla.

– Vale, ahí va:

Un detective de la policía de Baltimore fue despedido el lunes por alterar la escena de un crimen y por pretender simular que el que fue su compañero durante mucho tiempo no se había suicidado la pasada primavera.

La decisión la tomó la Junta de Investigaciones Internas contra el detective Daniel Bledsoe, después de una vista a puerta cerrada que duró dos días. A Bledsoe no se le pudo localizar para que lo comentase, pero un compañero inspector que lo representó durante la vista afirmó que el condecorado detective había sido tratado con inusitada dureza por el Departamento en el que sirvió a plena satisfacción durante veintidós años.

Según fuentes oficiales de la policía, el compañero de Bledsoe, el detective John McCafferty, murió de un disparo que se había infligido él mismo el 8 de mayo. El cuerpo fue hallado por su esposa Susan, que telefoneó inmediatamente a Bledsoe. Éste, según las mismas fuentes, acudió al apartamento de su compañero, destruyó una nota que encontró en el bolsillo de la camisa del detective fallecido y alteró otros aspectos de la escena del crimen para hacer que pareciese que McCafferty había sido asesinado por un intruso que se había apoderado del arma del detective. La policía afirma…

– ¿Quieres que siga leyendo, Jack?

– Sí, sigue.

La policía afirma que Bledsoe llegó incluso a disparar otro tiro sobre el cadáver de McCafferty, concretamente en el muslo. Después, Bledsoe le dijo a Susan McCafferty que llamase al 911 y abandonó el apartamento, fingiendo sorpresa más tarde, cuando fue informado de la muerte de su compañero. Al parecer, McCafferty ya había disparado un tiro al suelo de su casa antes de ponerse el arma en la boca para efectuar el disparo fatal.

Los investigadores sostienen que Bledsoe intentó hacer que la muerte pareciese un asesinato para que Susan McCafferty pudiese percibir una gran cantidad de dinero por su muerte, además de una buena pensión si se demostraba que su marido no se había suicidado.

Sin embargo, la conspiración se vino abajo cuando unos investigadores suspicaces interrogaron a fondo a Susan McCafferty sobre lo ocurrido el día en que falleció su marido. Ella acabó admitiendo que había visto lo que hizo Bledsoe.

– ¿Estoy leyendo demasiado deprisa? ¿Estás tomando notas?

– No, ya está bien. Continúa.

– Vale.

Durante la investigación, Bledsoe se negó a reconocer que había participado en la conspiración y declinó el derecho a

declarar en defensa propia durante la vista de la Junta de Investigaciones Interna.

Jerry Liebling, detective amigo de Bledsoe y encargado de su defensa durante la vista, afirmó que Bledsoe había hecho lo que cualquier compañero leal haría por un camarada y amigo. «Todo lo que hizo fue intentar que el trago no fuese tan amargo para la viuda -afirmó Liebling-. Pero los del Departamento se han pasado de la raya. Él intentó hacer lo que le pareció mejor y ahora pierde su empleo, su carrera, su modo de ganarse la vida. ¿Qué clase de mensaje encierra esto para el cuerpo de policía?»

Otros inspectores con los que se mantuvo contacto el lunes expresaron pareceres similares. Pero los oficiales al mando afirman que a Bledsoe se le ha tratado de modo imparcial y citan como signo de compasión el hecho de que no se hayan presentado cargos criminales contra él ni contra Susan McCafferty.

McCafferty y Bledsoe habían trabajado juntos durante siete años y en ese tiempo resolvieron algunos de los asesinatos más importantes ocurridos en la ciudad. A uno de esos asesinatos se atribuyó en parte la muerte de McCafferty.

