XXIII — La carraca pelágica avista tierra

Cuando recobré el conocimiento, lo primero que sentí fue el dolor en la pierna. Estaba aplastado bajo el cuerpo del pío, y traté de liberarla casi antes de saber quién era yo o cómo me encontraba allí. Costras de sangre me cubrían las manos, la cara, y el suelo mismo donde estaba tirado.

Y había silencio, mucho silencio. Escuché el retumbo de los cascos, al repique del tambor que se sirve de Urth como tambor. No estaba allí. Ya no estaban los gritos de los cherkajis, ni los gritos estridentes, enloquecidos que venían de los cuadros de la infantería ascia. Intenté girar para apoyarme en la silla, pero no pude.

En algún lugar lejano, sin duda uno de los filos que bordeaban el valle, un lobo desesperado alzó sus fauces hacia la luna. Aquel aullido inhumano, que Thecla ya había oído una o dos veces cuando la corte había ido de caza cerca de Silva, me hizo comprender que la debilidad de mi vista no se debía al humo de los pastos incendiados durante el día ni, como yo había temido, a una lesión en la cabeza. La tierra estaba en penumbras, aunque no podía decir si de amanecer o de ocaso.

Descansé y tal vez dormí; luego un ruido de pasos volvió a despertarme. Estaba más oscuro de lo que recordaba. Los pasos eran lentos, suaves y pesados. No el ruido de la caballería en movimiento, ni el tranco medido de la infantería en marcha: un andar más pesado que el de Calveros y más lento. Abrí la boca para pedir auxilio y la volví a cerrar, pensando que podía convocar algo más terrible que lo que una vez despertara en la mina de los hombres-mono. Tiré para zafarme del pío muerto hasta que temí quedarme sin pierna. Otro lobo, tan horrendo como el primero y mucho más cercano, le aulló a la alta isla verde.

De niño, muchas veces me decían que me faltaba imaginación. Si alguna vez fue cierto, Thecla debe de haberla aportado a nuestro nexo, pues ahora yo veía lobos en mi mente, formas negras y silenciosas, enormes como onagros, derramándose por el valle; y oí cómo partían los huesos de los cadáveres. Grité y volví a gritar antes de saber qué estaba haciendo.

Me pareció que los pesados pasos se detenían. Sin duda avanzaban hacia mí, hubieran estado antes viniendo en mi dirección o no. Oí un crujido en los pastos, y un pequeño fenócodo, rayado como un melón, surgió aterrado por algo que yo aún no veía. Al verme se asustó y un momento después había escapado.

He dicho que la corneta de Erblon había callado. Ahora, a lo lejos, otra tocó la nota más honda, larga y violenta que yo había oído. Contra el cielo oscurecido se recortó el perfil de una orficleida inclinada. Cuando la música concluyó, vi la cabeza del músico eclipsando el brillo de la luna a una altura tres veces mayor que la del yelmo de un coracero montado: una abombada cabeza hirsuta de pelo.

La orficleida sonó una vez más, profunda como una cascada, y esta vez vi cómo se elevaba; vi los curvos colmillos blancos que la defendían a cada lado y supe así que yo estaba en el camino del símbolo mismo de la dominación, la bestia llamada mamut.

Guasacht había dicho que yo tenía cierto poder sobre los animales, incluso sin la Garra. Pugné entonces por usarlo, murmurando no sé qué, concen me estallaron las sienes. La trompa del mamut se acercó a indagarme, la punta a casi un codo.

Ligera como una mano de niño me tocó la cara, inundándome con un aliento caliente y húmedo, dulce como el heno. El cuerpo del pío fue apartado; intenté enderezarme pero por alguna razón me derrumbé. El mamut me sostuvo, enrollándome la trompa alrededor de la cintura, y me alzó por encima de su cabeza.

Lo primero que vi fue la boca de un triloén con una lente abultada y oscura del tamaño de una bandeja. Estaba equipado con un asiento para el operador, pero en él no había nadie. El artillero había desmontado y estaba de pie sobre el cuello del mamut como podría estar un marinero en la cubierta de un barco, con una mano en el cañón para mantenerse en equilibrio. Por un momento una luz me dio en la caray me cegó.

