XXIX — Autarca de la Mancomunidad

Mediado el día nos adelantamos de nuevo a los que habíamos dejado atrás la tarde anterior y dimos alcance al tren de equipaje. Creo que a todos nos pasmó descubrir que la enorme fuerza que habíamos visto no era más que la retaguardia de un ejército inconcebiblemente mayor.

Como bestias de carga los ascios utilizaban uintaítes y platibelodontes. Mezclados con ellos había máquinas de seis patas, máquinas al parecer construidas con ese propósito. Por lo que pude ver, los conductores no distinguían entre los artefactos y los animales; si una bestia se echaba y era imposible conseguir que se levantase, o una máquina caía y no se enderezaba, distribuían la carga entre las que estuvieran más a mano. A nadie se le ocurría matar a las bestias para aprovechar la carne ni reparar las máquinas o guardar alguna pieza.

Entrada la tarde, una gran excitación recorrió nuestra columna, aunque ni mis guardianas ni yo logramos descubrir a qué se debía. El propio Vodalus y varios tenientes vinieron apresurados, y luego hubo muchas idas y venidas entre el final de la columna y la cabeza. Cuando oscureció no acampamos; seguimos andando pesadamente por la noche junto con las tropas ascias. Desde adelante nos pasaron antorchas, y como yo no tenía armas y estaba algo más fuerte, me encargué de llevarlas, sintiendo casi que comandaba las seis espadas de alrededor.

Nos detuvimos a eso de la medianoche. Mis guar dianas encontraron unas varas de leña y las encendimos con una antorcha. Estábamos por acostarnos cuando vi que un mensajero despertaba a los portadores del palanquín que teníamos delante y los despachaba a tropezones hacia la oscuridad. No bien se fueron corrió hasta nosotros y mantuvo una rápida conversación susurrada con la sargenta de mis guardianas. Casi en seguida me desataron las manos (lo que no había sucedido desde mi encuentro con Vodalus) y nos apresuramos detrás del palanquín. Pasamos sin detenernos ante la cabeza de la columna, señalada por el pequeño pabellón de la chatelaine Thea, y pronto vagábamos entre la miríada de soldados ascios del cuerpo principal.

El cuartel general era una cúpula metálica. Supongo que de algún modo debía caer o doblarse como las tiendas, aunque parecía sólida y permanente como cualquier edificio, negra por fuera pero, cuando el costado se abrió para admitirnos, reluciendo por dentro con una pálida luz sin origen. Estaba allí Vodalus, rígido y deferente; al lado el palanquín, con las cortinas abiertas, mostraba el cuerpo inmóvil del Autarca. En el centro de la cúpula había tres mujeres sentadas alrededor de una mesa pequeña. Ni en ese momento ni después nos dedicaron a Vodalus, al Autarca tendido en el palanquín ni a mí, cuando hicieron que me adelantase, más que alguna mirada ocasional. En la mesa había pilas de papeles, pero tampoco los miraban: sólo se miraban entre ellas. Eran muy semejantes de aspecto a los otros ascios que yo había visto, salvo que tenían los ojos más serenos y parecían menos consumidas.

—Aquí está —dijo Vodalus—. Ya tenéis a los dos ante vosotras.

Una de las ascias dijo algo a las otras dos en su idioma. Ambas asintieron y la que había hablado dijo: —Sólo el que actúa contra el populacho necesita esconder la cara.

Hubo una prolongada pausa, hasta que Vodalus me susurró: —¡Contéstale!

—¿Que conteste a qué? No hubo ninguna pregunta.

La ascia dijo: —¿Quién es amigo del populacho? El que ayuda al populacho. ¿Quién es enemigo del populacho?

Hablando rápidamente, Vodalus preguntó: —Con toda franqueza, ¿sois tú o este hombre que está aquí inconsciente el jefe de los pueblos de la mitad sur del hemisferio?

—No —dije. Era una mentira fácil porque, por lo que yo había visto, el Autarca gobernaba a unos pocos miembros de la Mancomunidad. En voz baja añadí para Vodalus—: ¿Qué tontería es ésta? ¿Creen que si fuera el Autarca se lo diría?

—Todo lo que decimos se transmite al norte. Ahora hablaba una de las ascios, que hasta entonces habían callado. En un momento nos señaló. Al fin las tres se quedaron quietas como muertas. Tuve la impresión de que oían una voz para mí inaudible, y de que mientras esa voz hablaba no se atrevían a moverse; pero puede haber sido mera imaginación. Vodalus estaba inquieto; yo cambié de posición para aliviar el dolor de la pierna herida, y el Autarca respiraba con un aliento entrecortado; pero las tres mujeres permanecían inmóviles, como figuras pintadas.

