9

Terminé con las cuatro páginas de notas que luego resumí, después de una hora de estudio y reflexión, en seis líneas de taquigráficas preguntas a las que tenía que encontrar respuesta. Había descubierto que si enfocaba los hechos del caso desde la perspectiva contraria, considerando que Sean había sido asesinado y no que se había quitado la vida, percibía algo que a los polis posiblemente se les había pasado por alto. Su error había sido su predisposición a creer, y por tanto a admitir, que Sean se había suicidado. Conocían a Sean y sabían que estaba agobiado por el caso de Theresa Lofton. O quizás era algo que todo policía podía creer de cualquier otro policía. Quizá todos ellos habían visto demasiados cadáveres y lo único sorprendente era que no se suicidaran. Pero cuando escudriñé los hechos con ojos incrédulos descubrí lo que a ellos se les había pasado por alto.

Me puse a estudiar la lista que había anotado en mi cuaderno:

Pena: ¿las manos?

después… ¿cuánto tiempo?

Wexler/Scalari: ¿el coche?

¿la calefacción?

¿el cierre?

Riley: ¿los guantes?

A Riley podía preguntarle por teléfono. Marqué su número y estaba a punto de colgar después de seis timbrazos cuando ella descolgó.

– ¿Riley? Soy Jack. ¿Estás bien? ¿Es un mal momento?

– ¿Cuándo es un buen momento?

Le sonaba la voz como si hubiera bebido.

– ¿Quieres que lo deje, Riley? Lo dejo…

– No, Jack, no. Estoy bien. Es sólo, ya sabes, uno de esos días tristes. Sigo pensando en él, ¿sabes?

– Sí. Yo también pienso en él.

– Entonces ¿cómo es que estuviste tanto tiempo sin aparecer por aquí antes de que él se fuera y…? Perdona, no debería hablarte, así… Me quedé callado un instante.

– No lo sé, Riles. Nos habíamos peleado por algo. Le dije algunas cosas que no debía. Él también, supongo. Creí que nos vendría bien dejar que las cosas se enfriaran… Pero lo hizo antes de que pudiera reconciliarme con él.

Me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no la llamaba Riles. Me preguntaba si lo habría notado.

– ¿Por qué fue la pelea?, ¿por la chica partida en dos?

– ¿A qué viene eso? ¿Te lo contó él?

– No. Sólo lo supongo. Si a él le tenía absorto, ¿por qué no a ti? En eso estaba pensando.

– Riley, tú has… Mira, no te conviene darle más vueltas. Trata de pensar en las cosas buenas.

Casi me vine abajo. Estuve a punto de decirle que me habría gustado poderle ofrecer algo que aliviase su dolor. Pero era demasiado pronto. -Es duro esto.

– Lo sé, Riley. Lo siento. No sé qué decirte.

Se hizo un largo silencio entre los dos. No se oía ningún ruido de fondo. Ni música, ni televisión. Me preguntaba qué estaría haciendo en casa sola.

– Mamá me ha llamado hoy. Le contaste lo que estaba haciendo.

– Sí. Creí que debería saberlo. No dije nada.

– ¿Qué es lo que quieres, Jack? -preguntó ella finalmente.

– Sólo una pregunta. Quizás esté fuera de lugar, pero ahí va. ¿Te devolvieron los polis los guantes de Sean o te los enseñaron?

– ¿Sus guantes?

– Los que llevaba aquel día.

– No. No me los han dado. Nadie me habló de ellos.

– Bien, entonces, ¿qué tipo de guantes llevaba?

– De piel. ¿Por qué?

– Es sólo algo que estoy barajando. Ya te lo contaré más tarde si me sirve de algo. ¿De qué color eran? ¿Negros?

– Sí. De piel negra. Creo que estaban forrados por dentro.

Su descripción se correspondía con los guantes que yo había visto en las fotos de la escena del crimen. En realidad, eso no era nada significativo. Sólo un extremo a comprobar, un eslabón más de la cadena.

Seguimos hablando unos minutos y le pregunté si quería cenar conmigo esa noche, puesto que estaría en Boulder,

pero me dijo que no. Después de eso colgamos. Estaba preocupado por ella y esperaba que la conversación -aunque sólo fuera por el contacto humano- le levantara el ánimo. De todos modos, consideré la posibilidad de dejarme caer por su casa después de terminar lo que tenía que hacer.

