VIII — La peregrina

Cuando terminamos de comer empezaba a hacerse de noche. En ese momento siempre estábamos más silenciosos, no sólo porque nos faltaba fuerza sino porque, sabíamos, era más probable que los heridos que no iban a vivir muriesen después de la puesta del sol, y especialmente entrada la noche. Era el momento en que las batallas pasadas cobraban sus deudas.

En otros sentidos, la noche también nos hacía más conscientes de la guerra. A veces —y las de esa noche las recuerdo en especial— las descargas de las grandes armas de energía fulguraban en el cielo como relámpagos de calor. Se oía a los centinelas que marchaban a sus puestos, de modo que la palabra guardia, que tan a menudo usábamos sin más significado que el de una décima parte de la noche, se convertía en una realidad, una actualidad de pasos pesados y órdenes ininteligibles.

Llegó un momento en que ya nadie hablaba, y que se alargó y se alargó, sólo interrumpido por los murmullos de los sanos —las Peregrinas y sus esclavos— que se acercaban a preguntar por el estado de este o aquel paciente. Una de las sacerdotisas vestidas de escarlata vino a sentarse junto a mi catre, y mi mente se había vuelto tan lenta, estaba tan adormilada, que tardé un rato en darme cuenta de que la mujer se había traído un taburete.

—¿Es usted Severian —dijo—, el amigo de Miles? —Sí.

—Él ha recordado cómo se llama. Pensé que le gustaría saberlo.

Le pregunté cómo se llamaba. —Bueno, Miles, claro. Ya se lo dije.

—Recordará más, supongo, a medida que pase el tiempo.

Asintió. Parecía una mujer mayor, de cara austera y agradable.

—Estoy segura de que sí. La casa y la familia. —Si tiene.

—Sí, hay quien no las tiene. A algunos les falta incluso la capacidad de establecer un hogar.

—Se refiere a mí.

—No, en absoluto. De todos modos, no es una falta para la que haya remedio. Pero es mucho mejor tener un hogar, sobre todo para los hombres. Como el hombre del que habló su amigo, la mayoría piensa que hace el hogar para la familia, pero en verdad hacen el hogar y la familia para ellos mismos.

—Entonces estuvo escuchando a Hallvard. —Varias lo escuchamos. Era una buena historia. Una hermana fue a buscarme y me trajo en el momento en que el abuelo del paciente dictaba su voluntad. Oí todo el resto. ¿Sabe cuál era el problema del tío malo? ¿De Gundulf?

—Supongo que estaba enamorado.

—No, eso estaba bien. Las personas son como plantas, ¿sabe? Hay una parte verde y hermosa, a menudo con flores o frutos, que crece hacia arriba, hacia el sol, el Increado. También hay una parte oscura que crece alejándose, por túneles a donde no llega la luz.

—Nunca he estudiado los escritos de las iniciadas —dije—, pero hasta yo soy consciente de que encontraría en todos el bien y el mal.

—¿He hablado yo del bien y el mal? Aunque no sepan nada de la planta, son las raíces las que le dan fuerzas para trepar hacia el sol. Suponga que una guadaña, silbando a ras del suelo, separa el tallo de las raíces. El tallo caerá y morirá, pero las raíces pueden engendrar un nuevo tallo.

—Está diciendo que el mal es bueno.

—No. Estoy diciendo que las cosas que amamos en los demás y admiramos en nosotros brotan de cosas que no vemos y en las que rara vez pensamos. Como a otros hombres, el instinto llevaba a Gundulf a ejercer la autoridad, que crece mejor cuando se funda una familia; y también las mujeres tienen un instinto parecido. En Gundulf ese instinto había estado mucho tiempo frustrado, como en tantos de los soldados que vemos aquí. Los oficiales al menos mandan, pero los soldados sin mando sufren y no saben por qué. Algunos, por supuesto, se vinculan con otros de sus filas. A veces varios comparten una sola mujer, o un hombre que es como una mujer. Otros convierten a los animales en mascotas, y otros se hacen amigos de niños que la lucha dejó sin hogar.

