XXXI — El Jardín de Arena

A esa embarcación la manejaban manos que yo no veía. Yo había imaginado que subiríamos flotando como la nave voladora o desapareceríamos por un corredor del tiempo como el hombre verde. En cambio nos elevamos tan rápido que me sentí mareado; en la borda se oía un ruido de grandes brazos y piernas que se entrechocaban.

—Eres el Autarca ahora —me dijo Malrubius—. ¿Lo sabes? —La voz parecía mezclarse con el silbido del viento en las jarcias.

—Sí. Mi predecesor, cuya mente es una de mis mentes, llegó al cargo como yo. Conozco los secretos, las palabras de la autoridad, aunque todavía no he tenido tiempo de pensarlo. ¿Me llevarán de vuelta a la Casa Absoluta?

Sacudió la cabeza. —No estás preparado. Crees que ya dispones de lo que sabía el viejo Autarca. Tienes razón; pero todavía no lo dominas, y cuando lleguen las pruebas te encontrarás con muchos que en cuanto titubees te matarán. Te criaron en la Ciudadela de Nessus; ¿cuál es la palabra para citar al castellano? ¿Cómo se dan órdenes a los hombres-mono de la mina del tesoro? ¿Qué frases abren las bóvedas de la Casa Secreta? No hace falta que las digas porque estas cosas son los arcanos de tu posición, y de todos modos las sé. Pero ¿las sabes tú sin pensar demasiado?

Aunque las frases que requería estaban en mi mente, cuando intenté pronunciarlas, fracasé. Se escurrían, como peces pequeños, y al final sólo pude encogerme de hombros.

—Y hay una cosa más que tienes que hacer. Una aventura más, al borde de las aguas.

—¿Qué es?

—Si te lo dijera no sucedería. No te alarmes. Es simple, dura un respiro. Pero tendría que explicarte muchas cosas, y no me alcanza el tiempo. ¿Crees en la llegada del Sol Nuevo?

Tal como había buscado dentro de mí las frases de mando, busqué la creencia; y tampoco pude encontrarla.

—Eso me han inculcado toda la vida —dije—. Pero creo que ni siquiera mis maestros, y uno de ellos era el verdadero Malrubius, creían de veras. Por eso no puedo decir si creo o no.

—¿Quién es el Sol Nuevo? ¿Un hombre? Si es un hombre, ¿cómo explicas que con su llegada todo lo verde vaya a reverdecer, y los graneros a llenarse?

Era desagradable que me arrastraran de vuelta a cosas oídas a medias en la infancia, cuando empezaba a entender que había heredado la Mancomunidad.

—Será el Conciliador renacido: su avatar, portador de paz y justicia. Las pinturas lo muestran con la cara brillante, como el sol. Yo fui aprendiz de torturador, no acólito, y eso es todo lo que puedo decirle. —Me embocé en la capa para cubrirme del viento frío. Triskele estaba encogido a mis pies —¿Y qué necesita más la humanidad? ¿Justicia o paz? ¿O un Sol Nuevo?

Intenté sonreír. —Se me ha ocurrido que aunque es imposible que usted sea mi viejo maestro, quizás él está en usted así como la chatelaine Thecla estuvo en mí. En ese caso, ya sabe la respuesta. Cuando se lleva a un cliente al peor extremo, lo que necesita es calor, comida y alivio del sufrimiento. La paz y la justicia vienen después. La lluvia simboliza la compasión y el sol la caridad, pero la lluvia y el sol son me jores que la compasión y la caridad. De lo contrario degradarían las cosas que simbolizan.

—En gran medida tienes razón. El maestro Malrubius que conociste vive en mí, y tu viejo Triskele en este Triskele. Pero no es eso lo que ahora importa. Si hay tiempo, antes de que nos vayamos lo entenderás. —Malrubius cerró los ojos, y exactamente como yo recordaba haber visto cuando estaba entre los aprendices más jóvenes, se rascó el vello gris del pecho.—Aunque te dije que no te sacaría de Urth, ni siquiera de tu continente, tuviste miedo de subir a esta barquita. Imagina que dijera… no te lo digo, pero imagina cómo sería si yo te llevara fuera de Urth, más allá de la órbita de Faleg, que vosotros llamáis Verthandi, más allá de Bethor, y de Aratron, y al £m a la oscuridad exterior, y a través de ella a algún otro sitio. ¿Tendrías miedo, ahora que has navegado con nosotros?

