II — El soldado vivo

Dejé a un lado la carta a medio leer y miré al hombre que la había escrito. El disparo de la muerte no le había pasado lejos; ahora miraba el sol con ojos azules sin lustre, guiñando casi uno, el otro del todo abierto.

Mucho antes de ese momento yo habría debido acordarme de la Garra, pero no lo había hecho. Tal vez, ansioso por robar las provisiones del muerto, había suprimido la idea sin pensar que él podría haber compartido su comida con quien lo había rescatado de la muerte. Ahora, a la mención de Vodalus y sus seguidores (quienes, pensaba, me ayudarían sin duda si yo fuera capaz de encontrarlos), me acordé de ella en seguida y la saqué. Al sol del verano parecía chispear, más brillante por cierto de lo que yo la había visto nunca en su caja de zafiro. Lo toqué con la Garray luego, urgido por no sé qué impulso, se la puse en la boca.

Como tampoco esto obró nada, la tomé entre el pulgar y el índice y apreté la punta contra la suave piel de la frente. El soldado no se movió ni respiró, pero una gota de sangre, fresca y viscosa como la de un vivo, manó y me manchó los dedos.

Los retiré, me sequé la mano con unas hojas y habría vuelto a la carta si no hubiera oído crujir una rama a cierta distancia. Por un momento no pude decidir si esconderme, huir o luchar; pero era difícil hacer lo primero con éxito, y de lo segundo yo ya estaba harto. Recogí la cimitarra del muerto, me envolví en mi capa y aguardé.

No se presentó nadie; al menos nadie visible para mí. El viento suspiró levemente entre las copas de los árboles. Al parecer la mosca se había ido. Tal vez yo sólo había oído a un ciervo que saltaba entre las sombras. Había viajado tanto sin ninguna arma útil que me permitiera cazar que casi había olvidado la posibilidad. Ahora, examinando la cimitarra, me encontré deseando que fuera un arco.

A mis espaldas se agitó algo y me volví a mirar. Era el soldado. Temblaba de pies a cabeza; de no haber visto el cadáver, yo habría creído que se estaba muriendo. Me incliné y le toqué la cara; seguía estando fría, y tuve la necesidad impulsiva de encender una fogata.

En la mochila yo no había visto nada para hacer fuego, pero sabía que no faltaba en el equipo de ningún soldado. Le hurgué los bolsillos y encontré unos aes, un cuadrante de los que marcan el tiempo, un pedernal y un percutor. Bajo los árboles había leña menuda en abundancia: el riesgo era incendiarlo todo. Limpié un espacio con las manos apilando lo barrido en el centro, lo encendí y luego junté unas ramas podridas, las partí y las puse al fuego.

Brillaba más de lo que había esperado: el día estaba acabando y pronto sería de noche. Miré al hombre muerto. Ya no le temblaban las manos; estaba en silencio. La carne del rostro parecía más tibia. Pero sin duda era por el calor de las llamas. Aunque la mancha de sangre en la frente casi se había secado, parecía captar la luz del sol agonizante y brillaba como una especie de gema carmesí, un rubí de sangre de paloma caído del montón de un tesoro. Aunque nuestra fogata daba poco humo, me pareció fragante como incienso, y como incienso se alzaba recto hasta perderse en la oscuridad creciente, sugiriendo algo que yo no podía recordar del todo. Me sacudí y busqué más leña, que partí y amontoné hasta tener una pila que consideré suficiente para la noche.

Los anocheceres en Orithya no eran ni con mucho tan fríos como en las montañas, o incluso en los alrededores del lago Diuturna, así que aunque me acordé de la manta que había encontrado en la mochila del muerto no llegué a necesitarla. Mi tarea me había calentado, la comida me había dado vigor y por un rato me paseé en la penumbra, blandiendo la cimitarra cuando esos ademanes guerreros convenían a mis pensamientos pero siempre manteniendo el fuego entre el muerto y yo.

Como a menudo he dicho en esta crónica, los recuerdos siempre se me han aparecido casi como alucinaciones. Esa noche sentí que podía perderme en ellos para siempre, haciendo de mi vida no una línea recta sino un rizo. Todo cuanto les he descrito volvió en tumulto, y un millar de cosas más. Vi la cara de Eata y su mano pecosa cuando intentaba deslizarse entre los barrotes de la necrópolis, y la tormenta que había contemplado una vez en las torres de la Ciudadela, debatiéndose y restallando en relámpagos; sentí la lluvia que me corría por la cara, mucho más fresca que el tazón matinal en nuestro refectorio. La voz de Dorcas me murmuró al oído: «Sentada en una ventana… platillos y una reja. ¿Qué harás, convocar Erinias para que me destruyan?» Sí. Claro que sí, de haber podido lo habría hecho. De haber sido Hethor, las habría traído desde algún horror escondido tras el mundo, aves con cabeza de bruja y lengua de víbora. A mi orden habrían segado los bosques como si fueran trigo y arrasado ciudades con sus grandes alas… y con todo, de haber podido, a último momento yo habría aparecido para salvarla: no para alejarme después fríamente como deseamos todos cuando, de pequeños, nos imaginamos rescatando y humillando al ser querido que nos hizo una supuesta ofensa, sino para alzarla en mis brazos.

Entonces, creo que por primera vez, supe qué terrible tenía que haber sido para ella, que al llegar la muerte había sido apenas una niña, y que habiendo estado muerta tanto tiempo, la hubieran hecho volver.