Recordando al hijo de Casdoe, dije: —Comprendo por qué ustedes se oponen.

—No nos oponemos; no a eso, sin duda, y no a cosas mucho menos naturales. Sólo hablo del instinto de ejercer autoridad. Al tío malo lo llevó a amar a una mujer, y específicamente una mujer que ya era madre de un niño, de modo que no bien tuviera una familia, la familia sería más grande. De ese modo recuperaría parte del tiempo que había perdido, ¿comprende? Hizo una pausa, y yo asentí.

—Pero el tiempo que se había perdido era demasiado; el instinto irrumpió en otra dirección. Se vio como señor legítimo de tierras que administraba para un hermano, y como señor de la vida. Una visión engañosa, ¿no?

—Supongo que sí.

—Hay otros que tienen visiones igualmente engañosas, aunque no entrañan tanto peligro. —Me sonrió.— ¿Se atribuye usted alguna autoridad especial?

—Soy viajero de los Buscadores de la Verdad y la Penitencia, pero es un cargo que no conlleva ninguna autoridad. Los de mi gremio sólo hacemos la voluntad de los jueces.

—Yo creía que el gremio de los torturadores estaba abolido desde hace mucho. ¿Se ha convertido entonces en una especie de hermandad para lictores? —Todavía existe —le dije.

—No lo dudo. Pero hace unos siglos era un gremio de verdad, como el de los plateros. Eso al menos he leído en ciertas historias que conserva nuestra orden.

Por un momento, mientras la oía, sentí una violenta exaltación. No es que supusiese que de algún modo ella estaba en lo cierto. Es posible que en ciertos aspectos yo esté un poco loco, pero conozco bien esos aspectos y no incluyen engaños de este tipo. De todos modos me parecía maravilloso —aunque sólo fuera por un momento— existir en un mundo donde alguien podía creer esas cosas. Entonces me di cuenta, realmente por primera vez, de que en la Mancomunidad había millones de personas que no sabían nada de las formas superiores de castigo judicial ni de los círculos concéntricos de intriga que envuelven al Autarca; y me sentó como vino, o más bien coñac, y me dejó aturdido en un mareo de dicha.

La Peregrina, que no había notado nada, dijo entonces: —¿Cree tener alguna otra forma de autoridad especial?

Negué con la cabeza.

—Miles me dijo que usted cree tener la Garra del Conciliador, y que le enseñó una pequeña garra negra, tal vez como de ocelote o de caracará, y que le contó que valiéndose de ella había levantado a muchos de entre los muertos.

Había llegado pues el momento; el momento en que tendría que cederla. En el tiempo que había pasado en el lazareto había sabido siempre que llegaría muy pronto, pero había esperado demorarlo hasta que me dispusiese a partir. Ahora saqué la garra, creí que por última vez, y apretándola contra la mano de la Peregrina le dije: —Con esto puede salvar a muchos. Yo no la robé, y siempre he buscado devolvérsela a su orden.

—¿Y ha revivido con ella a muchos muertos? —me preguntó en voz baja.

—Hace unos meses yo mismo habría muerto de no haberla tenido —le dije, y empecé a relatarle la historia del duelo con Agilus.

—Espere —dijo ella—. Tiene que guardársela —y me devolvió la Garra—. Como verá, yo ya no soy joven. El año próximo celebraré mi decimotercer aniversario como miembro pleno de las Peregrinas. Hasta la primavera pasada, en cada una de las cinco fiestas del año vi la Garra del Conciliador cuando la elevaban a nuestra adoración. Era un gran zafiro, grande más o menos como una oricreta. Debe de haber valido muchas villas, y sin duda fue por eso que la robaron.

Traté de interrumpirla pero me silenció con un gesto.