Mientras cruzaba Boulder pude ver cómo se iban formando nubes de nevada por encima de las cumbres de Fiat Irons. Sabía por haberme criado allí que podían descargar con fuerza cuando llegasen. Esperaba que el Tempo de la empresa que conducía tuviera cadenas en el maletero, pero sabía que era improbable.

En el lago Bear encontré a Pena fuera de la cabana, hablando con un grupo de esquiadores de fondo que pasaban por allí. Mientras esperaba me acerqué al lago. Observé que en varios lugares la gente había quitado la nieve hasta dejar el hielo al descubierto. Di unos pasos cautelosos por el lago helado, miré por una de aquellas aberturas de color azul-negro y me imaginé las profundidades. Sentí un ligero temblor en las entrañas. Veinte años atrás, mi hermana se había escurrido entre el hielo y había muerto en aquel lago. Ahora, mi hermano había muerto en su coche a menos de cincuenta metros de allí. Mientras miraba el hielo ennegrecido recordé haber oído contar que algunos peces del lago se congelaban en invierno, pero cuando llegaba el deshielo, en primavera, se despertaban y abandonaban su letargo. Me preguntaba si sería cierto y pensé que era una lástima que las personas no hicieran lo mismo.

– Usted otra vez. Me volví y vi a Pena.

– Sí, lamento molestarle. Sólo querría hacerle unas preguntas más.

– No se preocupe. Me habría gustado poder hacer algo antes, ¿sabe? Quizás haberlo visto llegar y haber acudido por si necesitaba ayuda. No sé.

Habíamos empezado a caminar hacia la cabana.

– No sé si alguien hubiera podido hacer algo -contesté sin saber qué decir.

– Bueno, ¿cuáles son esas preguntas? Saqué mi cuaderno de notas.

– Uf, la primera: cuando usted llegó al coche ¿le vio las manos? ¿Dónde las tenía? Siguió caminando en silencio. Pensé que estaba reconstruyendo mentalmente el incidente.

– ¿Sabe? -dijo por fin-. Creo que le vi las manos. Porque en cuanto llegué y lo vi me figuré enseguida que se había disparado. De modo que estoy casi seguro de que le miré las manos para ver si aún sostenía el arma.

– ¿La tenía?

– No. La vi en el asiento de al lado. Había caído sobre el asiento.

– ¿Recuerda usted si llevaba puestos unos guantes cuando miró al interior?

– Guantes… guantes -dijo, como si tratara de arrancarle una respuesta al banco de datos de su cerebro. Después de otra larga pausa, añadió-: No lo sé. No tengo la imagen en la memoria. ¿Qué dice la policía?

– Bueno, sólo intento comprobar si lo recuerda.

– Pues no puedo recordarlo, lo siento.

– Si la policía se lo pidiera, ¿se dejaría hipnotizar? Para ver si se lo podían sacar de esa manera.

– ¿Hipnotizarme? ¿Esas cosas hacen? -Aveces, si es necesario.

– Bueno, si fuera necesario supongo que lo haría.

Estábamos frente a la cabana. Me quedé mirando al Tempo, que había estacionado en el mismo lugar en que lo había hecho mi hermano.

– Otra cosa que quiero preguntarle es sobre el tiempo. El informe policial dice que usted avistó el coche a los cinco segundos de oír el disparo. Y en cinco segundos no hay manera de que alguien corriera desde el coche hasta el bosque sin que usted lo viera.

– Cierto. No hay manera. Lo habría visto.

– De acuerdo, ¿y después?

– ¿Después de qué?

– Después de que usted fuera hasta el coche y viera que el hombre estaba muerto. El otro día me dijo que volvió a la cabana e hizo un par de llamadas, ¿no es cierto?

– Sí, al 911 ya mi jefe.

– De modo que estaba usted dentro de la cabana y no podía ver el coche, ¿verdad?

– Cierto.

– ¿Durante cuánto tiempo?

Pena, dándose cuenta de lo que yo pretendía, comentó:

– Pero eso no tiene importancia, porque él estaba solo en el coche.

– Ya lo sé, pero dígame: ¿durante cuánto tiempo?

