XXXVII — Cruzando de nuevo el río

Antes del amanecer Roche estaba en mi puerta con Drotte y Eata. Aunque Drotte era el mayor de nosotros, la cara y los ojos relampagueantes lo hacían parecer más joven que Roche. Todavía era el retrato mismo de la fuerza nerviosa, pero no pude dejar de notar que ahora yo era dos dedos más alto que él. Eata, el más bajo, ni siquiera había llegado aún a aspirante; de modo que después de todo yo sólo había estado fuera un verano. Cuando me saludó parecía un poco aturdido, y supongo que le costaba creer que ahora yo fuese el Autarca, especialmente porque no me había visto hasta ese momento, en que una vez más yo vestía las ropas del gremio.

Yo le había dicho a Roche que los tres debían ir armados; él y Drotte llevaban espadas parecidas a (aunque de manufactura muy inferior), y Eata una clava que yo recordaba haber visto exhibida en nuestras fiestas del Día de la Máscara. Antes de haber visto batallas en el norte los habría creído bien equipados; ahora los tres, no sólo Eata, me parecían niños dispuestos a jugar a la guerra con palos y piñas.

Por última vez pasamos por la brecha en el muro y pisamos las senderos de hueso que se curvaban entre los cipreses y las tumbas. Las rosas muertas que yo había dudado en arrancar para Thecla mostraban todavía unos capullos de otoño, y me encontré pensando en Morwenna, la única mujer cuya vida había tomado, y en su enemiga Eusebia.

Cuando cruzamos el portal de la necrópolis y en— tramos en las escuálidas calles de la ciudad, pareció que mis compañeros se ponían casi alegres. Pienso que inconscientemente habían temido que el maestro Gurloes los viera y de algún modo los castigase por obedecer al Autarca.

—Espero que no planees ir a nado —dijo Drotte—. Con estas cuchillas nos hundiríamos.

Roche soltó una risita. —La de Eata flota, sin duda. —Vamos muy al norte. Necesitaremos un barco, pero creo que si recorremos la ribera podremos alquilar alguno.

—Si alguien nos lo alquila… Ysi no nos arrestan. Ya sabéis, Autarca…

—Severian —le recordé—. Mientras lleve esta ropa. —… Severian, que se supone que estas herramientas sólo podemos llevarlas al tajo, y costará mucho convencer a los peltastas de que hacemos falta tres. ¿Sabrán quién eres tú? Yo no…

Esta vez fue Eata quien lo interrumpió señalando hacia el río.

—¡Mirad, allí hay un barco!

Roche lo siguió, los tres agitaron las manos y yo saqué uno de los chrisos que me había prestado el castellano, volviéndolo para que reluciera al sol que detrás de nosotros empezaba a mostrarse sobre las torres. El hombre que iba a la caña agitó la gorra, y alguien que parecía un muchachito flaco saltó adelante para poner la chorreante tarquina en la otra amura.

Era un barco de dos palos, algo estrecho de manga y bajo de francobordo: ideal, sin duda, para transportar mercancía no sellada y burlar a las balandras de patrulla que de repente se habían vuelto mías. El timonel, un viejo raposo grisáceo, parecía capaz de cosas mucho peores, y el «muchachito» flaco era una chica de ojos risueños y facilidad para mirar de soslayo.

—Vaya, parece que hoy es mi día —dijo el timonel cuando vio nuestros hábitos—. Pensé que estabais de duelo, hasta que os vi de cerca. ¿Ojos? Ni idea de lo que son, no más que un cuervo en un tribunal.

—Estamos de duelo —le dije mientras subía. Me dio un placer ridículo descubrir que yo no había perdido las piernas de marino que había adquirido en el Samm, y mirar cómo Drotte y Roche se agarraban de los paños cuando el lugre se balanceaba.

—¿Le molesta si le echo un vistazo a ese rubio? Sólo para ver si es de veras. En seguida lo mando a casa.

