XXVII — Ante Vodalus

En la mañana del sexto día vinieron por mí dos mujeres. La noche anterior yo había dormido muy poco. Por la ventana había entrado uno de esos murciélagos comunes en las junglas del norte, y aunque yo había logrado echarlo y restañar la sangre, una y otra vez había vuelto, supongo que atraído por el olor de mis heridas. Aún hoy no puedo mirar esa vaga tiniebla verde que es la luz difusa de la luna sin imaginarme al murciélago arrastrándose allí como una gran araña y luego saltando al aire.

Tanto como a mí verlas, a las mujeres las sorprendió encontrarme despierto; acababa de amanecer. Hicieron que me levantase, y una me ató las manos mientras la otra me ponía un puñal contra la garganta. Me preguntó si la mejilla cicatrizaba, y agregó que, según le habían dicho, cuando me habían llevado allí yo era un hombre guapo.

—Estaba casi tan cerca de la muerte como ahora —le dije. Lo cierto era que aunque estuviera curado de la contusión del choque con la nave, tanto la pierna como la cara me seguían doliendo.

Las mujeres me llevaron ante Vodalus; no, como más o menos esperaba yo, en algún lugar del zigurat o en el reborde donde había estado majestuosamente junto a Thea, sino en un claro que una lenta agua verde abrazaba por tres lados. Tardé uno o dos momentos —tuve que esperar de pie a que concluyeran no sé qué asunto— en darme cuenta de que el río aquel corría fundamentalmente hacia el norte y el este, y de que hasta entonces nunca había visto agua fluyendo en esa dirección; todos los arroyos, en mi experiencia previa, corrían hacia el sur o el sureste para unirse al curso sureste del Gyoll.

Por fin Vodalus inclinó la cabeza hacia mí y me hicieron avanzar. Al ver que apenas me mantenía en pie, ordenó a las guardias que me acercaran y luego les indicó que retrocediesen adonde no pudieran oír.

—Tu entrada es algo menos impresionante que la que hiciste en el bosque de las afueras de Nessus. Estuve de acuerdo. —Pero como entonces, señor, vengo como servidor vuestro. Lo mismo era la primera vez que me visteis, cuando salvé vuestro cuello del hacha. Si aparezco ante vos en harapos sangrientos y maniatado es porque así tratáis a vuestros servidores.

—Concuerdo, ciertamente, en que en tu estado resulta un poco excesivo sujetarte las muñecas. —Sonrió levemente.— ¿Duele?

—No. Ya no hay sensación.

—De todos modos no hacen falta cuerdas. —Vodalus se levantó, sacó una hoja delgada, e, inclinándose sobre mí, cortó las ataduras con la punta.

Flexioné los hombros y me libré de las últimas hebras. Fue como si mil agujas me perforaran las manos.

Una vez que hubo vuelto a sentarse, Vodalus preguntó si no iba a agradecerle.

—Vos nunca me agradecisteis, señor. En cambio me disteis una moneda. Creo que por aquí tengo una. —Hurgué en mi talego en busca de la moneda que me había pagado Guasacht.

—Puedes guardártela. Lo que voy a preguntarte vale mucho más. ¿Estás dispuesto a decirme quién eres?

—Siempre he estado dispuesto a eso, señor. Soy Severian, ex aspirante del gremio de torturadores.

—Pero ¿no eres nada más que un ex aspirante de ese gremio?

—No.

Vodalus lanzó un suspiro y sonrió; luego se reclinó en la silla y volvió a suspirar.

—Mi servidor Hildegrin siempre insistía en que eras importante. Cuando le preguntaba por qué, me respondía con un sinnúmero de especulaciones, ninguna de las cuales me parecía convincente. Pensaba que pretendía obtener dinero a cambio de espiar un poco. Ysin embargo tenía razón.

—Sólo he sido importante para ti una vez, señor. —Siempre que nos encontramos me recuerdas que una vez me salvaste la vida. ¿Sabías que Hildegrin te la salvó a ti? Fue él quien le gritó «¡Corre!» a tu oponente cuando os batisteis en la ciudad. Tú estabas caído, y el otro podría haberte apuñalado. —¿EstáAgiaaquí? —pregunté—. Si se entera, tratará de mataros.

—Nadie más que yo te está oyendo. Díselo más tarde, si quieres. Nunca te creerá.

—De eso no podéis estar seguro.

