XXII — Batalla

Primero los vi como un puñado de motas de color en el extremo lejano del ancho valle, contendientes que parecían moverse y mezclarse, como burbujas que danzan en la superficie de una jarra de sidra. íbamos al trote por un monte de árboles destrozados; la madera blanca y desnuda parecía un hueso expuesto en una fractura múltiple. Ahora nuestra columna era mucho más grande, acaso la totalidad de los contarü irregulares. De un modo más o menos dilatorio, hacía alrededor de media guardia que marchábamos bajo el fuego. Algunos caraceros estaban heridos (uno, cerca de mí, muy gravemente) y varios habían muerto. Los heridos cuidaban de sí mismos e intentaban ayudarse entre ellos; si había para nosotros asistencia médica, estaba demasiado atrás para que yo la descubriese.

De vez en cuando veíamos cadáveres entre los árboles; por lo general en pilas de dos o tres, y a veces como meros individuos solitarios. Vi uno que al morir se las había ingeniado para enganchar el cuello de la brigantina a la astilla saliente de un árbol roto, y sentí el horror de que estando muerto no pudiera descansar, y luego se me ocurrió que en el mismo apuro estaban esos miles de árboles, árboles que habían muerto pero no podían caer.

Más o menos en el mismo momento en que advertí al enemigo, me di cuenta de que a los dos lados teníamos tropas de nuestro ejército. A la derecha una mezcla, por así decir, de hombres mon tados e infantes, los jinetes sin casco y desnudos hasta la cintura, con enrolladas mantas rojas y azules que les cruzaban el pecho bronceado. Pensé que iban mejor montados que la mayoría de nosotros. Llevaban lanzagayas no más largas que un hombre, muchos de ellos al sesgo sobre el arzón. Cada uno tenía un pequeño escudo de cobre atado por encima del codo izquierdo. Yo ignoraba totalmente de qué parte de la Mancomunidad podían ser estos hombres; pero por alguna razón, quizá sólo por el pelo largo y el pecho desnudo, estaba seguro de que eran salvajes.

Si lo eran, los infantes que se movían entre ellos parecían algo todavía inferior: morenos, encorvados e hirsutos. Sólo alcancé a verlos por entre los árboles rotos, pero pienso que a veces andaban en cuatro patas. De tanto en tanto alguno parecía aferrarse al estribo de un jinete, como me había aferrado yo al de Jonas cuando montaba el perigallo; y cada vez que pasaba eso, el jinete le golpeaba la mano con la culata del arma.

A nuestra izquierda, por terreno más bajo, corría un camino; y por él, y a ambos bordes, se movía una fuerza mucho más numerosa que la suma de nuestra columna y los jinetes salvajes: batallones de peltastas con lanzas deslumbrantes y grandes escudos transparentes; hobileros en monturas que corveteaban, con arcos y aljabas terciados a la espalda; cherkajis ligeramente armados cuyas formaciones eran mares de plumas y banderas.

Yo nada podía saber del valor de esos soldados extraños que de pronto eran mis camaradas, pero asumí inconscientemente que no sería mayor que el mío, y la verdad es que parecían una floja defensa contra los puntos móviles del otro extremo. El fuego que soportábamos recrudeció, y hasta donde yo veía, ninguno caía sobre el enemigo.

Apenas unas semanas antes (aunque ahora pare— cía por lo menos un año), la idea de que me dispararan con un arma como la que había usado Vodalus en la necrópolis, la brumosa noche en que empecé a narrar estar historia, me hubiera aterrorizado. Al lado de las descargas que nos caían alrededor, aquel simple haz parecía tan infantil como las bolitas brillantes que disparaba el arco del atamán.

Yo no tenía idea del tipo de dispositivo que proyectaba esas descargas, ni de si eran energía pura o alguna clase de misil; pero aterrizaban entre nosotros con una explosión que se alargaba en algo así como una vara. Y aunque era imposible verlas hasta que golpeaban, llegaban silbando, y por esa nota silbada, que apenas duraba un parpadeo, no tardé en aprender cuán cerca caerían y qué poder tendría la detonación. Si el tono era invariable, de modo que sonaba como la nota de un corifeo en el diapasón, la descarga daba a cierta distancia. Pero si subía con rapidez, como si la nota que podía dar un hombre se transformara en una de mujer, el impacto era cercano; y aunque de las monótonas descargas sólo eran peligrosas las más agudas, cada una de las que subía hasta el grito se llevaba al menos uno de los nuestros y a menudo varios.

