XXIV — La nave voladora

Sol en mi cara.

Intenté sentarme, y al fin conseguí afincarme en un codo. Un orbe coloreado reverberaba a mi alrededor: púrpura y ciano, rubí y azur, con el oropimente del sol perforando como una espada esos matices encantados para caerme en los ojos. Luego se eclipsó, y la extinción reveló lo que el esplendor había oscurecido: yo estaba en un pabellón de seda jaspeada, con una puerta abierta.

El jinete del mamut venía hacia mí. Llevaba una túnica azafrán, como siempre que yo lo había visto, y en la mano una vara de marfil demasiado ligera para ser un arma.

—Te has recobrado —dijo.

—Intentaría decir que sí, pero temo que el esfuerzo de hablar termine conmigo.

Sonrió, aunque la sonrisa no era más que un pliegue en la boca.

—Como deberías saber mejor que nadie, los sufrimientos que soportamos en esta vida hacen posibles los crímenes felices y las agradables abominaciones que cometeremos en la próxima… ¿No deseas reponerte?

Sacudí la cabeza y volví a apoyarla en la almohada. La suavidad olía levemente a almizcle.

—Lo mismo da, porque te llevará cierto tiempo. —¿Es eso lo que dicen vuestros médicos?

—Soy mi propio médico, y te he estado tratando. El principal problema era la conmoción. Suena co— mo un desorden de viejas, como sin duda pensarás. Pero mata a muchos hombres heridos. Si todos los míos que mueren de eso vivieran, de buena gana consentiría la muerte de quienes reciben un lanzazo en el corazón.

—Mientras erais médico de vos mismo, y de mí, ¿decíais la verdad?

Sonrió más ampliamente. —Siempre la digo. En mi posición hay que hablar mucho y así poner orden en las madejas de mentiras; por supuesto, has de comprender que la verdad… las pequeñas verdades corrientes de las que hablan las campesinas, no la Verdad última y universal, que no soy más capaz de enunciar que tú… esa verdad es más engañosa.

—Antes de perder la conciencia os oí decir que erais el Autarca.

Se echó en el suelo a mi lado como un niño; su cuerpo golpeó la pila de alfombras.

—Eso dije. Lo soy. ¿Estás impresionado?

—Estaría más impresionado —dije— si yo no recordara tan vívidamente nuestro encuentro en la Casa Azur.

(Aquel porche, cubierto de nieve, un cúmulo de nieve que amortiguaba nuestros pasos, se alzaba en el pabellón de seda como un espectro. Cuando los ojos azules del Autarca encontraron los míos, sentí que Roche estaba junto a mí en la nieve, los dos vestidos con ropas desconocidas y no muy adecuadas. Dentro, una mujer que no era Thecla se estaba transformando en Thecla como más tarde yo me volvería Mesquia, el Primer Hombre. ¿Quién puede decir en qué grado un actor asume el espíritu de la persona que representa? Interpretar al familiar no fue nada para mí, porque estaba demasiado cerca de lo que yo era en la vida, o al menos lo que había creído ser; pero como Mesquia tuve a veces pensamientos que jamás se me habrían ocurrido de otro modo, pensamientos tan ajenos a Severian como a Thecla, pen samientos sobre los comienzos de las cosas y el amanecer del mundo.) —Nunca te he dicho, recordarás, que fuera solamente el Autarca.

—Cuando os conocí en la Casa Absoluta parecíais un oficial menor de la corte. Admito que nunca me dijisteis eso, y en realidad siempre supe quién erais. Pero fuisteis vos quien le dio el dinero al doctor Tales, ¿no?

—Te lo habría dicho sin sonrojarme. Es completamente cierto. De hecho, soy varios de los oficiales menores de mi corte… ¿Ypor qué no? Tengo la autoridad para elegirlos, y bien puedo elegirme a mí mismo. A menudo una orden del Autarca es un instrumento demasiado pesado, ¿comprendes? Nunca deberías haber intentado rajar una nariz con aquella gran espada de verdugo. Hay un tiempo para el decreto del Autarca y un tiempo para la carta del tercer tesorero, y yo soy los dos y muchos más.

