XXX — Los corredores del Tiempo

Algo me golpeó la cara dejando un hormigueo. —¿Qué ha pasado? Está muerto. ¿Estás drogado? —Sí. Drogado. —Había otro más que hablaba y al cabo de un momento supe quién era: Severian, el joven torturador.

Pero ¿quién era yo? —Levántate. Tenemos que salir. —Centinela.

—Centinelas —nos corrigió la voz—. Había tres. Los matamos.

Bajaba por una escalera blanca como la sal que llevaba a nenúfares y agua estancada. A mi lado iba una muchacha bronceada, de ojos largos y sesgados. Por encima del hombro atisbaba el rostro esculpido de uno de los epónimos. El tallista había trabajado en jade, y el rostro parecía de hierba.

—¿Se está muriendo? —Nos ve. Fíjate en los ojos.

Sabía dónde estaba. Pronto el voceador metería la cabeza por la puerta de la tienda para decirme que me fuera.

—Arriba de la tierra —dije—. Me dijiste que la vería arriba de la tierra. Pero fue fácil. Está aquí. —Tenemos que irnos.

Caminamos rápido un largo trecho, como yo había imaginado, pasando a veces por encima de ascios dormidos.

—No vigilan mucho —susurró Agia—. Vodalus me dijo que los jefes son tan obedientes que apenas conciben el ataque a traición. En la guerra, nuestros soldados los sorprenden a menudo.

Yo no entendía, y como un niño repetí «Nuestros soldados…»

—Hethor y yo ya no lucharemos para ellos. ¿Cómo vamos a hacerlo, después de haberlos visto? Lo mío es contigo.

Yo estaba empezando a reencontrarme: las mentes que formaban mi mente volvían a donde habían estado. Una vez me habían dicho que autarca significaba «el que se gobierna a sí mismo», y ahora vislumbraba la razón de ese título.

—Querías matarme —dije—. Ahora me liberas. Habrías podido apuñalarme. —Vi una curva daga de Thrax clavada en el postigo de Casdoe.

—Habría podido matarte más fácilmente. Los espejos de Hethor me han dado un gusano, no más grande que una palma, que brilla con un fuego blanco. Me basta con arrojarlo, y mata y vuelve conmigo; así acabé con los centinelas uno a uno. Pero este hombre verde no lo permitiría, y no es lo que yo deseo ahora. Vodalus me prometió que tu agonía iba a durar semanas y no me conformaré con menos.

—¿Me llevas de nuevo a él?

Sacudió la cabeza, y en el tenue amanecer gris que se deslizaba entre las hojas, vi que los rizos castaños se le balanceaban sobre los hombros como la mañana en que había quitado las rejas de la tienda de harapos.

—Vodalus ha muerto. Con el trabajo a mi mando, ¿piensas que iba a dejar que me engañara y siguiera vivo? Ellos te habrían llevado de aquí. Ahora yo te dejaré en libertad, porque algo me dice adónde quieres ir, y al final volverás a caer en mis manos, como caíste cuando los pteriopos te salvaron de los evzonos.

—O sea que me rescatas porque me odias —dije, y ella asintió. De la misma manera Vodalus, supongo, había odiado esa parte de mí que había sido el Autarca.

O más bien había odiado su idea del Autarca, porque hasta donde era capaz había sido fiel al Autarca real, a quien suponía servidor suyo. Cuando yo era niño en las cocinas de la Casa Absoluta, había un cocinero que despreciaba tanto a los armígeros y exultantes, a quienes les preparaba la comida, que para no tener que soportar nunca la indignidad de un reproche, hacía todo a la perfección. A la larga lo nombraron jefe de las cocinas de esa ala. En aquel momento pensé en él, y mientras pensaba, la sensación de la mano de Agia, que cuando huíamos se había vuelto casi imperceptible, desapareció del todo de mi brazo. Cuando la busqué, ya no estaba; me había quedado solo con el hombre verde.

—¿Cómo es que estás aquí? —le pregunté—. En este tiempo por poco te mueres, y sé que bajo nuestro sol no podréis medrar.

Él sonrió. Aunque tenía labios verdes, los dientes eran blancos; relucían en la luz tenue.

—Somos hijos vuestros, y no menos honrados que vosotros, aunque no matamos para comer. Tú me diste la mitad de tu piedra, la piedra que royó el hierro y me dejó libre. ¿Qué pensabas que haría cuando la cadena ya no me atara?

—Supuse que ibas a regresar a tu propio día —dije. El influjo de la droga se había atenuado lo suficiente para hacerme temer que la charla despertara a los soldados de Ascia. Y sin embargo no veía ninguno; sólo los altísimos troncos oscuros de los quebrachos selváticos.

—Nosotros recompensamos a nuestros benefactores. He trajinado de un lado a otro los corredores del Tiempo, buscando un momento en que estuvieras prisionero tú también para poder liberarte.

Cuando oí eso no supe qué contestar. Por fin le dije: —No te imaginas qué extraño me siento al saber que alguien ha estado investigando mi futuro, buscando una oportunidad de beneficiarme. Pero no dudo de que ahora, ahora que estamos a mano, comprenderás que si te ayudé no fue porque pensara que tú me ayudarías.

—Lo pensabas; querías que te ayudara a encontrar la mujer que acaba de dejarnos, la mujer que desde aquella ocasión te has encontrado varias veces. Con todo, debes saber que no estuve solo: hay allí otros que buscan: te enviaré dos. Y todavía no estamos a mano, pues aunque te encontré cautivo aquí, la mujer también te encontró y te hubiese liberado sin mi ayuda. Así que volveré a verte.

