XI — La historia del leal al Grupo de los Diecisiete: El hombre justo

A la mañana siguiente, cuando ya habíamos comido y todo el mundo estaba despierto, me atreví a preguntarle a Foila si ya me tocaba juzgar entre Melito y Hallvard. Ella meneó la cabeza, pero antes de que pudiera hablar el ascio anunció: —Todos deben hacer lo suyo al servicio del populacho. El buey arrastra el arado y el perro cuida las ovejas, pero el gato caza ratones en el granero. Así el hombre, la mujer y hasta el niño pueden servir al populacho.

Foila hizo relampaguear esa sonrisa deslumbrante. —Nuestro amigo también quiere contar una his —¿Cómo?—Por un momento pensé que realmente Melito iba a sentarse.— Vais a dejar que… dejar que uno de ellos… tener en cuenta…

Ella hizo un gesto, y él farfulló hasta callarse. —Pues sí. —Algo le estiró las comisuras de los labios.—Sí, me parece que lo dejaremos. Por supuesto, yo tendré que haceros de intérprete. ¿Es correcto, Severian?

—Si tú lo deseas —dije yo.

—Eso no estaba en el trato original —gruñó Hallvard—. Me acuerdo de cada palabra.

—Yo también —dijo Foila—. Pero tampoco lo contraviene, y de hecho está de acuerdo con el espíritu del trato, que era que los candidatos a mi mano, ni muy suave ni muy hermosa, me temo, aunque algo está mejorando desde que me han confinado aquí, compitieran por ella. Si el ascio creyese que tiene alguna posibilidad, sería mi pretendiente: ¿no habéis visto cómo me mira?

El ascio recitó: —Unidos, hombres y mujeres son más fuertes; pero la mujer valiente no quiere maridos sino hijos.

—Quiere decir que le gustaría casarse conmigo pero no cree que sus atenciones sean aceptables. Se equivoca. —Foila miró a Melito y luego a Hallvard, y la sonrisa se le volvió irónica.— ¿De veras tenéis miedo de que participe en el torneo? En el campo de batalla tenéis que haber huido como conejos al toparos con un ascio.

Ninguno de los dos contestó; al rato el ascio empezó a hablar: —En tiempos pasados, en todas partes había leales a la causa del populacho. La voluntad del Grupo de los Diecisiete era la voluntad de todos. Foila interpretó: —Érase una vez…

—Que nadie sea indolente. Si alguien es indolente, que se asocie con otros que también lo sean y busquen una tierra indolente. Que cualquiera que encuentren los dirija. Mejor es caminar mil leguas que sentarse en la Casa del Hambre.

—… había una granja lejana trabajada por un grupo de gente que no era una familia.

—Uno es fuerte, el otro hermoso, un tercero un artífice sagaz. ¿Cuál es mejor? El que sirve al populacho.

—En aquella granja vivía un buen hombre.

—Que el trabajo lo reparta un repartidor de trabajo sabio. Que el alimento lo reparta un repartidor de alimento justo. Engorden los cerdos. Mueran de hambre las ratas.

—Los otros le escamotearon la parte que le tocaba.

—El pueblo reunido en consejo puede juzgar, pero nadie recibirá más de cien golpes.

—El se quejó, y le pegaron.

—¿Cómo se alimentan las manos? Por la sangre.

¿Cómo llega la sangre a las manos? Por las venas. Si las venas se cierran, las manos se pudrirán.

—El hombre abandonó la granja y se echó a los caminos. —Allí donde se asienta el Grupo de los Diecisiete, se hace la justicia final.

Fue a la capital y se quejó de cómo lo habían tratado. —Para los que se esfuerzan haya agua clara. Haya para ellos comida caliente y cama limpia.

—Volvió a la granja, cansado y hambriento tras el viaje. —Nadie ha de recibir más de cien golpes. —Volvieron a pegarle.

—Detrás de cada cosa se encuentra algo más, siempre; así el árbol detrás del pájaro, la piedra bajo la tierra, el sol detrás de Urth. Detrás de nuestros esfuerzos, nuestros esfuerzos.

—El hombre justo no se rindió. De nuevo dejó la granja y fue a la capital.

—¿Serán oídos los demandantes? No, porque gritan todos juntos. ¿Quién será oído pues? ¿Quién grite más fuerte? No, porque todos gritan fuerte. Se los que griten más tiempo, y a ellos se les hará justicia.

—Al llegar a la capital, acampó ante el umbral mismo del Grupo de los Diecisiete y rogó a todos los que pasaban que lo escuchasen. Al cabo de largo tiempo fue admitido en el palacio, donde los que ejercían la autoridad escucharon y atendieron sus quejas.

Así dice el Grupo de los Diecisiete: A los que roban, quitadles lo que tienen, pues nada es suyo.

—Le dijeron que regresara a la granja y, en nombre de a los hombres malos que debían irse. —Como el buen hijo para la madre, así es el ciudadano para el Grupo de los Diecisiete.

—El hizo lo que le habían dicho.

—¿Qué es el habla necia? Un viento. Ha entrado oídos y sale por la boca. Nadie ha de recibir más de cien golpes.

—Se burlaron de él y le pegaron.

—Que detrás de nuestros esfuerzos se encuentren nuestros esfuerzos.

—El hombre justo no se rindió. Una vez más volvió a la capital.

—El ciudadano restituye al populacho lo que al populacho es debido. ¿Qué es debido al populacho? Todo.

—Estaba muy cansado. Llevaba la ropa hecha harapos y los zapatos gastados. No tenía comida ni nada para comerciar.

—Mejor es ser justo que ser bondadoso, pero sólo el buen juez puede ser justo; quien no puede ser justo que sea bondadoso.