—Yen esa casa del Barrio Algedónico… —También soy un delincuente… lo mismo que tú. La estupidez no tiene límites. Se dice que el espa cio mismo está confinado en su propia curvatura, pero la estupidez continúa más allá del infinito. Yo, que siempre me había creído, aunque no inteligente de verdad, al menos prudente y rápido para aprender cosas simples, que viajando con jonas o con Dorcas siempre me había considerado el práctico y previsor, nunca hasta ese instante había relacionado la posición del Autarca en el ápice mismo de la estructura legal con el conocimiento cierto de que yo había penetrado en la Casa Absoluta como emisario de Vodalus. En ese momento habría saltado de la cama y huido del pabellón, pero mis piernas parecían de agua.

—Todos lo somos; tenemos que serlo, todos los que imponemos la ley. ¿Piensas que tus hermanos de severos, y mi agente infor— ma que muchos deseaban matarte, si hubieran sido culpables de algo parecido? Para ellos eras un peligro a menos que recibieras un castigo terrible, porque de otro modo alguna vez podían verse tentados. Un juez o un carcelero sin ningún delito propio es un monstruo: cuando no está hurtando el perdón que sólo pertenece al Increado, practica un rigor letal que no pertenece a nadie ni a nada.

»Así que me hice delincuente. Los crímenes violentos ofendían mi amor a la humanidad, y me falta la rapidez de mano y mente que un ladrón necesita. Después de cavilarlo un tiempo… sería alrededor del año en que tú naciste… encontré mi verdadera profesión. Satisface ciertas necesidades emotivas que ahora no puedo atender de otro modo… y tengo un verdadero conocimiento de la naturaleza humana. Sé cuándo ofrecer un soborno y cuánto dar, y lo que es más importante: cuándo no ofrecerlo. Sé cómo lograr que las muchachas que trabajan para mí se sientan bastante felices como para seguir adelante, y bastante descontentas con sus destinos… Son khaibits, desde luego, crecidas de células corporales de mujeres exultantes, de modo que el intercambio de sangre prolonga la juventud de esas exultantes. Sé cómo hacer sentir a mis clientes que los encuentros que arreglo son experiencias únicas yno algo a medio camino entre el romance ingenuo y el vicio solitario. Tú sentiste que vivías una experiencia única, ¿verdad?

—Nosotros también los llamamos así —dije—. tes. —Tanto como a las palabras yo había prestado atención al tono con que él me hablaba. Me pareció que estaba contento, como no lo había estado en ninguna de las ocasiones en que nos habíamos encontrado, y oírlo era como oír hablar a un zorzal. Casi se hubiera dicho que él mismo lo sabía, viendo cómo alzaba la cara y extendía el cuello para gorjear en el sol las erres de —Además es útil. Me mantiene en contacto con la cara oculta de la población, y así sé si se recaudan o no los impuestos y si se los considera justos, y qué elementos suben en la sociedad y cuáles bajan.

Sentí que se estaba refiriendo a mí, aunque no tenía idea de lo que quería decirme.

—Esas mujeres de la corte —dije—, ¿por qué no os hacéis ayudar por las verdaderas? Una fingía ser Thecla cuando Thecla estaba encerrada debajo de nuestra torre.

Me miró como si hubiera dicho algo particularmente estúpido, como sin duda era el caso. —Porque no puedo confiar en ellas, claro. Algo así tiene que quedar en secreto… Piensa en las oportunidades de asesinato. ¿Crees que porque todos esos personajes dorados de familias antiguas se agachan tanto en mi presencia, y sonríen, y susurran bromas discretas y pequeñas invitaciones lascivas, sienten alguna lealtad? Ya verás que no es así, puedes estar seguro. Tengo en la corte pocos de confianza, y ninguno entre los exultantes.

—Decís que veré que no es así. ¿Significa que pensáis hacerme ejecutar? —Llegué a sentir el pulso en el cuello y vi la gota escarlata de sangre.

—¿Porque ahora sabes mi secreto? No. Para ti tenemos otros usos, como te dije cuando hablamos en el cuarto que estaba detrás del cuadro.

—Porque me juramenté con Vodalus.

Ante eso se mostró divertido. Echó la cabeza atrás y rió, niño rollizo y feliz que acaba de descubrir el secreto de un juguete inteligente. Cuando por fin la risa menguó en un gorgoteo alegre, batió las palmas. Blandas como parecían, el sonido era notablemente fuerte.

