VI — Miles, Foila, Melito y Hallvard

Esa noche caí presa de un miedo que por un tiempo había intentado apartar de la mente. Aunque desde que Severian niño y yo habíamos escapado de la aldea de los hechiceros no había vuelto a ver señales de los monstruos que Hethor trajera de más allá de las estrellas, no había olvidado que él me buscaba. Mientras viajaba por el yermo o sobre las aguas del lago Diuturna no había temido que me diera alcance. Ahora ya no viajaba y sentía la debilidad de mis miembros, porque pese a la comida estaba más débil de lo que había estado nunca mientras pasaba hambre en las montañas.

Además, casi temía más a Agia que a los nótulos, salamandras y proyectiles de Hethor. Conocía el valor, la inteligencia y la malicia de Agia. Era posible que cualquiera de las sacerdotisas de las Peregrinas que se movían entre los catres vestidas de escarlata fuese ella, con un estilete envenenado bajo la túnica. Esa noche dormí mal; pero aunque soñé mucho, los sueños fueron confusos y no intentaré relatarlos aquí.

Me desperté menos que descansado. La fiebre, de la que apenas había sido consciente al llegar al lazareto, y que el día anterior había parecido descender, volvió a subir. Sentía el calor en todos los miembros —me daba la impresión de que yo reverberaba, y que si me metía entre los glaciares del sur, se derretirían. Saqué la Garra y la apreté contra mí, e incluso la tuve un rato en la boca. La fiebre bajó otra vez, pero me dejó débil y mareado.

Esa mañana vino a verme el soldado. En vez de la armadura llevaba una túnica blanca que le habían dado las Peregrinas, pero se había recuperado del todo, y me dijo que esperaba marcharse al día siguiente. Le dije que me gustaría presentarle las amistades que había hecho en esa parte del lazareto y le pregunté si se acordaba de mi nombre.

Sacudió la cabeza. —Me acuerdo de muy poco. Cuando vuelva al ejército recorreré las unidades y espero que alguien me conozca.

Lo presenté de todos modos, llamándolo Miles porque no se me ocurría nada mejor. Tampoco sabía el nombre del ascio, y pronto descubrí que nadie lo sabía, ni siquiera Foila. Cuando se lo preguntamos, lo único que dijo fue: —Soy leal al Grupo de los Diecisiete.

Foila, Melito, el soldado y yo estuvimos un rato conversando. Me pareció que a Melito el soldado le caía muy bien, aunque quizá sólo porque el nombre que yo le había puesto se parecía al suyo. Luego el soldado me ayudó a sentarme y bajando la voz dijo: —Ahora tengo que hablarte en privado. Como te dije, creo que me iré de aquí por la mañana. Por tu aspecto, pienso que tú no saldrás hasta dentro de varios días, quizá no antes de un par de semanas. Quizá no vuelva a verte nunca.

—Esperemos que no sea así.

—Yo también lo espero. Pero si consigo encontrar mi legión, es posible que cuando tú estés bien me hayan matado. Y si no logro encontrarla, probablemente entraré en otra para que no me arresten por desertor.

Hizo una pausa. Yo sonreí.

—Y puede que yo muera aquí, de fiebre. No querrías decir eso. ¿Se me ve tan mal como al pobre Melito?

Sacudió la cabeza. —No, no tan mal. Creo que conseguirás…

—Eso cantaba el zorzal mientras el lince perseguía a la liebre alrededor del laurel.

Ahora le tocaba a él sonreír. —Tienes razón; iba a decir eso.

—¿Es una expresión común en la región de la Mancomunidad donde te criaste?

La sonrisa se desvaneció. —No lo sé. No recuerdo dónde está mi hogar, y en parte es por eso que tengo que hablar contigo. Recuerdo que anduve contigo por un camino y que era de noche: eso es lo único que recuerdo antes de haber llegado a este lugar. ¿Dónde me encontraste?

—En un bosque, calculo que a unas cinco o diez leguas de aquí. ¿Te acuerdas de lo que te conté de la Garra mientras caminábamos?

Sacudió la cabeza. —Creo recordar que mencionaste algo así pero no lo que dijiste.

