En invierno, en Colorado, la tierra sale en mazacotes congelados cuando la excavadora abre una tumba. Mi hermano fue enterrado en el Green Mountain Memorial Park de Boulder, a poco más de kilómetro y medio de la casa donde nos habíamos criado. De niños pasábamos cada día por el cementerio, camino del campamento de verano en Chautauqua Park. No recuerdo que nos hubiéramos fijado nunca en las lápidas al pasar, ni recuerdo haber pensado en los confines del cementerio como nuestra última morada, pero ahora eso es lo que iba a ser para Sean.
Green Mountain se alzaba sobre el cementerio como un enorme altar, haciendo que pareciera aún menor la escasa asamblea reunida en torno a su tumba.
Allí estaban, claro, Riley, junto con sus padres y los míos, Wexler y St. Louis, una veintena de policías, varios amigos de la universidad, con los que ni Sean, ni yo, ni Riley, habíamos tenido contacto, y yo. No fue un entierro policial de rigor, con toda la fanfarria y colorido. Ese ritual estaba reservado para los que caían en el cumplimiento del deber.
Aunque se hubiera podido argüir que se trataba de una muerte en acto de servicio, el Departamento no la había considerado así. De modo que Sean no tuvo derecho al espectáculo y la mayor parte de la policía de Denver se abstuvo de acudir. Muchos de los de uniforme azul consideran que el suicidio puede ser contagioso.
Yo era uno de los portadores del féretro. Ocupaba la primera línea junto con mi padre. En medio iban dos policías a los que no conocía, pero que eran miembros del equipo de Sean en el CAP, y Wexler y St. Louis iban detrás. St. Louis era demasiado alto y Wexler, demasiado bajo. Mutt y Jeff. Esto le daba al ataúd una inclinación desigual por la parte trasera mientras lo portábamos. Debió de resultar algo curioso. Mi mente desvariaba mientras avanzábamos con la carga y pensé en el cuerpo de Sean balanceándose en el interior.
No hablé mucho con mis padres ese día, aunque viajé con ellos en la limusina junto con Riley y sus padres.
Durante años enteros no habíamos hablado de nada importante y ni siquiera la muerte de Sean fue suficiente para salvar la barrera. Algo había cambiado en su comportamiento conmigo tras la muerte de mi hermana, veinte años atrás. Parecía como si yo, como superviviente del accidente, fuera sospechoso precisamente por eso.
Por sobrevivir. También estoy seguro de que desde entonces les habían disgustado todas mis elecciones. Me refiero a una serie continua y creciente de pequeños disgustos que se acumularon como los intereses de una cuenta bancaria, hasta que el saldo fue suficiente para que se refugiaran en una jubilación confortable. Nos sentíamos extraños. Yo sólo iba a verlos en las fiestas de rigor. De modo que ni yo tenía nada importante que decides, ni ellos tenían nada que decirme a mí. Aparte de algún que otro alarido salvaje del llanto de Riley, el interior de la limusina estaba tan silencioso como el interior del féretro de Sean.
Después del funeral me tomé dos semanas de mis vacaciones y una más que el periódico me daba por el duelo, y me fui solo a las Rocosas. Para mí, las montañas nunca habían perdido su esplendor. Era en esas montañas donde más rápidamente cicatrizaban mis heridas.
Me dirigí hacia el oeste por la 70, atravesé el Loveland Pass y superé las cumbres camino de Grand Junction. Lo hice despacio, en tres días. Me detenía a esquiar, a veces me paraba en las áreas de descanso de la carretera sólo para pensar. Después de Grand Junction me desvié hacia el sur para dirigirme a Telluride al día siguiente. Hice todo el camino en un todo terreno. Me instalé en Silverton porque las habitaciones eran más baratas, y me pasé esquiando todos los días de la semana. Las noches las pasaba bebiendo Jagermeister en mi habitación o junto a la chimenea de cualquier albergue de esquiadores. Trataba de extenuar mi cuerpo con la esperanza de que le pasara lo mismo a mi mente. Pero no lo conseguía. Sólo pensaba en Sean. Fuera del espacio. Fuera del tiempo. Su último mensaje era un enigma que no me podía sacar de la cabeza.
Por alguna razón, el noble propósito de mi hermano le había traicionado, le había matado. La pena que me causaba esta sencilla conclusión no remitía, ni siquiera cuando me deslizaba por las pendientes, con el viento colándose bajo las gafas de sol y haciéndome saltar las lágrimas.