—A nadie le gusta decir que tiene miedo. Pero sí, lo tendría.

—Con miedo o no, ¿irías si sirviera para traer el Sol Nuevo?

Entonces me pareció que un espíritu del abismo me apretaba el corazón con unas manos heladas. No era una alucinación, ni creo que él pretendiera que lo fuese. Vacilé, en silencio excepto por el clamor de mi propia sangre en mis oídos.

—No hace falta que respondas ahora si no puedes. Ya te lo preguntaremos otra vez. Pero hasta que respondas no puedo decirte nada más.

Estuve mucho tiempo en esa extraña cubierta, a veces paseándome de una punta a otra, echándome aliento en los dedos bajo el viento helado mientras alrededor se me apiñaban los pensamientos. Las estrellas nos miraban y me pareció que los ojos del maestro Malrubius eran dos estrellas más.

Por fin volví y le dije: —Hace mucho que quiero… Si sirviera para traer el Sol Nuevo, sí, iría.

—No puedo asegurártelo. ¿Irías, entonces, si ayudara a traer el Sol Nuevo? Justicia y paz, sí… pero ¿y un torrente de calor y energía como el que Urth conoció antes de que naciera el primer hombre?

Entonces sucedió lo más extraño que tengo que contar en este relato ya excesivo; pero en esta ocasión no vi nada ni oí nada, no hubo bestias parlantes ni mujeres gigantescas. De pronto, mientras lo oía, sentí una opresión en el pecho, como había sentido en Thrax al comprender que debía marchar al norte con la Garra. Recordé a la joven de la choza.

—Sí —dije—. Si sirviese para traer el Sol Nuevo, iría. —¿Y si fueras a soportar una prueba? Conociste al que era Autarca antes que tú, y acabaste por amarlo. Él vive en ti. ¿Era un hombre?

—Era un ser humano… como usted no lo es, maestro, creo.

—Sabes tan bien como yo que no has respondido a mi pregunta. ¿Era un hombre como tú? ¿Media díada hombre y media mujer?

Negué con la cabeza.

—En eso te convertirás si fracasas. ¿Todavía quieres ir?

Triskele apoyó en mi rodilla la cabeza llena de cicatrices, embajador de todo lo mutilado, del Autarca que había llevado una bandeja en la Casa Absoluta y había yacido inmóvil en el palanquín esperando transmitirme las murmurantes voces que tenía dentro de Thecla retorciéndose bajo el Revolucionario y de la mujer que hasta yo, que me había jactado de no poder olvidar nada, había casi olvidado, sangrando y muriendo en la mazmorra de nuestra torre. Después de todo quizás haber encontrado a Triskele, que según he dicho no cambiaba nada, fue lo que al final lo cambió todo. Esta vez no tenía respuesta; el maestro Malrubius me vio la respuesta en la cara.

—Tú sabes de los abismos del espacio, que algunos llaman Agujeros Negros, de los que nunca vuelve ninguna partícula de materia ni destello de luz. Pero lo que hasta ahora no sabías es que esos abismos tienen una contraparte: las Fuentes Blancas; desde ellas la materia y la energía rechazadas por un universo superior se vierten aquí en una catarata incesante. Si pasas la prueba, si juzgan a nuestra raza preparada para reingresar en los anchos mares del espacio, una fuente así se creará en el corazón de nuestro sol.

—¿Y si fracaso?

—Si fracasas, te quitará la virilidad para que no puedas legar el Trono del Fénix a tus descendientes. Tu predecesor también aceptó el desafío.

—Yfracasó. Por lo que dice está claro.

—Sí. Sin embargo era más valiente que muchos de los llamados héroes, el primero que entró en muchos reinos. El último antes que él fue Ymar, de quien acaso hayas oído algo.

—Pero Ymar también tuvo que ser juzgado inepto. ¿Ya partimos? Sólo veo estrellas detrás de la regala. El maestro Malrubius sacudió la cabeza. —No miras con tanta atención como crees. Estamos cerca de nuestro destino.

Bamboleándome, fui hasta la regala. Parte de mi inestabilidad, creo, se debía al movimiento de la embarcación; pero otra parte venía de los efectos duraderos de la droga.