—¿Qué reAerdas? Dime todo, y yo te diré lo que sé y lo que puedo adivinar.

—Andar contigo. Mucha oscuridad… Caer, o a lo mejor volar a través de eso. Ver mi cara multiplicada, una y otra vez. Una muchacha de pelo como oro rojo y ojos enormes.

—¿Una mujer hermosa?

Asintió. —La más hermosa del mundo.

Alzando la voz, pregunté si alguien tenía un espejo para prestárnoslo un momento. Foila sacó uno de entre las cosas que guardaba bajo el catre y se lo tendió al soldado.

—¿Ésta es la cara? Dudó. —Creo que sí. —¿Ojos azules?

—… No puedo estar seguro. Le devolví el espejo a Foila.

—Volveré a contarte lo que te conté en el camino; ojalá tuviéramos un lugar más privado. Hace un tiempo llegó a mis manos un talismán. Me llegó inocentemente, pero no me pertenece y es muy valioso:

a veces, no siempre, sino a veces, tiene el poder de curar a los enfermos, e incluso de revivir a los muertos. Hace dos días, viajando hacia el norte, me crucé con el cadáver de un soldado. Fue en un bosque, lejos del camino. Hacía menos de un día que había muerto; yo diría que probablemente durante la noche anterior. En ese momento yo tenía mucha hambre, y corté las correas de su mochilay comí la mayor parte de la comida que llevaba. Luego me sentí culpable y saqué el talismán e intenté devolverlo a la vida. Muchas veces ha fracasado, y por un rato pensé que fracasaría de nuevo. Pero no fracasó, aunque él revivió lentamente y por mucho tiempo pareció no saber dónde estaba ni qué le sucedía.

—¿Y el soldado era yo?

Asentí, mirándolo a los sinceros ojos azules. —¿Me dejas ver el talismán?

Lo saqué y se lo acerqué en la palma de la mano. Él lo tomó, examinó cuidadosamente ambos lados y la yema de un dedo.

—No parece mágico —dijo.

—No estoy seguro de que mágico sea el término adecuado. He conocido magos, y nada de lo que hacían me llevó a pensar en esta gema o en cómo actúa. A veces despide luz; ahora es muy débil, dudo que la veas.

—No la veo. Parece que no lleva nada escrito. —Quieres decir conjuros o plegarias. No, no he advertido ninguna escritura, y hace mucho que lo tengo. En realidad no sé nada de él salvo que a veces actúa; pero pienso que es una de esas cosas con que se hacen los conjuros y las plegarias.

—Dijiste que no te pertenecía.

Volví a asentir. —Pertenece a las sacerdotisas de aquí, las Peregrinas.

—Llegaste aquí hace poco. Hace dos noches, lo mismo que yo.

—Llegué buscándolas a ellas, para devolver el talis mán. Se lo quitaron hace un tiempo, en Nessus, pero no fui yo.

—¿Y lo vas a devolver?—Me miró como si lo dudara. —Sí, tarde o temprano.

Se levantó, alisándose la túnica con las manos. Yo dije: —No me crees, ¿no? Ni una parte. —Cuando vine aquí me presentaste a los que te nías cerca, las personas con las que habías conversado desde tu catre. —Hablaba despacio, como si sopesara cada palabra.— Donde me pusieron a mí, por supuesto, también conocí gente. Hay uno que realmente no está muy herido. Es sólo un muchacho, un jovencito de algún dominio lejano, y se pasa casi todo el tiempo sentado en el catre mirando el suelo. —¿Nostalgia? —pregunté.

El soldado sacudió la cabeza. —Tenía un arma de energía. Un korseke, eso es lo que alguien me dijo. ¿Las conoces?

—No mucho.

—Proyectan un rayo adelante, y al mismo tiempo dos en ángulo recto, uno a la derecha y otro a la izquierda. El arco no es muy grande, pero dicen que son muy buenos para enfrentar ataques en masa, y supongo que es cierto.

Miró un momento alrededor para ver si escuchaba alguien, pero en el lazareto es cuestión de honor desentenderse por completo de toda conversación ajena. De no ser así, los pacientes no tardarían en estrangularse unos a otros.

