6

No llegué al aparcamiento del lago Bear hasta pasadas las cinco. Me di cuenta de que estaba exactamente como mi hermano lo había encontrado: desierto. El lago estaba helado y la temperatura descendía rápidamente. El cielo era de color púrpura y empezaba a anochecer. Demasiado desapacible para que hubiera paseantes o turistas por allí.

Mientras conducía por el aparcamiento me pregunté por qué mi hermano había elegido aquel lugar. Que yo supiera, no tenía nada que ver con el caso Lofton, pero creía saber la respuesta. Aparqué donde él lo había hecho y me quedé sentado, pensando.

Se veía una luz en el techo del porche de la caseta del guardabosques. Decidí subir a ver si Pena, el testigo, estaba allí. Entonces me asaltó otra idea. Me deslicé al asiento derecho del Tempo. Hice un par de inspiraciones profundas, abrí la puerta y empecé a correr hacia la parte del bosque más próxima al coche. Mientras corría iba contando despacio en voz alta. Había contado hasta once cuando llegué al borde del banco de nieve y conseguí ponerme a cubierto.

De pie entre los árboles, con los pies hundidos en un palmo de nieve y sin botas, me agaché y apoyé las manos en las rodillas mientras recuperaba la respiración. No había modo de que alguien hubiera disparado y luego llegado hasta el bosque para ocultarse si Pena había salido de la caseta tan rápidamente como había declarado. Finalmente, dejé de jadear y me dirigí hacia la caseta del guarda dudando sobre cómo presentarme, si como periodista o como hermano.

Vi a Pena a través de la ventana. Pude leer su nombre en la placa del uniforme. Estaba cerrando el escritorio. A punto de marcharse.

– ¿Puedo ayudarle en algo, señor? Estoy a punto de cerrar.

– Sí, me preguntaba si podría aclararme un par de dudas.

Salió mirándome con recelo, pues era obvio que yo no iba vestido para una excursión por la nieve. Iba con tejanos, unas Reebok y una camisa de pana debajo de un grueso jersey de lana. Me había dejado la gabardina en el coche y tenía mucho frío.

– Me llamo Jack McEvoy.

Esperé un momento a ver si le sonaba. No fue así.

Probablemente sólo había visto el nombre escrito en los informes que había tenido que firmar, o en los periódicos. Su pronunciación -Mac-a-voy- no concordaba con las letras.

– Mi hermano… era el hombre que usted encontró hace un par de semanas.

Señalé hacia el aparcamiento.

– Ah -dijo él, dándose por enterado-. En el coche. El oficial.

– Uf, he estado todo el día con la policía, mirando los informes y todo eso. Y quise acercarme a echar un vistazo. Es duro… ya sabe, admitirlo.

Asintió tratando de ocultar una furtiva mirada a su reloj.

– Sólo quería hacerle unas preguntas. ¿Estaba usted ahí dentro cuando oyó el disparo?

Hablé con rapidez, sin darle tiempo a que me interrumpiera.

– Sí -dijo. Me miró como si intentase tomar una decisión y la tomó. Continuó-. Estaba cerrando precisamente como esta tarde, a punto de irme a casa. Lo oí. Fue una de esas cosas que, de algún modo, reconoces. No sé por qué. En realidad, lo que pensé era que podían ser cazadores furtivos de venados. Salí rápidamente y el primer sitio donde miré fue el aparcamiento. Vi el coche. Pude verle a él dentro. Las ventanas estaban casi totalmente empañadas, pero pude verlo. Estaba detrás del volante. Por la forma en que estaba caído hacia atrás, supe enseguida lo que había ocurrido… Lo siento, era su hermano.

Asentí mientras escrutaba la caseta del guarda. No tenía más que una minúscula oficina y un almacén.

Pensé que cinco segundos probablemente era una estimación generosa del tiempo transcurrido desde que Pena oyó el disparo hasta que avistó el aparcamiento.

– No sufrió -dijo Pena.

– ¿Qué?

– Por si es lo que quiere saber, no creo que hubiera dolor físico. Cuando llegué al coche ya estaba muerto. Fue instantáneo.

– Los informes de la policía dicen que no pudo llegar hasta él. Las puertas estaban bloqueadas.

