XIV — Mannea

Esa noche se habló mucho de la historia de Foila, y esta vez fui yo quien pospuso tomar cualquier decisión entre los relatos. La verdad, había desarrollado una especie de horror a juzgar, residuo acaso de mi educación con los torturadores, que desde la infancia enseñan a los aprendices a ejecutar las órdenes de los jueces señalados (como no ocurre con ellos) por los funcionarios de nuestra Mancomunidad.

Por añadidura tenía en la mente algo más apremiante. Había esperado que Ava nos sirviera la comida de la noche pero, cuando vi que no era así, me levanté de todos modos, me vestí con mi ropa y me escabullí en la oscuridad creciente.

Fue una sorpresa —una sorpresa muy agradabledescubrir que mis piernas eran fuertes otra vez. Aunque hacía varios días que no tenía fiebre, me había acostumbrado a considerarme enfermo (tal como me había acostumbrado antes a considerarme sano) y me había quedado en el catre sin quejarme. No cabe duda de que muchos hombres que andan por ahí y hacen su trabajo se están muriendo y lo ignoran, y muchos que yacen todo el día en cama están más sanos que los que le llevan la comida y los lavan.

Intenté recordar, mientras seguía los sinuosos senderos entre las tiendas, cuándo me había sentido tan bien por última vez. No en las montañas o en el lago: allí, las penurias me habían quitado poco a poco la vitalidad hasta enfermarme. No al huir de Thrax, pues ya estaba agotado por las tareas de lic tor. No al llegar a Thrax; en el campo sin caminos, con Dorcas, habíamos pasado privaciones casi tan severas como las que yo iba a pasar solo en las montañas. Ni siquiera mientras había estado en la Casa Absoluta (período que ahora me parecía tan remoto como el reino de Ymar), porque aún sufría los efectos del alzabo y por haber ingerido los recuerdos muertos de Thecla.

Por último lo entendí: me sentía como me había sentido la mañana memorable en que había partido con Agia hacia el Jardín Botánico, mi primera mañana después de dejar la Ciudadela. Aquella mañana, aunque no lo supiese, había obtenido la Garra. Por primera vez me pregunté si no había sido una maldición, tanto como una bendición. Quizá sólo fuera que había necesitado todos esos meses para recobrarme totalmente de la herida que la misma noche me había hecho la hoja de averno. Saqué la Garra y contemplé su resplandor plateado, y cuando la alcé hasta mis ojos vi el escarlata brillante de la capilla de las Peregrinas.

Oía los cánticos, y sabía que iba a pasar un tiempo antes de que la capilla se vaciara, pero no obstante avancé y al fin me deslicé por la puerta y ocupé un lugar al fondo. Nada diré de la liturgia de las Peregrinas. Esas cosas no siempre se pueden describir bien, y aun en ese caso es siempre menos que correcto. El gremio llamado los Buscadores de la Verdad y la Penitencia, al cual yo pertenecí en un tiempo, tiene también sus ceremonias, una de las cuales he descrito con cierto detalle en otra parte. Sin duda tales ceremonias les son peculiares, y tal vez las de las Peregrinas les fuesen peculiares también, aunque una vez pudieran haber sido universales.

Hablando en lo posible como observador desprejuiciado, diría que eran más bellas que las nuestras pero menos teatrales, y quizá por eso a la larga menos conmovedoras. Los trajes de las participantes eran antiguos, estoy seguro, y sorprendentes. Los cánticos tenían un raro atractivo que no he encontrado en otras músicas. Nuestras ceremonias estaban destinadas sobre todo a imprimir el papel del gremio en las mentes de los miembros jóvenes. Es posible que las de las Peregrinas tuvieran una función similar. De no ser así, estaban ideadas para captar la atención particular de El Que Todo Lo Ve, e ignoro si lo conseguían. En este caso, la orden no recibía protección especial.

Cuando acabó la ceremonia y las sacerdotisas cubiertas de escarlata salieron en fila, agaché la cabeza fingiendo que me sumía en la plegaria. Muy pronto, descubrí, lo simulado se hizo cierto. Mantenía la conciencia del cuerpo arrodillado, pero sólo como carga periférica. Mi mente estaba entre los páramos estrellados, lejos de Urth y en verdad lejos del archipiélago de Urth, y me parecía que aquel a quien me dirigía estaba aún más lejos: por así decir, yo había llegado a los muros del universo, y por entre los muros le gritaba ahora a alguien que esperaba fuera.