La noche aún cubría Urth, porque habíamos navegado velozmente hacia el oeste y allí no había despuntado el débil amanecer que sorprendiera al ejército ascio en la jungla. Un momento después las estrellas que había más allá de la banda parecieron deslizarse y resbalar en el cielo con un movimiento incierto y oscilante. Era casi como si algo corriera entre ellas, como un viento por un campo de trigo. Entonces pensé: Es el mar… y en ese momento el maestro Malrubius dijo:

—Es el gran mar llamado océano.

—Había deseado tanto visitarlo…

—Dentro de poco estarás en la orilla. Preguntaste cuándo ibas a dejar este planeta. No partirás hasta que tu gobierno esté seguro. Hasta que la ciudad y la Casa Absoluta te obedezcan y tus ejércitos hayan rechazado las incursiones de los esclavos de Erebus. Dentro de unos años, tal vez. Pero tal vez no durante décadas. Vendremos a buscarte, nosotros dos.

—Esta noche me lo han dicho dos veces: que volveré a verlo —dije.

Estaba hablando cuando hubo un leve choque, como un barco que atraca diestramente en un muelle. Bajé por la pasarela hasta una playa, y el maestro Malrubius y Triskele me siguieron. Les pregunté si iban a quedarse un tiempo a aconsejarme.

—Sólo un rato. Si tienes más preguntas, has de hacerlas ahora.

La lengua de plata de la pasarela ya se deslizaba de nuevo en el casco. Pareció que apenas acababa de desaparecer cuando la embarcación se alzó y salió proyectada por una abertura en la realidad, la misma por la que se había alejado el hombre verde.

—Habló de la paz y la justicia que el Sol Nuevo ha de traer. ¿Es justo que me llame desde tan lejos? ¿Qué prueba me aguarda?

—No es él quien te llama. Los que te llaman esperan convocar el Sol Nuevo hacia ellos —dijo el maestro Mahubius, pero no lo entendí. Luego volvió a contarme en breves palabras la historia secreta del Tiempo, que es el mayor de los secretos y que consignaré aquí en el lugar apropiado. Cuando acabó sentí un remolino en la mente y temí olvidar lo que había dicho, porque parecía demasiado grande para que un hombre vivo lo supiera y porque al fin había aprendido que las brumas se cierran sobre mí como sobre otros hombres.

—Tú no olvidarás; sobre todo tú. En el banquete de Vodalus dijiste que estabas seguro de poder olvidar las tontas contraseñas que él te había enseñado: imitaciones de palabras de autoridad. Pero no las olvidaste. Lo recordarás todo. Y acuérdate también de no tener miedo. Es posible que la épica penitencia de la humanidad esté terminando. El viejo Autarca te dijo la verdad: no iremos de nuevo a las estrellas hasta que vayamos como divinidades, pero acaso el díaya no esté lejos. Puede que en ti se hayan sintetizado todas las tendencias divergentes de nuestra raza.

Como acostumbraba, Triskele se alzó un momento en las patas traseras; luego corrió en círculos y galopó a lo largo de la playa alumbrada por los astros, las tres patas dispersando las garras de gato de las olas. Cuando estaba a cien zancadas se volvió a mirarme como si quisiera que lo siguiese.

Di unos pasos hacia él pero el maestro Malrubius dijo:

—No puedes ir adonde va él, Severian. Sé que nos consideras alguna especie de cacógenos y por un tiempo pensé que no sería sensato desengañarte; pero ahora debo hacerlo. Somos acuástores, seres creados y alimentados por el poder de la imaginación y la concentración del pensamiento.

—He oído hablar de esas cosas —le dije—. Pero a usted lo he tocado.

—No es ninguna prueba. Somos tan sólidos como la mayoría de las cosas verdaderamente falsas: una danza de partículas en el espacio. A estas alturas deberías saber que sólo lo que no puede tocarse es verdadero. Una vez conociste una mujer llamada Cyriaca, que te contó historias de las grandes máquinas pensantes del pasado. En la nave en donde navegamos hay una máquina así. Tiene el poder de leerte la mente.

—¿Entonces usted es esa máquina? —pregunté. Una sensación de soledad y de vago temor creció en mí.

—Yo soy el maestro Malrubius, y Triskele es Triske— le. La máquina revisó tus recuerdos y nos encontró. La vida que tenemos en tu mente no es tan completa como la de Thecla y la del viejo Autarca, pero de todos modos estamos allí y viviremos mientras vivas tú. Pero en el mundo fisico nos mantiene la energía de la máquina, y el alcance no supera unos pocos miles de años.

