VII — La historia de Hallvard: Los dos cazadores de focas

—Esta historia es verdadera. Conozco muchas historias. Algunas son inventadas, aunque tal vez las historias inventadas fueron verdaderas en tiempos ya olvidados. También conozco muchas verdaderas, porque en las islas del sur pasan cosas raras que vosotros los del sur ni siquiera soñáis. Elijo ésta porque estuve donde pasó y oí tanto como cualquiera.

»Vengo de la más oriental de las islas del sur, que se llama Glacies. En nuestra isla vivían un hombre y una mujer, mis abuelos, que tenían tres hijos. Se llamaban Anskar, Hallvard y Gundulf. Hallvard era mi padre, y cuando yo crecí y pude ayudarlo en la barca, dejó de cazar y pescar con sus hermanos. En vez de eso salíamos los dos para poder llevarlo todo a casa, donde esperaban mi madre, mis hermanas y mi hermano menor.

»Como mis tíos no se casaron nunca, siguieron compartiendo una barca. Lo que cazaban lo comían ellos o se lo daban a mis abuelos, que ya no eran fuertes. En verano trabajaban la tierra de mi abuelo. Tenía la mejor de la isla, el único valle donde nunca soplaba el viento helado. Allí se plantaban cosas que no maduraban en ningún otro lugar de la isla, pues en ese valle la estación de cultivo duraba dos semanas más.

»Cuando ya empezaba a brotarme la barba, mi abuelo reunió a los hombres de la familia: es decir, mi padre, mis dos tíos y yo. Cuando llegamos a la casa mi abuela había muerto y el sacerdote de la isla grande estaba amortajando el cadáver. Los hijos lloraron, y yo también.

»Aquella noche, sentados a la mesa con el sacerdote en un extremo y él en el otro, mi abuelo dijo: “Ha llegado el momento de que me libre de mis propiedades. Bega se ha ido. Su familia ya no tiene derechos y yo la seguiré dentro de poco. Hallvard está casado y conserva la parte que le vino de su mujer. Con eso provee a su familia, y aunque poco les sobra no pasan hambre. Tú, Ánskar, y tú, Gundulf: ¿os casaréis algún día?”.

»Mis dos tíos negaron con la cabeza.

»“Entonces he aquí mi voluntad. Llamo al Todopoderoso para que me oiga, y llamo también a los sirvientes del Todopoderoso. Cuando muera, todo lo que tengo será para Anskar y Gundulf. Si uno de ellos muere, será para el otro. Cuando ambos mueran, será para Hallvard, y si Hallvard ha muerto se dividirá entre sus hijos. Si pensáis que mi voluntad no es justa, os digo a los cuatro, hablad ahora.”

»Nadie dijo nada, y así se decidió.

»Pasó un año. Un barco de Erebus atacó por sorpresa desde las nieblas y dos barcos recalaron en busca de pieles, marfil marino y pescado en salazón. Mi abuelo murió y mi hermana Fausa dio a luz una niña. Después de almacenar la cosecha, mis tíos salieron a pescar con los demás hombres.

»Cuando en el sur llega la primavera aún es muy temprano para plantar, pues quedan por delante muchas noches heladas. Pero cuando los hombres ven que los días empiezan a alargarse con rapidez, buscan los criaderos de las focas. Están en rocas alejadas de cualquier playa, hay allí mucha bruma, y aunque se estén alargando, los días aún son cortos. A menudo son los hombres quienes mueren, y no las focas.

»Yasí sucedió con mi tío Anskar, pues mi tío Gundulf volvió sin él en la barca.

»Debéis saber que cuando nuestros hombres van en busca de focas, peces o cualquier otro tipo de presa marina, se atan a las barcas. La soga es de cuero de morsa trenzado, y lo bastante larga para que el hombre pueda moverse a bordo, pero no más larga. El agua del mar es muy fría y mata en seguida a los que caen en ella, pero nuestros hombres se visten con pieles de foca muy ceñidas y a menudo un compañero puede subirlos tirando de la soga y salvarles la vida.

»Ésta es la historia que contó mi tío Gundulf. Se habían alejado mucho, en busca de un criadero que los demás no habían visitado, cuando Anskar vio un macho en el agua. Arrojó el arpón; pero se le había enredado la línea en el tobillo, de modo que cuando la foca se sumergió, lo arrastró al mar. El, Gundulf, intentó rescatarlo, porque era muy fuerte. Pero entre los tirones de él y los que daba la foca a la línea del arpón, que estaba atada a la base del mástil, la barca se volcó de costado. Gundulf se salvó remontando la soga palmo a palmo hasta encaramarse de nuevo y cortar la línea con el cuchillo. Después de enderezar la barca, había intentado arrastrar a Anskar, pero la cuerda de la vida se había roto. Nos enseñó el cabo deshilachado. Mi tío Anskar estaba muerto.

»Entre mi gente, las mujeres mueren en tierra pero los hombres en el mar, y por lo tanto a vuestras tumbas las llamamos “barcas de mujer”. Cuando un hombre muere como el tío Anskar, estiran y pintan una piel y la cuelgan en la casa donde se reúnen los hombres a hablar. No se la retira mientras haya alguien que recuerde al hombre honrado de ese modo. Para Anskar se preparó una de esas pieles, y los pintores iniciaron su tarea.