Según la policía, la depresión de McCafferty por no haber podido resolver el caso del asesinato de PollyAznherst (la maestra de primer grado del colegio privado Hopkins que fue secuestrada, mutilada sexualmente y estrangulada) le llevó a la idea de acabar con su vida. Además, McCafferty estaba teniendo problemas con la bebida. «De este modo, el Departamento no sólo ha perdido un buen inspector -dijo Liebling tras la vista del lunes-. Ha perdido dos. Nunca encontrarán a dos tipos tan buenos como Bledsoe y McCafferty. Realmente, en el Departamento estarán orgullosos hoy. »

– Es todo, Jack.

– Vale. Uf, voy a necesitar que envíes esto a mi buzón de correo electrónico. Llevo el portátil, podré acceder.

– Bueno. ¿Y qué hago con las demás noticias?

– ¿Puedes volver a los titulares? ¿Hay alguno sobre la muerte de McCafferty o son noticias sobre otros casos? Le llevó medio minuto repasar los titulares.

– Parece que todos son sobre otros casos. Hay unos cuantos sobre la maestra de escuela. Nada más sobre el suicidio. Y ya sé por qué la noticia que te acabo de leer no apareció en mi búsqueda del lunes: porque no contiene la palabra «suicidio». Ésa fue la palabra clave que introduje.

Ya me lo había imaginado. Le pedí que enviase las noticias sobre la maestra a mi buzón, le di las gracias y colgué.

Llamé al despacho principal de inspectores del Departamento de Policía de Bal timo re y pregunté por Jerry Liebling.

– Al habla Liebling.

– Detective Liebling, me llamo Jack McEvoy y me pregunto si podría usted ayudarme. Estoy tratando de localizar a Dan Bledsoe.

– ¿Para qué sería?

– Preferiría comentárselo a él.

– Lo siento, pero no puedo ayudarle, y me están llamando por otra línea.

– Verá, sé lo que intentó hacer por McCafferty. Quiero contarle algo que creo que le será de ayuda. Es todo lo que puedo decirle. Pero si usted no me ayuda a mí, está perdiendo una ocasión de ayudarle a él. Puedo darle mi teléfono. ¿Por qué no le llama y se lo da? Deje que sea él quien decida.

Hubo un largo silencio y de pronto me dio la impresión de que no había nadie al otro lado del teléfono.

– ¿Hola?

– Sí, estoy aquí. Mire, si Dan quiere hablar con usted, que hable. Llámele. Está en la guía.

– ¿En la guía telefónica?

– Exacto. Tengo que colgar.

Colgó. Me sentí como un tonto. Ni siquiera había pensado en el listín telefónico porque no conocía a ningún poli que figurase en él. Volví a marcar el número de información de Baltimore y di el nombre del ex inspector.

– No lo tengo en la guía como Daniel Bledsoe -me dijo la telefonista-. Hay un Bledsoe Seguros y un Investigaciones Bledsoe.

– Vale, démelos. ¿Puede darme las direcciones, por favor?

– En realidad, los nombres y números son distintos, pero la dirección es la misma, en Fells Point. Me dio la información y llamé al número de las investigaciones.

Contestó una voz de mujer:

– Investigaciones Bledsoe.

– Sí, ¿puedo hablar con Dan?

– Lo siento, pero no está.

– ¿Sabe usted si estará más tarde?

– Está en su despacho. Sólo que está hablando por teléfono. Esto es un servicio de mensajería. Cuando está fuera o hablando por teléfono sus llamadas suenan aquí. Pero sé que está. No hace ni diez minutos que llamó para ver si tenía algún mensaje. Lo que no sé es por cuánto tiempo. Yo no le llevo la agenda.

Fells Point es una lengua de tierra situada al este del puerto de Baltimore. Los hoteles y establecimientos turísticos dan paso a animados bares musicales y tiendas pequeñas y, más allá, a fábricas de ladrillo y a la Pequeña Italia. En algunas calles, el asfalto ha dejado al descubierto los adoquines y cuando sopla el viento lo invade todo el olor penetrante del mar o el aroma de la fábrica azucarera que está justo al otro lado de la ensenada. Bledsoe Investigaciones y Seguros estaba en un edificio de ladrillo de dos plantas, en el cruce de las calles Caroline y Fleet.