Le tiré la moneda, que frotó y mordió y por fin rindió con una mirada respetuosa.

—Quizá necesitemos el barco todo el día.

—Por un rubio se lo puede quedar también toda la noche. Como le dijo el funerario al fantasma, a los dos nos alegrará tener compañía. Hasta que amaneció hubo cosas en el río. Quizá porque los optimates han bajado al agua esta mañana, ¿no?

—Zarpe —dije yo—. Si quiere, me puede contar qué eran esas cosas raras mientras navegamos.

Aunque él mismo había sacado el tema, el timonel parecía rehacio a entrar en detalles; quizá sólo porque le era dificil encontrar palabras para describir lo que había sentido y lo que había visto y oído. Había un ligero viento del oeste, así que con las enceradas velas del lugre bien tensas, navegamos río arriba. La muchacha morena tenía poco más trabajo que estar sentada en la proa y cambiar miradas con Eata. (Es posible que, con su camisa y sus pantalones grises y sucios, lo tomara por un ayudante a sueldo de nosotros tres.) El timonel, que se decía tío de ella, hablaba sin aflojar la presión en la caña, para evitar que el lugre se desviase.

—Les contaré lo que vi yo, como el carpintero cuando tenía el postigo abierto. Estábamos ocho o nueve leguas al norte de donde ustedes nos llamaron. De carga llevábamos almejas, ¿entienden?, y con esos bichos no es cuestión de pararse, al menos cuando la tarde pinta calurosa. Bajamos por el río y se las compramos a los cavadores, ¿entienden?, después las subimos rápido por el canal, para que se pudieran comer antes de estropearse. Si se estropean lo pierdes todo, pero si las vendes bien ganas el doble o mas.

»Me he pasado más noches en el río que en cualquier otro lugar de mi vida; es mi cuarto, se puede decir, y este barco mi cuna, aunque en general hasta la mañana no me voy a dormir. Pero anoche… A veces me daba la impresión de que no era el viejo Gyoll sino otro río, un río que subía al cielo o corría bajo tierra.

»Dudo que lo hayan notado si no estuvieron despiertos hasta tarde, pero era una noche tranquila con unas rachas de viento que soplaban lo que dura un juramento, luego se apagaban y luego volvían a soplar. También había niebla, espesa como algodón. Colgaba sobre el agua, como hace siempre la niebla, y a nivel del agua quedaba un espacio como para hacer rodar un pequeño barril. La mayoría del tiempo no veíamos luces en las orillas, sólo la niebla. Antes yo tenía un cuerno y lo hacía sonar para los que no vieran nuestras luces, pero el año pasado se me fue por la borda y como era de cobre se hundió. Así que anoche, cada vez que sentía que se nos acercaba un barco o cualquier cosa, daba unos gritos.

»Como una guardia después de que empezara la niebla dejé que Maxellindis se fuera a dormir. Tenía izadas las dos velas, y con cada bocanada de aire remontábamos un poco el río, y luego volvía a echar el ancla. A lo mejor ustedes no lo saben, optimates, pero la norma del río es que quien lo sube bordea una orilla y quien lo baja navega por el medio. Nosotros íbamos subiendo y tendríamos que haber bordeado la orilla este, pero con la niebla yo no sabía.”Entonces oí remos. Busqué en la niebla, pero no veía luces y grité para que se desviaran. Me incliné sobre la regala y acerqué la cabeza al agua para oír mejor. La niebla absorbe los ruidos, pero cuando mejor oye uno es cuando mete la cabeza debajo, porque el ruido corre derecho sobre el agua. Bueno, el caso es que lo hice, y aquello era grande. Cuando los remeros son buenos no se puede contar cuántas palas hay, porque se hunden al mismo tiempo y salen todas juntas, pero cuando un barco grande avanza rápido se oye el agua rompiendo bajo la proa, y aquél era de los grandes. Me subí a la caseta para tratar de verlo, pero ni así había luces, aunque yo sabía que estaba cerca.