»Una mañana luminosa mi padre y yo estábamos preparando los arados para la nueva siembra —¡bien lo recuerdo!— cuando unos niños a quienes habían mandado a buscar huevos volvieron corriendo a la aldea. En el pedregal de la bahía del sur, dijeron, había una foca. Como todos saben, las focas no salen del agua cuando hay hombres. Pero a veces hay alguna que muere en el mar o por alguna razón queda herida. Pensando en eso, mi padre y yo y muchos otros corrimos a la costa, porque la foca sería del primero que la traspasase con un arma.

»Yo era el más rápido de todos y llevaba una horquilla. No era lo más fácil de lanzar pero otros jóvenes ya me pisaban los talones, así que cuando estuve a cien zancadas, la arrojé. Recta y certera voló y se enterró en el lomo de la bestia. Luego vino un momento como espero no ver otro. El peso del largo mango de la horquilla desequilibró el cuerpo, que el mango se apoyó en el suelo.

»Vi la cara de mi tío Anskar, conservada por el frío del agua salada. En la barba tenía una maraña de kelp verde oscuro, y la soga de la vida, de fuerte cuero de morsa, estaba cortada a sólo unos palmos del cuerpo.

»Mi tío Gundulf no lo había visto, pues estaba de viaje en la isla grande. Mi padre levantó a Anskar, y yo lo ayudé, y lo llevamos a la casa de Gundulf y pusimos el cabo de la cuerda sobre el cajón, para que Gundulf lo viese, y con otros hombres de Glacies nos sentamos a esperarlo.

»Cuando vio a su hermano soltó un grito. No fue un grito como los de las mujeres, sino como el bramido de una foca macho cuando previene a otros machos de la manada. Huyó a la oscuridad. Nosotros pusimos una guardia en las barcas y esa noche lo perseguimos por la isla. En todo este tiempo las luces de los espíritus ardieron en el sur más extremo, y por eso supimos que Anskar era de nuestra partida. Y más brillantes que nunca ardieron antes de extinguirse, cuando lo encontramos entre las rocas de Punta Radbod.

Hallvard guardó silencio. En verdad, se había hecho un silencio completo a nuestro alrededor. Todos los enfermos próximos habían estado escuchándolo. Por fin Melito dijo: —¿Lo matasteis?

—No. Antes no se hacía así, y para mal. Ahora la ley del continente venga las culpas de sangre, lo cual está mejor. Lo atamos de pies y manos y lo dejamos en su casa, y yo me senté con él mientras los mayores preparaban las embarcaciones. Me contó que había amado a una mujer de la isla grande. Yo no la vi nunca, pero me dijo que se llamaba Nennoc y que era bella, y más joven que él, pero que nadie la habría aceptado porque había tenido un niño de un hombre que había muerto el invierno anterior. En la barca, le dijo a Anskar que llevaría a Nennoc a la casa, y Anskar lo había llamado rompejuramentos Mi tío Gundulf era fuerte. Agarró a Ánskar y lo tiró por la borda; luego se enroscó la soga de la vida en las manos y la rompió con los dientes como rompe su hilo una costurera.

»Dijo que entonces se había quedado de pie, con una mano apoyada en el mástil como hacen los hombres, mirando a su hermano en el agua. Había visto el destello del cuchillo, pero había pensado que Anskar sólo buscaba amenazarlo con él o tirárselo.

Hallvard volvió a callar, y cuando me di cuenta de que no hablaría dije: —No entiendo. ¿Qué hizo Anskar?

Una sonrisa, la sonrisa más diminuta, torció los labios de Hallvard bajo el bigote rubio. Al verla sentí que veía las islas de hielo del sur, azules y crudamente frías.

—Se cortó la soga de la vida, la soga que Gundulf ya había roto. Así los que encontraran el cuerpo sabrían que lo habían asesinado. ¿Comprendes?

Comprendía, y por un momento no dije más. —De modo —le gruñó Melito a Foila— que las maravillosas tierras del valle quedaron para el padre de Hailvard, y con esta historia se las ha arreglado para decirte que aunque no tiene propiedades hay perspectivas de que herede alguna. También te ha dicho, claro, que viene de una familia asesina.

—Melito me cree más listo de lo que soy —retumbó la voz del rubio—. Yo no pensé nada parecido. Lo que ahora importa no es la tierra, las pieles o el oro, sino quién cuenta la mejor historia. Y yo, que conozco muchas, he contado la mejor que conozco. Como él dice, es cierto que cuando mi padre muera quizá comparta la propiedad familiar. Pero una parte será para las dotes de mis hermanas solteras, y sólo lo que quede se dividirá entre mi hermano y yo. Todo eso no importa, porque yo no llevaría a Foila al sur, donde la vida es tan dura. Desde que tengo una lanza he visto lugares mejores.

Foila dijo: —Me parece que tu tío Gundulf debía de amar mucho a Nennoc.

Hallvard asintió. —El dijo lo mismo mientras estaba atado. Pero todos los hombres del sur aman a sus mujeres. Es por ellas que se enfrentan con el mar de invierno, las tormentas y las brumas heladas. Se dice que cuando un hombre empuja su barca por el pedregal, el ruido rechinante del casco contra los guijarros dice mi mujer, mis hijos, mi mujer; mis hijos.

Le pregunté a Melito si quería contar la historia en ese momento; pero meneó la cabeza y dijo que estábamos todos llenos de la de Hallvard, así que esperaría al día siguiente. Entonces todos preguntaron a Hallvard sobre la vida en el sur y compararon lo que habían aprendido con la manera en que vivía su propia gente. Sólo el ascio estuvo callado. Yo me acordé de las islas flotantes del lago Diuturna y les conté de ellas a Hallvard y los demás, aunque no describí el combate en el castillo de Calveros. De este modo hablamos hasta que llegó la hora de la comida vespertina.

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