El avión estaba subiendo a nueve mil metros de altitud y todavía no había tenido ocasión de abrir el sobre.
Contenía varios pliegos de facturas referentes a los gastos de habitación de cada agente. Era lo que me imaginaba y enseguida busqué las facturas a nombre de Torzón y me puse a estudiar las conferencias telefónicas que le habían cargado en cuenta.
La factura no mostraba ninguna llamada dirigida a la zona de Maryland, prefijo 301, donde vivía Warren. Pero sí había una llamada a la zona con el prefijo 213: Los Angeles. Me pareció plausible que Warren se hubiera dirigido a Los Angeles para contarles la historia a sus antiguos jefes. Incluso la podía haber escrito allí mismo. La llamada se había hecho a las doce y cuarenta y un minutos del domingo, más o menos una hora después de que Thorson se hubiera registrado en el hotel de Phoenix. Después de utilizar mi tarjeta Visa para acceder al teléfono móvil del respaldo del asiento de delante, la introduje en él y marqué el número que figuraba en la factura del hotel. Inmediatamente contestó una voz de mujer:
– Hotel New Otani, dígame.
Confundido por un instante, me recuperé antes de que colgase y pedí por la habitación de Michael Warren. Me pasó la llamada, pero no contestaba nadie. Supuse que era demasiado temprano para que estuviese en la habitación. Colgué y llamé a información para pedir el teléfono del Times de Los Angeles. Cuando llamé a ese número pedí por la redacción y allí pregunté por Michael Warren. Me pusieron con él.
– Warren -dije.
Era una constatación, un hecho. Un veredicto. Tanto para Thorson como para Warren.
– Sí, ¿en qué puedo ayudarle?
No me había reconocido por la voz.
– Solamente quiero mandarte a tomar por el culo, Warren. Y decirte que algún día voy a escribir un libro sobre este asunto y que lo que me has hecho saldrá en él.
No tenía mucha idea de lo que le estaba diciendo. Sólo sabía que tenía la necesidad de amenazarle y no tenía con qué. Sólo palabras.
– ¿McEvoy? ¿Eres McEvoy? -hizo una pausa para lanzar una risotada-. ¿Qué libro? Yo ya tengo a mi representante por ahí con una propuesta. ¿Qué tienes tú, eh? ¿Qué es lo que tienes? Eh, Jack, ¿tienes siquiera un representante?
Se quedó esperando una respuesta, pero yo no sentía más que ira. Me quedé callado.
– Bueno, ya me parecía -dijo Warren-. Mira, Jack, eres un buen chico y todo eso, y lamento lo ocurrido. De verdad que lo siento. Pero estaba en un aprieto y me había quedado sin trabajo. Esta era mi única oportunidad. Y la aproveché.
– ¡Jodido guipo lias! Era mi reportaje.
Lo dije alzando demasiado la voz. A pesar de que estaba solo en una fila de tres asientos, un hombre me lanzó una mirada indignada desde él otro lado del pasillo. Estaba sentado junto a una anciana que debía de ser su madre y que nunca había oído hablar de aquella manera. Me volví hacia la ventanilla. Fuera todo estaba oscuro. Me puse una mano sobre la otra oreja para poder oír la respuesta de Warren por encima del constante zumbido del avión. Hablaba en voz baja y uniforme.
– El reportaje pertenece a quien lo escribe, Jack. Recuérdalo. La historia es de quien la escribe. Si quieres ponerte contra mí, adelante: escribe el jodido reportaje en vez de llamarme para quejarte. Adelante. Supéralo, si puedes. Aquí me quedo, esperando a verte en la primera plana.
Tenía razón en todo lo que había dicho, y yo lo sabía. Sentía vergüenza hasta por haberle llamado y estaba tan enfadado conmigo mismo como con Warren y Thorson. Pero no podía dejarlo estar.
– Bueno, de todos modos, no cuentes con sacarle nada más a tu fuente -le dije-. A Thorson me lo voy a cargar. Lo tengo cogido por las pelotas. Sé que te llamó el sábado por la noche al hotel. Voy a por él.
– No sé de qué me estás hablando y no quiero hablar de fuentes. Ni contigo ni con nadie.
– No tienes por qué hacerlo. Está en mis manos. Eso está hecho. Si quieres hablar con él a partir de este momento, tendrás que llamarle al equipo de carga de datos de Salt Lake City. Allí es adonde irá a parar.
Usar la referencia de Rachel sobre la Siberia del FBI no me apaciguó. Aún tenía las mandíbulas prietas y estaba esperando su respuesta.
– Buenas noches, Jack -dijo por fin-. Todo lo que se me ocurre decirte es que lo superes, joder, y que te vaya bien.
– Espera un momento, Warren. Contéstame a una pregunta.
Se lo dije con un tono de súplica que no me gustó nada. Y como no contestaba, me lancé.
– La hoja de mi bloc de notas que dejaste en el archivo de la Fundación, ¿lo hiciste a propósito? ¿Lo tenías planeado desde el principio?
– Eso son dos preguntas -dijo, y por el tono de su voz pude adivinar que sonreía-. Ya basta. Y colgó.
