V — El lazareto

No creo que esa noche haya vuelto a dormir de veras, aunque tal vez haya dormitado. Cuando amaneció, la nieve se había fundido. Dos Peregrinas retiraron las sábanas, me dieron una toalla para que me secara y trajeron mantas limpias. Yo quería entregarles la Garra en ese momento —tenía mis pertenencias en la bolsa, debajo del catre— pero no parecía el más apropiado. En cambio me acosté de nuevo, y ahora que era de día, dormí.

Volví a despertarme a eso del mediodía. En el lazareto había una calma como no se ha visto nunca; en algún lugar distante dos hombres hablaban y otro llamó, pero sus voces sólo acentuaban la quietud. Me senté y miré alrededor, esperando ver al soldado. A mi derecha yacía un hombre cuyo pelo cortado al ras me hizo pensar que era un esclavo de las Peregrinas. Lo llamé, pero cuando se volvió a mirarme vi que me había equivocado.

Tenía los ojos más vacíos que yo haya visto en un ser humano: parecían mirar espíritus invisibles para mí.

—Gloria al Grupo de los Diecisiete —dijo.

—Buen día. ¿Sabes algo de cómo está organizado este lugar?

Pareció que una sombra le cruzaba la cara, y sentí que en cierto modo mi pregunta le había parecido sospechosa. Respondió: —Todos los empeños se conducen bien o mal en la precisa medida en que se conforman al Pensamiento Correcto.

—Conmigo trajeron a otro hombre. Me gustaría hablar con él. Es amigo mío, más o menos.

—Los que hacen la voluntad del populacho son amigos, aunque nunca hayamos hablado con ellos. Los que no hacen la voluntad del populacho son enemigos, aunque de niños hayamos estudiado juntos.

El hombre que estaba a mi izquierda me llamó: —No le sacarás nada. Es un prisionero.

Me giré a mirarlo. El rostro parecía casi una calavera, pero conservaba algo de humor. El pelo rígido, negro, daba la impresión de no haber visto un peine en muchos meses.

—Se lo pasa hablando así. Nunca de otra forma. jEh, tú! ¡Te vamos a dar!

El otro contestó: —Para los Ejércitos del Populacho, la derrota es el trampolín de la victoria y la victoria la escalera a otra victoria.

—De todos modos es mucho más sensato que la mayoría de ellos —dijo el que estaba a mi izquierda. —Dices que es un prisionero. ¿Qué hizo?

—¿Qué hizo? Bueno, no murió.

—Me temo que no comprendo. ¿Lo seleccionaron para alguna misión suicida?

El paciente que estaba más allá del hombre de mi izquierda se sentó: era una mujer de cara flaca pero bonita.

—A todos ellos —dijo—. Al menos no pueden volver a casa hasta que no se gane la guerra, y saben que realmente no se ganará nunca.

—Cuando los combates internos se conducen por el Pensamiento Correcto las batallas externas ya están ganadas.

Dije: —Entonces es un ascio. Eso es lo que queréis decir. Nunca he visto ninguno.

—La mayoría muere —dijo el hombre de pelo negro—. Lo que dije es eso.

—No sabía que hablaban nuestro idioma.

—No lo hablan. Unos oficiales que vinieron a verlo dijeron que debía ser un intérprete. Probablemente interrogaba a los nuestros cuando los capturaban. Sólo que hizo algo mal y lo mandaron de nuevo a filas.

La joven dijo: —Yo no creo que esté loco de veras. La mayoría de ellos sí. ¿Cómo te llamas?

—Lo siento, debí presentarme. Soy Severian. —Casi agrego que era lictor, pero sabía que entonces ninguno de los dos me hablaría.

—Yo soy Foila, y éste es Melito. Yo era de los Húsares Azules; él, hoplita.

—No digas tonterías —gruñó Melito—. Yo soy hoplita. Tú eres húsar. —Pensé que él parecía mucho más cerca de la muerte que ella.

—Lo único que espero es que cuando nos recobremos y podamos irnos de aquí nos den la licencia —dijo Foila.

—¿Yentonces qué haremos? ¿Ordeñar las vacas de otro y cuidarle los cerdos;, — Melito se volvió hacia mí.No dejes que te engañe: fuimos voluntarios, los dos. Cuando caí herido, estaban a punto de ascenderme, y cuando me asciendan podré mantener una esposa.


—¡No he prometido casarme contigo! —gritó Foila. A varias camas de distancia, alguien dijo en voz alta: —¡Llévatela, a ver si acaba de una vez!

El paciente de la cama al lado de la de Foila se sentó bruscamente.

—Se casará conmigo. —Era corpulento, de piel rubia y pelo pálido, y hablaba con la deliberación típica de las islas heladas del sur.—Yo soy Hafvard.

Para mi sorpresa, el prisionero ascio proclamó: —Unidos, hombre y mujer son más fuertes; pero la mujer valiente no desea maridos sino hijos.

Foila dijo: —Pelean hasta cuando están preñadas. Yo he visto sus cadáveres en el campo de batalla.

—El populacho es la raíz del árbol. Las hojas caen, pero el árbol permanece.

Les pregunté a Melito y Foila si el ascio componía sus observaciones o citaba alguna fuente literaria que me era desconocida.

—¿Si se las inventa, quieres decir? —preguntó Foila—. No. Eso no lo hacen nunca. Todo lo que dicen procede de un texto aprobado. Algunos no abren la boca. El resto se sabe de memoria miles de esos dichos; en realidad, supongo, decenas o cientos de miles.

—Es imposible —dije yo.

Melito se encogió de hombros. Se las había arreglado para alzarse sobre un codo.

—Y sin embargo es así. Al menos es lo que dice todo el mundo. Foila sabe de ellos más que yo.