Se encogió de hombros como diciendo ¿qué demonios?, y volvió a guardar silencio. Después entró en la cabana e hizo con la mano el gesto de descolgar el teléfono.

– Llamé al 911. Me contestaron muy rápido. Tomaron nota de mi nombre y de lo que había visto, y eso llevó algún tiempo. Después volví a telefonear y pregunté por Dough Paquin, que es mi jefe. Dije que era una emergencia y me comunicaron con él enseguida. Se puso al teléfono y le conté lo que había pasado, entonces me ordenó que saliera y

que no perdiera de vista el coche hasta que llegase la policía. Eso fue todo. Entonces salí.

Consideré todo aquello y llegué a la conclusión de que probablemente había perdido de vista el Caprice durante al menos treinta segundos.

– La primera vez que fue al coche, ¿comprobó todas las puertas para ver si alguna se podía abrir?

– Solamente la del conductor. Pero estaban todas bloqueadas.

– ¿Cómo lo sabe?

– Cuando llegaron los policías lo intentaron y estaban todas cerradas por dentro. Tuvieron que usar una de esas palanquetas para hacer saltar el mecanismo de bloqueo.

Asentí y le dije:

– ¿Y el asiento trasero? Usted me comentó ayer que las ventanas estaban empañadas. ¿Se acercó lo suficiente al cristal para mirar directamente el asiento trasero? ¿Y al suelo?

Pena comprendió entonces lo que le estaba preguntando. Se quedó pensativo un instante y sacudió la cabeza negativamente.

– No, no miré directamente la parte trasera. Me limité a pensar que el hombre estaba solo y ya está.

– ¿Le han hecho los policías estas preguntas?

– No, realmente no. Creo que sé adonde quiere ir a parar. Asentí.

– Una cosa más. Cuando usted llamó, ¿le dijo a alguien que era un suicidio o sólo que había habido un disparo?

– Yo… -sus ojos buscaban por entre las nubes de su memoria-. Sí, dije que alguien había subido aquí y se había suicidado. Sólo eso. Supongo que lo tendrán grabado.

– Es probable. Muchas gracias.

Inicié el regreso a mi coche mientras empezaban a caer los primeros copos. Oí que Pena me llamaba.

– ¿Qué hay de lo de hipnotizarme?

– Ya le llamarán si quieren hacerlo.

Antes de entrar en el coche miré en el maletero. No había cadenas.

De regreso a Boulder me detuve en una librería llamada, con bastante acierto, «La calle Morgue» y elegí un volumen que contenía los relatos completos y los poemas de Edgar Alian Poe. Tenía la intención de empezar a leerlo aquella misma noche. Mientras conducía hacia Denver me esforcé intentando encajar las respuestas de Pena en la teoría sobre la que estaba trabajando. Independientemente de cómo barajase las respuestas, no había nada que hiciera descarrilar mi nueva creencia.

Cuando llegué al Departamento de Policía, en el despacho de la SIU me dijeron que Scalari había salido, de modo que me fui a homicidios y encontré a Wexler sentado a su mesa. No vi por allí a St. Louis.

– Mierda -dijo Wexler-. ¿Otra vez aquí a jeringarme?

– No -le dije-. ¿Me la vas a jeringar tú a mí?

– Depende de lo que preguntes.

– ¿Dónde está el coche de mi hermano? ¿Se ha vuelto a utilizar?

– ¿Qué es esto, Jack? ¿Ni siquiera se te ha ocurrido concebir la posibilidad de que nosotros sabemos cómo llevar una investigación?

Tiró airadamente a la papelera del rincón el bolígrafo con el que estaba escribiendo. Después se dio cuenta de lo que había hecho y fue a recuperarlo.

– Mira, yo no intento enseñarte nada ni crearte problemas -le dije en tono apacible-. Sólo intento plantear todas las cuestiones, y cuanto más lo intento, más preguntas aparecen.

– ¿Como qué?

Le conté mi visita a Pena y advertí que se iba enfadando.

La sangre se le subía a la cara y le temblaba levemente la mandíbula izquierda.

– Mira, vosotros, tíos, habéis cerrado el caso -le dije-. No hay nada malo en que yo hable con Pena. Además, tú o Scalari o quien sea os olvidáis de algo. El coche estuvo fuera de su alcance visual durante más de medio minuto mientras telefoneaba.

