XXVI — Sobre la jungla

Aterrizamos a la luz de las estrellas. Fue como despertar; sentí que no era el cielo lo que dejaba atrás sino el país de las pesadillas. Como una hoja que cae, en círculos cada vez más angostos, la inmensa criatura bajó por regiones de aire paulatinamente más cálido hasta que sentí el olor del Jardín de la Jungla: la mezcla de vida verde y madera podrida con un perfume de anchos, encerados capullos sin nombre.

Un zigurat alzaba su oscura cabeza por encima de los árboles; pero llevaba los árboles encima, pues le brotaban de las ruinosas paredes como hongos de un árbol muerto. Nos posamos ingrávidamente en él y en seguida aparecieron antorchas y voces excitadas. Yo aún estaba débil por el aire fino y helado que había respirado hasta un momento antes.

Manos humanas reemplazaron a las garras que me habían aferrado tanto tiempo. Bajamos por sinuosos rebordes y escaleras de piedra rota hasta que al fin me pararon delante de un fuego y al otro lado vi la cara hermosa y seria de Vodalus y la forma de corazón de la de su consorte, nuestra hermanastra Tea.

—¿Yéste quién es? —preguntó Vodalus.

Intenté levantarlos brazos, pero me tenían sujeto. —Señor —dije—, debéis conocerme.

Por detrás de mí, la voz que había oído en el aire respondió: —Es el hombre del precio, el asesino de mi hermano. Por él te he servido, y te ha servido Hethor, que me sirve a mí.

—¿Entonces por qué me lo traes? —preguntó Voda— lus—. Es tuyo. ¿Creías que cuando lo viera me arrepentiría de nuestro acuerdo?

Tal vez yo estuviera más fuerte de lo que pensaba. Tal vez sólo sorprendí al hombre de mi derecha desequilibrado; de cualquier modo, conseguí torcerme y empujarlo al fuego, donde hizo volar las ascuas rojas.

Agia estaba detrás, desnuda hasta la cintura, y detrás de ella Hethor, mostrando los dientes podridos mientras le palpaba los pechos. Luché por escapar. Ella me abofeteó con una mano abierta: sentí un tirón en la mejilla y la corriente tibia de la sangre.

Desde entonces he aprendido que aquella arma se llama lucivea, y que Agia la tenía porque Vodalus no permitía que nadie excepto su escolta llevara armas delante de él. No es más que una barrita con anillos para el pulgar y el cuarto, y cuatro o cinco hojas curvas que pueden esconderse en la palma; pero pocos han sobrevivido al golpe.

Uno de esos pocos fui yo; me desperté dos días después y me encontré encerrado en un cuarto vacío. Es posible que en cada vida haya una habitación que se debe conocer mejor que cualquier otra; para los prisioneros siempre es una celda. Yo, que había trabajado fuera de tantas, pasando bandejas de comida a los desfigurados y los dementes, volvía a ahora a conocer una celda propia. Nunca llegué a adivinar qué habría sido el zigurat en un tiempo. Acaso una prisión, ante todo; acaso un templo, o el atelier de un arte olvidado. Mi celda era casi dos veces más grande que el cuarto bajo la torre de los torturadores: seis pasos de ancho y diez de largo. Apoyada en la pared había una puerta de una aleación antigua y brillante, inútil para los carceleros de Vodalus porque no podían cerrarla; una nueva, toscamente hecha con la dura madera de algún árbol selvático, clausuraba el umbral. Dando luz a la celda, un ventanuco alto perforaba la descolorida pared; no había sido pensada para mí; era sólo un agujero circular apenas más grande que mi brazo.

Pasaron tres días más antes de que tuviera fuerzas para saltar, y aferrándome con una mano al borde inferior, subir y mirar afuera. Cuando amaneció, vi un ondulante campo verde, moteado de mariposas: un lugar muy distinto de lo que había esperado. Pensé que podía estar loco, y en mi perplejidad me solté y caí. Era, como al cabo me di cuenta, el campo de las copas de los árboles, donde quebrachos de diez cadenas extendían un prado de hojas, rara vez visto excepto por los pájaros.

Un viejo de cara inteligente y maligna me había vendado la mejilla y cambiado los emplastos de la pierna. Más tarde trajo un chico de unos trece años cuya corriente sanguínea conectó con la mía hasta que los labios se le volvieron del color del plomo. Le pregunté al viejo curandero de dónde era, y él, al parecer creyéndome nativo de esos lugares, me dijo: —De la gran ciudad que está al sur, en el valle del río que enjuaga las tierras frías. Es un río más largo que el de ustedes, es el Gyoll, aunque la corriente no es tan violenta.

—Es usted muy hábil —dije—. Nunca había visto un médico tan eficiente. Ya me siento bien, y me gustaría que parase antes de que este chico se muera.

El viejo le pellizcó la mejilla. —Se recobrará en seguida: a tiempo para calentarme la cama esta noche. A esta edad es así. No, no es lo que usted piensa. Sólo duermo con él porque para quienes tienen mis años el aliento nocturno de los jóvenes actúa como un restaurador. La juventud es una enfermedad, ¿sabe?, y ojalá nos pesquemos un caso benigno. ¿Cómo va la herida?

Nada —ni siquiera una admisión, que podría haberse fundado en el perverso deseo de no pasar por impotente— me habría convencido tanto como esta negativa. Le dije la verdad, que tenía la mejilla izquierda insensible, excepto por un vago ardor tan irritante como una picazón, y me pregunté cuál de sus deberes le molestaba más al infeliz muchacho.

El viejo me quitó las vendas y me untó las heridas con una segunda capa del fétido ungúento marrón que había usado antes.

