IV — Fiebre

No puedo decir qué distancia recorrimos, ni cuánto había pasado de la noche cuando llegamos a nuestro destino. Sé que cierto tiempo después de apartarnos del camino principal empecé a tambalearme, y que eso se volvió una especie de enfermedad; así como algunos enfermos no pueden evitar que les tiemblen las manos, yo tropezaba, y pocos pasos más adelante tropezaba una vez más, y luego otra. A menos que no pensara en otra cosa me pisaba el talón del pie derecho con la punta del izquierdo, y no podía concentrarme: con cada paso se me escapaban los pensamientos.

A los lados del sendero las luciérnagas destellaban en los árboles, y si durante un tiempo no apuré el paso, fue porque supuse que las luces que se veían adelante eran también insectos. En seguida, me pareció que de repente, nos encontramos bajo techo; hombres y mujeres con lámparas amarillas se movían de un lado a otro entre largas filas de catres velados. Una mujer en ropas que me parecieron negras se hizo cargo de nosotros y nos llevó a otro lugar con sillas de cuero y asta y un brasero con fuego. Entonces vi de cerca la túnica de la mujer, de color escarlata, como también la capucha, y por un momento pensé que era Cyriaca.

—Su amigo está muy enfermo, ¿no? —dijo—. ¿Sabe qué le ocurre?

Y el soldado sacudió la cabeza y contestó: —No. Ni siquiera estoy seguro de quién es.

Yo estaba demasiado atónito como para hablar. Ella me tomó la mano, luego la soltó y tomó la del soldado.

—Tiene fiebre. Usted también. Ahora que ha llegado el calor del verano vemos cada día más enfermedades. Habrían debido hervir el agua y despiojarse todo lo posible.

Se volvió hacia mí: —Usted también tiene muchos cortes leves, y algunos están infectados. ¿Esquirlas de piedra?

—El que está enfermo no soy yo —me las arreglé para decir—. Vine a traer a mi amigo.

—Están enfermos los dos, y sospecho que se trajeron uno a otro. Dudo de que alguno hubiera llegado solo. ¿Fueron esquirlas de piedra? ¿Algún arma del enemigo?

—Sí, esquirlas de piedra. Un arma de un amigo. —Me han dicho que es lo peor: quedar bajo el fuego del propio bando. Pero lo que más me preocupa es la fiebre. —Vaciló, volviendo la mirada del soldado a mí y de nuevo a él.— Me gustaría meterlos ahora mismo en cama, pero antes tendrán que bañarse. Dio unas palmadas para llamara un hombre fornido de cabeza rapada. Tomándonos del brazo, nos alejó de allí y luego se detuvo y me alzó, para cargarme en brazos como una vez yo había cargado a Severian chico. En unos momentos estuvimos desnudos y sentados en una tina de agua calentada con piedras. El hombre fornido nos echó más agua encima, y luego nos hizo salir por turno para cortarnos el pelo con una tijera. Después nos dejaron remojarnos un rato. —Ya puedes hablar —le dije al soldado.

A la luz de la lámpara vi que asentía. —Entonces, ¿por qué no hablaste en el camino? Titubeó, y se le movieron un poco los hombros. —Pensaba en muchas cosas, y tú tampoco hablabas. Parecías muy cansado. Una vez te pregunté si no era mejor que parásemos, pero no contestaste.

—A mí no me pareció así —dije—, pero quizá tenemos razón los dos. ¿Recuerdas qué te pasó antes de encontrarme?

Hubo una nueva pausa. —Ni siquiera recuerdo que te haya encontrado. Andábamos por un sendero oscuro y tú ibas conmigo.

—¿Y antes?

—No lo sé. Música, quizás, y una marcha muy larga. Primero al sol pero después en la oscuridad. —Esa marcha la hiciste conmigo —dije—. ¿No te acuerdas de nada más?

—De huir por la oscuridad. Sí, estaba contigo, y llegamos a un lugar donde el sol colgaba justo arriba de nosotros. Luego hubo una luz al frente, pero cuando entré en ella se volvió una especie de tiniebla.

Asentí. —No estabas muy en tus cabales, ¿comprendes? En los días cálidos a uno puede parecerle que tiene el sol encima, y cuando se pone tras las montañas tener la impresión de que la luz se hace sombra. ¿Te acuerdas de tu nombre?

Eso lo hizo pensar unos momentos, y al fin sonrió desconsolado.

—Lo perdí por el camino. Eso dijo el jaguar que había prometido guiar al carnero.