– ¿Y qué cono importa?

– A vosotros, tíos, sólo os preocupaba el tiempo antes de que avistase el coche. Cinco segundos, de modo que nadie pudo salir corriendo. Caso cerrado, suicidio. Pero Pena me dijo que las ventanas estaban empañadas. Tenían que estarlo, si no nadie hubiera podido escribir la nota. Pena no miró en la parte trasera, en el suelo. Y luego se alejó durante al menos treinta segundos. Alguien pudo haber estado escondido en la parte trasera, salir mientras hacía las llamadas y correr hacia el bosque. Es fácil que pudiera ocurrir.

– ¿Estás loco? ¿Y qué hay de la nota? ¿Qué me dices del GSR en el guante?

– Cualquiera pudo haber escrito en el parabrisas. Y el guante con los residuos podía haberlo llevado puesto el asesino. Después se lo quitó y se lo puso a Sean. Treinta segundos es mucho tiempo. Quizá fue más. Es probable que fuera más. Hizo dos llamadas, Wex.

– Demasiado rebuscado. El asesino no podía confiar en que Pena tardase tanto tiempo.

– Quizá no. Quizá se imaginó que le daría tiempo o que podría deshacerse de él. Por el modo en que lo habéis

llevado vosotros, tíos, os habríais limitado a decir que Sean lo mató y luego se suicidó.

– Eso es una charrada, Jack. Yo apreciaba a tu hermano como si fuera mi jodido hermano. ¿Piensas que me gusta creer que se tragó la maldita bala?

– Deja que te pregunte algo. ¿Dónde estabas cuando te enteraste de lo de Sean?

– Aquí, en mi mesa. ¿Por qué?

– ¿Quién te lo dijo? ¿Recibiste una llamada?

– Sí, me llamaron. Era el capitán. Parks llamó al capitán de guardia. Y éste llamó a nuestro capitán.

– ¿Qué te dijo? Sus palabras exactas. Wexler dudó un instante mientras recordaba.

– No me acuerdo. Sólo dijo que Mac había muerto.

– ¿Dijo eso o dijo que Mac se había suicidado?

– No sé lo que dijo. Quizá lo dijo. ¿Qué importancia tiene eso?

– El guarda que llamó dijo que Sean se había suicidado. Así empezó a rodar la bola. Todos acudisteis allí esperando encontraros con un suicidio y eso es lo que encontrasteis. Las piezas del rompecabezas encajaban con la imagen que os habíais hecho. Aquí todos sabíais lo que le estaba pasando con el caso Lo ñon. ¿Te das cuenta de lo que estoy diciendo? Todos estabais predispuestos a creerlo. Incluso me lo hicisteis creer a mí aquella noche, camino de Boulder.

– Todo eso son chorradas, Jack. Y no puedo seguir perdiendo el tiempo. No hay pruebas de lo que dices y no tengo tiempo para escuchar teorías de alguien que no puede admitir los hechos.

Me quedé callado un momento, esperando a que se calmase.

– Entonces, ¿dónde está el coche, Wex? Si estás tan seguro, enséñame el coche. Ya sé cómo puedo demostrártelo. Wexler se tomó un respiro. Supuse que estaba sopesando si se vería implicado. Si me enseñaba el coche estaría

admitiendo que, al menos, yo había sembrado algo de duda en su mente.

– Todavía está en el aparcamiento -dijo al fin-. Lo veo cada maldito día cuando vengo a trabajar.

– ¿Está aún en las mismas condiciones que cuando lo encontraron?

– Sí, sí, lo mismo. Está sellado. Cada día, al entrar aquí, veo su sangre por la ventana.

– Déjame verlo, Wex. Creo que, de un modo u otro, lograré convencerte.

La nevada había llegado ya desde Boulder. En el aparcamiento de la policía, Wexler consiguió que el encargado le diera las llaves. También comprobó en un listado que nadie las hubiera tocado o hubiera entrado en el coche, aparte de los investigadores. Nadie lo había hecho. El vehículo estaría en las mismas condiciones; que cuando fue remolcado hasta allí.

– Están esperando una orden del jefe de la oficina para mandarlo a limpiar. Han de llevarlo fuera. ¿Sabes que hay empresas especializadas en limpiar casas, coches o lo que sea después de que hayan matado a alguien allí? Vaya un jodido trabajo.