Foila asintió. —En la caballería ligera salimos mucho a explorar, y a veces nos envían específicamente a tomar prisioneros. No es que hablando con la mayoría te enteres de gran cosa, pero el Estado Mayor saca sus propias conclusiones observando el equipo que llevan y la condición física de todos ellos. En el continente del norte, de donde vienen, sólo los niños más pequeños hablan a veces como nosotros.

Pensé en el maestro Gurloes dirigiendo los asuntos de nuestro gremio.

—¿Cómo pueden hacer para decir, por ejemplo, «Toma tres aprendices y descarga esa carreta»? —Nunca algo así: simplemente agarran a la gente por el hombro, señalan la carreta y les dan un empujón. Si se ponen a trabajar, bien. Si no, el jefe cita algo sobre la necesidad de esforzarse para asegurar la victoria, con varios testigos presentes. Si después de eso la persona a quien le habló se niega a trabajar, hace que la maten; probablemente señalándola y citando algo sobre la necesidad de eliminar a los enemigos del populacho.

El ascio dijo: —Los gritos de los niños son los gritos de la victoria. No obstante, la victoria requiere sabiduría.

Foila interpretó: —Eso significa que aunque los niños son necesarios, lo que dicen no tiene sentido. La mayoría de los ascios nos consideraría mudos por más que aprendiéramos el idioma, porque para ellos los grupos de palabras que no son textos aprobados no significan nada. Si admitieran, aun íntimamente, que significan algo, oirían quizá comentarios desleales e incluso los dirían ellos mismos. Como sólo entienden y citan textos aprobados, nadie puede acusarlos.

Volví la cabeza hacia el ascio. Era claro que había estado escuchando atentamente, pero aparte de eso el rostro del ascio me pareció inescrutable.

—Los que escriben los textos aprobados —dije— no pueden escribirlos citando textos aprobados. Por lo tanto hasta en un texto aprobado puede haber elementos de deslealtad.

—El Pensamiento Correcto es el pensamiento del populacho. El populacho no puede traicionar al populacho ni al Grupo de los Diecisiete.

Foila me dijo: —No insultes al populacho ni al Grupo de los Diecisiete. Podrían tratar de matarte. A veces lo hacen.

—¿Alguna vez se volverán normales?

—He oído que con el tiempo algunos llegan a hablar más o menos como nosotros, si te refieres a eso. No se me ocurrió nada que decir, y estuvimos un rato callados. Descubrí que en lugares como aquél; donde casi todo el mundo está enfermo, hay largos períodos de silencio. Sabíamos que las guardias se sucederían una tras otra; que si no decíamos esa tarde lo que deseábamos decir tendríamos otra oportunidad por la noche y otra más a la mañana siguiente. La verdad es que si alguien hubiera hablado como lo hace normalmente la gente sana —después de una comida, por ejemplo— se habría vuelto intolerable.

Pero lo que habíamos hablado me hizo pensar en el norte, y descubrí que sabía poco más que nada. En mi infancia, cuando fregaba suelos y hacía recados en la Ciudadela, la guerra misma me había parecido infinitamente remota. Sabía que la mayoría de los matrusos que manejaban las baterías principales habían participado, pero lo sabía como sabía que la luz que me daba en la mano había estado en el sol. Yo iba a ser torturador, y como torturador no tenía ninguna razón para entrar en el ejército y ninguna razón para temer que me obligaran. Nunca esperé ver la guerra a las puertas de Nessus (de hecho las propias puertas eran para mí apenas más que una leyenda), y nunca esperé dejar la ciudad, ni siquiera dejar el sector de la ciudad que encerraba la Ciudadela.

El norte, Ascia, era entonces algo inconcebiblemente remoto, un lugar tan lejano como la más lejana galaxia puesto que ambos serían por siempre inalcanzables. Mentalmente lo confundía con el agonizante cinturón de vegetación tropical que separaba nuestra tierra de la de ellos, aunque si el maestro Palaemon me lo hubiera preguntado en el aula, los habría distinguido sin dificultad.

Pero de la propia Ascia no tenía ninguna idea. Ignoraba si había allí grandes ciudades o ninguna. No sabía si era montañosa como las zonas del norte y el este de nuestra Mancomunidad o plana como nuestras pampas. Tenía, sí, la impresión (aunque no estaba seguro de que fuese correcta) de que era una sola masa de tierra y no una cadena de islas como nuestro sur; y, más nítida que ninguna, tenía la impresión de un pueblo innumerable —el populacho de nuestro ascio—, un enjambre inagotable que, como las colonias de hormigas, llegaba a ser casi una criatura. La idea de esos millones de millones sin habla, o limitados a emitir frases proverbiales que seguramente no significaban nada desde hacía tiempo, era más de lo que yo podía soportar. Hablando casi conmigo mismo, dije: —Seguro que es un truco, o una mentira, o un error. No puede haber una nación así.

Y el ascio, en voz no más alta que la mía y acaso aun más baja, respondió: —¿Cómo será más vigoroso el Estado? Será más vigoroso cuando no haya conflictos. ¿Cómo será para que no haya conflictos? Cuando no haya desacuerdo. ¿Cómo será proscrito el desacuerdo? Proscribiendo las cuatro causas del desacuerdo: las mentiras, el habla insensata, el hablajactanciosa y el habla que sólo sirve para incitar disputas. ¿Cómo se prohibirán las cuatro causas? Diciendo sólo el Pensamiento Correcto. Entonces en el Estado no habrá desacuerdo. No habiendo desacuerdos, no habrá conflicto. No habiendo conflicto, será vigoroso, fuerte y seguro.

Me habían respondido, y con creces.

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