«Gritaba», he dicho, pero quizás éste no sea el verbo adecuado. Más bien susurraba, como quizá Barnoch, emparedado en su casa, le haya susurrado a un transeúnte compasivo a través de una grieta. Hablé de lo que había sido cuando usaba una camisa raída y observaba a las bestias y los pájaros por la angosta ventana del mausoleo, y de lo que había llegado a ser. Hablé también, no de Vodalus y de su lucha contra el Autarca, sino de los motivos que tontamente le había atribuido una vez. No me engañaba con la idea de que yo fuera capaz de conducir a millones. Sólo pedí poder conducirme a mí mismo; y mientras lo hacía tuve la impresión, con una visión cada vez más clara: a través de esa grieta en el universo veía un nuevo universo bañado en una luz de oro, donde quienes me oían se arrodillaban a escucharme. Lo que había parecido una hendedura en el mundo se había expandido hasta dejarme ver un rostro y unas manos enlazadas y la abertura, como un túnel, que se hundía en una cabeza humana que por un tiempo pareció más grande que la cabeza de Tifón labrada en la montaña. Estaba susurrando a mi propio oído, y cuando me di cuenta entré en él, volando como una abeja, y me levanté.

Se habían ido todos, y junto con el incienso, flotaba en el aire uno de los silencios más hondos que he oído. Frente a mí se alzaba el altar, modesto en comparación con el que habíamos destruido con Agia, y sin embargo hermoso con sus luces y nítidas líneas, y sus paneles de venturina y lapislázuli.

Entonces fui hasta él y me arrodillé. No era preciso que un estudioso me dijera que no tenía ahora más cerca al Teologúmenon. Y sin embargo parecía más cercano, y —por última vez— fui capaz de sacar la Garra, algo que había temido no poder hacer. Pensé entonces: «Te he transportado por muchas montañas, a través de ríos y a través de pampas. Has dado vida a Thecla dentro de mí. Me has dado a Dorcas, y has devuelto a jonas a este mundo. En verdad no tengo quejas contra ti, aunque tú de mí debes tener muchas. De una no seré merecedor. No se me que no hice lo que podía para remediar el daño que he causado».

Yo sabía que si dejaba abiertamente la Garra en el la robarían. Subiendo al palio, busqué entre los accesorios un escondite seguro y permanente, y al fin noté que la propia losa estaba sujeta desde abajo por cuatro pernos que seguramente no se habían aflojado desde la construcción del altar, y que probablemente seguirían en su sitio mientras se mantuviese en pie. Tengo manos fuertes y conseguí que la mayoría de los hombres no hacerlo. Debajo de la piedra habían burilado las maderas para que se sostuviera sólo en los bordes y no se balanceara: era más de lo que me había atre— vido a esperar. Con la navaja de Jonas corté un cuadradito de tela del borde de la ya maltrecha capa de mi gremio. Envolví en ella la Garra, la dejé bajo la losa y volví a ajustar los pernos, ensangrentándome los dedos en el afán de asegurarme que no se aflojaran por accidente.

Mientras me alejaba del altar sentí una pena profunda, pero no había hecho la mitad del camino hasta la puerta de la capilla cuando me invadió una dicha violenta. Me había sido retirada la carga de la vida y la muerte. Volvía a ser nada más que un hombre, y deliraba de placer. Me sentí como me había sentido de niño cuando las largas clases del maestro Malrubius se terminaban y yo era libre de ir a jugar en el Patio Viejo o gatear entre los baluartes rotos para correr entre los árboles y los mausoleos de nuestra necrópolis. Estaba en desgracia y proscrito y sin hogar, sin un amigo y sin dinero, y acababa de abandonar el objeto más valioso del mundo, que en definitiva quizá fuera el único objeto valioso del mundo. Ysin embargo sabía que todo iba a marchar bien. Había bajado al fondo de la existencia y lo había tocado con las manos; había descubierto que había un fondo, y que de allí en adelante sólo podía subir. Arremoliné a mi alrededor la capa, como había hecho en mis tiempos de actor pues sabía que yo era un actor y no un torturador, aunque lo hubiese sido antes. Di saltos en el aire y brinqué como las cabras en las laderas, porque sabía que yo era un niño y que el hombre que no lo sea no es hombre.

Fuera, el aire fresco parecía hecho expresamente para mí, una creación reciente y no la antigua atmósfera de Urth. Me bañé en él, primero abriendo la capa y luego alzando los brazos a las estrellas, me llené los pulmones como quien se ha salvado de ahogarse en los fluidos del nacimiento.