– Sí, intenté abrir la puerta, pero puedo decirle que él ya había fallecido. Volví aquí para hacer las llamadas.

– ¿Cuánto tiempo cree usted que llevaba aparcado allí antes de hacerlo?

– No lo sé. Como le dije a la policía, desde aquí no veo el aparcamiento. Llevaba en la caseta, ya había entrado en calor, bueno, diría que al menos media hora cuando oí el disparo. Podía llevar aparcado allí todo ese tiempo. Pensándoselo, supongo.

Asentí.

– ¿Lo vio usted en el lago? Ya sabe, antes del disparo.

– ¿En el lago? No. No había nadie en el lago. Me quedé pensando, intentando que se me ocurriera algo más.

– ¿Había venido aquí por algún motivo? -me preguntó Pena-. Como le decía, ya sé que era oficial de policía. Negué con la cabeza. No quería hablar de ello con un extraño. Le di las gracias y empecé a bajar hacia el

aparcamiento mientras él cerraba con llave la puerta de la cabaña. El Tempo era el único coche que había en el estacionamiento. Me acordé de algo y me volví.

– ¿Con qué frecuencia lo barren?

Pena se adelantó desde la puerta.

– Después de cada nevada.

Asentí y se me ocurrió otra cosa.

– ¿Dónde aparca usted?

– Tenemos un cercado a unos ochocientos metros bajando por la carretera. Aparco allí, subo el sendero por la mañana y lo bajo a la hora de marcharme.

– ¿Quiere que le lleve?

– No, gracias. Llegaré antes por el sendero.

Durante todo el camino de vuelta a Boulder estuve pensando en la última vez que había estado en el lago Bear. También fue en invierno. Pero el lago no estaba helado, no del todo. Y al irme de allí aquella vez, me sentía igual de frío y solo. Y culpable.

Riley parecía haber envejecido diez años desde la última vez que la vi, en el funeral. Aun así, en cuanto abrió la puerta me sorprendió darme cuenta de algo que antes no había percibido. Theresa Lofton parecía una Riley McEvoy a los 19 años. Me preguntaba si Scalari o alguien había interrogado a los psiquiatras sobre esto.

Me hizo entrar. Sabía que no tenía buen aspecto. Al abrir la puerta se había llevado casualmente una mano a la cara para tapársela. Trató de sonreír. Pasamos a la cocina y me preguntó si quería que hiciera un café, pero le dije que no iba a estar mucho tiempo. Me senté a la mesa. Siempre que los visitaba nos reuníamos en torno a la mesa de la cocina. Y aquello no había cambiado aunque no estuviera Sean.

– Quería decirte que voy a escribir sobre Sean. Guardó silencio durante un rato, sin mirarme. Se levantó y empezó a vaciar el lavaplatos. Yo esperaba.

– ¿Tienes que hacerlo? -me preguntó por fin.

– Sí… Creo que sí.

No dijo nada.

– Vo y a llamar al psicólogo, Dorschner. No sé si querrá hablar conmigo, aunque ahora que Sean ya no está no veo por qué no. Aunque, uf, quizás él te llame para pedirte permiso…

– No te preocupes, Jack. No intentaré detenerte.

Asentí agradecido, pero noté cierta ironía en sus palabras.

– Hoy he estado con los polis, y he subido al lago.

– No quiero hablar de eso, Jack. Si quieres escribir, es cosa tuya. Tú haz lo que tengas que hacer. Pero yo he decidido que no quiero hablar de ello. Y si escribes sobre Sean, tampoco quiero leerlo. Yo también tengo que hacer lo que debo.

Asentí y le dije:

– Lo comprendo. Sin embargo, hay una cosa que necesito preguntarte. Después te dejaré al margen.

– ¿Qué quiere decir que me dejarás al margen? -me preguntó airadamente-. Me gustaría poderme quedar al margen. Pero estoy dentro. Estoy dentro para el resto de mi vida. ¿Quieres escribir sobre ello? ¿Crees que así te quitarás el peso de encima? ¿Y yo qué hago, Jack?

Bajé los ojos. Quería desaparecer, pero no sabía cómo hacerlo. Sentía su dolor y su ira como el calor de un horno cerrado.