El fornido de cabeza rapada había vuelto sin que ninguno de los dos lo notáramos. Me ayudó a salir de la tina y me dio una toalla para secarme, un manto para ponerme y un saco de lona con mis posesiones, que ahora olían fuertemente al humo de la fumigación. Un día antes casi me habría torturado no tener la Garra durante un instante. Esa noche apenas advertí que me faltaba hasta que no retornó a mí, y sólo verifiqué que me la habían devuelto cuando ya estaba en uno de los catres bajo un velo tejido. Entonces la Garra brilló en mi mano, suave como la luna: y tenía la forma que la luna tiene a veces. Sonreí pensando que esa corriente de luz verde pálida es un reflejo del sol.

La primera noche en Saltos, yo me había despertado creyendo que estaba en el dormitorio de aprendices de nuestra torre. Ahora tuve la misma experiencia al revés: dormía, y en el sueño descubría que el oscuro lazareto de figuras silenciosas y lámparas en movimiento no habían sido más que una alucinación diurna.

Me senté y miré alrededor. Me sentía bien —mejor, en realidad, de lo que me había sentido nunca—; pero tenía calor. Era como si resplandeciese por dentro. Roche dormía de costado, el pelo rojo enmarañado y la boca entreabierta, la cara relajada e infantil, como si no tuviera detrás la energía de la mente. Por las portillas veía las ráfagas de nieve en el Patio Viejo, nieve recién caída que no mostraba huellas de hombres ni de animales; pero se me ocurrió que en la necrópolis habría ya cientos de huellas porque las criaturas que se refugiaban allí, las mascotas y compañeros de juegos de los muertos, habrían salido a buscar comida y divertirse en el paisaje nuevo que la Naturaleza les había concedido. Me vestí rápida y silenciosamente, llevándome un dedo a los labios cuando otro de los aprendices se movió, y bajé aprisa la empinada escalera de caracol en el centro de la torre.

Parecía más larga que de costumbre, y descubrí que me era difícil pasar de un peldaño a otro. Cuando subimos escaleras siempre tenemos conciencia de que la gravedad es un impedimento, pero cuando bajamos descontamos la ayuda que nos presta. Ahora me habían retirado esa ayuda, o casi. Tenía que forzar cada pie hacia abajo, pero impidiendo que al dar con el peldaño me enviara disparado hacia arriba, como habría sucedido si hubiese pisado con fuerza. De ese modo misterioso en que sabemos las cosas en los sueños, comprendí que al fin todas las torres de la Ciudadela se habían alzado y viajaban más allá del círculo de Dis. Saberlo me hacía feliz, pero todavía deseaba ir a la necrópolis y seguir el rastro de los coatíes y los zorros. Estaba apresurándome todo lo posible cuando oí un gemido. En vez de bajar como debía, ahora la escalera llevaba a una cámara; como las escaleras del castillo de Calveros se había estrechado al bajar por los muros de las cámaras.

Era el cuarto de enfermo del maestro Malrubius. Los maestros tienen derecho a habitaciones espaciosas; ésta, con todo, era mucho más amplia de lo que había sido el cuarto real. Como yo recordaba, había dos portillas, pero eran enormes: los ojos del monte Tifón. Aunque la cama del maestro Malrubius era muy grande, parecía perderse en la inmensidad del cuarto. Inclinadas sobre él había dos figuras. Llevaban ropas negras, pero se me ocurrió que no eran del color fulígeno del gremio. Fui hacia las figuras, y cuando estaba tan cerca que oía la trabajosa respiración del enfermo, se enderezaron y se volvieron a mirarme. Eran la Cumana y su acólita Merryn, las brujas que habíamos encontrado arriba de la tumba en la ciudad de piedra en ruinas.

—Ah, hermana, al fin has llegado —dijo Merryn. Cuando habló me di cuenta de que yo no era el aprendiz Severian, como había creído. Era Thecla, tal como había sido cuando tenía la altura de él, es decir a la edad de trece o catorce años. Me sentí muy embarazado: no por el cuerpo de muchacha o porque llevara ropa masculina (lo que en realidad más bien me gustaba) sino porque hasta entonces no lo había advertido. También sentí que las palabras de Merryn habían sido un acto de magia; que hasta ese momento habíamos estado presentes tanto Severian como yo, y que por algún medio ella lo había relegado a él a segundo término. La Cumana me besó en la frente, y luego se limpió los labios de sangre. Aunque no dijo nada, supe que era una señal de que en cierto sentido también me había convertido en el soldado.

—Cuando dormimos —me dijo Merryn— pasamos de la temporalidad a la eternidad.

—Cuando despertamos —susurró la Cumana— perdemos la capacidad de ver más allá del momento presente.

—Ella nunca está despierta —alardeó Merryn.