Pasaban unos minutos de la una. En la puerta de la pequeña oficina había un reloj de plástico con manecillas ajustables y las palabras: «Vuelvo a las…» Estaba puesto a la una. Miré a mi alrededor, no vi a nadie que corriese hacia la oficina para llegar a tiempo, pero decidí esperarle de todos modos. No tenía otro sitio adonde ir.

Me acerqué al mercado de la calle Fleet, compré una Coca-Cola y volví a mi coche. Desde el asiento del conductor podía ver la puerta de la oficina de Bledsoe. Llevaba veinte minutos mirándola cuando vi a un hombre, con el cabello negro azabache y barriga de cuarentón sobresaliendo de la chaqueta, que llegaba cojeando ligeramente, la abría y entraba. Salí con la bolsa del portátil y me dirigí hacia él.

La oficina de Bledsoe parecía haber sido en otro tiempo la consulta de un médico, aunque me costaba imaginarme qué clase de doctor podía haber ocupado semejante choza en un barrio obrero como aquél. Había un pequeño recibidor con una ventanilla y un mostrador tras el cual imaginé que en otros tiempos se habría sentado una recepcionista. La ventanilla, de cristal glaseado como los de las duchas, estaba cerrada. Al abrir la puerta había oído un timbrazo, pero nadie respondía a él. Me quedé allí de pie, mirando a mi alrededor. Había un viejo sofá y una mesita baja. La habitación no daba para más. Desplegadas sobre la mesa había unas cuantas revistas, la más actual de las cuales no tenía menos de seis meses: Estaba a punto de gritar ¡hola! o de llamar a la puerta del despacho interior cuando escuché el sonido de la cadena del retrete procedente de alguna parte al otro lado de la ventanilla. Entonces vi una figura borrosa que se movía al otro lado del cristal y se abrió la puerta de la izquierda. Allí estaba el hombre del cabello negro. No me había dado cuenta de que, resiguiéndole el labio, llevaba un bigote tan fino como la carretera de un mapa.

– ¿En qué puedo servirle?

– ¿Daniel Bledsoe? -Yo mismo.

– Me llamo Jack McEvoy Quería preguntarle algo sobre John McCafferty Creo que podemos ayudarnos mutuamente.

– Lo de John McCafferty fue hace mucho tiempo. Se había quedado mirando la bolsa del ordenador.

– No es más que un ordenador -le dije-. ¿Podemos sentamos en algún sitio?

– Claro, ¿por qué no?

Le seguí a través de la puerta y después por un pasillo en el que había tres puertas más, alineadas a la derecha. Abrió la primera y entramos en un despacho revestido de paneles baratos que imitaban madera de arce. De la pared colgaba, enmarcada, su licencia estatal, así como varias fotos de sus tiempos de policía. Todo parecía tan de pacotilla como el bigote, pero yo estaba decidido a seguir adelante. Sabía que tratándose de policías (y suponía que también de ex policías) las apariencias engañan. Conocí algunos en Colorado que aún usarían trajes de poliéster azul claro si todavía los hicieran. No obstante, esos detectives tenían fama de ser los mejores, los más brillantes y los más duros de sus departamentos. Supuse que eso valdría también para Bledsoe. Se sentó tras una mesa con tablero de fórmica negra. No había tenido mucho donde escoger cuando la compró en un almacén de muebles de oficina usados. En la pulida superficie se podía ver claramente una espesa capa de polvo. Me senté frente a Bledsoe en la única silla disponible. El observaba detenidamente mis reacciones.