Dijo esas últimas palabras mientras la carne ya se le disolvía en polvo brillante. Por un momento reverberó a la fría luz de las estrellas. Luego desapareció. Triskele permaneció conmigo unos pocos instantes más, y lo oí ladrar cuando el pelo amarillo ya era de y se dispersaba en la brisa suave.

Luego me quedé solo a la orilla del océano que tanto había deseado ver; pero aunque estaba solo me sentí reanimado, y respiré ese aire que no se parece a ningún otro, y sonreí oyendo la suave canción de las olas. La tierra —Nessus, la Casa Absoluta y lo demás— estaba al este; al oeste estaba el mar; caminé hacia el norte porque no me avenía a dejarlo tan pronto y porque en esa dirección había corrido Triskele, a lo largo de la orilla. Allí el gran Abaia podía revolcarse con sus amantes, y sin embargo el mar era mucho más viejo y más sabio que él; como toda la vida de la tierra, los seres humanos proveníamos del mar; y porque no podíamos conquistarlo era siempre nuestro. El viejo sol rojo se alzó a mi derecha y su mustia belleza tocó las olas, y oí el llamado de las aves marinas, las aves innumerables.

Las sombras se habían hecho cortas cuando me sentí cansado. Me dolían la cara y la pierna herida; desde el mediodía anterior no había comido nada y exceptuando el trance en la tienda ascia tampoco había dormido. De haber podido habría descansado, pero el sol calentaba y la línea de acantilados que había más allá de la playa no proyectaba ninguna sombra. Por fin seguí la huella de una carreta de dos ruedas y llegué a un macizo de rosas silvestres que crecía en una duna. Allí paré y me senté a la sombra para quitarme las botas y vaciarlas de la arena que había entrado por las costuras desgarradas.

Una espina se me enganchó en el brazo, y desprendiéndose de la rama, se me incrustó en la carne con una gota de sangre escarlata en la punta, una gota no más grande que un grano de mijo. La arranqué y me cayó en las rodillas.

Era la Garra.

La Garra perfecta, con un brillo negro, tal como yo la había colocado bajo la piedra del altar de las Peregrinas. Todo ese arbusto y todos los que crecían con él estaban cubiertos de pimpollos blancos y de esas Garras perfectas. La que yo tenía en la palma ardía bajo mis ojos con una luz translúcida.

Yo me había desprendido de la Garra, pero había conservado el saquito de cuero de Dorcas. Lo saqué de la alforja y me lo colgué del cuello al modo de antes, con la Garra de nuevo dentro. Sólo después de haberla guardado recordé que al comienzo de mi viaje, en el jardín Botánico, había visto un arbusto exactamente así.

Nadie puede explicar estas cosas. Desde que llegué a la Casa Absoluta he conversado con el heptarca y con varios acaryas; pero lo que han sido capaces de decirme es poco salvo que, antes de esto, el Increado eligió manifestarse en esas plantas.

En aquel momento, lleno de asombro como estaba, no lo pensé, pero ¿no será acaso que nos guiaron hasta el inacabado Jardín de Arena? Ya entonces yo llevaba la Garra, aunque no lo sabía; Agia me la había deslizado bajo el cierre de la alforja. ¿No será que llegamos al jardín inacabado para que la Garra, volando por así decir contra el viento del Tiempo, pudiera despedirse? La idea es absurda. Pero claro, todas las ideas son absurdas.

Lo que en la playa me sacudió —y me sacudió de verdad, tanto que trastabillé como bajo un golpefue que, si el Principio Eterno habitaba la espina curva que yo había llevado en el cuello a lo largo de tantas leguas, y ahora habitaba la nueva espina (tal vez la misma) que acababa de poner en el saquito, podía habitar cualquier cosa, todas las espinas de todos los arbustos, todas las gotas de agua del mar. La espina era una Garra sagrada porque todas las espinas eran Garras sagradas; la arena de mis botas era arena sagrada porque venía de una playa de arena sagrada. Los cenobitas atesoraban las reliquias de los sanyasenos porque los sanyasenos se habían acercado al Pancreador. Pero todo se había acercado al Pancreador, y hasta lo había tocado, porque todo había caído de él. Todas las cosas eran reliquias. El mundo entero era una reliquia. Me quité las botas, que habían viajado conmigo hasta allí, y las tiré a las olas para no andar calzado en tierra sagrada.

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