—Eres tú. En nosotros confluyen milagros. —La voz no era en verdad ni de hombre ni de mujer; casi podría haber sido de niño. Yo estaba tendido a los pies del que hablaba, y él dijo: Estás herido. ¿Te sostendrá esa pierna?

Me las arreglé para decir que no lo creía.

—Éste es mal lugar para acostarse, pero bueno para rodar por el suelo. Hay una góndola más atrás, pero me temo que Mamiliano no llegue con la trompa. Tendrás que sentarte aquí, apoyando la espalda en la silla giratoria.

Sentí sus manos pequeñas, suaves y húmedas bajo los brazos. Quizá fue el tacto lo que me dijo quién era: el andrógino que había encontrado en la nevada Casa Azur, y más tarde en aquel cuarto hábilmente escorzado que pasaba por una pintura colgada en un pasillo de la Casa Absoluta.

El Autarca.

En los recuerdos de Thecla lo veía en una túnica de joyas. Aunque él había dicho que me reconocía, en mi aturdimiento yo no podía creer que fuera cierto, y le di la contraseña que él me había dado una vez: «La carraca pelágica avista tierra».

—Llega. Claro que llega. Pero si ahora te caes, me temo que Mamiliano no tendrá tiempo de atraparte… aunque su sabiduría es indudable. Ayúdalo todo lo que puedas. Yo no soy tan fuerte como parezco.

Aferré con una mano parte de la montura del triloén y pude treparme a la pequeña alfombra que era parte del pellejo del mamut y olía a moho.

A decir verdad —le dije—, nunca me parecisteis fuerte.

—Tú tienes ojo profesional y debes saberlo, pero mi fuerza no es suficiente. Por otro lado, tú siempre me pareciste una construcción de asta y cuero hervido. Ydebes serlo; de lo contrario ya estarías muerto. ¿Qué te pasó en la pierna?

—Está quemada, me parece.

—Tendremos que conseguirte algo para eso. —Alzó levemente la voz.— ¡A casa! ¡De vuelta a casa, Mamiliano!

—¿Puedo preguntaros qué hacéis aquí?

—Echo un vistazo al campo de batalla. Entiendo que hoy tú combatiste.

Asentí, aunque me pareció que la cabeza se me iba a caer de los hombros.

—Yo no… O en todo caso no personalmente. Comandé la acción de ciertos cuerpos de auxiliares ligeros, con una legión de peltastas como apoyo. Imagino que tú eras uno de los auxiliares. ¿Mataron a algún amigo tuyo?

—Yo tenía una amiga. La última vez que la vi estaba bien.

Los dientes le destellaron a la luz de la luna: —Mantienes tu interés por las mujeres. ¿Era la Dorcas de quien me hablaste?

—No. No importa. —Yo no sabía bien cómo anunciar lo que iba a decir. (Es de la peor educación de— clarar abiertamente que uno ha descubierto a un incógnito.) Por último me las ingenié:— Veo que ocupáis un alto rango en nuestra Mancomunidad. Si no me vais a tirar del lomo de esta bestia, ¿podéis decirme qué hacía un comandante de legiones en ese lugar del Barrio Algedónico?

Mientras yo hablaba la noche se había cerrado rápidamente, y las estrellas se apagaban una tras otra como los cirios de un salón cuando ha acabado el baile y los criados caminan entre ellas con cañas y matacandelas que colgaban como mitras de oro. A gran distancia oí que el andrógino decía: —Tú sabes quiénes somos. Somos la cosa en sí, el que se gobierna a sí mismo, el Autarca. Sabemos discernir. Sabemos quién eres.