Dejé de poner en duda la conclusión oficial, pero no fueron Wexler y St. Louis quienes me convencieron. Lo hice por mí mismo. El tiempo y los hechos habían erosionado mi determinación. Y cada día que pasaba horrorizado por lo que Sean había hecho me resultaba más fácil creerlo y hasta aceptarlo. Además, estaba Riley. Al día siguiente de aquella primera noche me había dicho algo que ni siquiera sabían Wexler y St. Louis. Sean había estado yendo por su cuenta a la consulta de un psicólogo cada semana. Por supuesto, disponía de servicios de consulta a través del Departamento, pero él había escogido esta forma discreta porque no quería que los rumores pudieran desacreditarle.
Con el tiempo comprendí que cuando yo le había pedido que me ayudase a escribir sobre el caso Lofton, él ya estaba visitando al terapeuta. Creo que había intentado evitar que yo sufriese la misma angustia que el caso le había causado a él. Me consolaba pensar que era eso lo que había hecho y traté de profundizar en esa idea durante los días que pasé en las montañas.
Una noche, después de haber bebido mucho, contemplé mi imagen en el espejo de la habitación del hotel imaginándome que me afeitaba la barba y me cortaba el cabello como lo había llevado Sean. Éramos gemelos idénticos -los mismos ojos de color avellana, cabello ligeramente castaño, larguiruchos-, aunque casi nadie lo había notado.
Siempre nos habíamos preocupado mucho de forjar por separado nuestras respectivas identidades. Sean llevaba lentes de contacto y hacía pesas para mantenerse musculoso. Yo llevaba gafas, me dejé la barba ya en la universidad y no había levantado una pesa desde que jugaba a baloncesto en el equipo universitario. También tenía la cicatriz que me hizo aquella mujer en Breckenridge. Mi herida de guerra.
Sean se incorporó al servicio militar al salir del instituto y después a la policía, conservando desde entonces el pelo cortado al cepillo. Más tarde alcanzó el grado de jefe de unidad estudiando a tiempo parcial. Lo necesitaba para ascender en el Departamento. Yo vagué por ahí durante un par de años, viví en Nueva York y en París y después me dediqué por completo a la universidad. Quería ser escritor, pero fui a parar a la prensa. En el fondo de mis pensamientos me decía a mí mismo que sólo era una cosa temporal. Por entonces llevaba diciéndomelo diez años, si no más.
Aquella noche, en la habitación del hotel, estuve mucho tiempo mirándome al espejo, pero no me afeité la barba ni me corté el cabello. Seguía pensando en Sean bajo la tierra helada y sentía un nudo en el estómago. Decidí que cuando me llegase la hora quería ser incinerado. No quería ir a parar bajo el hielo.
Lo que más me obsesionaba era el mensaje. La versión oficial de la policía era la siguiente: Después de salir del hotel Stanley, mi hermano se dirigió por Estes Park hasta el lago Bear, aparcó el coche oficial y dejó el motor en marcha un rato, con la calefacción encendida. Cuando el calor hubo empañado el parabrisas, escribió en él su mensaje con un dedo enguantado. Lo escribió del revés, para que se pudiera leer desde fuera del coche. Sus últimas palabras para un mundo que incluía un padre, una madre, una esposa y un hermano gemelo.
Fuera del espacio. Fuera del tiempo.
No lo podía entender. ¿Tiempo para qué? ¿Espacio para qué? Sean había llegado a alguna conclusión desesperada, pero no había recurrido ni a mí, ni a mis padres ni a Riley. ¿Nos correspondía a nosotros ayudarle, pese a no conocer sus heridas secretas? En la soledad de la carretera, llegué a la conclusión de que de ningún modo. Debería habérnoslo dicho. Debería haberlo intentado. Al no haberlo hecho nos había privado de la oportunidad de rescatarlo de su propia pena y sentimiento de culpa. Me di cuenta de que gran parte de mi pena, en realidad, era cólera. Estaba enfadado con él, mi hermano gemelo, por lo que me había hecho.
Pero es difícil guardar rencor a los muertos. Yo no podía seguir enfadado con Sean. Y el único modo de aliviar mi ira era poner en duda aquella versión. Y así la rueda volvía a girar. Negación, aceptación, ira. Negación, aceptación, ira.
Durante mi último día en Telluride llamé a Wexler. Estoy seguro de que no le gustó nada oírme.
– ¿Habéis encontrado al informante, al del Stanley?
– No, Jack, no ha habido suerte. Ya te dije que te lo haría saber.
– Lo sé. Sólo que sigo haciéndome preguntas. ¿Tú no?
– Déjalo estar, Jack. Estaremos mejor cuando podamos dejarlo.
– ¿Qué hay de la SIU? ¿También lo han dejado? ¿Caso cerrado?
– Casi, casi. No he hablado con ellos esta semana.
– Entonces ¿por qué seguís buscando al informante?
– También me hago preguntas, como tú. Sólo cabos sueltos.
– ¿Has cambiado de opinión sobre Sean?