»Justo estaba bajando cuando la divisé: una galeaza de cuatro palos y cuatro bancadas, sin luces, remontando el canal, por lo que podía juzgar. Alguien se apiade del que viene en contra, pensé yo para mí, como dijo el buey cuando se soltó del yugo.

»Claro que sólo la vi un minuto y se perdió de nuevo en la niebla, pero todavía la oí un rato largo. Verla así me dio una impresión tan rara que me puse a gritar de vez en cuando aunque no hubiera ningún otro barco por ahí. Habíamos hecho una media legua más, me supongo, o quizá no tanto, cuando oí que alguien me contestaba los gritos. Sólo que no era como si me contestara, más bien pedía que le echaran un cabo. Volví a gritar, y cada vez él me contestaba, y era un hombre que conozco llamado Trason, que tiene un barco como yo. “¿Eres tú?”, me preguntó, y yo le dije que era yo y le pregunté si estaba bien. “¡Amarra!”, me dice él.

»Le dije que no podía. Llevaba almejas, y aunque la noche estuviera fresca quería venderlas lo antes posible. “Amarra”, me vuelve a gritar Trason. “Amarra y bájate.” Así que yo le digo: “¿Por qué no te bajas tú?” En eso lo veo, y me sorprendió que pudiera llevar tanta gente, pándores, habría dicho yo, pero todos los pándores que he visto tenían la cara morena como la mía, o casi, y la de éstos era blanca como la niebla. Tenían gusanos y escorpiones: se veían las cabezas asomándoles por las crestas de los cascos.

Lo interrumpí para preguntarle si los soldados que había visto parecían hambrientos y tenían ojos grandes.

Sacudió la cabeza torciendo una comisura de la boca.

—Eran hombres grandes, más grandes que usted o que cualquiera de los que vamos aquí, le llevaban a Trason una cabeza. El caso es que en un momento desaparecieron, igual que la galeaza. Fue el único otro barco que vi hasta que se abrió la niebla. Pero… Yo dije: —Pero vio algo más. O lo oyó.

Asintió. —Pensé que usted y su gente estaban aquí por eso. Cierto, vi y oí cosas. Había cosas en el agua, cosas que yo no había visto nunca. Cuando se despertó y se lo conté, Maxellindis dijo que eran manatíes. A la luz de la luna son pálidos y si uno no se acerca mucho parecen bastante humanos. Pero yo los conozco desde pequeño y nunca me confundieron. Yhabíavoces de mujer, altas no, pero fuertes. Yalgo más. Yo no le entendía nada a ninguno, pero oí el tono. ¿Saben cómo es cuando uno escucha gente hablando sobre el agua? Ellas decían esto y lo otro y lo de más allá. Luego la voz más profunda —no puedo decir que fuera de hombre porque no lo creo—, la voz más profunda decía ve y haz así y asá. Oí tres veces las voces de las mujeres y dos veces la otra. No me van a creer, optimates, pero a veces daba la impresión de que las voces salían del río.

Con eso se quedó en silencio, mirando más allá de los nenúfares. Habíamos dejado bien atrás el trecho del Gyoll que bordea la Ciudadela, pero los nenúfares aún se amontonaban más densamente que flores silvestres en cualquier llano a este lado del paraíso.

La Ciudadela misma se veía ya entera, y pese a su vastedad parecía un rebaño reverberante agitándose en la colina, con las mil torres de metal listas a saltar al aire a la primera palabra. Debajo, la necrópolis extendía un bordado de trama verde y blanca. Sé que es de buen tono hablar con leve disgusto de la «insalubre» proliferación de hierba y árboles en tales lugares, pero yo nunca he observado que fuese algo realmente insalubre. Lo verde muere para que vivan los hombres, y los hombres mueren para que lo verde viva, incluso aquel hombre ignorante e inocente que hace tanto tiempo yo maté con su propia hacha. Se dice que todo nuestro follaje está mustio, y no hay duda de que así es; y cuando llegue el Sol Nuevo, su novia, la Nueva Urth, lo glorificará con hojas como esmeraldas. Pero en el tiempo presente, el tiempo del sol viejo y la vieja Urth, yo nunca he visto un verde tan intenso como el de los grandes pinos de la necrópolis cuando el viento mece las ramas. Extraen fuerza de las partidas generaciones de la humanidad, y los mástiles de los navíos, que se construyen con muchos árboles, no son tan altos como ellos.

