XX — Patrulla

Ocupábamos un perímetro de no más de doscientos pasos de ancho. La mayoría de nuestros enemigos sólo tenía cuchillos y hachas —las hachas y las ropas astrosas recordaban a los voluntarios contra los que yo había ayudado a Vodalus en nuestra necrópolis— pero ya había centenares, y seguían llegando.

El bacele había ensillado y había dejado el campamento antes del amanecer. Las sombras todavía eran largas cuando en algún punto del inestable frente, un explorador le mostró a Guasacht los profundos surcos de un coche que viajaba hacia el norte. Durante tres guardias seguimos el rastro.

Los infantes ascios que lo habían capturado lucharon bien, girando al sur para sorprendernos, luego al oeste, luego de nuevo al norte como una serpiente que se retuerce; pero dejando siempre un rastro de muertos, capturados entre nuestro fuego y el de los guardias del coche, que les disparaban por las troneras. Sólo en el final, cuando los ascios ya no pudieron seguir huyendo, advertimos que había otros cazadores.

Hacia el mediodía, el pequeño valle estaba rodeado. El reluciente coche de acero con prisioneros muertos y agonizantes se había hundido en el barro hasta los ejes. Delante se acuclillaban nuestros prisioneros ascios, custodiados por los heridos. El oficial ascio hablaba nuestro idioma, y una guardia antes Guasacht le había ordenado que liberara el coche, y había matado a varios ascios cuando el oficial fracasó; quedaban treinta o mas, casi desnudos, apáticos, con la mirada vacía. A cierta distancia se apilaban sus armas, cerca de nuestros caballos atados.

Ahora Guasacht recorría nuestras filas, y lo vi detenerse en el tocón que protegía al coracero próximo a mí. A cierta altura de la ladera, una enemiga asomó la cabeza por detrás de una mata de arbustos. Mi contus le dio con un rayo ardiente; saltó por reflejo y luego se encrespó como una araña arrojada a las ascuas de una fogata. Bajo la bandana roja había tenido el rostro pálido, y súbitamente comprendí que la habían hecho mirar: que detrás de aquella mata había quienes no la querían, o al menos no la valoraban, y la habían obligado a asomarse. Volví a disparar, castigando la vegetación con el rayo y levantando una vaharada de humo acre que flotó hacia mí como el fantasma de la mujer.

—No derroches cargas dijo Guasacht a mi lado. Más por costumbre, creo, que por miedo, se había echado cuerpo a tierra.

Le pregunté si disparando seis veces por guardia agotaría las cargas antes de la noche.

Se encogió de hombros y meneó la cabeza.

—Así he estado disparando esta cosa, según juzgo por el sol. Y cuando llegue la noche…

Lo miré, y Guasacht encogió de nuevo los hombros.

—Cuando llegue la noche —continué— no podremos verlos hasta que estén a unos pasos. Dispararemos más o menos al azar y mataremos unas docenas; luego sacaremos las espadas y aguantaremos hombro con hombro, y nos matarán.

—Antes llegarán auxilios —me dijo, y cuando vio que no le creía, escupió—. Ojalá no hubiera mirado nunca el maldito surco. Ojalá no hubiera oído hablar de ese trasto.

Me tocaba a mí encoger los hombros. —Devuélveselo a los ascios y nos libraremos.

—¡Te digo que es dinero! Oro para pagar a nuestras tropas. Pesa demasiado para ser otra cosa.

—El peso de la coraza me parece considerable. —No tanto. He visto antes coches así, y es oro de Nessus o de la Casa Absoluta. Pero ésos que hay dentro… ¿Quién ha visto criaturas así?

—Yo.

Guasacht me miró fijamente.

—Cuando atravesé la Puerta de la Piedad de la Muralla de Nessus. Son hombres- bestia, productos de las mismas artes perdidas que hicieron a nuestros destrieros más rápidos que los vehículos a motor de antaño. —Intenté recordar qué más me había contado Jonas, y concluí diciendo, débilmente:—El Autarca los emplea en tareas demasiado laboriosas para el hombre, o para las cuales el hombre no es de fiar.

—Supongo que tendrá razón. No ha de ser fácil robar el dinero. ¿Adónde van a ir? Oye, te he estado observando.

—Lo sé —dije—. Lo he sentido.