Al fin la que había hablado primero dijo: —Todas las gentes pertenecen al populacho. —Y me pareció que las otras se tranquilizaban.

—Este hombre está enfermo —dijo Vodalus mirando al Autarca— y me ha servido con utilidad, aunque supongo que esa utilidad ya se ha agotado. El otro se lo he prometido a una de mis seguidoras.

—El mérito del sacrificio recae en aquel que sin pensar en lo que le conviene, se pone al servicio del populacho. —El tono de la ascia dejó claro que no había más discusión.

Vodalus me miró y se encogió de hombros; luego dio media vuelta y salió de la cúpula. Casi en seguida entró una fila de oficiales que empuñaban látigos.

Los ascios nos encerraron en una tienda quizás el doble de grande que mi celda del zigurat. Había un fuego pero no catres, y los oficiales que cargaban al Autarca lo habían dejado en el suelo. Una vez que conseguí desatarme las manos, intenté ponerlo cómodo, de espaldas, como lo había visto en el palanquín, y con los brazos a los costados.

Alrededor, el ejército estaba en calma, al menos tan en calma como está siempre un ejército ascio. De vez en cuando alguien gritaba a lo lejos —en sueños, parecía—, pero en general no había otro ruido que los lentos pasos de los centinelas. No puedo expresar el horror que me provocaba la idea de ir a Ascia. No ver más que las desbocadas, famélicas caras de los ascios y tropezar, sin duda por el resto de mi vida, con aquello que los había enloquecido, fuera lo que fuese, me parecía un destino más espantoso que el de cualquiera de los clientes de la Torre Matachina. Intenté levantar la pared de la tienda, pensando que los centinelas no podían hacer nada peor que quitarme la vida; pero habían fijado los bordes al suelo por un medio que no comprendí. Las cuatro paredes eran de una sustancia resbaladiza y recia que no pude romper con las manos, y las seis guardianas me habían quitado la navaja de Miles. Iba ya a lanzarme por la puerta cuando la recordada voz del Autarca susurró:—Espera.

Caí de rodillas a su lado, temiendo de pronto que nos oyesen.

—Pensé que estabais… durmiendo.

—Supongo que la mayor parte del tiempo he estado en coma. Pero cuando no lo estaba, fingía, para que Vodalus no me interrogara. ¿Vas a huir?

—No sin vos, sieur. Ahora no. Os había dado por muerto.

—No errabas por mucho… sin duda no por más de un día. Sí, creo que es lo mejor; debes escapar. Con los insurgentes está el padre Inire. Él iba a ayudarte a escapar. Pero ya no estamos allí, ¿no? Tal vez no pueda ayudarte. Abre mi túnica. Lo primero que necesitas está en mi faja.

Hice lo que decía; la carne que rozaron mis dedos estaba fría como la de un cadáver. Cerca de la cadera izquierda vi una empuñadura de metal plateado, no más gruesa que un dedo de mujer. Saqué el arma; la hoja apenas medía medio palmo, pero era gruesa y fuerte y tenía un filo letal como yo no tocaba desde que la maza de Calveros había destrozado Terminus Est.

—Todavía no debes irte —susurró el Autarca.

—No me iré mientras estéis vivo —dije—. ¿Dudáis de mí?

—Viviremos los dos, y los dos nos iremos. Tú conoces esa abominación… —Cerró la mano sobre la mía—. Comerse los muertos, devorar sus vidas muertas. Pero hay otra manera que no conoces, y otra droga. Tienes que tomarla y beber las células vivas de mi cerebro anterior.

Quizá me aparté, porque me apretó más fuerte la mano.

—Cuando yaces con una mujer, hundes tu vida en la de ella para que quizás haya una vida nueva. Cuando hagas lo que te ordeno, continuarán en ti mi vida y las vidas de todos los que en mí viven. Las células entrarán en tu sistema nervioso y se multiplicarán. La droga está en la redoma que llevo en el cuello, y esa hoja me partirá el hueso del cráneo como si fuera de pino. He tenido ocasión de usarla y te lo prometo. ¿Recuerdas que cuando cerré el libro juraste servirme? Ahora usa el cuchillo y vete cuanto antes.

Asentí y prometí que lo haría.

—Es la droga más poderosa que hayas conocido, y habrá cientos de personalidades… Somos muchas vidas.