– Tú quieres saber de esa chica -me dijo en voz baja, más tranquila-. Eso era lo que preguntaban todos los detectives.

– Sí. ¿Por qué este caso…?

No sabía cómo plantear la pregunta.

– ¿Por qué este caso le hizo olvidar todo lo bueno de la vida? La respuesta es que no lo sé. No lo sé, maldita sea.

De nuevo vi aparecer en sus ojos la ira y las lágrimas. Era como si su marido la hubiera dejado por otra mujer. Y allí estaba yo, lo más parecido en carne y hueso a Sean que volvería a ver jamás. No era extraño que volcase sobre mí todo su pesar y su ira.

– ¿Hablaba del caso contigo? -le pregunté.

– No mucho. De vez en cuando me contaba algo de sus casos. Este último no parecía diferente de los demás, salvo por lo que le pasó a ella. Me contó lo que el asesino le había hecho. Me contó cómo tuvo que verla. Después, quiero decir. Sabía que le preocupaba, pero había muchas cosas que le preocupaban. Muchos casos. No quería que nadie se le escapase. Siempre decía eso.

– Pero esta vez fue a ver a ese médico.

– Había tenido pesadillas y le dije que debería ir. Le obligué a ir.

– ¿Qué soñaba?

– Que estaba allí. Ya sabes, cuando le ocurrió eso a ella. Soñaba que lo estaba viendo, pero que no podía hacer nada para impedido.

El relato me hizo recordar otra muerte, de mucho tiempo atrás. La de Sarah. Cayendo por el hielo. Recordé la sensación de impotencia al verlo y ser incapaz de hacer algo. Miré a Riley.

– ¿Sabes por qué Sean subió allí?

– No.

– ¿Fue por Sarah?

– Te he dicho que no lo sé.

– Eso fue antes de que os conocierais. Pero allí es donde murió. Un accidente…

– Lo sé, Jack. Pero no sé qué tiene que ver. No ahora.

Yo tampoco. Era una de las muchas ideas confusas, pero no me la podía quitar de la cabeza.

Antes de regresar a Denver me dirigí al cementerio. No sabía lo que hacía. Era de noche y había nevado dos veces desde el funeral. Necesité un cuarto de hora sólo para encontrar el sitio donde estaba enterrado Sean. Todavía no tenía lápida. Lo encontré por la que estaba a su lado. La de mi hermana.

En la tumba de Sean había un par de jarros con flores congeladas y una etiqueta plastificada con su nombre clavada en la nieve. En la de Sarah no había flores. Me quedé un rato mirando la tumba de Sean. Era una noche clara y la luz de la luna me bastaba para ver. Mi aliento formaba nubes de vapor.

– ¿Cómo ocurrió, Sean? -pregunté en voz alta-. ¿Cómo fue?

Me di cuenta de lo que estaba haciendo y miré a mi alrededor. Era la única persona que había en el cementerio. La única viva. Pensé en lo que Riley había dicho de que Sean no quería que nadie se le escapase. Y pensé en lo poco que me importaban a mí esas cosas, mientras me proporcionasen material para un reportaje de dos páginas y media. ¿Cómo nos habíamos distanciado tanto? Mi hermano y yo. Mi hermano gemelo. No lo sabía. Sólo me entristecía. Me hacía sentir que quizá no era yo el que tenía que quedar en este mundo.

Recordé lo que Wexler me había dicho aquella primera noche, cuando vino a buscarme y me contó lo de mi hermano. Hablaba de toda la mierda que sale del tubo y que acabó siendo demasiada para Sean. Aún me parecía increíble. Pero tenía que creer en algo. Pensé en Riley y en las fotos de Theresa Lofton. Y pensé en mi hermana escurriéndose entre el hielo. Entonces creí que el asesinato de la chica había hundido a mi hermano en la más profunda desesperación. Creí que le habían acosado esa desesperación y esos cristalinos ojos azules de la chica que había sido cortada en dos. Y, puesto que no tenía un hermano al que recurrir, recurrió a su hermana. Subió hasta el lago que se la llevó a ella. Y se fue con ella.

Salí del cementerio sin volver la vista atrás.

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