XII — Winnoc

Esa noche tuve otro visitante más: uno de los esclavos rapados. Yo estaba sentado, intentando hablar con el ascio, cuando vino y se sentó junto a mí.

—¿Se acuerda de mí, lictor? —preguntó—. Me llamo Winnoc.

Negué con la cabeza.

—Fui yo quien lo bañó y lo cuidó la primera noche —me dijo—. He estado esperando que se repusiera lo suficiente para hablar. Habría venido anoche, pero lo vi conversando muy enfrascado con una de las postulantes.

Le pregunté de qué deseaba hablarme.

—Hace un momento lo llamé lictory no lo negó. ¿Es realmente lictor? Aquella noche iba vestido así. —He sido lictor —dije yo—. Ésa es la única ropa que tengo.

—¿Pero ya no lo es?

Sacudí la cabeza. —Vine al norte para entrar en el ejército.

—Ah —dijo. Por un momento desvió la mirada. —Seguro que hay otros que hacen lo mismo.

—Sí, unos pocos. La mayoría se enrolan en el sur, o los obligan a enrolarse. Unos pocos vienen al norte como usted, porque buscan cierta unidad donde ya tienen un amigo o un pariente. La vida del soldado… Esperé a que continuara.

—Se parece mucho a la del esclavo, pienso. Yo nunca he sido soldado, pero he hablado con muchos.

—¿Tan desgraciada es tu vida? Habría dicho que las Peregrinas son amas bondadosas. ¿Les pegan?

Al oír eso sonrió y se dio vuelta para que le viese la espalda.

—Usted ha sido lictor. ¿Qué opina de mis cicatrices?

En la luz declinante apenas podía verlas. Las recorrí con los dedos.

—Sólo que son muy viejas y que fueron hechas con un látigo —dije.

—Me las hicieron antes de los veinte, y ahora tengo casi cincuenta. ¿Fue lictor mucho tiempo?

—No, no mucho.

—¿Entonces no conoce bien el oficio? —Lo suficiente para practicarlo.

—¿Yeso es todo? El hombre que me azotó me dijo que era del gremio de los torturadores. Pensé que tal vez usted supiera algo de ellos.

—Sé algo.

—¿De veras existen? Hay gente que me ha contado que desaparecieron hace mucho, pero el hombre que me azotó no decía lo mismo.

Le dije: —Por lo que yo sé, todavía existen. ¿Por casualidad recuerda el nombre del que lo flageló? —Se llamaba Aspirante Palaemon… ¡Ah, usted lo conoce!

—Sí. Durante un tiempo fue mi maestro. Ahora es un anciano.

—¿Entonces todavía está vivo? ¿Volverá a verlo? —Creo que no.

—A mí me gustaría verlo. Quizás alguna vez pueda. Al fin y al cabo el Increado lo ordena todo. Ustedes los jóvenes viven vidas desbocadas… Sé que yo a su edad vivía así. ¿Ya sabe que él moldea todo lo que hacemos?

—Tal vez.

—Es así, créame. He visto mucho más que usted. Es posible entonces que yo nunca vuelva a ver al Aspi— rante Palaemon, y que a usted lo hayan traído aquí para que sea mi mensajero.

Exactamente en ese punto, cuando yo esperaba que me transmitiera el mensaje, se quedó callado. Los pacientes que con tanta atención habían escuchado la historia del ascio conversaban ahora entre ellos; pero, en algún lugar de la pila, uno de los platos sucios que había recogido el esclavo cambió de posición con un leve chasquido, y yo lo oí.

—¿Qué sabe de las leyes de la esclavitud? —al fin me preguntó—. Quiero decir, ¿qué sabe de las maneras en que la ley puede convertir a un hombre o una mujer en esclavos?

—Muy poco —dije—. A cierto amigo mío (pensaba en el hombre verde) lo llamaban esclavo, pero sólo era un extranjero con mala suerte que había sido capturado por gente inescrupulosa. Yo sabía que eso no era legal.

Asintió en señal de acuerdo. —¿Era de piel oscura? —Podría decirse que sí.

