III — A través del polvo

Yo no sabía si era mejor ir hacia el norte o hacia el sur. Al norte, en algún lugar, estaba el ejército ascio, y si nos acercábamos mucho podíamos quedar atrapados en una maniobra rápida. Pero cuanto más al sur fuéramos menos probable era que encontrásemos a alguien que nos ayudase, y más que nos arrestaran por desertores. Al fin me dirigí al norte; en gran medida actué por costumbre, y todavía no estoy seguro de que haya hecho bien.

Sobre el camino ya se había secado el rocío y en la superficie polvorienta no había ninguna huella. A un lado y a otro, a lo largo de algo más de tres pasos, la vegetación era de un gris uniforme. Pronto salimos del bosque. El camino, ondulando, bajaba una colina y pasaba por un puente arqueado sobre un riachuelo en el fondo de un valle cubierto de rocas.

Lo abandonamos para bajar al río a beber y lavarnos la cara. Yo no me había afeitado desde que dejara atrás el lago Diuturna, y aunque al tomar el pedernal y el percutor del bolsillo del soldado no había notado que llevara, me aventuré a pedirle una navaja.

Menciono este incidente trivial porque fue la primera vez que yo dije algo y me pareció que él comprendía. Asintió, y metiendo la mano en la cota, sacó una de esas navajas que usan los campesinos: mitades afiladas de herraduras de buey. La pasé por la piedra de amolar que todavía llevaba y la templé en la caña de mi bota; luego le pregunté al soldado si tenía jabón. Si lo tenía, no me entendió, y al cabo de un momento, recordándome mucho a Dorcas, se sentó en una roca para mirarse en el agua. Yo ansiaba preguntarle por los campos de la Muerte, aprender todo lo que él recordara de ese tiempo que acaso sólo sea oscuro para nosotros. En vez de eso me lavé la cara en el agua fría y me afeité las mejillas y el mentón lo mejor que pude. Cuando enfundé la navaja e intenté devolvérsela, me pareció que no sabía qué hacer con ella, así que me la guardé.

La mayor parte del resto del día lo pasamos andando. Varias veces nos pararon para hacernos preguntas; más a menudo fuimos nosotros los que paramos a alguien. Poco a poco fui desarrollando una mentira compleja: era el lictor de un juez civil que acompañaba al Autarca; habíamos encontrado a ese soldado en el camino y mi señor me había ordenado ocuparme de que lo asistieran; como no hablaba, yo no sabía de qué unidad era. Esto último era muy cierto.

Cruzamos otros caminos y a veces los seguimos. Dos veces llegamos a grandes campamentos donde decenas de miles de soldados vivían en ciudades hechas de tiendas. En ambas, los que atendían a los enfermos me dijeron que si mi compañero hubiera estado sangrando le habrían vendado las heridas, pero en este caso no podían responsabilizarse. Cuando hablé con el segundo ya no le pregunté por el paradero de las Peregrinas; sólo le pedí que nos condujese adonde pudiéramos abrigarnos. Era casi de noche.

—A tres leguas de aquí hay un lazareto que tal vez os reciba. —Mi informante movió la mirada de uno a otro y pareció compadecerse casi tanto de mí como del soldado, que permanecía mudo y atónito.— Id hacia el oeste y el norte hasta que a la derecha veáis un camino menos ancho que pasa entre dos árboles grandes. Doblad por ahí. ¿Estáis armados?

Sacudí la cabeza; había vuelto a envainar la cimitarra del soldado.

—Me vi obligado a dejar la espada con los criados de mi señor: no habría podido arreglármelas con ella y con este hombre a la vez.

—Pues tened cuidado con las bestias. Os convendría llevar algo que disparase, pero yo no puedo daros nada.

Me volví para partir, pero me detuvo poniéndome una mano en el hombro.

—Si os atacan, abandónalo dijo—. Y si tienes que abandonarlo no te preocupes tanto. Yo he visto otros casos así. No es probable que se recupere.

—Ya se ha recuperado —le contesté.