El Campo Sanguinario está lejos del río. Atrajimos miradas extrañas, los cuatro, mientras íbamos hacia allí, pero nadie nos detuvo. La Taberna de los Amores Perdidos, que alguna vez me pareciera la menos permanente de las casas de los hombres, seguía alzándose allí como la tarde en que yo había llegado con Agia y Dorcas. El gordo tabernero por poco se desmaya cuando nos vio aparecer; le pedí que llamara a Ouen, el camarero.

Aquella tarde, cuando entró con una bandeja para los tres, en realidad no lo había mirado. Ahora lo hice. Era un hombre calvo tan alto como Drotte, flaco y con aire afligido; los ojos eran de un azul profundo, y en la forma de los párpados y de la boca había una delicadeza que reconocí en seguida.

—¿Sabes quiénes somos? —le pregunté. Meneó lentamente la cabeza.

—¿Nunca has tenido que servir a un torturador? —Una vez, sieur, esta primavera — dijo—. Ysé que estos dos hombres de negro son torturadores. Pero usted no es torturador, sieur, aunque vista como ellos. Lo pasé por alto. —¿Alguna vez me has visto?

—No, sieur.

—Muy bien, tal vez sea así. (Qué extraño era darme cuenta de que yo había cambiado tanto.) Ouen, ya que tú no me conoces, sería bueno que yo te conociera a ti. Dime dónde naciste y quiénes eran tus padres, y cómo llegaste a emplearte en esta taberna.

—Mi padre era tendero, sieur. Vivíamos en Puertavieja, en la ribera oeste. Cuando yo tenía unos diez años, creo, me mandó a una taberna a hacer de mozo, y desde entonces siempre he trabajado en alguna.

—Tu padre era tendero. ¿Y tu madre?

La cara de Ouen seguía manteniendo una deferencia de camarero, pero los ojos parecían confundidos.

—No la conocí, sieur. La llamaban Gas, pero murió cuando yo era pequeño. En el parto, decía mi padre.

—Pero sabes cómo era.

Asintió. —Mi padre tenía un relicario con su imagen. Yo tendría veinte años cuando una vez quise verlo y descubrí que lo había empeñado. Por entonces yo había hecho un poco de dinero ayudando en sus asuntos a cierto optimate… Llevándoles mensajes a las damas, quedándome de guardia fuera y cosas así; y fui a la casa del prestamista y pagué la prenda y lo retiré. Todavía lo llevo, sieur. En un lugar como éste, donde todo el tiempo entran y salen tantos, es mejor tener los objetos valiosos encima.

Metió la mano dentro de la camisa y sacó un relicario de esmalte tabicado. Los retratos de dentro eran de Dorcas de frente y perfil, una Dorcas apenas más joven que la que yo había conocido.

—Dices que a los diez te hiciste mozo, Ouen. Pero sabes leer y escribir.

—Un poco, sieur. —Parecía incómodo.— Varias veces le he preguntado a la gente que me leyera algo escrito. No olvido muchas cosas.

—Cuando esta primavera estuvo el torturador tú escribiste algo —le dije—. ¿Te acuerdas de lo que escribiste?

Asustado, sacudió la cabeza. —Sólo una nota para prevenir a la chica.

—Yo me acuerdo. Decía: «La mujer que la acompaña ha estado antes aquí. No confíe en ella. Trudo dice que el hombre es un torturador. Usted es mi madre que ha vuelto».