—Te he estado observando, digo. Sobre todo desde que hiciste que ese pío tuyo atacara al que lo había entrenado. Aquí en Orithya vemos muchos hombres fuertes y montones de valientes, sobre todo cuando pisamos sus cadáveres. También vemos muchos listos, y diecinueve de cada veinte son demasiado listos para servirle a alguien, incluidos ellos mismos. Los que valen son los hombres, y a veces las mujeres, que tienen una especie de poder, el poder que logra que los demás quieran hacer lo que ellos dicen. No pretendo alardear, pero yo lo tengo. Tú también lo tienes.

—Hasta ahora no había sido demasiado obvio.

—A veces hace falta la guerra para que aflore. Es uno de los beneficios de la guerra, y ya que no tiene muchos deberíamos apreciarlo. Severian, quiero que vayas hasta el coche y pactes con esos hombres-animales. Has dicho que sabes algo de ellos. Consigue que salgan y nos ayuden. A fin de cuentas estamos del mismo lado.

Asentí.

—Y si consigo que abran las puertas, podemos repartir el dinero entre nosotros. Tal vez escapemos algunos, al menos.

Sacudió la cabeza, disgustado. —¿Qué te dije hace un rato sobre los demasiado listos? Si fueras listo de verdad no lo habrías pasado por alto. No: les dices que aunque sólo sean tres o cuatro, todo combatiente es importante. Además, hay cuando menos una posibilidad de que estos malditos piratas se espanten al verlos. Déjame tu contus, y te cubriré hasta que vuelvas.

Entregué la larga arma. —¿Y quién es esa gente, por cierto?

—¿Ésos? Vivanderos. Trapicheros y prostitutas, las mujeres y los hombres. Desertores. Cada tanto el Autarca o algún general los arrea y los pone a trabajar, pero al poco tiempo escapan. Son especialistas en escabullirse. Habría que azotarlos.

—¿Tengo tu autorización para pactar con nuestros prisioneros del coche? ¿Me cubrirás?

—No son prisioneros… Bueno, sí, supongo que lo son. Diles lo que he dicho y haz el mejor trato posible. Yo te cubriré.

Lo miré un momento, intentando decidir si era sincero. Como tantos hombres de edad mediana, llevaba en la cara al viejo que sería, agrio y obsceno, mascullando ya las objeciones y quejas que diría en la escaramuza final.

—Te doy mi palabra. Ve.

—De acuerdo. —Me alcé. El coche acorazado se parecía a los carruajes que traían clientes importantes a nuestra torre de la Ciudadela. Las ventanas eran estrechas, con barras, y las ruedas traseras altas como un hombre. Los lisos flancos de acero sugerían esas artes perdidas que le había mencionado a Guasacht, y yo sabía que los hombres- bestia de dentro tenían mejores armas que las nuestras. Extendí las manos para mostrar que iba desarmado y avancé hacia ellos con toda la firmeza de que fui capaz hasta que en la reja de una ventana apareció una cara.

Cuando uno oye hablar de estas criaturas, se imagina algo estable, a medio camino entre la bestia y el humano; pero cuando realmente las ve —como veía yo ahora al hombre-bestia, como había visto a los hombres-mono de la mina cerca de Saltus—, no son así en absoluto. Yo los compararía con el titilar de un abedul plateado en el viento. En un momento parece un árbol común y al siguiente, cuando aparecen los dorsos de las hojas, una creación sobrenatural. Con los hombres-bestia es lo mismo. Primero pensé que lo que me oteaba entre los barrotes era un mastín; luego me pareció un hombre, noblemente feo, de cara atezada y ojos de ámbar. Pensando en Triskele, llevé una mano a la reja para dársela a oler.

—¿Qué quieres? —Era una voz dura pero no desagradable.

—Salvaros la vida —dije. Era un error, y lo supe en el momento en que las palabras me salieron de la boca. —Nosotros queremos salvar nuestro honor. Asentí. —El honor es la vida más alta.

—Si puedes decirnos cómo salvar nuestro honor, habla. Te escucharemos. Pero no cederemos nunca. —Ya habéis cedido —dije yo.

Se apagó el viento, y al instante reapareció el mastín, dientes fulgurantes, ojos en llamas.

—No fue para salvaguardar el oro de manos ascias que se os puso en este coche, sino para salvaguardarlo de aquellos de la Mancomunidad que lo robarían si pudiesen. Los ascios están vencidos: míralos. Nosotros somos humanos leales al Autarca. Los que os ordenaron rechazar no tardarán en abrumarnos.

—Antes de llegar al oro tendrán que matarme a mí y a mis compañeros.

De modo que era oro. Dije: —Lo harán. Salid y ayudadnos a luchar mientras haya posibilidades de vencer.