—En los tiempos de antes, al menos eso he oído, la esclavitud dependía del color de la piel. Cuanto más oscuro era un hombre, más esclavo lo hacían. Es dificil de creer, lo sé. Pero en la orden teníamos una chatelaine que sabía mucho de historia, y ella me lo contó. Era una mujer sincera.

—Eso se explica sin duda porque a menudo los esclavos deben trabajar al sol — observé—. Muchos usos del pasado hoy nos parecen meros caprichos.

Eso lo enfadó un poco.

—Créame, joven, he vivido en los tiempos de antes y en los de ahora, y sé mucho mejor que ustedes cuáles fueron mejores.

—Lo mismo solía decir el maestro Palaemon. Como yo esperaba, el comentario lo devolvió al tema principal. —Sólo hay tres maneras de ser esclavo —dijo—. Para la mujer, sin embargo, es diferente, con el casamiento y cosas así.

»Si a un hombre, un esclavo, lo traen a la Mancomunidad de un lugar extranjero, esclavo se queda, y el amo que lo trajo puede venderlo si quiere. Esa es una. Los prisioneros de guerra, como este ascio, son esclavos del Autarca, Señor de los Señores y Esclavo de los Esclavos. Si quiere, el Autarca puede venderlos. Muchas veces lo hace, y como la mayoría de los ascios no sirven de mucho salvo en trabajos tediosos, a menudo uno los encuentra remando en los ríos superiores. Ésa es la segunda.

»La tercera es que un hombre se venda al servicio de alguien, porque un hombre libre es amo de su propio cuerpo: ya es su propio esclavo, por así decir.

—A los esclavos —señalé— rara vez los azotan los torturadores. ¿Qué falta hace, cuando pueden hacerlo los mismos amos?

—En aquel entonces yo no era esclavo. Eso es parte de lo que quería preguntar al Aspirante Palaemon. Yo era sólo un jovencito que habían sorprendido Una mañana, cuando iban a darme los azotes, el Aspirante Palaemon vino a hablar conmigo. Me pareció que era una amabilidad, aunque fue entonces cuando me dijo que era del gremio de los torturadores.

—Siempre que podemos preparamos al cliente —dije.

—Me dijo que no intentara evitar los gritos: si cuando cae el látigo uno grita, eso me dijo, no duele tanto. Me prometió que no habría más golpes que los indicados por el juez, así que si quería podía contarlos y de ese modo sabría cuándo estaba a punto de acabar. Yme dijo que no golpearía más fuerte de lo necesario; sólo cortaría la piel, y no me rompería ningún hueso.

Asentí.

—Le pregunté si me haría un favor, y dijo que si le era posible lo haría. Le pedí que después volviese a hablar conmigo, y dijo que lo intentaría cuando me hubiese recobrado un poco. Luego entró un caloguero a leer la oración.

»Me ataron a un poste, con las manos por encima de la cabeza y la sentencia clavada arriba de las manos. Probablemente usted lo ha hecho muchas veces.

—Hartas —le dije.

—Dudo de que conmigo fuera diferente. Todavía llevo las cicatrices, pero como usted dice se han debilitado. He visto muchos hombres que las tenían peores. Los carceleros me arrastraron hasta la celda como se acostumbra, pero creo que habría podido andar. No dolía tanto como perder una pierna o un brazo. Aquí he ayudado a los cirujanos a cortar muchos.

—¿Era flaco en aquella época?

—Muy flaco. Creo que se me habrían podido contar las costillas.

—Pues tuvo una gran ventaja. En la espalda de los gordos el látigo entra muy hondo, y sangran como cerdos. La gente dice que a los comerciantes no se los castiga lo suficiente por pesar mal y cosas parecidas, pero los que hablan así no saben cómo sufren. Winnoc asintió.

—Al día siguiente me sentía casi tan fuerte como de costumbre y el Aspirante Palaemon vino a verme como había prometido. Le conté de mí, cómo vivía y eso, y le pregunté un poco por él. Le parecerá raro, supongo, que hablara así con un hombre que me había azotado.