—La centuria de este joven fue blanco de uno de esos ataques. La mayoría rompió filas y huyó. Él no, y no lo prendieron. Otro hombre me contó que tenía delante tres muros de cadáveres. Los había derrumbado, hasta que los ascios treparon a la cumbre y le cayeron encima. Entonces retrocedió y volvió a apilarlos.

—Supongo que lo habrán condecorado y ascendido —dije—. No estaba seguro de si me volvía la fiebre o era el mero calor del día, pero me sentía pegajoso y un poco sofocado.

—No, lo mandaron aquí. Ya te dije que era sólo un muchacho del campo. En aquel día había matado mucha gente, más de la que nunca había conocido hasta hacía unos pocos meses, antes de alistarse. Todavía no se ha recobrado, y quizá no se recupere nunca.

—¿De veras?

—Me parece que tú podrías ser así. —No te entiendo —dije.

—Hablas como si acabaras de llegar del sur, y supongo que si abandonaste tu legión es la forma de hablar más segura. De todos modos, cualquiera ve que no es cierto: nadie que no haya estado en combate tiene las heridas que tienes tú. A ti te alcanzaron esquirlas de piedra. Eso es lo que te pasó, y la Peregrina que habló con nosotros la noche que llegamos se dio cuenta en seguida. Por eso pienso que has estado en el norte más tiempo de lo que admites, y tal vez más de lo que crees. Si has matado a muchos, podría serte agradable pensar que tienes una manera de revivirla.

Intenté sonreírle. —¿Yeso adónde te lleva? —Adonde estoy ahora. No estoy tratando de decir que no te debo nada. Tenía fiebre y tú me encontraste. Puede que delirara. Me parece más posible que estuviera inconsciente, y por eso pensaste que estaba muerto. Probablemente habría muerto si no me hubieras traído aquí.

Empezó a levantarse; le toqué el brazo para detenerlo.

—Antes de que te vayas debería decirte ciertas cosas —dije—. Sobre ti mismo.

—Dijiste que no sabías quién era. Sacudí la cabeza.

—No, no lo dije. Dije que te encontré en un bosque hace dos días. En el sentido en que lo dices tú, no sé quién eres; pero en otro sentido creo que tal vez sí. Creo que eres dos personas, y que sólo conoces a una. —Nadie es dos personas.

—Yo lo soy. Yo ya soy dos personas. Acaso hay muchos otros que también son dos. Sin embargo, lo primero que quiero decirte es bastante más simple. Escúchame. —Le indiqué cómo podría volver al bosque, y cuando estuve seguro de que me había entendido, dije:— Es probable que aún esté tu mochila con las correas cortadas, así que si encuentras el lugar no puedes equivocarte. En la mochila había una carta. Yo la saqué y leí un fragmento. No llevaba el nombre de la persona a quien le estabas escribiendo; pero si la habías terminado y esperabas una ocasión de enviarla, al final tendría que leerse al menos una parte de tu nombre. La dejé en el suelo, voló un poco y quedó atrapada contra un árbol. Quizás aún puedas encontrarla.

Se le había estirado la cara. —No deberías haberla y no deberías haberla tirado.

—Creí que estabas muerto, ¿no te acuerdas? El caso es que en ese momento estaban pasando muchas cosas, la mayoría en mi cabeza. Tal vez empezaba a afiebrarme; no lo sé. Y ahora la otra parte. No me querrás creer, pero sería importante que escucharas. ¿Me oirás?

Asintió.

—Bien. ¿Has oído hablar de los espejos del padre Inire? ¿Sabes cómo funcionan?

—He oído hablar del Espejo del padre Inire, pero no sabría decirte dónde. Se supone que uno puede entrar, como entra en un umbral, y salir a una estrella. No creo que sea real.

—Los espejos son reales. Yo los he visto. Hasta ahora siempre los he imaginado como tú: como si fueran una nave, pero mucho más rápidos. Como sea, cierto amigo mío se metió entre esos espejos y desapareció. Yo lo estaba mirando. No fue ningún truco ni superstición; se fue adonde sea que los espejos lleven. Se fue porque amaba a cierta mujer, y no era un hombre entero. ¿Comprendes?