—En la capital vivió mendigando.

En este punto tuve que interrumpirlos. Le dije a Foila que en mi opinión era maravilloso que entendiera tan bien lo que cada frase trillada significaba en el contexto de la historia, pero no llegaba a entender cómo lo hacía: como sabía, por ejemplo, que la frase sobre la bondad y la justicia quería decir que el héroe era ahora un mendigo.

—Bueno, imagina que otro está contando una historia, Melito, quizás, y en cierto punto alarga la mano pidiendo dinero. Sabrías lo que significa, ¿no? Asentí.

—Aquí es lo mismo. A veces encontramos soldados ascios demasiado hambrientos o enfermos para seguir a los demás, y cuando comprenden que no vamos a matarlos lo que sueltan es ese asunto de la bondad y la justicia. En ascio, claro. Es lo que en Ascia dicen los mendigos.

—Serán oídos los que griten más tiempo, y a ellos se les hará justicia.

—Esta vez tuvo que esperar mucho antes de ser admitido en el palacio, pero al fin lo dejaron entrar y oyeron lo que tenía que decir.

—Los que no quieren servir al populacho habrán de servir al populacho.

—Dijeron que meterían a los hombres malos en la cárcel —Haya para los que se esfuerzan agua clara. Haya para ellos comida caliente y cama limpia.

—El hombre volvió a su casa.

—Nadie ha de recibir más de cien golpes. —Volvieron a pegarle.

—Que detrás de nuestros esfuerzos se encuentren nuestros esfuerzos.

—Pero no se rindió. Una vez más partió hacia la capital a quejarse.

—Los que luchan por el populacho luchan con mil corazones. Los que luchan contra el populacho luchan sin corazón.

—Entonces los hombres malos tuvieron miedo.

—Nadie se oponga a las decisiones del Grupo de los Diecisiete.

—Se dijeron: «Ha ido una y otra vez al palacio, y todas las veces les habrá dicho a los gobernantes que no les obedecimos. Seguro que esta vez mandan soldados a matarnos».

—Si tienen las heridas en la espalda, ¿quién les restañará la sangre?

—Los hombres malos huyeron.

—¿Dónde están los que en el pasado se opusieron a las decisiones del Grupo de los Diecisiete? —Nunca se los volvió a ver.

—Haya agua clara para los que se esfuerzan. Haya comida caliente y cama limpia. Entonces cantarán en el trabajo, y el trabajo será para ellos luz. Entonces cantarán en la cosecha, y la cosecha será abundante.

—Entonces el hombre justo regresó a su casa y vivió feliz para siempre.

Todos aplaudimos la historia, conmovidos por la historia misma, por la ingenuidad del prisionero ascio, porque nos había permitido vislumbrar cómo era la vida en Ascia y sobre todo, pienso, por la gracia con que Foila había hecho la traducción.

No tengo manera de saber si a ustedes, que al fin leerán este relato, les gustan o no las historias. Si no les gustan, sin duda habrán vuelto destraídamente estas páginas. Confieso que a mí me encantaron. La verdad, a menudo me parece que las únicas cosas buenas del mundo, las únicas que puede atribuirse la humanidad, son las historias y la música; las demás, piedad, belleza, sueño, agua clara y comida caliente (como hubiera dicho el ascio) son todas obra del Increado. Así, las historias son cosas ciertamente pequeñas en el plan del universo, pero es difícil no preferir lo que nos pertenece; al menos es difícil para mí.

Pienso que, aunque fue la más corta y la más simple que he registrado en este libro, de esa historia aprendí varias cosas de importancia. Ante todo, cuánto de lo que decimos, y que creemos recién acuñado en nuestras bocas, consiste en locuciones establecidas. Parecía que el ascio sólo hablaba con frases que había aprendido de memoria, aunque hasta ese momento nunca las había oído. Foila parecía hablar como hablan comúnmente las mujeres, y si me hubieran preguntado si empleaba expresiones hechas, yo habría respondido que no; y sin embargo muy a menudo el principio de estas frases habría permitido predecir el final.

Segundo, aprendí lo dificil que es eliminar la necesidad de expresarse. El pueblo de Ascia hablaba sólo con la voz de sus amos; pero de esa voz habían hecho una lengua nueva, y después de oír al ascio, no tuve dudas de que a él le servía para expresar cualquier pensamiento.

Y tercero, aprendí una vez más qué cosa polifacética es narrar un cuento. Seguramente, no habría podido haber ninguno más simple que el ascio; y sin embargo, ¿qué quería decir? ¿Pretendía elogiar al Grupo de los Diecisiete? El mero terror de este nombre había puesto en fuga a los malvados. ¿Pretendía condenarlo? Había oído las quejas del hombre justo, pero no habían hecho más por él que apoyarlo con palabras. No había habido la menor sugerencia de que alguna vez fueran a hacer más.

Pero escuchando al ascio y a Foila no había descubierto lo que más quería saber. ¿Qué motivo había tenido ella para permitir que el ascio compitiera? ¿Mera malicia? Por sus ojos risueños me era fácil creerlo. ¿Se sentía en realidad atraída por él? Dar crédito a esto me resultaba más arduo, pero sin duda no era imposible. ¿Quién no ha visto mujeres atraídas por hombres faltos de la menor cualidad? Estaba claro que Foila había tenido mucho que ver con el ascio, y que él no era unrsoldado corriente, ya que le habían enseñado nuestro idioma. ¿Esperaba extraerle algún secreto?

Y él, ¿qué? Melito y Hallvard se habían acusado uno a otro de contar cuentos con propósitos ulteriores. ¿Había hecho él lo mismo? Si era así, sin duda su propósito había sido decirle a Foila —y también a los demás— que nunca se daría por vencido.

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