—No. Muchas veces he oído cosas semejantes. —Me contó que había hecho algo contra el gremio. No quiso decirme qué, pero lo habían desterrado por esa razón. Me contó lo que sentía y qué solo estaba. Dijo que había intentado animarse pensando en cómo vivía otra gente, advirtiendo que tampoco ellos eran de algún gremio. Pero lo único que sentía por ellos era pena, y muy pronto también sintió pena por él mismo. Dijo que si quería ser feliz, y no volver a vivir algo parecido, buscara alguna clase de hermandad y me uniera a ella.

—¿Y bien? —pregunté.

—Decidí hacer lo que me había dicho. Cuando me dejaron marchar, hablé con los maestros de un montón de gremios, primero escogiendo bien, luego acudiendo a cualquiera que pudiera aceptarme, como los carniceros y los candeleros. Ninguno quería tomar un aprendiz de tanta edad, o que no podía pagarse la comida, o que tenía mal carácter; me miraban la espalda, ¿se da cuenta?, y decidían que era un alborotador.

»Pensé en emplearme en un barco o unirme al ejército, y desde entonces he deseado muchas veces haber hecho una de las dos cosas, aunque quizás entonces hoy desearía lo contrario o no viviría para de Entonces, no sé por qué, se me ocurrió la idea de entrar en alguna orden religiosa. Hablé con un puñado, y dos se ofrecieron a aceptarme aunque les dije que no tenía dinero y les enseñé la espalda. Pero cuanto más rumores oía de cómo era la vida allí dentro, menos me parecía que pudiera aguantarlo. Yo había sido muy bebedor y me gustaban las muchachas, y en realidad no quería cambiar.

»Un día estaba en una esquina y vi un hombre que, me pareció, pertenecía a una orden con la que yo no había hablado aún. Por ese entonces pensaba emplearme en un barco, pero faltaba casi una semana para que zarpara, y un marinero me había dicho que mucho del peor trabajo se hacía durante los preparativos, y que si yo esperaba hasta que levaran anclas me lo evitaría. Todo era falso, pero yo no podía saberlo.

»El caso es que seguí al hombre aquel, y cuando se paró, lo habían mandado a comprar verdura, me acerqué y le pregunté de qué orden era. Me dijo que trabajaba como esclavo de las Peregrinas y que era igual que estar en la orden pero mejor. Uno podía beber una o dos copas y nadie se oponía mientras a la hora de trabajar estuviera sobrio. También podía acostarse con las muchachas, y de eso había muchas posibilidades porque las muchachas pensaban que los esclavos eran santos, más o menos, y que viajaban por todas partes.

»Le pregunté si pensaba que me aceptarían, y dije que no podía creer que viviera tan bien como él lo pintaba. El dijo que estaba seguro de que sí, y que si bien no podía demostrar allí mismo lo que había dicho sobre las muchachas, demostraría lo que había dicho sobre la bebida compartiendo conmigo una botella de tinto.

»Fuimos a una taberna junto al mercado y nos sentamos, y el hombre cumplió su palabra. Me contó que la vida aquella se parecía mucho a la del marinero, porque lo mejor de ser marinero era ver distintos lugares, y eso ellos lo hacían. También era como ser soldado, porque cuando la orden atravesaba regiones salvajes ellos iban armados. Además de todo eso, les daban dinero. Las órdenes reciben una ofrenda de cada uno que toma los votos. Si más tarde uno decide irse, le devuelven una parte, según el tiempo que haya estado. Para nosotros los esclavos, me explicó, era al revés. Al esclavo le pagaban cuando firmaba el contrato. Si después quería irse tenía que comprar la libertad, pero si se quedaba podía guardarse todo el dinero.

»Yo tenía madre, y aunque nunca fuera a verla sabía que no le sobraban los aes. Si pensaba en las órdenes religiosas, tenía que ser más religioso yo mismo, y no veía cómo iba a servir al Increado con ella en la mente. Firmé el papel. Naturalmente, Goslin, el esclavo que me había metido, se ganó una recompensa, y yo llevé el dinero a mi madre.

—Para ella fue una alegría, estoy seguro —dije—, y para usted también.