Titubeó, y no supe entonces si me había equivocado del todo al hablar primero de salvarles la vida. —No —dijo—. No podemos. Quizá lo que dices sea razonable, no lo sé. Nuestra ley no es la ley de la razón. Nuestra ley es el honor y la obediencia. Nos quedaremos.

—Pero ¿sabéis que no somos vuestros enemigos? —Cualquiera que pretenda lo que cuidamos es nuestro enemigo.

—También nosotros lo estamos cuidando. Si esos vivanderos y desertores se os ponen a tiro, ¿haréis fuego?

—Sí, por supuesto.

Fui hasta el desganado racimo de ascios y pedí hablar con el comandante. El hombre que se alzó era sólo un poco más alto que el resto; tenía en la cara esa inteligencia que se ve a veces en los locos astutos. Le dije que Guasacht me había enviado a pactar en su nombre porque yo había hablado mucho con prisioneros ascios y conocía sus hábitos. Como yo pretendía, esto lo oyeron sus tres guardias heridos, que veían a Guasacht observando mi posición en el perímetro.

—Saludos en nombre del Grupo de los Diecisiete —dijo el ascio.

—En nombre del Grupo de los Diecisiete. El ascio pareció sorprenderse pero asintió. — Estamos rodeados por súbditos desleales de nuestro Autarca, que en consecuencia son tan enemigos del Autarca como del Grupo de los Diecisiete. Nuestro comandante, Guasacht, ha ideado un plan que nos permitirá salir vivos y libres.

—Los servidores del Grupo de los Diecisiete no han de exponerse porque sí.

—Precisamente. He aquí el plan. Nosotros engancharemos unos destrieros al coche de acero; todos los necesarios para desatascar el coche. Usted y los suyos también trabajarán. Cuando esté liberado, les devolveremos las armas y los ayudaremos a romper ese cerco. Los soldados de usted y los nuestros irán al norte, y ustedes se quedarán con el coche y el dinero que transporta para llevárselo a las autoridades, como esperaban cuando lo capturaron.

—La luz del Pensamiento Correcto penetra toda oscuridad.

—No, no nos hemos pasado al Grupo de los Diecisiete. A cambio tienen que ayudarnos. Primero, ayudarnos a sacar el coche del barro. Segundo, ayudarnos a romper el cerco. Tercero, proporcionarnos una escolta para que podamos volver a nuestras líneas.

El oficial ascio echó una mirada al coche reluciente.

—No hay fracaso que sea perpetuo. Pero la victoria inevitable puede exigir planes nuevos y mayores fuerzas. —¿Entonces aprueba mi plan? —Yo no había advertido que estaba sudando, pero ahora el sudor me escocía los ojos. Me sequé la frente con el borde de la capa, como hacía a veces el maestro Gurloes.

El oficial ascio asintió.

—El estudio del Pensamiento Correcto revela al fin la senda de la victoria.

—Sí —dije—. Bien, yo lo he estudiado. Que detrás de nuestro esfuerzo se encuentre nuestro esfuerzo. Cuando volví al coche, se acercó a la ventana el mismo hombre-bestia que había visto antes, esta vez no tan hostil. Yo dije: —Los ascios han aceptado que intentemos desatascar el coche. Tendremos que descargarlo.

—Imposible.

—Si no lo hacemos, el oro se perderá cuando caiga el sol. No os estoy pidiendo que os rindáis: bajadlo, simplemente, y montad guardia. Tenéis vuestras armas, y si se os acerca algún humano armado podéis matarlo. Yo estaré con vosotros, con las manos vacías. Podéis matarme a mí también.

Hubo que hablar mucho más, pero al fin accedieron. Ordené a los heridos que vigilaban a los ascios que bajaran las armas, hice enganchar al coche ocho destrieros y distribuí a los ascios para que tiraran de los arneses y levantaran las ruedas. Entonces se abrió la puerta que había a un lado del coche de acero y dos hombres-bestia bajaron unos pequeños cofres de metal, mientras el que había hablado conmigo montaba guardia. Eran más altos de lo que me esperaba y tenían fusiles, y pistolas en los cintos: las primeras pistolas que yo veía desde que en los jardines de la Casa Absoluta había observado a los hieródulos que rechazaban las cargas de Calveros.