Parecía una locura avanzar al trote. Tendríamos que habernos dispersado, o desmontar y refugiarnos entre los árboles; y creo que si alguno lo hubiese hecho, el resto lo habría seguido. A cada descarga que caía yo estaba a punto de ser ese hombre. Pero una y otra vez, como si tuviera la mente encadenada en un pequeño círculo, el recuerdo del miedo que había mostrado antes me ayudaba a mantenerme en mi puesto. Que corrieran los demás y yo correría con ellos; pero no sería el primero.

Inevitablemente, una descarga cayó junto a nuestra columna. Seis coraceros se partieron como si ellos mismos hubieran contenido pequeñas bombas, la cabeza del primero con un chorro escarlata, el cuello y los hombros del segundo, el pecho del tercero, los vientres del cuarto y el quinto y la ingle (o acaso la silla y la grupa de su destriero) del sexto, antes de que el rayo diera en el suelo levantando un geyser de polvo y piedras. Los hombres y animales que iban al costado, también murieron, demolidos por la fuerza de la explosión y bombardeados por los miembros y armaduras de los otros.

Lo peor de todo era mantener el pío al trote, y a menudo al paso; ya que no podía huir, yo quería echarme adelante, que empezara la batalla, morir si en verdad iba a morir. Ese golpe me dio cierta oportunidad de aliviar mis sentimientos. Haciéndole a Daría señas de que me siguiera, apuré al pío para sortear el grupo de sobrevivientes que avanzaba entre nosotros y el último coracero muerto, y entré en el hueco de la columna que habían dejado las bajas. Mesrop ya estaba allí, y me sonrió.

—Buena idea. Hay posibilidades de que por un rato aquí no caiga otro.

Me abstuve de desengañarlo.

Durante un tiempo, de todos modos, pareció que tenía razón. Después de haber acertado, los artilleros enemigos desviaron el fuego hacia los salvajes de nuestra derecha. Alcanzada por las descargas, la tambaleante infantería lanzó aullidos y parloteos, pero los jinetes reaccionaron, eso parecía, invocando una protección mágica. A menudo los cánticos sonaban con tal claridad que yo oía las palabras, aunque eran de un idioma desconocido para mí. En un momento uno se puso realmente en pie sobre la silla, como un artista en una exhibición, con una mano alzada al sol y la otra extendida hacia los ascios. Cada jinete parecía disponer de un conjuro personal; y era fácil comprender, viéndolos menguar bajo el bombardeo, cómo las mentes primitivas llegan a creer en esos hechizos, pues los supervivientes no podían dejar de pensar que los había salvado la taumaturgia, y el resto no podía lamentar haber fracasado.

Aunque avanzábamos sobre todo al trote, no fuimos los primeros en trabarnos con el enemigo. En el terreno de abajo, los cherkajis habían cruzado raudamente el valle, estrellándose contra un cuadro de infantes como una ola de fuego.

Yo había supuesto vagamente que el enemigo contaría con armas muy superiores a todo lo que tuviéramos los contad-pistolas y fusiles, quizá, como las de los hombres- bestia— y que cien combatientes armados destruirían fácilmente a la caballería más nutrida. No pasó nada parecido. Varias filas del cuadro cedieron, yyo estaba bastante cerca como para oír los gritos de guerra de los jinetes, lejanos pero distintos, yver la desbandada de los soldados de a pie. Algunos arrojaban a un lado unos escudos inmensos, más grandes aún que los escudos vítreos de los peltastas, aunque brillaban con un lustre metálico. Sus armas ofensivas parecían ser unos venablos de cabeza sesgada y no más de tres codos de largo; las hojas de fuego eran penetrantes pero de alcance corto.

Un segundo cuadro de infantería surgió detrás del primero, y luego otro y otro, cada vez más al fondo del valle.