Diez minutos más tarde, el avión empezaba a descender y yo empezaba a aplacarme. Gracias, sobre todo, a la ayuda de unBloody Mary bien cargado. También sirvió para apaciguarme el hecho de que ahora podía respaldar con una prueba mi acusación contra Thorson. La verdad era que no podía culpar a Warren. Me había utilizado, pero eso es lo
que hacen los reporteros. ¿Quién lo iba a saber mejor que yo?
No obstante, sí podía culpar a Thorson y lo iba a hacer. No sabía cómo ni cuándo, pero me aseguraría de que la factura de Thorson y el significado de sus llama das telefónicas llegasen a oídos de Backus. Iba a presenciar la caída de Thorson.
Cuando acabé la bebida volví a coger las facturas del hotel que había dejado en la bolsa del respaldo del asiento. Por pura curiosidad, me puse a mirar las de Thorson, analizando las llamadas que había hecho antes y después de hablar con Warren.
Sólo había hecho tres llamadas de larga distancia durante sus dos días de estancia en Phoenix, todas ellas en un lapso de media hora. Estaba la llamada a Warren, el domingo a las doce y cuarenta y un minutos, una cuatro minutos antes a un número con el prefijo 703, y otra a la zona con el prefijo 904, a las doce y cincuenta y seis minutos. Supuse que el prefijo 703 correspondía a la central del FBI en Virginia y, como no tenía otra cosa que hacer, volví a coger el teléfono. Marqué aquel número y me contestaron enseguida.
– FBI, Quantico.
Colgué. Había acertado. Después llamé al tercer número, sin saber siquiera a qué zona correspondía el prefijo 904. Después de tres tonos escuché un agudo chirrido que sólo entienden las máquinas. Esperé hasta que cesó aquel gemido electrónico. Al no obtener respuesta, el ordenador había cortado la comunicación.
Confuso, llamé a información con el prefijo 904 y le pregunté a la telefonista cuál era la ciudad más importante de aquella zona. Me dijo que Jacksonville. Después le pregunté si la zona incluía la ciudad de Raiford y me dijo que sí. Le di las gracias y colgué.
Por las noticias sobre Horace Gomble sabía que el Instituto Correccional Federal (VCI) estaba en Raiford. Allí estaba encarcelado por entonces Horace Gomble, y anteriormente lo estuvo William Gladden. Me preguntaba si la llamada de Thorson a un ordenador con el prefijo 904 tendría alguna relación con la prisión, con Gladden o con Gomble.
Llamé de nuevo a información de la zona con prefijo 904. Esta vez pedí el número de la centralita del VCI de Raiford. Las tres primeras cifras de aquel número, 431, coincidían con las del número al que Thorson había llamado desde el hotel. Me recosté en el asiento y cavilé sobre aquello. ¿Por qué había llamado a la prisión? ¿Tendría conexión directa con un ordenador de la cárcel para poder comprobar la situación actual de Gomble allí o para ver el expediente de Gladden? Recordé que Backus había dicho que comprobaría la situación de Gomble. Posiblemente se lo había encargado a Thorson cuando se encontraron en el aeropuerto el sábado por la noche.
También se me ocurrió otra posibilidad. Thorson me había dicho hacía menos de una hora que habían comprobado a Gladden y quedo habían descartado como sospechoso. Quizás aquella llamada había sido, de algún modo, parte de la comprobación. Pero no sabía qué parte. Lo único que saqué en claro fue que a mí no me habían hecho partícipe de todo lo que hacían los agentes. Había estado allí, entre ellos, pero en algunos aspectos se me había mantenido al margen.
Las demás facturas no me depararon ninguna sorpresa. Las de Cárter y Thompson estaban en blanco. No había llamadas. Backus, según su factura, había llamado al mismo número de Quantico dos veces, sobre la medianoche del sábado y del domingo. Picado por la curiosidad, llamé a aquel número desde el avión. Contestaron inmediatamente.
– Quantico, Central de Operaciones.
Colgué sin decir nada. Me satisfacía saber que Backus había llamado a Quantico mientras Thorson había tenido que estar trayendo y llevando recados y ocupándose de otros asuntos administrativos.
Finalmente, llegué a la factura de Rachel y se apoderó de mí un temblor repentino. Era una sensación que no había experimentado al analizar las otras facturas. Esta vez me sentía como un marido celoso fisgando en los asuntos de su esposa. Experimentaba, al mismo tiempo, la excitación de un mirón y un cierto sentimiento de culpa.
Había hecho cuatro llamadas desde su habitación. Todas eran a Quantico y dos de ellas al mismo número que Backus. La Central de Operaciones. Llamé a uno de los otros números y respondió un contestador automático con su propia voz.
– Aquí la agente especial del FBI Rachel Walling. En este momento no puedo atenderle, pero si deja su nombre y el motivo de su llamada le llamaré en cuanto pueda. Gracias.
Había llamado a su propio teléfono para ver si tenía algún mensaje. Tecleé el último número, al que había llamado el domingo por la tarde, a las seis y diez minutos, y contestó una voz femenina.
– Perfiles, aquí Doran.
Colgué sin decir nada y me supo mal. Apreciaba a Brass, pero no tanto como para ponerla sobre aviso de que estaba comprobando las llamadas que habían hecho sus compañeros.
Cuando acabé con las facturas, las doblé y las guardé otra vez en la bolsa de! ordenador; después volví a colocar el teléfono móvil en su soporte.