Sonrió más francamente. —Muy bien, te pasaré a ella. Podrás probar tu teoría contra la mía.

—Como deseéis.

Rechazó mi aquiescencia con un elegante gesto de una mano.

—Piensas que tu voluntad de morir puede acorralarme. En realidad me ofreces una salida fácil a un dilema. Tu Agia vino a verme trayendo consigo un taumaturgo muy valioso, y como precio de sus servicios y los de ella misma sólo pidió que tú, Severian de la Orden de los Buscadores de la Verdad y la Penitencia, fueras puesto en sus manos. Ahora dices que eres Severian el Torturador y nadie más, y es con gran embarazo que me niego a sus demandas. —¿Yquién deseáis que sea? —pregunté.

—En la Casa Absoluta tengo, o debería decir tenía, un sirviente harto excelente. Tú lo conoces, desde luego, pues fue a él a quien diste mi mensaje. —Vodalus hizo una pausa y volvió a sonreír.— Hace alrededor de una semana recibimos uno de él. No estaba dirigido a mí abiertamente, por cierto, pero yo me había encargado no mucho antes de que él pudiera localizarnos, y no estábamos lejos. ¿Sabes qué decía? Sacudí la cabeza.

—Es raro, porque por entonces debías estar con él. Decía que estaba en una nave derribada; y que con él estaba el Autarca. Habría sido una idiotez mandar semejante mensaje en una situación corriente, porque nos dijo dónde había caído, y tiene que haber sabido que se encontraba detrás de nuestras líneas. —¿Entonces sois parte del ejército ascio?

—Los servimos, sí, en ciertas exploraciones. Veo que te inquieta saber que Agia y el taumaturgo mataron algunos soldados para capturarte. Pierde cuidado. Los señores los valoran aún menos que yo, y no era momento de negociar.

—Pero no capturaron al Autarca. —No soy bueno mintiendo, pero estaba demasiado exhausto, creo, como para que Vodalus me leyera fácilmente la cara.

Se inclinó hacia adelante y por un momento los ojos le fulguraron como si en el fondo ardieran velas.

—O sea que estaba allí. Qué maravilloso. Lo has visto. Has volado con él en la nave real.

Asentí una vez más.

—Mira, por ridículo que suene temí que fueras él. Nunca se sabe. Muere un autarca y otro ocupa el puesto, y el nuevo autarca puede estar allí medio siglo o quince días. ¿Entonces erais tres? ¿No más?

—No.

—¿Cómo era el Autarca? Dame todos los detalles. Hice lo que pedía, describiendo al doctor Talos tal como había aparecido en el papel.

—¿Escapó de los ascios y de las criaturas del taumaturgo? ¿O lo tienen los ascios? Quizás esa mujer y su amante estén guardándolo para ellos.

—Os dije que los ascios no lo capturaron.

Vodalus volvió a sonreír, pero debajo de los ojos fulgurantes y la boca plegada sólo había dolor. —Mira —repitió—, por un momento pensé que podías ser tú. Tenemos a mi servidor, pero lo han herido en la cabeza y nunca está consciente más de unos minutos. Me temo que morirá dentro de muy poco. Pero siempre me ha dicho la verdad, y Agia dice que el único que había con él eras tú.

—¿Pensáis que soy el Autarca? No.

—Sin embargo no eres el mismo que conocí antes. —Vos mismo me disteis el alzabo, y la vida de la chatelaine Thecla. Yo la amaba. ¿Creéis que pude ingerir la esencia de Thecla sin que eso me afectara? Ella siempre está conmigo, de modo que soy dos en un solo cuerpo. Pero no soy el Autarca, que en un cuerpo es mil.

Vodalus no contestó; entornó los ojos como temiendo que yo viera el fuego que le ardía dentro. No se oía nada más que el chapoteo del agua y las voces muy apagadas del corrillo de hombres y mujeres armados, que a cien pasos hablaban entre ellos y de vez en cuando nos echaban una mirada. Chilló un guacamayo, aleteando de un árbol a otro.

—Si vos lo permitierais —le dije a Vodalus— os seguiría sirviendo. —No estuve seguro de que era una mentira hasta que las palabras salieron de mis labios, y entonces quedé perplejo, procurando entender cómo esas palabras, que en el pasado habrían sido ciertas para Thecla y para Severian también, ahora eran falsas para mí.

—«El Autarca, que en un cuerpo es mil» —me citó Vodalus—. Correcto, pero qué pocos lo sabemos.

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