Justo cuando pensé que íbamos a cargar en ayuda de los cherkajis, nos dieron la orden de alto. Mirando a la derecha, vi que los salvajes ya se habían detenido un poco más atrás, y estaban desplegando las peludas criaturas que los acompañaban hacia el lado más alejado de nosotros.

Guasachtgritó:—¡Cerrando filas! ¡Tranquilos, muchachos!

Miré a Daría, que me devolvió una mirada igualmente perpleja. Mesrop agitó un brazo apuntando al extremo oriental del valle.

—Tenemos que cuidar el flanco. Si no viene nadie, hoy deberíamos pasarlo bastante bien.

—Salvo los que ya murieron —dije. El bombardeo, que había ido decreciendo, ahora parecía haber cesado. El silencio nos envolvía por completo, casi más intimidante que el ulular de las descargas.

—Supongo. —Se encogió de hombros, anunciando con elocuencia que habíamos perdido unas docenas de una fuerza de centenares.

Los cherkajis se habían retirado, cubriéndose tras una pantalla de hobileros que lanzaron una lluvia de flechas contra la primera línea enemiga. Pareció que la mayoría rebotaba en los escudos, pero unas pocas debieron hundir las puntas en el metal, que empezó a arder con llamas no menos brillantes y un sinuoso humo blanco.

Cuando amainaron las flechas, los primeros cuadros volvieron a avanzar en espasmos mecánicos. Los cherkajis habían seguido retrocediendo y ahora estaban a la retaguardia de la línea de peltastas, muy poco por delante de nosotros. Les vi claramente los rostros oscuros. Todos eran hombres y con barba; pero en medio tenían algo así como una docena de mujeres enjoyadas que iban en howdahs de oro a lomos de acorazados arsinoites.

Eran mujeres de ojos oscuros y tez morena, como los hombres, pero sus figuras lujuriosas y sus miradas lánguidas me hicieron pensar en Jolenta. Se las señalé a Daría y le pregunté si sabía qué armas llevaban, porque yo no les veía ninguna.

—Querrías una, ¿no? O dos. Apuesto a que te gustan incluso desde aquí.

Mesrop guiñó un ojo y dijo: —A mí no me importaría tener un par.

Daría rió. —Si cualquiera de vosotros intentara meterse con ellas, pelearían como alrunas. Son sagradas y prohibidas: las Hijas de la Guerra. ¿Alguna vez has visto de cerca los animales que montan? Negué con la cabeza.

—Cargan con facilidad y no hay nada que los de— tenga, pero van siempre hacia el mismo lado: derecho a lo que los moleste, y una o dos cadenas más allá. Luego se paran y regresan.

Observé. Los arsinoites tienen dos cuernos grandes-cuernos no abiertos como los de los toros, sino divergentes como el pulgar y el índice de un hombre, bien abiertos. Como no tardé en ver, cargaban cabeza abajo, con los cuernos horizontales, y hacían exactamente lo que había dicho Daria. Los cherkajis se repusieron y volvieron a atacar con las lanzas y las espadas bifurcadas. Siguiendo la violenta arremetida, los arsinoites avanzaron pesadamente, gachas las cabezas grises y negras y las colas en punta, con las morenas doncellas de grandes pechos, en pie bajo los doseles, erguidas y aferradas a los postes. Por la forma en que se aguantaban era evidente que tenían muslos plenos como ubres de vacas lecheras y redondos como troncos.

La carga atravesó el torbellino de la lucha y se hundió —aunque no mucho— en los cuadros de los ascios. Los infantes atacaron los costados de las bestias, que parecían ser de asta cocida o cuir boli; intentaron montarse a las cabezas y salieron arrojados al aire; se afanaron por trepar a los flancos grises. Los cherkajis se precipitaron a rescatarlos, y la tropa onduló y perdió terreno y un cuadro.

Mirándolo desde esa distancia, recordé mis propias ideas de la batalla como juego de ajedrez, y sentí que en algún lugar otro había tenido las mismas ideas e inconscientemente había permitido que influyeran en sus planes.