Creo que Wexler se mostraba tan locuaz porque estaba nervioso. Nos acercamos al coche y nos quedamos de pie mirándolo. La nieve se arremolinaba a nuestro alrededor. La sangre esparcida en el lado interior de la ventana trasera se había secado hasta adquirir un color marrón oscuro.

– Va a apestar cuando lo abramos -dijo Wexler-. Por Dios, me parece increíble que esté haciendo esto. No seguiremos adelante hasta que me digas adonde quieres ir a parar.

Asentí.

– De acuerdo. Hay dos cosas que quiero mirar. Quiero ver si el mando de la calefacción está al máximo y si el cierre de seguridad de las puertas traseras está conectado o no.

– ¿Para qué?

– Las ventanas estaban empañadas y hacía frío, pero Sean no lo notaría mucho, porque he visto en las fotos que iba bien abrigado. Tenía puesta la chaqueta. No necesitaba la calefacción al máximo. ¿Cómo, si no, se iban a empañar las ventanas estando aparcado y con el motor parado?

– Yo no…

– Piensa en cuando estás de vigilancia, Wex. ¿Qué es lo que produce el vaho? Mi hermano me contó que una vez echasteis por la borda una vigilancia a causa de las ventanas empañadas y perdisteis a un tipo cuando salía de su casa.

– El vaho se produce al hablar. Eso fue la semana después de la Super Bowl; estábamos charlando sobre los jodidos Broncos que habían perdido otra vez, y el aire caliente lo empañó todo.

– Claro. Y, que yo sepa, mi hermano no solía hablar solo. Así que si la calefacción estaba baja y las ventanas lo bastante empañadas como para escribir en ellas, creo que eso significa que había alguien con él. Y que estuvieron hablando.

– Eso es una especulación que no demuestra nada. ¿Y lo del cierre? Le expliqué mi teoría:

– Alguien está con Sean. De algún modo se hace con el arma de Sean. Quizá lleva su propia pistola y le desarma. También le pide que le entregue los guantes. Sean obedece. El tipo se pone los guantes y mata a Sean con su propia arma. Entonces salta al asiento trasero y se oculta pegado al suelo. Espera a que Pena llegue y se vaya, después vuelve a pasar sobre el asiento, escribe en el parabrisas y vuelve a colocarle los guantes a Sean… ahora ya tienes el GSR en las

manos de Sean. Entonces el sujeto sale por la puerta trasera, la bloquea y sale corriendo para ponerse a cubierto bajo los árboles. No deja huellas porque el aparcamiento acaba de ser limpiado y recubierto de sal. Y ha desaparecido cuando Pena regresa para vigilar el coche como le ha ordenado su jefe. Wexler permaneció largo rato en silencio tratando de asimilarlo.

– Vale, es una teoría -dijo al fin-. Ahora demuéstrala.

– Tú conocías a mi hermano. Trabajabas con él. ¿Cuál era la rutina que seguíais con el cierre de seguridad? Siempre conectado, ¿no? Así no podía haber errores con los detenidos, ni meteduras de pata. Si llevabais un pasajero normal, siempre podíais desbloqueárselo. Como hicisteis la noche que vinisteis a buscarme. Cuando me estaba mareando, el cierre estaba bloqueado. ¿Te acuerdas? Tuvisteis que desbloquearlo para que yo pudiera salir a vomitar.

Wexler no dijo nada, aunque por su cara supe que había dado en el blanco. Si el cierre de seguridad del Caprice no estaba conectado, aquello no sería una prueba sólida, sin embargo, como conocía a mi hermano, comprendería que Sean no había estado solo en el coche.

Por fin abrió la boca:

– No se puede decir con sólo mirado. No es más que un botón. Alguien tiene que entrar en la parte trasera y ver si puede salir.

– Ábrelo. Yo ya entrar.

Wexler desactivó el cierre centralizado y yo abrí la puerta trasera del lado del pasajero. Me golpeó el penetrante olor dulzón a sangre seca. Entré en el coche y cerré la puerta.