Entraron dos criaturas con cuerpo de mujer y cabeza de gato. Tenían los ojos separados un palmo y grandes como ciruelas; andaban en puntillas como hacen a veces las bailarinas, pero con mas gracia que que yo hubiera visto, con algo en el movimiento que era como parte de un paso normal. He dicho que tenían cuerpo de mujer, pero no era del todo así; porque vi puntas de garras envainadas en los dedos cortos y suaves que me vistieron. Maravillado, tomé la mano de una y la apreté como a veces he apretado la pata de un gato amistoso, y vi las garras rayadas. Se me humedecieron los ojos, porque esas garras tenían la forma de la Garra, oculta en un tiempo en la gema que yo, en mi ignorancia, llamaba la Garra del Conciliador. El Autarca advirtió que lloraba y les dijo a las mujeres-gato que me estaban haciendo daño y debían meterme en cama. Me sentí como un pequeño que acaba de saber que nunca volverá a ver a su madre.

—No le hacemos daño, Legión —protestó una en una voz que yo no había oído nunca.

—¡Acostadlo, he dicho!

—Ni siquiera han llegado a rozarme la piel, sieur —le dije.

Con el apoyo de las mujeres-gato pude caminar. Era el alba, cuando todas las sombras huyen en cuanto ven el sol; la luz que me había despertado era la más temprana del nuevo día; una luz fresca que me llenaba ahora los pulmones. El rocío de la tosca hierba que pisábamos me oscurecía las viejas botas; una brisa débil como las tenues estrellas me agitaba el pelo.

El pabellón del Autarca estaba en la cumbre de una colina. Alrededor se extendía el vivac del ejército: tiendas negras y grises, y otras como hojas muertas; chozas de hierba y pozos que llevaban a refugios subterráneos, de los cuales salían ahora ríos de soldados, como hormigas de plata.

—Hemos de tener cuidado, ¿sabes? —dijo él—. Aunque aquí estamos por detrás de las líneas, si el lugar fuera más llano invitaría a atacarlo desde arriba.

—En un tiempo me preguntaba por qué vuestra Casa Absoluta estaba debajo de sus propios jardines, sieur.

—Ya hace mucho que no es necesario, pero lo era cuando arrasaron Nessus.

Debajo y alrededor de nosotros sonaron los labios de plata de las trompetas.

—¿Fue sólo la noche? —pregunté—. ¿O he dormido un día entero?

—No. Solamente la noche. Te di remedios para aliviar el dolor e impedir que se te infecte la herida. No te habría levantado esta mañana, pero cuando entré vi que estabas despierto… y no queda más tiempo.

Yo no estaba seguro de lo que quería decir. Antes de que pudiera preguntar, vi seis hombres casi desnudos tirando de una soga. Mi primera impresión fue que estaban bajando un enorme globo, pero era una nave voladora, y el casco negro me trajo vívidos recuerdos de la corte del Autarca.

—Esperaba a… ¿cómo se llamaba? Mamiliano. —Hoy nada de mascotas. Mamiliano es un camarada excelente, silencioso y sabio y capaz de pelear con una mente distinta de la mía, pero en verdad monto en él por placer. Algún día le birlaremos una cuerda al arco de los ascios y usaremos un mecanismo. Ellos nos roban muchos.

—¿Es cierto que para aterrizar consume energía de ellos? Creo que uno de vuestros aeronautas me lo dijo una vez.

—Cuando eras la chatelaine Thecla, quieres decir. Thecla, solamente.

—Sí, claro. ¿Sería poco político, Autarca, preguntaros por qué me hicisteis matar? ¿Y cómo me reconocéis ahora?

—Te reconozco porque veo tu cara en la de mijoven amigo y oigo tu voz en la de él. Tus ayas también te reconocen. Míralas.

Las miré, y vi las caras de las mujeres-gato torcidas en gruñidos de miedo y estupor.

—En cuanto a por qué moriste, de eso te hablaré, le hablaré a él, a bordo de la nave… si tenemos tiempo. No te cuesta hablar porque él está débil y enfermo, pero ahora yo he de tenerle miedo a él, no a ti. Si no te vas, hay medios.

—Siem…

—¿Sí, Severian? ¿Tienes miedo? ¿Has entrado alguna vez en un artefacto así?

—No —dije—. Pero no tengo miedo.

—¿Te acuerdas de lo que preguntaste sobre la energía? En cierto sentido es cierto. La fuerza de ascenso la proporciona un equivalente antimaterial del hierro, guardado en una cámara magnética. Como el antihierro tiene una estructura magnética inversa, el promagnetismo lo repele. Los constructores de la nave la han rodeado de magnetos, de modo que cuando se desvía de su posición, entra en un campo más fuerte y es enviada hacia atrás. En un mundo antimaterial ese hierro pesaría como un pedrusco, pero aquí en Urth contrarresta el peso de la promateria de la nave. ¿Me sigues?