—Comprendo —dije.

—Los ascios se ponen en marcha al amanecer. ¿Le quedará a la noche más de una guardia?

—Espero que la sobreviváis, señor, y a muchas más. Que os recobréis.

—Debes matarme ya, antes de que Urth vuelva el rostro hacia el sol. Entonces viviré en ti… no moriré nunca. Ahora vivo por un acto de voluntad. Estoy cediendo la vida con cada palabra.

Sorprendido, advertí que un torrente de lágrimas me brotaba de los ojos.

—Os he odiado desde que era niño, señor. No os he hecho daño, pero de haber podido lo habría hecho, y ahora me da pena.

La voz de él se había ido apagando hasta ser más leve que el chirrido de un grillo.

—Tenías razón en odiarme, Severian. Yo defiendo… como defenderás tú… tantas cosas malas… —¿Por qué? —pregunté—. ¿Par qué?—Estaba de rodillasjunto a él.

—Porque todo lo demás es peor. Hasta que llegue el Sol Nuevo sólo podemos elegir entre varios males. Todo se ha probado y todo ha fracasado. Bienes en común, el gobierno del pueblo… todo. ¿Deseas el progreso? Los ascios lo tienen. El progreso los ha dejado mudos, la muerte de la naturaleza los ha enloquecido tanto que aceptarían a Erebus y los demás como dioses. La humanidad se ha estacionado… en la barbarie. El Autarca protege al pueblo de los exultantes, y los exultantes… lo protegen del Autarca. Los religiosos lo consuelan. Hemos cerrado los caminos para paralizar el orden social…

Se le cerraron los ojos. Le puse la mano en el pecho para sentir el corazón tenuemente agitado.

—Hasta el Sol Nuevo…

Era de eso de lo que yo había querido huir, no de Agia ni de Vodalus.

Con toda la suavidad posible le saqué la cadena del cuello, abrí la redoma y bebí. Luego, con la hoja corta y dura, hice lo que había que hacer.

Cuando acabé, lo cubrí de la cabeza a los pies con su propia túnica azafranada y me colgué del cuello la redoma vacía. El efecto de la droga fue violento como él me había advertido. Ustedes que leen esto, que acaso nunca hayan tenido más de una conciencia, ignoran lo que es tener dos o tres, no digamos ya cientos. Vivían en mí y estaban felices, cada una a su modo, de descubrirse con una vida nueva. El Autarca muerto, cuyo rostro enrojecido yo había visto unos momentos antes, volvía a vivir. Suyos eran mis ojos y mis manos; yo conocía la labor de los panales de abejas en la Casa Absoluta, que se guían por el sol y extraen oro de la fertilidad de Urth. Conocía cómo llegaban hasta el Trono del Fénix, y hasta las estrellas, y el regreso. La mente del Autarca era mía, y me colmaba con saberes cuya existencia yo nunca había sospechado, y conocimientos que le habían llegado de otras mentes. El mundo fenoménico parecía tenue yvago como un dibujo esbozado en arena, sobre la que sopla y gime un viento errante. No habría podido concentrarme en ese mundo, aunque lo deseara, y no lo deseaba.

La tela negra de nuestra prisión era ahora gris, y los ángulos del techo giraban como los prismas de un calidoscopio. Sin darme cuenta yo había caído y yacía cerca del cuerpo de mi predecesor. Intenté incorporarme pero sólo conseguí golpear las manos contra el suelo.

No sé cuánto tiempo estuve tendido allí. Había limpiado el cuchillo —ahora, aún, mi cuchillo—, y, como él, lo había escondido. Imaginé nítidamente una docena de figuras superpuestas que rasgaban la pared y se deslizaban a la noche. Severian, Thecla, miríadas de otros que huían. Tan real era el pensamiento que varias veces creí haber escapado; pero siempre, cuando tendría que estar corriendo entre los árboles, evitando a los exhaustos durmientes del ejército ascio, volvía a encontrarme en la tienda, con el cuerpo amortajado no lejos del mío.

Unas manos me apretaron las manos. Supuse que los oficiales de los látigos habían vuelto, e intenté levantarme para que no me golpearan. Pero cien recuerdos azarosos se entrometieron, como los dibujos que el dueño de una galería nos pone delante en rápida sucesión: una carrera a pie, los empinados tubos de un órgano, un diagrama con ángeles rotulados, una mujer en una carreta.

Alguien dijo: —¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado? Sentí que la saliva me chorreaba de los labios, pero no me salieron palabras.

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