Y pensándolo recordé el soldado muerto cuyas provisiones había comido y cuya espada estaba empuñando, y me detuve a escuchar si respiraba o se movía. Pero tan perdido estaba en los mundos de la memoria que me parecía que la blanda tierra del bosque que pisaba había surgido de la tumba que Hildegrin había saqueado para Vodalus, y que el murmullo de las hojas era el susurro de los cipreses en nuestra necrópolis y el rumor de los rosales florecidos de púrpura, y que esperaba, esperaba en vano oír el aliento de la mujer muerta que Vodalus había levantado con una soga por debajo de los brazos, que había levantado envuelta en la mortaja blanca.

Dorcas pertenecía, ahora me daba cuenta, a ese vasto grupo de mujeres (que, por cierto, tal vez las incluya a todas) que nos traicionan; y a ese tipo especial que nos traiciona no por un rival presente sino por el tiempo pasado. Así como Morwenna, la que yo había ejecutado en Saltus, asesinó a su marido recordando sin duda el tiempo en que era libre y quizá virginal, Dorcas me había dejado porque yo no había existido (no había, así debía verlo ella inconscientemente, conseguido existir) en el tiempo en que la perdición había caído sobre ella.

(Para mí, ésa es la época dorada. Creo que, en gran medida, debo de haber atesorado el recuerdo del muchacho tosco y amable que me traía libros y capullos a la celda porque sabía que iba a ser el último amor antes de la perdición, la perdición que no era, como aprendí en esa cárcel, el momento en que me arrojaron encima el tapiz para ahogar mi grito, ni mi llegada a la Ciudadela Antigua de Nessus, ni el portazo con que se cerró la celda a mis espaldas, y ni siquiera el momento en que, bañada en una luz como en Urth no brilla nunca, sentí que el cuerpo se me rebelaba, sino el instante en que me pasé por la garganta la hoja, fría y despiadadamente aguda, del grasiento cuchillo de mondar que él había traído. Es posible que a todos nos llegue un tiempo así, y que sea voluntad de las Catanias que cada cual se castigue por lo que haya hecho. Y sin embargo, ¿se nos puede odiar tanto? ¿Se nos puede odiar en absoluto? No cuando aún recuerdo los besos que me daba en los pechos, no como para aspirar el perfume de mi carne —como los de Afrodisius, y los de aquel joven, el sobrino del chiliarca de los Compañeros— sino como si tuviese verdadera hambre de mi carne. ¿Había algo observándonos? Ahora él ha comido de mí. Despertada por el recuerdo, alzo la mano y mis dedos le acarician el pelo.) Dormí hasta tarde, envuelto en la capa. Hay un pago de la Naturaleza a los que sobrellevan privaciones; es que las menores, de las que gente de vida más fácil se quejaría, les parecen casi reconfortantes. Varias veces antes de levantarme, desperté y me felicité de pensar en lo fácil que había pasado esa noche comparada con las que había soportado en las montañas.

Por fin el sol y el canto de los pájaros me devolvieron a mí mismo. Al otro lado de nuestra fogata extinta, el soldado se movió y, creo, murmuró algo. Me senté. Había apartado la manta y yacía cara al cielo. Era una cara pálida, de mejillas hundidas; con sombras oscuras bajo los ojos y unas líneas profundas alrededor de la boca. Los ojos estaban bien cerrados, y en la nariz le siseaba el aliento.

Por un momento estuve tentado de huir antes de que despertase. Yo aún tenía la cimitarra; iba ya a devolverla, pero la retuve temiendo que la usara para atacarme. El cuchillo seguía clavado al árbol, recordándome la daga curva de Agia en el postigo de la casa de Casdoe. Se lo puse de nuevo en la vaina del cinturón; me avergonzaba pensar que yo, armado con una espada, pudiera tenerle miedo a un hombre con un cuchillo.

Sus ojos parpadearon y yo me retiré, recordando una vez que Dorcas, al despertar, se había asustado al encontrarme inclinado sobre ella. Para no parecer una silueta oscura, eché la capa atrás descubriendo los brazos y el pecho, bronceados ahora por los soles de tantos días. Oía el siseo de su respiración; y cuando pasó del sueño al despertar, él me pareció algo casi tan milagroso como el tránsito de la muerte a la vida.

Con la mirada en blanco como un niño, se sentó y miró alrededor. Se le movieron los labios pero sólo salió un sonido absurdo. Le hablé, procurando que el tono fuera amistoso. El escuchaba pero parecía no entender, y me acordé del aturdimiento del ulano que yo había revivido en el camino a la Casa Absoluta.

Me hubiera gustado ofrecerle agua, pero no tenía. En cambio, tomé una lonja de la carne salada que yo había sacado de su mochila, la corté en dos y la compartí con él.

Masticó y dio la impresión de sentirse mejor. —Levántate —dije—. Tenemos que encontrar algo de beber.

Aunque me tomó la mano y dejó que yo tirase de él hasta enderezarlo, apenas podía mantenerse en pie. Los ojos al principio tan serenos, se volvieron más alertas y a la vez más violentos. Tuve la impresión de que temía que los árboles se nos abalanzaran como un grupo de leones, pero no sacó el cuchillo ni intentó reclamar la cimitarra.

Habíamos dado tres o cuatro pasos cuando trastabilló y por poco se cae. Dejé que se apoyara en mi brazo, y juntos atravesamos el bosque rumbo al camino.

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