El maestro Malrubius se agitó y gimió, y la Cumana tomó una garrafa de agua de la mesita de noche y virtió un poco en un vaso. Cuando volvió a apoyarla, en la garrafa se agitó algo vivo. Por alguna razón pensé que era la ondina; retrocedí, pero era Hethor, no más alto que mi mano, la cara gris y brotada de barba, apretada contra el vidrio.

Oí su voz como se oiría el chillido de un ratón: —Arrastrado a veces a tierra por las tormentas de fotones, por el remolino de las galaxias, girando hacia la derecha y hacia la izquierda, bajando en tictacs de luz por los oscuros corredores marinos donde se alinean nuestras velas de plata, nuestras velas-espejo habitadas por demonios, nuestros mástiles de cien leguas finos como hilos, finos como agujas de plata que urden los hilos de la luz de las estrellas, bordando las estrellas en terciopelo negro, húmedos de los vientos del Tiempo que pasa corriendo. ¡El hueso en los dientes de ella! La espuma, la voladora espuma del Tiempo, arrojada sobre esas playas donde los viejos marineros ya no pueden guardar sus huesos del intranquilo, del incansable universo. ¿Adónde ha ido ella, mi señora, mi compañera del alma? Se ha ido cruzando las incesantes mareas de Acuario, de Piscis, de Aries. Se ha ido. Se ha ido en su barca pequeña, los pezones apretados contra el dosel de terciopelo negro; ha zarpado para siempre de las costas bañadas por las estrellas, los secos bajíos de los mundos habitables. Ella es su propia nave, ella es el mascarón de su nave, y la capitana. Bosun, Bosun, ¡baja la chalupa! Velero, ¡haz una vela! Ella nos ha dejado atrás. Nosotros la hemos dejado atrás. Está en el pasado que no conocimos nunca y en el futuro que no veremos. Más vela, Capitán, que el universo nos está dejando atrás…

En la mesita, al lado de la garrafa, había una campanilla. Merryn la hizo sonar como para cubrir la voz de Hethor, y cuando el maestro Malrubius se hubo mojado los labios con el vaso, lo recibió la Cumana, arrojó al suelo el agua restante y lo invirtió sobre el cuello de la garrafa. Hethor quedó en silencio, pero el agua se extendió por el piso, burbujeando como nutrida por una primavera oculta. Estaba helada. Pensé vagamente que mi aya se enojaría porque me había mojado los zapatos.

Una doncella venía a responder a la llamada: la doncella de Thecla, cuya pierna desollada yo había inspeccionado al día siguiente de salvar a Vodalus. Era más joven, tan joven como tenía que haber sido cuando Thecla era realmente una chica, pero ya tenía la pierna desollada y chorreante de sangre.

—Lo siento tanto, Hunna… —dije—. Lo siento tanto… No lo hice yo: fue el maestro Gurloes, y unos viajeros.

El maestro Gurloes se sentó, y por primera vez observé que la cama estaba realmente en una mano de mujer con dedos más largos que mi brazo y uñas como garras.

—¡Estás bien! —dijo, como si el moribundo hubiera sido yo—. O al menos casi bien. — Los dedos de la mano empezaron a cerrarse sobre él, pero saltó de la cama y vino a pararse a mi lado, en el agua que ya le llegaba a la rodilla.

Al parecer un perro —mi viejo perro Triskele— había estado escondido bajo la cama, aunque quizá sólo estuviera echado en la otra punta, fuera de mi vista. Ahora se nos acercó, chapoteando con su única pata delantera, cortando el agua con su ancho pecho y ladrando de alegría. El maestro Malrubius tomó mi mano derecha y la Cumana la izquierda; juntos me condujeron a uno de los grandes ojos de la montaña.

Vi lo que había visto cuando Tifón me había llevado allí: el mundo enrollado como una alfombra y enteramente visible. Esta vez era mucho más majestuoso. Teníamos el sol detrás: los rayos parecían haberse multiplicado. Las sombras se transformaban en oro alquímico, y a medida que yo miraba, todo lo verde se hacía más oscuro y más fuerte. Podía ver el grano madurando en los campos y hasta la miríada de peces del mar doblándose y redoblándose junto con las pequeñas plantas de superficie que los alimentaban. El agua del cuarto que estaba a nuestras espaldas se derramó por el ojo, y capturando la luz, cayó en un arco iris.

Entonces desperté.

Mientras dormía, alguien me había envuelto en sábanas cargadas de nieve. (Más tarde supe que mulas de paso seguro la habían traído de las cumbres.) Entre temblores deseé volver al sueño, aunque ya era a medias consciente de la distancia que nos separaba. Tenía en la boca un amargo sabor a medicina, la lona extendida debajo de mí era dura como el suelo y Peregrinas de hábito escarlata se movían por todos lados con lámparas, atendiendo a hombres y mujeres que gemían en la oscuridad.

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