– No. Sólo quiero poner las cosas en orden. Me gustaría saber de qué habló con el informante, si es que hablaron. El caso Lofton sigue abierto, ya sabes. No me importaría resolverlo por Sean.
Noté que ya no le llamaba Mac. Sean ya no era de la panda.
El lunes siguiente volví al trabajo en el Rocky Mountain News. Al entrar en la redacción sentí que las miradas se clavaban en mí, pero no era una sensación nueva. A menudo sentía que me miraban al entrar. Yo tenía un trabajo con el que todos los de la redacción soñaban. Sin agobias diarios, sin cierres diarios. Tenía libertad para recorrer toda el área de difusión del Rocky Mountain y escribir sobre un tema. Asesinatos. A todo el mundo le gusta una buena historia de crímenes. Algunas veces había desmenuzado todo el proceso de un tiroteo, contando las historias del tirador y de la víctima y su colisión fatal. Otras veces había escrito sobre un crimen de la alta sociedad en Cherry Hill o sobre un tiroteo en un bar de Leadville. Intelectuales y paletos, crímenes de poca monta y asesinatos importantes. Mi hermano tenía razón: eso vendía periódicos si lo contabas bien. Y yo lo hacía. Me tomaba el tiempo necesario y lo contaba bien. Sobre mi mesa, junto al ordenador, había una pila de periódicos que medía un palmo de altura. Era mi fuente principal de reportajes. Estaba suscrito a todos los diarios, semanarios y revistas mensuales que se publicaban desde Pueblo hasta Bozeman. Me servían para rastrear pequeñas historias sobre asesinatos que pudiera convertir en grandes reportajes. Siempre había mucho donde escoger. En los dominios del Rocky Mountain mantenía una veta de violencia desde los tiempos de la fiebre del oro. No tanta violencia como en Los Ángeles, Miami o Nueva York, ni mucho menos. Pero a mí nunca me faltaba material. Siempre andaba buscando algo nuevo o diferente sobre el crimen o la investigación, un golpe de efecto o un toque de melancolía. Mi trabajo consistía en explotar esos elementos.
Pero aquella mañana no buscaba ideas para un reportaje. Empecé por escudriñar el montón de, ediciones atrasadas del Rocky y de nuestro competidor, el Post. Los suicidios no figuran en la dieta habitual de los diarios a menos que hayan ocurrido en extrañas circunstancias. La muerte de mi hermano entraba en esa categoría. Pensé que era muy posible que
se hubiera publicado algo. Tenía razón. Aunque el Rocky no había publicado nada, probablemente por tener un detalle conmigo, el Post del día siguiente a la muerte de Sean traía una noticia a tres columnas al pie de una de las páginas de local.
UN DETECTIVE SE SUICIDA EN EL PARQUE NACIONAL
Un veterano detective de la policía de Denver, que investigaba el asesinato de la estudiante de la Universidad de Denver Theresa Lofton, fue hallado muerto por una herida de bala que al parecer se había disparado él mismo el jueves en el parque nacional de las Rocosas, según fuentes oficiales.
Sean McEvoy, de treinta y cuatro años, fue hallado en su coche patrulla sin distintivos, que estaba estacionado en un aparcamiento del lago Bear, junto a la entrada de Estes Park.
El cuerpo del detective fue descubierto por un guarda forestal que oyó un disparo sobre las cinco de la tarde y acudió al aparcamiento a investigar.
Las autoridades del parque han pedido al Departamento de Policía de Denver que investigue la muerte, y el caso está en manos de la Unidad de Investigaciones Especiales (SID). El detective Robert Scalari, que dirige la investigación, declaró que hay indicios preliminares de que se trata de un suicidio.
Scalari informó de que se había hallado una nota en el lugar de la muerte, pero se negó a hacer público su contenido. Dijo que se cree que McEvoy estaba desanimado ante ciertas dificultades de tipo profesional, pero también se negó a hablar sobre los problemas que tenía. McEvoy, que se crió y aún vivía en Boulder, estaba casado, pero no tenía hijos. Llevaba doce años en el Departamento de Policía, en el que ascendió rápidamente a un puesto en la unidad de Delitos Contra Personas Físicas (CAP), que lleva las investigaciones de todos los delitos violentos en la ciudad.
McEvoy era actualmente jefe de la unidad y recientemente había dirigido las investigaciones sobre la muerte de Theresa Lofton, de diecinueve años, que fue hallada estrangulada y mutilada hace tres meses en Washington Park.
Scalari se negó a comentar si el caso Lofton, que sigue sin resolver, se citaba en la nota de McEvoy o era una de las dificultades profesionales que supuestamente le afectaban.
Scalari señaló que no se sabe por qué McEvoy acudió a Estes Park antes de suicidarse y añadió que la investigación sobre la muerte sigue adelante.