—Pensó que era alguna artimaña, pero el caso es que se lo dejé. Yo tenía que volver en seguida a la orden, naturalmente, y me habían acompañado. Ahora hace treinta años que estoy aquí.

—Habrá que felicitarlo, espero.

—No lo sé. Ha sido una vida dura, pero claro, por lo que he visto, todas las vidas son duras.

—Lo mismo he visto yo —dije. A decir verdad, me estaba entrando sueño y tenía ganas de que se fuera—. Gracias por contarme su historia. Me pareció muy interesante.

—Quiero preguntarle algo —dijo él— y quiero que si vuelve a ver a Palaemon se lo pregunte por mí. Asentí, aguardando.

—Usted dijo que le parecía que las Peregrinas debían ser amas bondadosas, y supongo que es cierto. Algunas han sido muy buenas conmigo, y aquí nunca me han azotado; nada que pasara de unas bofetadas. Pero tiene que saber cómo es la cosa. A los esclavos que no se portan bien los venden, eso es todo. Quizá no me siga.

—Creo que no.

—Muchos hombres se venden a la orden pensando, como yo, que todo va a ser vida fácil y aventura. Y en general es así, y es reconfortante ayudar a curar enfermos y heridos. Pero a los que no se entienden los venden, y por cada uno sacan mucho más de lo que pagaron. ¿Se da cuenta ahora de cómo es la cosa? De esta manera no tienen que a nadie. Casi el peor castigo es tener que fregar el retrete. Sólo que si uno no les cae bien, se puede encontrar con que lo llevan a una mina.

»Lo que todos estos años quise preguntarle al Aspirante Palaemon… —Mordiéndose el labio de abajo, hizo una pausa.— Era torturador, ¿no? Eso —Sí, lo era. Todavía lo es.

—Lo que quiero saber, entonces, es si me lo dijo para atormentarme. ¿O me estaba dando el mejor consejo posible? —Se volvió ocultándome la cara.¿Le preguntará esto por mí? Puede ser que alguna vez vuelva a verlo.

Dije: —Estoy seguro de que lo aconsejó lo mejor que podía. Si usted se hubiera quedado donde estaba, tal vez habría muerto hace mucho tiempo ejecutado por él o por otro torturador. ¿Alguna vez ha visto una ejecución? Pero los torturadores no lo saben todo.

Winnoc se levantó. —Tampoco los esclavos. Gracias,joven.

Le toqué el brazo para detenerlo un momento: —¿Puedo yo pedirle algo, ahora? Yo mismo he sido torturador. Si ha pasado tantos años temiendo que el maestro Palaemon se lo hubiera dicho sólo para hacerle daño, ¿cómo sabe que yo no acabo de hacer lo mismo?

—Porque habría dicho lo contrario —me dijo—. Buenas noches, joven.

Pensé un rato en lo que había dicho Winnoc, y en lo que el maestro Palaemon le había dicho tanto tiempo atrás. También él había sido vagabundo, entonces, unos diez años antes de que yo naciera. Y sin embargo había regresado a la Ciudadela para ser maestro del gremio. Recordé cómo Abdiesus (a quien yo había traicionado) había deseado que yo fuera maestro. Cualquiera fuese el crimen que el maestro Palaemon había cometido, sin duda más tarde había sido ocultado por todos los hermanos del gremio. Ahora era maestro, aunque, como yo había visto toda mi vida, demasiado acostumbrado para sorprenderme, quien dirigía los asuntos del gremio, pese a ser mucho más joven, era el maestro Gurloes. Fuera, los tibios vientos del verano norteño jugaban entre las cuerdas de las tiendas; pero yo tenía la impresión de que volvía a subir los empinados peldaños de la Torre Matachina y oía cantar los vientos fríos entre los alcázares de la Ciudadela.

Por fin, con la esperanza de volver la mente a asuntos menos dolorosos me levanté y estiré y fui el catre de Foila. Estaba despierta y conversamos un rato, y le pregunté si ya podía juzgar las historías; pero ella me dijo que tendría que esperar al menos un día más.

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