Todo esto tomó menos tiempo que el que ha re querido describirlo, y me disponía a volver a la tienda del lazareto de donde yo había salido cuando advertí que a cierta distancia una figura inmóvil me observaba desde las sombras de otra tienda. Desde que escapara con el chico de la ciega criatura rastreadora que había destruido la aldea de los magos, había temido que volviera a perseguirme alguno de los sirvientes de He thor. Ya iba a huir cuando la figura salió a la luz de la luna, y vi que era sólo una Peregrina.

—Espere —dijo. Y luego, acercándose—: Me temo que lo he asustado.

La cara era un óvalo terso que parecía casi asexuado. Era joven, pensé, aunque no tanto como Ava y buenas dos cabezas más alta que ella: una verdadera exultante, alta como había sido Thecla.

Dije: —Cuando uno ha convivido mucho con el peligro…

—Lo comprendo. Yo no sé nada de la guerra, pero sé mucho de los hombres y mujeres que la han visto. —¿Yahora en qué puedo servirla, chatelaine? —Primero debo saber si está bien. ¿Lo está?

—Sí dije yo—. Mañana me iré de aquí.

—Estaba en la capilla, pues, agradeciendo haberse recuperado.

Vacilé. —Tenía mucho que decir, chatelaine. Pero sí, una parte era eso.

—¿Puedo caminar con usted? —Por supuesto, chatelaine.

He oído que las mujeres altas parecen más altas que cualquier hombre, y tal vez sea cierto. La estatura de esa mujer era mucho menor que la de Calveros, y no obstante a su lado yo me sentía casi enano. Recordé también cómo se había inclinado Thecla al abrazarnos, y cómo yo le había besado los pechos.

Cuando hubimos dado unas dos docenas de pasos, la Peregrina dijo: —Camina usted bien. Tiene y me parece que han recorrido mu ¿No es soldado de caballería?

—He montado un poco, pero no con la caballería. Vine por las montañas a pie, si a eso se refiere, chatelaine.

—Eso está bien, porque no tengo montura para darle. Pero creo que no le he dicho mi nombre. Soy Mannea, señora de las postulantes de nuestra orden. Como la Domnicellae está de viaje, por el momento estoy a cargo de nuestra gente.

—Yo soy Severian de Nessus, un vagabundo. Ojalá pudiera darles mil chrisos para ayudar la buena obra de ustedes, pero sólo puedo agradecerles las gentilezas que he recibido.

—Si hablé de montura, Severian de Nessus, no fue para ofrecerle una venta ni para darle fina con la esperanza de ganar su gratitud. Si no tenemos su gratitud ahora, ya no la obtendremos nunca.

—Como he dicho, la tienen —repliqué—. Como también he dicho, no me demoraré aquí abusando de su gentileza.

Mannea me miró desde arriba.

—No pensé que fuera a hacerlo. Esta mañana una postulante me contó que hace dos noches uno de los enfermos había ido con ella a la capilla y lo describió. Esta noche, cuando lo vi quedarse después de que los demás salieran, supe que era usted. Tengo una tarea, ¿sabe?, y nadie para llevarla a cabo. En días más tranquilos mandaría una partida de esclavos, pero están entrenados para cuidar enfermos y los necesitamos a todos y más. Sin embargo, dicen que Él da bastón al ciego y flecha al cazador.

—No deseo ofenderla, chatelaine, pero creo que si confla en mí porque fui a la capilla se equivoca. Usted no sabe si no he estado robando joyas del altar.

—Quiere decir que a menudo los ladrones y los embusteros van a rezar. Que el Conciliador los bendiga por eso. Créame, Severian, vagabundo de Nessus: nadie más lo hace, ni en la orden ni fuera de ella. Pero usted no tocó nada. Nosotras no tenemos ni la mitad del poder que supone la gente común; de todos modos, los que piensan que no tenemos poder son todavía más ignorantes. ¿Hará un recado para mí? Le daré un salvoconducto para que no lo tomen por desertor.

—Si está dentro de mis poderes, chatelaine.

Me puso la mano en el hombro. Era la primera vez que me tocaba y sentí una ligera conmoción, como si de improviso me hubiera rozado el ala de un pájaro.

—A unas veinte leguas de aquí —dijo— está la ermita de cierto anacoreta sabio y santo. Hasta ahora ha es a salvo, pero el Autarca ha estado retrocediendo durante todo el verano, y pronto la furia de la guerra arrollará el lugar. Alguien tiene que ir a persuadirlo: que venga con nosotras; y si no es posible persuadirlo, tiene que obligarlo avenir. El Conciliador, creo, ha indicado que el mensajero ha de ser usted. ¿Puede hacerlo?

—No soy diplomático —le contesté—. Pero puedo decir con sinceridad que para ese otro asunto me han entrenado largamente.

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