Aunque el hombre no dejó que nos quedáramos ni me prestó un arma, nos dio algo de comer; y partí más animado de lo que me había sentido durante un tiempo. Estábamos en un valle donde las creciente colinas occidentales habían oscurecido el sol hacía algo más de una guardia. Mientras caminaba junto al soldado descubrí que ya no necesitaba sostenerlo por el brazo. Pude soltarlo, y siguió andando a mi lado como cualquier amigo. En realidad no tenía la cara como la de Jonas, que había sido alargada y angosta, pero una vez, mirándolo de reojo, vislumbré a alguien tan parecido a Jonas que creí haber visto un fantasma.

A la luz de la luna el camino gris era de un blanco verdoso; los árboles y las matas de los costados parecían negros. Sin pararme, me puse a hablar. Admito que en parte fue porque me sentía solo; sin embargo tenía también otras razones. Hay bestias sin duda, como el alzabo, que atacan al hombre como el zorro a las aves, pero me han dicho que hay muchas otras que esquivan la presencia humana. Pensé, además, que si le hablaba al soldado como a un hombre cualquiera, los malintencionados que pudiesen oírnos no imaginarían que él no tenía fuerzas para resistirse a un ataque.

—¿Te acuerdas de anoche? —empecé—. Dormiste muy profundamente.

No hubo respuesta.

—Quizá no te lo dije nunca, pero yo tengo la facilidad de recordarlo todo. No en cualquier momento; pero está siempre ahí; ¿sabes?, ciertos recuerdos son como clientes fugados que vagan por la mazmorra. Quizás uno no pueda mostrarlos por reclamo, pero están siempre ahí, no hay manera de que escapen.

»Aunque si lo pensamos no es del todo cierto. El cuarto y más bajo nivel de nuestra mazmorra ha sido abandonado; de todos modos nunca hay suficientes clientes para llenar los tres de arriba, y puede que a la larga el maestro Gurloes termine por abandonar el tercero. Ahora sólo los mantenemos abiertos para esos locos que ningún oficial baja a ver. Si estuvieran en alguno de los niveles superiores, el ruido perturbaría a los demás. Claro que no todos son ruidosos. Algunos son callados como tú.

Tampoco hubo respuesta. A la luz de la luna yo no veía si me prestaba atención, pero acordándome de la navaja perseveré.

—Una vez yo anduve por ahí. Por el cuarto nivel, quiero decir. Tenía un perro y lo escondía allí, pero se escapó. Fui detrás de él y descubrí un túnel que partía de nuestra mazmorra. Al fin, arrastrándome por encima de un pedestal roto, salí a un lugar llamado Atrio del Tiempo. Estaba repleto de cuadrantes de sol. Me encontré con una muchacha que era mucho más hermosa que todas las que he visto desde entonces: incluso más hermosa que Jolenta, creo, aunque no de la misma manera.

El soldado no dijo nada, pero algo me decía ahora que estaba oyendo; quizá no fuera más que un leve movimiento de cabeza visto por el rabillo del ojo.

—Se llamaba Valeria, y parecía más joven que yo, aunque quizás era mayor. Morena, de pelo rizado como Thecla, y también de oscuros. Los de Thecla eran violetas. Tenía la mejor piel que he visto, como leche espesa mezclada conjugo de fresas y granadas.

»Pero no quería hablar de Valeria sino de Dorcas. Dorcas también es hermosa, aunque muy delgada, casi como un chico. Tiene cara de peri, y la tez pecosa con pecas como motas de oro. Antes de cortárselo, llevaba el pelo largo; siempre se ponía flores.

Hice otra pausa. Había seguido hablando de mujeres porque al parecer le llamaba la atención. Ahora no podía decir si todavía me escuchaba.

—Antes de marcharme de Thrax fui aver a Dorcas. La encontré en su habitación, en una posada llamada El Nido del Pato. Estaba en la cama, desnuda, pero se tapaba con la sábana, como si nunca hubiéramos dormido juntos: nosotros, que habíamos andado y cabalgado tantas leguas, acampando en lugares donde no se había oído ninguna voz desde que la tierra asomó desde el mar, y subiendo colinas que ningún pie había pisado nunca excepto los del sol. Me iba a dejar, y yo a ella, y ninguno de los dos deseaba otra cosa, aunque al final ella se asustó y me pidió que fuera con ella.