—¿Había tenido un accidente?

—El accidente lo había tenido a él, pero eso no importa. Me dijo que volvería. Dijo: «Volveré por ella cuando me hayan enmendado, cuando esté cuerdo y entero». En ese momento no supe bien qué pensar, pero ahora creo que ha regresado. Fui yo quien te revivió, y he estado deseando que regresara: tal vez eso tuvo algo que ver.

Hubo una pausa. El soldado miró la tierra apisonada donde se habían instalado los catres y luego se volvió hacia mí.

—Es posible que cuando un hombre pierde a su amigo y encuentra otro sienta que vuelve a tener al amigo de antes.

Jonas —se llamaba así— se había acostumbrado a hablar de una manera especial. Cada vez que tenía que decir algo desagradable lo ablandaba, lo convertía en chiste refiriéndolo a alguna situación cómica. Nuestra primera noche aquí, cuando te pregunté tu nombre, dijiste: «Lo perdí por el camino. Eso dijo el jaguar que había prometido guiar al carnero». ¿Te acuerdas?

Sacudió la cabeza. —Digo muchas tonterías.

—A mí me resultó extraño; porque era el tipo de cosa que decía Donas, pero él no la habría dicho así a menos que quisiera sugerir algo más. Pienso que él habría dicho: «Es la historia de la cesta que habían llenado con agua». Algo por el estilo.

Esperé en vano a que hablara.

—El jaguar, claro, se comió al carnero. En algún punto del camino quebró los huesos y se tragó la carne.

—¿Nunca se te ha ocurrido que podía ser una característica de cierta ciudad? Quizá tu amigo era del mismo lugar que yo.

—Me parece que era un tiempo y no un lugar —lije—. Hace mucho, alguien tuvo que desarmar al miedo: el miedo que los hombres de carne y hueso sienten al mirar un rostro de acero y vidrio. Donas, sé que estás escuchando. No tse culpo. Ese hombre estaba muerto, y tú sigues vivo. Eso lo entiendo. Pero Donas, Jolenta se ha ido: yo la miré morirse, e intenté traerla de nuevo con la Garra, pero fracasé. Tal vez era demasiado artificial, no puedo saberlo. Tendrás que encontrar otra.

El soldado se levantó. Ya no tenía la cara enfadada, sino vacía como la de un sonámbulo. Dio media vuelta y se fue sin una palabra más.

Durante alrededor de una guardia estuve en el catre con las manos bajo la cabeza, pensando en muchas cosas. Hallvard, Melito y Foila hablaban entre ellos, pero yo escuchaba lo que decían. Cuando una Peregrina trajo la comida del mediodía, Melito me llamó la atención con un golpecito de tenedor en el plato y anunció: —Severian, tenemos que pedirte un favor.

Yo deseaba dejar atrás mis especulaciones, y le dije que los ayudaría en todo lo que pudiese.

Foila, que tenía una de esas sonrisas radiantes que la naturaleza concede a ciertas mujeres, me sonrió de pronto.

—Así es. Estos dos se han pasado la mañana porfiando por mí. Si estuvieran bien podrían luchar, pero para que se recuperen falta mucho tiempo y yo no sé si podré aguantar tanto. Hoy estuve pensando en mi madre y mi padre, y en cómo solían sentarse ante el fuego en las largas noches de invierno. Si me caso con Hallvard, o con Melito, algún día haremos lo mismo. Así que he decidido casarme con el que cuente mejores historias. No me mires como si estuviera loca: es lo único sensato que he hecho en mi vida. Los dos me quieren, los dos son muy guapos, ninguno tiene propiedades, y si no zanjamos esto se matarán entre ellos o los mataré yo a los dos. Tú eres un hombre instruido: se ve por tu manera de hablar. Escucha y juzga. Empieza Hallvard, y las historias tienen que ser originales, no sacadas de los libros.

Hallvard, que podía caminar un poco, se levantó de su catre y fue a sentarse a los pies del de Melito.

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