– Esto era antes una clínica abortista. El tipo se largó para dedicarse a trabajos temporales. Entonces vine yo y no me preocupé por el polvo ni por la decoración. Casi todo mi trabajo lo hago por teléfono, vendiéndoles pólizas a los polis. Y por lo general visito a los clientes que quieren encargarme una investigación. No son ellos los que vienen a verme. Las personas que acuden aquí, por lo general, se limitan a dejar flores en la puerta. En recuerdo de algo, supongo. Me imagino que sacan la dirección de viejas guías telefónicas o algo así. ¿Por qué no me dice qué es lo que viene buscando?

Le conté lo de mi hermano y después lo de John Brooks, el de Chicago. Mientras hablaba me fijé en la expresión escéptica de su cara. Adiviné que me quedaban quizá diez segundos antes de que me echase de allí.

– ¿Qué es esto? -dijo-. ¿Quién le ha enviado aquí?

– Nadie. Aunque creo que le llevo un día de ventaja, más o menos, al FBI. Ya verá como vienen. Se me ocurrió que quizá querría hablar conmigo primero. Ya sé lo que se siente. Verá, mi hermano y yo éramos gemelos. Siempre se ha dicho que los que son compañeros durante mucho tiempo, sobre todo en homicidios, acaban siendo como hermanos. Como gemelos.

Me quedé callado. Me lo había jugado todo, aunque me guardaba el as para el momento en que hiciera falta. Bledsoe daba la impresión de haberse serenado un poco. Quizá su enfado se estaba convirtiendo en confusión.

– Entonces, ¿qué es lo que quiere de mí?

– La nota. Quiero saber lo que McCafferty decía en su nota.

– No existe ninguna nota. Yo no he dicho nunca que hubiera una nota.

– Pero la esposa dijo que la había.

– Pues hable con ella…

– No, creo que es mejor que hable con usted. Le diré una cosa. El autor de estos casos, de algún modo, hace que las víctimas escriban una o dos frases a modo de despedida del que va a suicidarse. No sé cómo lo consigue ni por qué les obliga a hacerla, pero lo hacen. Y siempre se trata de una frase extraída de un poema. Un poema del mismo autor: Edgar Alian Poe.

Alcancé la bolsa del ordenador y abrí la cremallera. Saqué el libro de Poco Lo puse sobre la mesa para que pudiera verlo.

– Creo que su compañero fue asesinado. Usted llegó allí y le pareció un suicidio porque se suponía que era lo que tenía que aparentar. Me apuesto la pensión de su compañero a que la nota que usted destruyó contenía una frase que está en este libro.

Bledsoe iba mirando alternativamente al libro y a mí.

– Al parecer, usted creyó que le debía tanto como para poner enjuego su empleo para que la viuda lo tuviera un poco más fácil.

– Ya, y mire lo que he conseguido. Una mierda de oficina con una mierda de licencia colgada en la pared. Y sentarme en una habitación que se ha usado para separar a los bebés de sus madres. No es muy noble.

– Mire, todos los de su cuerda saben que había algo de nobleza en lo que usted hizo. Si no, no estaría usted vendiéndoles seguros. Usted hizo lo que había que hacer por un compañero. Y ahora debería seguir haciéndolo.

Bledsoe volvió la cabeza y se quedó mirando una de las fotos que había en la pared. Estaba él con otro hombre, rodeando cada uno el cuello del otro, sonriendo despreocupadamente. Parecía haber sido sacada en un bar en los buenos tiempos.

– «Por fin se ha sojuzgado esa fiebre llamada vida» -dijo sin apartar la mirada de la foto. Dejé caer una mano sobre el libro. El ruido nos alarmó a los dos.

– Veamos -dije cogiendo el libro. Había señalado las páginas de los poemas de los que el asesino había extraído sus citas. Encontré la página del poema titulado «AAnnie», lo leí para comprobado; después puse el libro sobre la mesa y le di la vuelta para que pudiera leerlo él.

– Primera estrofa -le dije.

Bledsoe se inclinó para leer el poema:

¡Gracias a Dios! La crisis… el peligro ha pasado, y por fin ha concluido la persistente enfermedad… y por fin se ha sojuzgado esafiebre llamada «Vida».

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