Con estas palabras me soltó el brazo y retrocedió en esa dirección que yo no había visto nunca hasta que observé cómo la nave se perdía desde la cumbre del castillo de Calveros, y que yo sólo podía ver, parece, cuando allí había algo. De inmediato se volvió y echó a correr, y pese a la penumbra del amanecer vi durante un rato la silueta en fuga, iluminada por relámpagos intermitentes pero regulares. Por fin se redujo a un punto oscuro; pero entonces, justo cuando yo esperaba que el punto desapareciera del todo, empezó a crecer, de modo que tuve la impresión de que algo enorme se precipitaba hacia mí por ese túnel de ángulo extraño.

No era la nave que conocía sino una embarcación mucho más pequeña. Y sin embargo era tan grande que cuando al fin entró del todo en nuestro campo de conciencia, las regalas tocaron varios de los gruesos troncos a la vez. El casco se dilató y una pasarela, mucho más corta que la escalera surgida de la nave del Autarca, se deslizó hasta tocar el suelo.

Por allí bajaron el maestro Malrubius y mi perro Triskele.

En ese momento recuperé el dominio de mí mismo; en realidad no lo había tenido desde que bebie— ra el alzabo con Vodalus y comiera la carne de Thecla. No era que Thecla se hubiese marchado (y no era lo que yo quería, por más que en muchos aspectos hubiera sido una mujer cruel y alocada), o que hubiesen desaparecido mi predecesor y las cien mentes envueltas en la suya. La vieja y simple estructura de mi personalidad única se había perdido; pero la estructura nueva y compleja ya no me obnubilaba ni confundía. Era un laberinto, pero de ese laberinto yo era el propietario y hasta el constructor, y cada pasillo llevaba la marca de mi pulgar. Malrubius me tocó, y tomando mi mano maravillada se la llevó a la mejilla fresca.

—Entonces es real —dije.

—No. Somos casi lo que tú nos consideras: poderes del otro lado de la escena. Sólo que no exactamente deidades. Tú eres actor, tengo entendido.

Negué con la cabeza. —¿No me reconoce, maestro? Usted me enseñó cuando yo era niño, y he llegado a aspirante del gremio.

—Pero también eres actor. Tienes tanto derecho a verte de ese modo como del otro. Cuando te hablamos en el campo cerca de la muralla venías de representar, y la siguiente vez que te vimos, en la Casa Absoluta, estabas actuando de nuevo. Era una buena obra; me habría gustado ver el final.

—¿Usted estaba entre el público?

El maestro Malrubius asintió. —Como actor que eres, Severian, seguramente conoces la frase a que aludí hace un momento. Se refiere a cierta fuerza sobrenatural que suele personificarse y salir a escena en el último acto para que la obra pueda acabar bien. Dicen que eso es de mal dramaturgo, pero quienes lo dicen olvidan que es mejor tener un poder sometido en una cuerda, y una obra que acaba bien, que no tener nada aparte de una obra que acaba mal. Aquí está nuestra cuerda; muchas cuerdas y también una nave robusta. ¿Vendrás a bordo?

—¿Por eso son como son? —dije—. ¿Para que confíe en ustedes?

—Sí, si quieres. —El maestro Malrubius asintió y Triskele, que se había sentado a mis pies y me miraba la cara, soltó su torpe galope de tres piernas hasta la mitad de la pasarela y se volvió a mirarme, agitando el muñón de la cola y con los ojos suplicantes de los perros.

—Sé que no puede ser lo que parece. A lo mejor Triskele sí, pero a usted lo vi enterrado, Maestro. La cara de usted no es una máscara, pero alguna hay por ahí, y bajo esa máscara está lo que la gente común llama cacógeno, aunque una vez el doctor Talos me explicó que ustedes prefieren que los llamen hieródulos.

De nuevo Malrubius me tomó la mano. —Si nosotros pudiéramos no te engañaríamos. Pero espero que para bien tuyo y de toda Urth, te engañes tú mismo. Ahora te nubla la mente una droga, más de lo que crees, así como cuando te hablamos en aquel prado cerca de la muralla te dominaba el sueño. Tal vez si no estuvieras drogado te faltaría valor para venir con nosotros aunque nos vieras, aunque encontraras razones convincentes.

Yo dije: —Hasta el momento no me he convencido, no de eso ni de nada. ¿Adónde quieren llevarme y por qué? ¿Es usted el maestro Malrubius o un hieródulo?—Mientras hablaba vi claramente los árboles, que se alzaban como soldados esperando a que los oficiales discutan alguna cuestión estratégica. Todavía era de noche, pero incluso allí se había convertido en una oscuridad más tenue.

—¿Sabes qué significa esa palabra que usas, kieródulo? Yo no soy un hieródulo; soy Malrubius. En todo caso sirvo a quienes sirven los hieródulos. Hieródulo significa esclavo sagrado. ¿Crees que puede haber esclavos sin amos?

—Y me lleva…

—Al océano, a conservarte la vida. —Como si me hubiera leído el pensamiento, continuó:— No, no te llevamos a las amantes de Abaia, las que te salvaron porque habías sido torturador e ibas a ser autarca. De todos modos tienes cosas peores que temer. Los que te tenían cautivo aquí, los esclavos de Erebus, descubrirán pronto que te has escapado; y Erebus lanzará ese ejército y muchos otros iguales al abismo para capturarte. Ven.

Me llevó hacia la pasarela.

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