—Son preciosas —siguió provocándome Daria—. Las eligen a los doce años y las alimentan con miel y aceites puros. He oído que tienen la carne tan tierna que si se echan en el suelo se magullan. Duermen sobre sacos de plumas que transportan para ellas. Si los sacos se pierden, tienen que acostarse en un barro que se les amolde a los cuerpos. Los eunucos que las cuidan lo mezclan con vino tibio, para que no pasen frío mientras duermen.

—Tendríamos que desmontar dijo Mesrop—. Para reservar los animales.

Pero yo quería mirar la batalla y me negué a bajar, aunque de todo nuestro bacele sólo Guasacht y yo permanecimos montados.

Los cherkajis habían sido rechazados otra vez, y ahora soportaban el bombardeo fulminante de una artillería oculta. Los peltastas se echaron al suelo y se cubrieron con los escudos. Nuevos cuadros de infantería ascia surgieron del bosque que había en la ladera norte del valle. Parecían no tener fin; sentí que habíamos tropezado con un enemigo inagotable.

La sensación se intensificó cuando los cherkajis atacaron por tercera vez. Un rayo alcanzó a un arsinoite, y el animal y la hermosa mujer que llevaba estallaron en despojos sangrientos. Ahora la infantería disparaba contra esas mujeres; una se encogió, y howdah y dosel se desvanecieron en una llamarada. Los cuadros de infantería avanzaban sobre cadáveres relucientes y destrieros muertos.

Con cada paso que da en la guerra, el vencedor pierde. El terreno que habían ganado los cuadros ascios nos dejaba abierto el flanco de la tropa principal, y para mi asombro se nos ordenó que montásemos; nos desplegamos en una línea y nos dirigimos contra él, primero al trote, luego al galope, y por fin, con todas las cornetas gritando como gargantas de bronce, en un embate desesperado que casi nos reventó la piel de las caras.

Si las armas de los cherkajis eran someras, las nuestras lo eran más todavía. Pero había en nuestra carga una magia más poderosa que los cánticos de nuestros salvajes aliados. El fuego de nuestras armas como una guadaña que Fustigué al pío con las riendas para que no lo adelantaran los tronantes cascos que oía detrás. Pero no pude evitarlo, y vi pasar a Daria como un tiro, la llama de la cabellera al viento, el contus en una mano y en la otra un sable, las mejillas más blancas que los espumantes flancos del destriero. Comprendí entonces cómo habían empezado las costumbres de los cherkajis e intenté cargar aún más rápido para que ella no muriese, aunque mis labios riesen entonces con la risa de Thecla.

Los destrieros no corren como las bestias comunes. Por un instante el fuego de la infantería ascia que estaba a media legua se alzó ante nosotros como un muro. Un momento después nos encontrábamos entre ellos; las patas de las monturas estaban ensangrentadas hasta las rodillas. El cuadro que parecía sólido como un bloque de piedra se había convertido en una muchedumbre de soldados frenéticos con grandes escudos y cabezas rapadas, soldados que en su afán de matarnos más de una vez se mataban entre ellos. En el mejor de los casos el combate es una estupidez; pero permite aprender ciertas cosas, la primera de las cuales es que el número importa sólo con el tiempo. La lucha inmediata es siempre de un individuo contra otro o contra dos. En esto los destrieros nos daban ventaja —no sólo por la altura y el peso sino porque mordían y atacaban con las patas delanteras, y los golpes de los cascos eran más poderosos que los de cualquier hombre, salvo Calveros, armado con una maza.

El fuego me atravesó el contus. Lo solté pero seguí matando, hundiendo la cimitarra a la izquierda, luego a la derecha, luego a la izquierda de nuevo, casi sin notar que el disparo me había abierto la pierna.

Creo que debo de haber derribado media docena de ascios antes de darme cuenta de que parecían todos iguales; no es que tuvieran la misma cara (como sucede con los hombres de ciertas unidades nuestras, que por cierto parecen hermanos), pero las di ferencias eran accidentales y triviales. Yo lo había observado en nuestros prisioneros cuando recuperamos el coche de acero, pero en realidad no me impresionó demasiado. Lo recordé en la locura de la batalla, pues era como parte de esa locura. Las figuras frenéticas eran hembras y machos: las mujeres tenían pechos pequeños pero oscilantes y medían media cabeza menos, pero no había otra distinción. Todas tenían ojos brillantes y violentos, el pelo cortado casi hasta el cráneo, rostros famélicos, bocas gritonas y dientes prominentes.