Estuve un buen rato sin moverme. Había visto las fotos, pero eso no me había servido de preparación para el momento de encontrarme dentro del coche. El olor nauseabundo, la sangre seca de mi hermano esparcida por la ventanilla, el techo y el reposacabezas del conductor… Sentí ganas de vomitar. Rápidamente, miré por encima del asiento el salpicadero y el mando de la calefacción. Entonces, a través de la ventana derecha, miré a Wexler. Por un instante, nuestras miradas se cruzaron y me pregunté si yo deseaba realmente que el bloqueo de seguridad estuviera desconectado. Se me pasó por la mente la ocurrencia de que sería más fácil dejarlo correr, pero la deseché enseguida. Sabía que si lo hacía me arrepentiría para el resto de mi vida.

Extendí el brazo y accioné la manija de la puerta. La empujé y se abrió. Salí y me quedé mirando a Wexler. La nieve empezaba a cuajar sobre su cabello y sus hombros.

– Y la calefacción está apagada. No pudo empañar los vidrios. Creo que había alguien en el coche con Sean. Estuvieron hablando. Entonces, quienquiera que fuera, el muy bastardo, lo mató.

Wexler me miró como si hubiera visto un fantasma. Todas las piezas iban encajando en su mente. Ahora era algo más que una simple teoría y él lo sabía. Parecía a punto de ponerse a gritar.

– Maldición-dijo.

– Ya ves, se nos había escapado a todos.

– No, no es lo mismo. Un poli nunca abandona a su compañero de esta manera. ¿Para qué servimos si no podemos cuidar de nosotros mismos? Un jodido periodista…

Dejó la frase sin terminar, pero yo sabía lo que sentía. Se sentía como si de algún modo hubiera traicionado a Sean. Lo sabía porque era lo mismo que yo sentía.

– Y eso no es todo -le dije-. Aún tenemos que preparamos para lo peor.

Él aún parecía abatido. Yo no era quién para consolarlo. Eso tenía que venirle de dentro.

– Todo lo que hemos perdido es un poco de tiempo, Wex -le dije de todos modos-. Volvamos adentro. Aquí está haciendo frío.

La casa de mi hermano estaba a oscuras cuando llegué allí para contárselo a Riley Esperé antes de llamar a la puerta, sorprendido por lo absurdo que era creer que las noticias que le traía pudieran llegar a animarla. Buenas noticias, Riley: Sean no se suicidó, como todos creíamos, sino que fue asesinado por algún chiflado que probablemente había matado antes y volverá a hacerla.

Llamé de todos modos. No era tarde. Me la imaginé sentada en la oscuridad, o quizás en una de las habitaciones interiores cuya luz no se veía en la fachada. Se encendió la luz del portal y ella abrió antes de que yo tuviera que llamar por segunda vez.

– Jack.

– Riley. Me preguntaba si podría entrar y hablar contigo.

Ella aún no lo sabía. Yo había hecho un trato con Wexler. Se lo diría personalmente. A él no le importó. Estaba demasiado ocupado con la reapertura de la investigación, elaborando listas de posibles sospechosos, haciendo que el coche de Sean fuese inspeccionado en busca de huellas y otras pruebas. No le había dicho nada de lo de Chicago. Me lo guardaba para mí sin saber de cierto el porqué. ¿Sería por el reportaje? ¿Quería la historia para mí solo? Ésa era la respuesta más sencilla y yo la utilizaba para mitigar mi inquietud por no habérselo contado todo. Pero en lo más profundo de mi pensamiento creía que había algo más. Algo que quizá no quería sacar a la luz.

– Pasa -dijo Riley-. ¿Ocurre algo malo?

– En realidad, no.

Entré tras ella y me condujo a la cocina, donde encendió la lámpara que estaba sobre la mesa. Llevaba téjanos,

calcetines de lana gruesa y un chándal de los Búfalos de Colorado.

– Es sólo que hay algo nuevo sobre Sean y quería contártelo. Ya sabes, en vez de hacerla por teléfono.

Nos sentamos a la mesa. No le habían desaparecido las ojeras y no se había maquillado para disimularlas. Sentí caer sobre mí su tristeza y aparté la mirada de sus ojos. Creí que me había librado, pero eso era imposible en aquel momento y allí. Su dolor invadía todos los rincones de la casa y era contagioso.

– ¿Estabas durmiendo?

– No, estaba leyendo. ¿Qué pasa, Jack?