—Eso creo, sieur.

—El problema es que nuestra tecnología no sabe cómo cerrar herméticamente la cámara. Siempre se filtra algo de aire —unas pocas moléculas— por la porosidad de las junturas, o a través de los cables magnéticos. Cada una de esas moléculas neutraliza una porción equivalente de antihierro y produce calor, y en estos casos la nave pierde una cantidad infinitesimal de poder. La única posibilidad es mantenerla lo más alto posible, donde no hay presión aérea efectiva.

Ahora la nave había bajado el morro, y estaba bastante cerca como para que yo apreciara el hermoso bruñido. Tenía precisamente la forma de una hoja de cerezo.

—No entendí todo dije—. Pero pensaría que los cables tienen que ser inmensamente largos para que las naves puedan flotar tan alto, y que si se acercaran de noche los pentadáctilos ascios podrían cortarlos y dejar las naves a la deriva.

Al oír esto, las mujeres-gato sonrieron con minúsculos, secretos pliegues de los labios.

—El cable es sólo para aterrizar. Sin él, volando en línea recta nuestra nave sólo requiere una cierta distancia para que la velocidad la lleve hacia abajo. Entonces, sabiendo que hemos descendido, deja caer el cable así como un hombre en una laguna extiende la mano a quien pueda sacarlo fuera. No es una mente como la que hicimos para Mamiliano, pero le alcanza para eludir las dificultades y bajar cuando recibe nuestra señal.

La mitad inferior de la nave era de metal negro opaco, la superior una cúpula casi invisible de tan transparente: de la misma sustancia, supongo, que el techo del Jardín Botánico. De la popa surgía un cañón como el que llevaba el mamut, y otro el doble de grande asomaba por la popa.

El Autarca se llevó una mano a la boca y pareció murmurar algo en la palma. En la cúpula apareció una abertura (fue como si se abriera un agujero en una pompa de jabón) y un tramo insustancial de peldaños plateados bajó hacia nosotros, como una escalerilla de hilo de araña. Los hombres de pecho desnudo habían dejado de tirar.

—¿Crees que puedes subir por aquí? —preguntó el Autarca.

—Si puedo usar las manos… —dije yo.

Primero subió él, y yo trepé detrás ignominiosamente, arrastrando la pierna herida. Los asientos, largos bancos que seguían a los lados la curva del casco, estaban tapizados de piel; pero hasta esa piel me pareció más fría que el hielo. A mis espaldas la abertura se redujo y desapareció.

—Cualquiera sea la altura que alcancemos, aquí tendremos presión de superficie. No te preocupes, no te ahogarás.

—Me parece que soy demasiado ignorante para tener ese miedo, sieur.

—¿Te gustaría ver tu antiguo bacele? Están muy a la derecha, pero intentaré localizártelo.

El Autarca se había sentado a los controles. Yo casi nunca había visto otra maquinaria excepto las de Tifón y Calveros, y la que el maestro Gurloes manejaba en la Torre Matachina. Eran las máquina, no morir sofocado, lo que me daba miedo; pero lo dominé.


—Anoche, al rescatarme, indicasteis que no sabíais que estaba en vuestro ejército.

—Hice averiguaciones mientras dormías. —¿Y fuisteis vos quien nos ordenó atacar?

—En cierto sentido… Di una orden, y tú te moviste, y nada tuve que ver con tu bacele. ¿Estás resentido por lo que hice? ¿Qué pensabas cuando te alistaste? ¿Que nunca tendrías que luchar?

Nos remontábamos proa hacia arriba. Como una vez yo había temido, caíamos en el cielo. Pero recordé el humo y el grito metálico de la corneta, las sibilantes descargas que convertían a los coraceros en pasta roja, y todo mi terror se convirtió en rabia.

—Ya no sabía nada de la guerra. ¿Cuánto sabéis vos? ¿Alguna vez habéis estado de veras en una batalla?

Me miró por encima del hombro con ojos relampagueantes.

—He estado en mil. Tú eres dos, contando como de costumbre. ¿Cuántos crees que soy yo?

Pasó mucho tiempo antes de que le respondiera.

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