Leí la noticia dos veces. No contenía nada que yo no supiera, pero me provocaba una extraña fascinación. Quizá porque creía que sabía o que empezaba a tener una idea de por qué Sean había ido a Estes Park y había hecho todo el camino hasta el lago Bear. Había una razón, pero yo no quería pensar en ella. Recorté el artículo, lo puse en una carpeta y guardé ésta en un cajón del escritorio.
Mi ordenador emitió un pitido y apareció un mensaje en lo alto de la pantalla. Era una llamada del redactor jefe en Denver. Había vuelto al trabajo.
El despacho de Greg Glenn estaba al fondo de la sala de redacción. Una de las paredes era de vidrio y le permitía ver las hileras de mesas en que trabajaban los reporteros y, a través de las ventanas que daban al oeste, las montañas cuando no las tapaba la polución.
Glenn era un buen jefe, que en una noticia valoraba la redacción por encima de todo. Eso era lo que me gustaba de él. En este oficio hay dos escuelas de redactores jefe. A unos les gustan los hechos y atestan con ellos la noticia hasta dejarla tan sobrecargada que nadie la va a leer entera. A otros les gustan las palabras y nunca dejan que los hechos se interpongan. Glenn me gustaba porque me dejaba escribir y casi se puede decir que me permitía escoger el tema. Nunca me metía prisas por un original y nunca me daba la paliza para que lo entregase. Hacía tiempo que intuía que todo lo que me gustaba cambiaría si él dejaba el periódico, si lo degradaban o lo promocionaban fuera de la redacción. Los redactores jefe se construyen sus propios nidos. Si él se iba, lo más probable es que yo me viera de nuevo trabajando en los sucesos, escribiendo sueltos basados en notas policiales. Cubriendo crímenes de poca monta.
Me senté en el sillón acolchado que había ante su escritorio, mientras él acababa una conversación telefónica. Glenn tenía unos cinco años más que yo. Cuando entré en el Rocky, diez años atrás, él era uno de los reporteros estrella, como yo ahora. Pero, finalmente, entró a formar parte de la dirección. Ahora iba siempre de traje, tenía sobre la mesa una de esas estatuillas de un futbolista de los Broncos que movía la cabeza, pasaba más tiempo al teléfono que en cualquier otra actividad y estaba siempre atento a los vientos políticos que soplaban desde la oficina central de la empresa en Cincinnati. Era un cuarentón con barriga, mujer, dos hijos y un buen sueldo que no alcanzaba para comprar una casa en el barrio en el que su esposa quería vivir. Me lo había contado todo tomando una cerveza en el Wynkoop, la única noche que habíamos salido juntos en los últimos cuatro años.
Clavadas en una pared del despacho de Glenn estaban las portadas de los últimos siete días. Lo primero que hacía cada día era quitar la más antigua y poner la última. Supongo que lo hacía para seguir el rastro de las noticias y la continuidad de su cobertura. O quizá porque, como ya no firmaba nunca nada, el poner las páginas allí era un modo de recordarse a sí mismo que era el responsable. Glenn colgó el teléfono y me miró.
– Gracias por venir -me dijo-. Sólo quería decirte otra vez que siento lo de tu hermano. Y que si quieres tomarte más tiempo, no hay ningún problema. Nos apañaremos.
– Gracias, pero ya he vuelto.
Asintió, pero no hizo ningún gesto que diera por terminada la conversación. Yo sabía que me había llamado por algo más.
– Bueno, pues a trabajar. ¿Tienes algo entre manos? Por lo que recuerdo, estabas buscando un nuevo proyecto cuando… cuando ocurrió. Me imagino que si estás de vuelta lo mejor será que estés ocupado en algo. Ya sabes, otra vez a sumergirse.
Fue en ese momento cuando supe lo que iba a hacer a continuación. Bueno, de hecho era algo que estaba en mi cabeza. Pero no había salido a la superficie hasta que Glenn me planteó la cuestión. Entonces, por supuesto, resultó obvio.
– Vo y a escribir sobre mi hermano -le dije.
No sé si era eso lo que Glenn esperaba que le dijese, pero creo que sí. Creo que le había echado el ojo a la historia desde que se enteró de que los polis habían venido a buscarme a la sala de espera para contarme lo que había hecho mi hermano. Probablemente era lo bastante sagaz para saber que no me tendría que sugerir ese reportaje, que se me ocurriría a mí mismo. Le bastó con plantearme una simple pregunta.
En cualquier caso, mordí el anzuelo. Y eso cambió toda mi vida. Con la misma claridad con que se puede trazar la línea de la vida en retrospectiva, la mía cambió con aquella frase, en el momento en que le dije a Glenn lo que iba a hacer. Por entonces creía que sabía algo acerca de la muerte. Creía que sabía algo sobre el mal. Pero no sabía nada.