Se lo conté. Pero, al contrario que a Wexler, se lo dije todo. Lo de Chicago, lo de los poemas, lo que pretendía hacer ahora. Asentía de vez en cuando durante el relato, pero no hizo ninguna otra demostración. Ni lágrimas ni preguntas. Todo eso llegaría cuando yo hubiera terminado.

– Pues ésta es la historia -le dije-. Ya te la he contado. Ahora me iré a Chicago tan pronto como pueda. Ella habló después de un largo silencio.

– Es curioso, me siento culpable.

Las lágrimas le asomaron a los ojos, pero no llegaron a brotar. Probablemente ya no le quedaban bastantes.

– ¿Culpable? ¿De qué?

– Por todo este tiempo. Estaba tan enfadada con él… Ya sabes, por lo que había hecho. Como si me lo hubiera hecho a mí y no a sí mismo. Había empezado a odiarle, a odiar su recuerdo. Y ahora, tú… ahora esto.

– Nos ha pasado a todos. Era la única forma de seguir viviendo con ello.

– ¿Se lo has contado a Millie y a Tom?

Eran mis padres. A ella nunca le resultaba cómodo referirse a ellos de otro modo.

– Todavía no pero lo haré.

– ¿Por qué no le has contado a Wexler lo de Chicago?

– No lo sé. Supongo que quiero sacarles ventaja. Lo sabrán todo mañana.

– Jack, si lo que dices es cierto, deberían saberlo todo. No quiero que quien lo haya hecho se escape sólo porque tú persigues un reportaje.

– Mira, Riley -le dije tratando de calmarla-, quienquiera que lo hiciera ya había desaparecido cuando yo me puse tras él. Lo único que quiero es llegar a Chicago antes que él. Sólo un día.

Permanecimos un momento en silencio antes de que yo prosiguiera.

– Y no te equivoques. Quiero el reportaje, es cierto. Pero esto es algo más que un reportaje. Se trata de Sean y de mí. Asintió y dejé que el silencio flotara entre nosotros. No sabía cómo explicarle mis razones. Me ganaba la vida

juntando palabras para formar un texto coherente e interesante, pero no tenía palabras para esto. Todavía no. Sabía que ella necesitaba que le dijera algo más y traté de darle lo que necesitaba; una explicación que yo mismo aún no podía entender del todo.

– Recuerdo que cuando nos graduamos en el instituto ambos sabíamos muy bien lo que queríamos hacer. Yo iba a escribir libros y me haría famoso o rico o ambas cosas. Sean iba a ser inspector jefe del Departamento de Policía de Denver y resolvería todos los misterios de la ciudad… Ninguno de los dos lo consiguió del todo. Aunque Sean estuvo muy cerca.

Trató de sonreír con mis recuerdos, pero el resto de su cara no la acompañaba, así que lo dejó.

– De todos modos -seguí-, a finales de aquel verano me marché a París para escribir la gran novela americana. Y él estaba esperando el momento de entrar en filas. Cuando nos despedimos hicimos un trato. Era muy sensiblero. El trato era que cuando yo fuese rico le compraría un Porsche preparado para la nieve. Como el que llevaba Redford en El descenso de la muerte. Eso es. Era todo lo que deseaba. Él incluso llegó a elegir el modelo. Pero yo tenía que pagarlo. Le dije que para mí no era un buen trato, porque él no tenía nada que ofrecer. Entonces me contestó que sí lo tenía. Dijo que si a mí me ocurría algo…, ya sabes, si me mataban, me herían, me robaban o algo así, él encontraría al culpable. Estaba seguro de que nadie se le escaparía. Y, oye, yo hasta me lo creí. Estaba convencido de que lo haría. Y eso hacía que me sintiera bien.

La historia no parecía tener demasiado sentido tal como se la había contado. Yo no estaba del todo seguro de qué era lo importante.

– Pero esa promesa la hizo él, no tú -dijo Riley.

– Sí, ya lo sé -me quedé callado unos instantes mientras ella me miraba-. Es sólo que… No sé, sólo que no puedo quedarme sentado a esperar. Tengo que salir. Tengo que…

No tenía palabras para explicárselo.

– ¿Hacer algo?

– Supongo. No lo sé. En realidad, no puedo hablar de ello, Riley. Simplemente tengo que hacerlo. Me voy a Chicago.

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