»Dijo que pensaba que la Garra tenía sobre el tiempo el mismo poder que se atribuye a los espejos del padre Inire sobre la distancia. Entonces no le hice mucho caso a la observación. En realidad, supongo, no soy muy inteligente, para nada un filósofo; pero ahora me resulta interesante. Dorcas me dijo: “Cuando devolviste al ulano a la vida fue porque la Garra dobló el tiempo para él hasta el punto en que todavía vivía. Cuando curaste a medias las heridas de tu amigo, dobló el momento sobre otro en que estarían casi curadas”. ¿No te parece interesante? Un poco antes de que te pinchara la frente con la Garra tú hiciste un ruido extraño. Creo que puede haber sido el castañeteo de tu muerte.

Aguardé. El soldado no habló, pero cuando menos lo esperaba, sentí su mano en el hombro. Yo había estado hablando casi frívolamente; el gesto me hizo comprender la seriedad de lo que había dicho. Si era verdad —o incluso una aproximación insignificante a la verdad—, había jugado con poderes que no comprendía, así como el hijo de Casdoe, a quien había tratado de hacer hijo mío, no había comprendido el anillo gigante que le quitó la vida.

—No me asombra que estés aturdido. Tiene que ser terrible retroceder en el tiempo, y más terrible hacerlo pasando por la muerte. Iba a decir que sería como nacer de nuevo; pero creo que sería mucho peor, porque el niño ya vive en el vientre de la madre. — Titubeé.— Yo… es decir, Thecla… nunca di un hijo a luz.

Tal vez sólo porque había estado pensando en la confusión de él, descubrí que era yo quien estaba confundido, tanto que apenas sabía quién era. Al fin dije mansamente: — Debes perdonarme. Cuando estoy cansado, y a veces antes de quedarme dormido, casi llego a convertirme en otra persona. —Por alguna razón, cuando lo dije, su mano me apretó más el hombro.— Es una historia larga que no tiene nada que ver contigo. Quería decir que cuando en el Atrio del Tiempo se rompió el pedestal los cuadrantes solares quedaron ladeados, de modo que lo que señalaban los gnomons ya no era cierto, y he oído que en ese caso las guardias del día se detienen, o corren hacia atrás durante una parte de cada día. Tú, que llevas un cuadrante de bolsillo, sabes que para saber el tiempo verdadero has de dirigir el gnomon hacia el sol. El sol permanece estacionario mientras Urth baila en torno, y es por esta danza que conocemos el tiempo, así como un sordo podría marcar el ritmo de una tarantela observando el balanceo de los bailarines. Pero ¿qué pasaría si se pusiera a bailar el sol? Quizás entonces la marcha de los momentos se volvería retirada.

»No sé si crees en el Sol Nuevo; yo no estoy seguro de haber creído alguna vez. Pero si llega a existir, será el regreso del Conciliador, y por tanto Conciliador y Sol Nuevo son dos nombres del mismo individuo, y podemos preguntarnos por qué a ese individuo habrá que llamarlo Sol Nuevo. ¿Qué opinas? ¿No será tal vez porque puede mover el tiempo?

La verdad, yo ahora sentía que el tiempo mismo se había detenido. A nuestro alrededor los árboles se alzaban oscuros y silenciosos; la noche había refrescado el aire. No se me ocurría nada más que decir, y me daba vergüenza decir disparates porque sentía que de algún modo el soldado me había estado escuchando con atención. Delante, al borde del camino, vi dos pinos mucho más separados que los demás; entre ellos se abría paso un pálido sendero blanco y verde.

—¡Allí! —exclamé.

Pero cuando los alcanzamos tuve que parar al soldado y tomarlo por los hombros y hacerlo girar para que me siguiera. Noté en el polvo una mancha oscura y me agaché a tocarla. Era sangre coagulada.

Vamos por buen camino —le dije—. Por aquí han traído a los heridos.

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