Ouen se metió el relicario dentro de la camisa. —Es que se parecía mucho a ella, sieur. Cuando yo era joven, siempre pensaba que un día iba a encontrar una mujer así. Me decía, ¿sabe?, que yo era mejor hombre que mi padre, y a fin de cuentas él la había encontrado. Pero yo no, y ahora no estoy seguro de ser mejor.

—Esa vez tú no sabías cómo era el hábito de los torturadores —le dije—. El que sabía era tu amigo Trudo, el palafrenero. Sabía mucho más que tú de torturadores, y por eso se escapó.

—Sí, sieur. Cuando oyó que un torturador preguntaba por él se escapó.

—Pero tú viste que la chica era una inocente y quisiste prevenirla contra el torturador y la otra mujer. Quizá tenías razón sobre los dos.

—Si usted lo dice, sieur…

—¿Sabes, Ouen?, te pareces un poco a ella.

El tabernero gordo había estado escuchando más o menos abiertamente. Ahora soltó una risita. —¡Más se parece a ustedl Me temo que me volví a clavarle los ojos.

—No quería ofenderlo, sieur, pero es verdad. Él es un poco mayor, pero mientras hablaban vi las dos caras de perfil, y no hay ni un lunar de diferencia.

Estudié de nuevo a Ouen. No tenía los y el pelo oscuros como yo, pero dejando de lado el color, su cara podría haber sido casi la mía.

—Dices que nunca encontraste una mujer como Dorcas… como la del relicario. Sin embargo encontraste una mujer, pienso.

Evitó mirarme a los —Varias, sieur. —Y tuviste un hijo.

—¡No, sieur! —Estaba atónito.— ¡Nunca, sieur! —Qué interesante. ¿Alguna vez tuviste dificultades con ¡ajusticia?

—Varias, sieur.

—Está bien que hables en voz baja, pero no hace falta que sea tan baja. Y cuando me hables mírame. Una mujer que amabas… o quizás ella te amaba a ti… una mujer morena… ¿La detuvieron una vez?

—Una vez, sieur —dijo—. Sí, sieur. Se llamaba Catherine. Es un nombre anticuado, me dicen. Como usted dice, sieur, hubo problemas. Se había escapado de una orden de monjas. La detuvo la justicia y no la vi nunca más.

Él no quería venir, pero cuando volvimos al lugre nos los llevamos.

Cuando yo había remontado el río con el S¢mru, de noche la línea entre la ciudad viva y la muerta había sido como la que separa la curva oscura del mundo y la estrellada cúpula celeste. Ahora, con tanta luz, había desaparecido. Líneas de estructuras medio en ruinas bordeaban las riberas, pero no pude determinar si eran los hogares de nuestros ciudadanos más miserables o meras cáscaras vacías hasta que vi tres trapos flameando en una cuerda.

—En el gremio tenemos el ideal de la pobreza —le dije a Drotte mientras nos apoyábamos en la regala—. Pero esa gente no necesita el ideal: lo ha realizado.

—Yo pensaría que lo necesitan más que nadie —respondió él.

Se equivocaba. El Increado estaba allí, algo más alto que los hieródulos y que aquellos a quienes servían; incluso en el río yo sentía su presencia como se siente la del señor de una gran casa, aunque esté en un cuarto a oscuras de otro piso. Cuando bajamos a tierra, me pareció que en cada uno de los umbrales que yo cruzara, sorprendería a una brillante figura; y que el comandante de todas esas figuras parecía invisible sólo porque era demasiado grande.

En una de las calles invadidas de hierba encontramos una sandalia de hombre, gastada pero no vieja. —Me han dicho que por aquí andan saqueadores. Es una de las razones por las que os pedí que vinierais. Si sólo se tratara de mí, me las arreglaría solo.