Nos libramos de la lucha como habían hecho los cherkajis; habíamos mellado los cuadros pero sin romperlos. Mientras nuestras monturas tomaban aliento volvieron a formarse, con los livianos y lustrosos escudos al frente. Un lancero rompió filas y corrió hacia nosotros agitando el arma. Al principio pensé que era un simple alarde; después, cuando se fue acercando (pues un hombre normal corre mucho menos rápido que un destriero), que deseaba rendirse. Por fin, cuando casi había alcanzado nuestras líneas, disparó y un coracero lo abatió de un tiro. En sus convulsiones arrojó la lanza ardiente al aire; recuerdo cómo se torció contra el azul profundo del cielo.

Guasacht se acercó al trote. —Estás sangrando mucho. ¿Podrás llegar a montar cuando ataquemos de nuevo?

Nunca me había sentido más fuerte y se lo dije. —De todos modos será mejor que te vendes esa pierna.

La carne chamuscada se había cuarteado, y sangraba. Daria, que estaba ilesa, hizo el nudo.

La carga para la que me había preparado no tuvo lugar. Muy de improviso (al menos por lo que me concernía) llegó la orden de dar la vuelta, y trotando subimos al noreste, a un campo abierto y ondulado susurrante de pastos toscos.

Al parecer los salvajes se habían desvanecido. En su lugar apareció una nueva fuerza, sobre el flanco que ahora era nuestro frente. Primero creí que era caballería montada en centauros, criaturas que yo había visto dibujadas en el libro marrón. Veía las cabezas y hombros de los jinetes por encima de las cabezas humanas de las monturas, y unos y otros parecían llevar armas. Cuando se acercaron, comprendí que no era nada tan romántico: meros hombres pequeños —enanos, en realidad— a hombros de otros muy altos.

Nuestras direcciones de avance eran casi paralelas pero poco a poco convergieron. Los enanos nos observaban con lo que podríamos llamar una atención arisca. Los hombres altos ni nos miraban. Por fin, cuando ambas columnas estuvieron a no más de dos cadenas, hicimos altos y nos volvimos a enfrentarlos. Con un horror que nunca había sentido, comprendí que esos extraños jinetes y extraños corceles eran gente ascia; nuestra maniobra había estado destinada a impedir que tomaran a los peltastas por el flanco, y ahora tendrían que atacar, si podían, a través de nosotros. Parecían ser unos cinco mil, una cantidad que sin duda no podíamos enfrentar.

Sin embargo no hubo ataque. Habíamos parado y formado en una línea densa, estribo contra estribo. Pese al número, ellos se agitaban nerviosamente de un lado a otro como atraídos primero por la idea de atravesarnos por la derecha, luego por la izquierda, luego otra vez por la derecha. Estaba claro, no obstante, que no podrían pasar a menos que parte de su fuerza comprometiera a nuestro frente e impidiera que cayéramos sobre el resto por detrás. Como esperando posponer la lucha, no disparamos.

En eso vimos repetirse la conducta del solitario lancero que había dejado su cuadro para atacarnos. Uno de los hombres altos se lanzó hacia adelante. En una mano llevaba una pica delgada, poco más que una vara; en la otra, una espada de las llamadas shotel, que tiene una larguísima hoja de dos filos con la mitad superior curvada en semicírculo. A medida que se acercaba redujo el paso, y vi que tenía los ojos desenfocados; que en realidad era ciego. El enano que lo montaba tenía una flecha ajustada en la cuerda de un arco corto y curvo.

Cuando estuvieron los dos a una cadena de nosotros, Erblon destacó a dos hombres para que los rechazaran. Antes de que pudieran cerrarse sobre él, el ciego rompió a correr tan rápido como, un destriero, pero en un silencio pavoroso, y se precipitó hacia nosotros. Ocho o diez coraceros dispararon, pero entonces comprendí lo difícil que es darle a un blanco que se mueve a tal velocidad. La flecha cayó, estallando en un fogonazo de luz naranja. Un coracero intentó esquivar la vara del ciego: el shotel relampagueó y la hoja ganchuda le partió el cráneo.