Antes de morirse, ahora me doy cuenta, el maestro Malrubius era un hombre muy enfermo. Por entonces yo no lo sabía, porque la idea de la enfermedad me era ajena. Al menos la mitad de los aprendices, y quizá más, moría antes de ascender a oficial; pero nunca se me ocurrió que nuestra torre pudiera ser insalubre, o que las aguas inferiores del Gyoll, donde nadábamos tan a menudo, fueran poco más puras que una letrina. Los aprendices siempre habían muerto, y cuando los aprendices vivos abríamos sus tumbas sacábamos pequeñas pelvis y cráneos que volvíamos a enterrar una y otra vez, hasta que la espada los dañaba tanto que las partículas de yeso se perdían en esa tierra como de brea. Yo, con todo, nunca tuve más que dolor de garganta y la nariz chorreante, formas de enfermedad que sólo sirven para inducir en los sanos la falsa creencia de que saben en qué consiste estar enfermo. El maestro Malrubius sufría una enfermedad real, lo cual es ver la muerte en las sombras.

Observándolo de pie ante su mesita, uno sentía que era consciente de que alguien estaba detrás de él. Miraba derecho al frente, sin girar nunca la cabeza y moviendo apenas los hombros, y hablaba tanto para nosotros como para ese testigo desconocido.

—He hecho todo lo posible, muchachos, para enseñaros los rudimentos del saber. Son las semillas de unos árboles que deberían desarrollarse y florecer en vuestras mentes. Severian, mira tu Q. Tendría que ser redonda y plena como la cara de un niño feliz, pero tiene una mejilla tan hundida como la tuya. Todos, todos habéis visto, muchachos, cómo la columna vertebral, alzándose hacia su culminación, se expande y al fin florece en la miríada de senderos del cerebro. Yésta con una mejilla redonda y la otra consumida y reseca.

Su mano temblorosa buscó el lápiz de pizarra, pero se le escapó de los dedos, rodó hasta el borde de la mesa, y tableteó contra el suelo. No se agachó a levantarlo, temiendo, me parece, que el movimiento le hiciera entrever la presencia invisible.

—He pasado gran parte de mi vida, muchachos, tratando de plantar esas semillas en los aprendices de nuestro gremio. He tenido uno que otro éxito, pero no muchos. Había un muchacho, pero…

Fue hasta la tronera y escupió, y como yo estaba sentado cerca vi las formas retorcidas de la sangre rezumada y supe que si no veía la figura oscurísima que lo acompañaba (pues la muerte es de color más oscuro que el fulígeno) era porque él la tenía dentro.

Así como había descubierto que en una nueva forma, la de la guerra, la muerte podía atemorizarme, aunque ya no en las formas de antes, ahora aprendía que la debilidad de mi cuerpo podía afligirme con la desesperación y el terror que debía de haber sentido mi viejo maestro. La conciencia iba y venía.

La conciencia iba y venía como los vientos errantes de primavera, y yo, que siempre había tenido dificultad para dormirme entre las asediantes sombras del recuerdo, ahora luchaba por seguir despierto como lucha un niño por alzar con una cuerda a un gatito tambaleante. A ratos me olvidaba de todo salvo de mi cuerpo maltrecho. La herida de la pierna, que casi no había sentido al recibirla, y cuyo dolor tan fácilmente había apartado mientras Daria me vendaba, latía con una intensidad que era como el fondo de todos mis pensamientos, como el retumbo de la Torre del Tambor durante el solsticio. Me volvía a un lado y otro, siempre creyendo que yacía sobre esa pierna.

Oía sin ver y a veces veía sin oír. Despegué la mejilla del alfombrado pellejo de Mamiliano y la apoyé en un cojín tejido con diminutas, aterciopeladas plumas de colibrí.

Una vez vi antorchas con bailoteantes llamas de escarlata y oro reluciente, sostenidas por simios solemnes. Un hombre con cuernos y hocico de toro se inclinaba sobre mí, como una constelación surgida a la vida. Le hablé y me encontré diciéndole que no estaba seguro de la fecha precisa en que había nacido, que si su benigno espíritu de pradera y fuerza indomable había gobernado mi vida, tenía que agradecérselo; luego recordé que sabía la fecha, que hasta su muerte mi padre me había dado un balón por cada año, y que yo había nacido bajo el signo del Cisne. Él escuchaba atentamente, volviendo la cabeza para mirarme desde un ojo marrón.

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