Roche asintió y sacó la espada, pero Drotte dijo: —Aquí no hay nadie. Tú te has vuelto mucho más sabio que nosotros, Severian, pero pienso que te has acostumbrado un poco en exceso a cosas que aterran a la gente común.

Le pregunté qué quería decir.

—Tú sabías de qué hablaba el barquero. Te lo vi en la cara. A ti también te dio miedo, o al menos te preocupó. Pero no miedo como el que tuvo él anoche, o como el que habríamos tenido Roche, Ouen o yo si hubiésemos estado cerca del río sabiendo lo que pasaba. Anoche los saqueadores que dices anduvieron rondando, y han alertado a los guardacostas. Hoy no se acercarán al agua, y no lo harán por varios días.

Eata me tocó el brazo. —¿Crees que esa chica… Maxellindis… corre peligro, allí en el barco?

—Corre menos peligro que tú con ella —dije. Eata no sabía qué estaba diciendo, pero yo sí. Su Maxellindis no era Thecla; su historia no podía ser la mía. Pero tras la cara traviesa y los risueños castaños yo había visto los corredores del Tiempo. Para los torturadores el amor es un trabajo largo; y aunque yo fuera a disolver el gremio, Eata sería un torturador, como todos los hombres, maniatado por el desprecio a la riqueza sin el cual un hombre es menos que un hombre, infligiendo dolor por naturaleza lo quisiera o no. Me apenaba, y más aún Maxellindis la marinera.

Ouen y yo fuimos hacia la casa, dejando a Roche, Drotte y Eata de guardia a cierta distancia. Cuando estábamos en la puerta oí dentro el blando sonido de los pasos de Dorcas.

—No te diremos quién eres —le dije a Ouen—. Yno podemos decirte qué puede ser de ti. Pero somos tu Autarca y te diremos qué debes hacer.

No tenía palabras para él, pero descubrí que no me hacían falta. Como el castellano, se arrodilló en el acto.

—Nos hemos hecho acompañar por torturadores para que supieras qué te estaba reservado si nos desobedecías. Pero no deseamos que nos desobedezcas, y ahora, habiéndote conocido, dudamos de que hicieran falta. En esta casa hay una mujer. Dentro de un momento entrarás. Has de contarle tu historia como nos la contaste a nosotros, y te quedarás con ella y la protegerás aunque intente rechazarte.

—Haré todo lo posible, Autarca dijo Ouen. —Cuando puedas, aconséjale que abandone esta ciudad de muerte. Hasta entonces, te damos esto. —Saqué la pistola y se la puse en la mano.— Vale una carretilla de chrisos, pero mientras esté aquí los chrisos te servirán mucho menos que ella. Cuando estéis los dos a salvo, si deseas te la compraremos de nuevo. —Le mostré cómo se manejaba la pistola y lo dejé. Entonces me quedé solo, y no dudo de que algunos, leyendo este relato demasiado breve de un verano turbulento, dirán que es así como he estado casi siempre. Jonas, mi único amigo de veras, era a sus propios ojos una mera máquina; Dorcas, a quien todavía amo, es a sus propios ojos una especie de espectro.

Yo no lo siento así. Elegimos —o no elegimos— estar solos cuando decidimos a quién aceptar como camaradas y a quiénes rechazar. Así, en su cueva de la montaña, el eremita tiene compañía porque sus compañeros son los pájaros y los conejos, los iniciados cuyas palabras viven en los «libros del bosque» y los vientos, mensajeros del Increado. Otro hombre puede estar solo aunque viva entre millones, porque no tiene alrededor más que enemigos y víctimas.

Agia, a quien yo habría podido amar, había elegido en cambio ser una Vodalus femenina, oponiéndose a todo lo que en la humanidad hay de más vivo. Yo, que podría haber amado a Agia, que amaba profundamente a Dorcas, pero no tanto como yo creía, ahora estaba solo porque me había vuelto parte de su pasado, que ella amaba más de lo que nunca (salvo, creo, al principio) me había amado a mí.

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