Entonces un grupo de tres ciegos con tres jinetes se desprendió de la masa del enemigo. Antes de que llegaran a nosotros ya se acercaban racimos de cinco o seis. En un punto lejano de la línea nuestro hiparca levantó el brazo; Guasacht nos dio la señal y Erblon tocó a la carga, con ecos a diestra y siniestra: una nota ondulante que parecía contener grandes campanas.

Aunque entonces yo no lo sabía, es axiomático que los encuentros entre caballerías degeneran rápidamente en meras escaramuzas. Así fue con aquél. Los atacamos, y aunque perdimos veinte o treinta, los atravesamos al galope. En seguida nos volvimos para embestirlos otra vez, tanto para impedir que flanquearan a los peltastas como para unirnos de nuevo a nuestro ejército. Ellos, por supuesto, se giraron a enfrentarnos; y a poco ni nosotros ni ellos teníamos nada que pudiera llamarse frente, ni táctica alguna más allá de la que cada combatiente forjaba para sí mismo.

Las mías eran desviarme de todo enano que pareciera dispuesto a disparar y tratar de caer sobre otros por la espalda o el costado. Cuando conseguía aplicarlas funcionaban muy bien, pero pronto descubrí que, aunque los enanos quedaban casi desamparados cuando los ciegos que montaban rodaban por el suelo, los altos corceles sin jinete enloquecían y atacaban con una energía frenética cuanto les cerraba el paso, de modo que se volvían más peligrosos que nunca.

Muy pronto las flechas de los enanos y nuestros conti habían encendido docenas de hogueras en los pastos. Con el humo asfixiante la confusión se hizo peor. Poco antes yo había perdido de vista a Daria y Guasacht, a todos los que conocía. Entre la acre bruma gris sólo alcanzaba a ver una figura: un destriero corcoveante que se defendía de cuatro ascios. Fui hacia ella, y aunque un enano volvió su corcel ciego y disparó una flecha que me silbó junto a la oreja, los arrollé y oí el crujido de los huesos del ciego bajo los cascos del pío. Detrás del otro par, una figura peluda surgió del pasto en ascuas y los cortó como si abatiera un árbol: tres o cuatro golpes de hacha en el mismo lugar hasta que el ciego se derrumbó.

El soldado montado que yo había ido a rescatar no era un coracero de los nuestros, sino uno de los salvajes que antes habían marchado a nuestra derecha. Lo habían herido, y cuando vi la sangre recordé que me habían herido a mí también. Tenía la pierna rígida y estaba casi sin fuerzas. Yo habría vuelto a la cresta sur del valle y a nuestras líneas si hubiera sabido por dónde ir. Tal como estaban las cosas, solté el freno del pío y le di un buen golpe de riendas, pues había oído que estos animales suelen regresar al último lugar donde bebieron y descansaron. Rompió en un paso rápido que pronto se hizo galope. Una vez dio un salto, despidiéndome por poco de la silla, y mirando abajo vi un destriero muerto con Erblon muerto junto a él, y la corneta de bronce y el estandarte negro y verde tirados en la hierba quemada. Habría hecho doblar al pío y regresado a buscarlos, pero cuando pude frenarlo ya no reconocí el lugar. A mi derecha, entre el humo, había una línea de jinetes, oscura y casi amorfa, pero dentada. Lejos, atrás, se cernía una máquina que disparaba fuego, una máquina como una torre andante.

En un momento se hicieron casi invisibles; al siguiente estaban sobre mí como un torrente. No puedo decir quiénes eran los jinetes ni qué bestias montaban; no porque lo haya olvidado (pues yo no conozco el olvido) sino porque no vi nada claramente. No era cuestión de luchar, sólo de intentar sobrevivir de alguna manera. Esquivé el golpe de un arma retorcida que no era espada ni hacha; el pío reculó y vi una flecha saliéndole del pecho como un cuerno de fuego. Un jinete chocó contra nosotros y rodamos en la oscuridad.

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