Cuando todos los cofres estuvieron fuera y los hombres-bestia rodeándolos con las armas listas, di un grito. Los coraceros heridos azotaron a los destrieros de la recua, los ascios tiraron de los arneses hasta que los se les salieron de las órbitas… y justo cuando pensábamos que todo era inútil, el coche se alzó del barro y avanzó pesadamente media cadena antes de que los heridos lo frenaran. Guasacht, que se precipitó desde el perímetro agitando mi contús, por poco logra que nos maten a los dos, pero los hombres- bestia eran bastante cuerdos y advirtieron que sólo estaba excitado y no era peligroso.

Mucho más se excitó al ver que los hombres-bestia volvían a cargar el oro en el coche, y oír lo que yo había prometido a los ascios. Le recordé que me había autorizado a actuar en su nombre.

—Cuando yo actúo —barbotó— es con la idea de vencer.

Confesé que carecía de experiencia militar, pero le dije que en ciertas ocasiones, había descubierto vencer consistía en desenredarse.

—De todos modos, esperaba que se te ocurriera algo mejor.

Elevándose inexorablemente, los picos del este ya rasguñaban el borde inferior del sol; se los señalé. De pronto Guasacht sonrió: —Al fin y al cabo son los mismos ascios a quienes se lo quitamos antes.

Llamó al oficial ascio y le dijo que nuestros jinetes dirigirían el ataque, y que sus soldados podían seguir el coche de acero a pie. El ascio aceptó, pero cuando sus soldados se rearmaron insistió en colocar media docena sobre el coche y ponerse él al frente con los demás. Guasacht accedió con una aparente mala gana que me pareció totalmente fingida. Pusimos un coracero armado sobre cada uno de los ocho destrieros del nuevo tiro, y vi que Guasacht conversaba gravemente con su corneta.

Yo le había prometido al ascio que romperíamos el cerco de desertores por el norte, pero en esa dirección el suelo resultó inadecuado para el coche y al final se acordó una ruta hacia el noroeste. La infantería ascia avanzó a paso redoblado, disparando sobre la marcha. El coche los siguió. Los cerrados y firmes golpes de los conti alcanzaron a la turba harapienta que intentaba rodearlos, y los arcabuses de los ascios apostados en el techo les lanzaban gotas de energía violeta. Los hombres-bestia dispararon los fusiles desde las ventanas de barrotes, matando media docena de una sola descarga.

Habiendo mantenido nuestras posiciones después de que el coche partiera, el resto de nuestras tropas (yo entre ellas) avanzó detrás. Para ahorrar cargas preciosas, muchos dejaron los conti en los aros de las sillas, sacaron las espadas, y acometieron a los rezagados remanentes que los ascios y el coche habían dejado detrás.

Luego el enemigo quedó superado, y el terreno se aclaró. En seguida los coraceros espolearon las monturas que tiraban del coche, y Guasacht, Erblon y varios más que los seguían de cerca barrieron a los ascios del techo con una nube de llamas rojas y humo.

Los que iban a pie se dispersaron, y luego se volvieron a disparar.

Sentí que yo no podía participar en ese combate. Tiré de las riendas y por eso vi — antes que cualquiera de los otros, creo— a la primera de las anpiels: se dejaba caer, como el ángel de la fábula de Melito, desde las nubes tintas en sol. Eran hermosas; parecían mujeres jóvenes de cuerpos delgados y desnudos; pero las alas extendidas eran más grandes que las de cualquier teratornis, y cada anpiel llevaba en la mano una pistola.

Tarde esa noche, de vuelta en el campamento y curados ya los heridos, le pregunté a Guasacht si volvería a hacer lo que había hecho.

Lo pensó un momento. —Nadie podía prever la llegada de esas muchachas voladoras. Aunque en verdad es bastante natural: en el coche había quizá bastante oro para pagar a medio ejército, y no vacilaron en mandar tropas de élite a buscarlo. ¿Pero te lo hubieras imaginado antes de que pasara?

Sacudí la cabeza.

—Oye, Severian, no debería hablarte así. Pero hiciste lo posible, y eres el parásito más grande que yo haya visto. El caso es que al final todo salió bien, ¿no? Ya viste lo amistosa que era esa serafma. Al fin y al cabo, ¿qué vio? Muchachos corajudos intentando arrebatarles el coche a los ascios. Diría yo que nos van a condecorar. Quizá nos den una recompensa.

—Cuando bajaron el dinero del coche —dije—, po haber matado a los hombres-bestia y a los ascios. No lo hiciste porque yo también habría muerto. Creo que te mereces una condecoración. Al menos de mi parte.

Se restregó con las manos la cara ojerosa.

—Bien, estoy igual de contento. Podría haber sido el fin del Decimoctavo; una guardia más y nos habríamos matado entre nosotros por el dinero.

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