—En cuanto a que obra curas milagrosas y hasta devuelva la vida a los muertos, ¿cree que de ser así habría enfermas en nuestra orden? Somos pocas; demasiado pocas para el trabajo que tenemos. Pero si hasta la primavera pasada no hubiera muerto ninguna, seríamos mucho más numerosas. Aún estarían con nosotras muchas que yo quería, maestras y amigas. La gente ignorante ha de tener sus propios prodigios, aunque se les obligue a limpiar el barro de las botas de un epopta. Si todavía existe, como espero, y no la han dividido en gemas menores, la Garra del Conciliador es la última reliquia del más grande de los hombres buenos, y nosotros la atesoramos porque aún atesoramos la memoria de ese hombre. De haber sido el tipo de cosa que usted cree tener, todo el mundo la habría considerado preciosa, y los autarcas nos la habrían arrebatado hace mucho.

—Es una garra… —empecé.

—Sólo era una grieta en el corazón de la joya. El Conciliador era un hombre, lictor Severian, no un gato ni un ave. —La mujer se levantó.

—Se estrelló contra las rocas cuando el gigante la tiró desde el parapeto…

—Esperaba calmarlo, pero veo que sólo lo estoy excitando —dijo ella. Inesperadamente sonrió, se inclinó y me dio un beso—. Aquí hay muchos que creen cosas que no son. No muchos tienen creencias que los acrediten, no tanto como a usted las suyas. Ya hablaremos de esto otra vez.

Miré la pequeña figura vestida de escarlata hasta que se perdió de vista en la oscuridad y el silencio de las hileras de camas. Mientras hablábamos, la mayoría de los enfermos se había dormido. Unos pocos roncaban. Entraron tres esclavos, dos de ellos trayendo un herido en camilla mientras el tercero les alumbraba el camino con una lámpara. La luz brillaba en las cabezas rapadas, cubiertas de sudor. Pusieron al herido en un catre, le estiraron los miembros como si estuviese muerto, y se fueron.

Miré la Garra. Mientras la Peregrina la miraba, había estado negra e inerte pero ahora, unos mudos destellos de fuego blanco la recorrían de la base a la punta. Me sentía bien: en verdad, me encontré preguntándome cómo había soportado el día entero echado en ese colchón angosto; pero cuando intenté levantarme, las piernas apenas me sostuvieron. Temiendo a cada momento caer sobre algún herido, di tambaleándome los veinte pasos que había hasta el hombre que acababan de traer.

Era Emilian, a quien yo había conocido como hombre galante de la corte del Autarca. Tanto me asombró verlo que lo llamé por su nombre. —Thecla —murmuró él—. Thecla…

—Sí. Thecla. Me recuerdas, Emilian. Ahora cúrate. —Lo toqué con la Garra.

Abrió los ojos y gritó.

Yo escapé hacia mi catre, pero a mitad de camino me caí. Estaba tan débil que no habría podido, creo, continuar a gatas, pero me las arreglé para esconder la Garra y perderme de vista rodando bajo el catre de Hallvard.

Cuando volvieron los esclavos, Emilian estaba sentado y podía hablar, aunque no pienso que lo que decía se entendiera mucho. Le dieron hierbas, y uno se quedó con él mientras las masticaba y después se fue sin hacer ruido.

Rodé para salir de mi escondite y apoyándome en el borde pude ponerme en pie. Todo estaba de nuevo en calma, pero yo sabía que muchos heridos tenían que haberme visto antes de que me cayera. En vez de dormir, como yo había supuesto, Emilian parecía aturdido.

—Thecla —murmuraba—. Oí a Thecla. Dijeron que había muerto. ¿Qué voces hay aquí de la tierra de los muertos?

—Ya ninguna —le dije—. Has estado mal, pero pronto te pondrás bien.

Alcé la Garra bien alta e intenté concentrar los pensamientos en Melito y en Foilay también en Emi y en todos los enfermos del lazareto. Parpadeó y se oscureció.

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