—Volveré mañana —me dijo—. Aunque no creo que vuelva usted a necesitar a Mamas. Se está reponiendo estupendamente. La exultante —un tirón de la cabeza indicó que se refería irónicamente a la estatura de Agia— estará de lo más complacida.

Yo le dije, tratando de parecer espontáneo, que esperaba que todos sus pacientes mejoraran. —¿Habla del delator que trajeron con usted? Está lo mejor que puede esperarse. —Mientras hablaba se volvió para ocultarme una expresión de miedo.

En el albur de que pudiera tener sobre él alguna influencia, que me permitiera ayudar al Autarca, elogié de un modo excesivo el conocimiento que tenía de su oficio y acabé diciendo que no alcanzaba a comprender por qué un médico de tanta capacidad se asociaba con gente malvada.

Me miró entornando los ojos y la cara se le puso seria.

—Por saber. No hay lugar donde un hombre de mi profesión pueda aprender tanto como yo aprendo aquí.

—¿Se refiere a comer muertos? Yo también he participado, aunque quizá no se lo hayan dicho.

—No, no. Eso los estudiosos, sobre todo los de mi profesión, lo practicamos en todas partes, y generalmente con mejores resultados, ya que seleccionamos mejor los sujetos y nos limitamos a los tejidos más retentivos. El saber que yo busco no puede aprenderse así, porque no lo ha tenido ningún muerto reciente, y acaso nadie lo haya tenido nunca.

Se había apoyado en la pared, y parecía hablar tanto para mí como para una presencia invisible. —La estéril ciencia del pasado no condujo más que al agotamiento del planeta y la destrucción de las razas. Había nacido del mero deseo de explotar las energías brutas y las sustancias materiales del universo, sin considerar sus atracciones, rechazos y destinos finales. ¡Mire! —Metió la cabeza en el rayo de sol que entraba entonces por mi alto ventanuco circular.— He aquí la luz. Usted dirá que no es un ente vivo, pero no advierte que no es algo más, sino menos. No ocupa espacio y llena el cosmos. Lo alimenta todo, pero ella misma se nutre de la destrucción. Creemos dominarla, pero ¿no nos cultivará ella como una fuente de alimentación? ¿No será acaso que todo bosque crece para poder incendiarse, y que hombres y mujeres nacen para alimentar hogueras? Pretender que dominamos la luz, ¿no será tan absurdo como que el trigo pretenda que nos domina porque nosotros le preparamos el suelo y lo atendemos mientras se une a Urth?

—Todo está muy bien dicho —le contesté—. Pero nada va al grano. ¿Por qué sirve a Vodalus?

—Un saber semejante no se obtiene sin experimentos. —Sonrió al hablar, y tocó el hombro del chico, y yo tuve una visión de niños en llamas. Espero haberme equivocado.

Eso había sido dos días antes de que me subiera hasta el ventanuco. El viejo curandero no volvió; si había caído en desgracia, enviado a otro lugar o resuelto simplemente que yo no necesitaba más atenciones, no tuve manera de saberlo.

Una vez vino Agia, y de pie entre dos hombres armados de Vodalus, me escupió la cara mientras describía los tormentos que Hetbor y ella habían pergeñado para cuando yo estuviera fuerte y pudiese soportarlos. Cuando acabó, le dije con toda sinceridad que me había pasado la mitad de la vida ayu— dando en operaciones más terribles, y le aconsejé que consiguiera asistentes ejercitados; entonces se marchó.

A partir de ese momento, por la mayor parte de varios días me dejaron solo. Cada vez que me despertaba me sentía casi una persona diferente, pues en esa soledad bastaba que mis pensamientos se aislaran en los oscuros intervalos del sueño para que yo perdiera mi conciencia de individuo. Pero todos esos Severian y Thecla buscaban la libertad.

Retirarse en la memoria era fácil; lo hacíamos a menudo, reviviendo los días idílicos en que Dorcas y yo viajábamos hacia Thrax, los juegos en el laberinto entre setos que había detrás de la mansión de mi padre y en el Patio Viejo, el largo paseo por los Peldaños de Adamnian que había dado con Agia, antes de saber que era mi enemiga.

Pero no menos a menudo dejaba el recuerdo y me obligaba a pensar, a veces cojeando por la celda, a veces sólo esperando que por el ventanuco entraran insectos para divertirme cazándolos al vuelo. Planeaba fugarme, aunque parecía imposible mientras no cambiaran las circunstancias; meditaba en ciertos pasajes del libro marrón y procuraba contraponerlos a mis experiencias, a fin de producir, dentro de lo posible, una teoría general de la acción humana que pudiera beneficiarme, si alguna vez volvía a ser libre.

Porque si el curandero, que era un hombre de edad, podía aún buscar el conocimiento pese a la certeza de una muerte inminente, ¿no podía yo, cuya muerte era más inminente todavía, consolarme un poco con la seguridad de que era menos cierta?

Así buscaba yo en la conducta de los magos, y del hombre que me había abordado al salir de la choza de la chica enferma, y de muchos otros hombres y mujeres que había conocido, una llave maestra que abriese todos los corazones.

No encontré ninguna que pudiera expresar en pocas palabras: «Hombres y mujeres hacen lo que hacen por esto y aquello…» Ninguno de los mellados trocitos metálicos encajaba allí: ni el ansia de poder, ni la lujuria amorosa, ni el deseo de seguridad, ni el gusto por sazonar la vida con la aventura. Pero sí encontré un principio, que di en llamar Principio Primitivo, de aplicación general, y que si no inicia la acción al menos parece influir en las formas que adopta. Lo formularía así: Las muchas chiliadas que duraron las culturas prehistóricas moldearon nuestra herencia de tal manera que nos hace comportarnos como si hoy prevalecieran aquellas condiciones.

Por ejemplo: la tecnología que una vez habría permitido a Calveros observar todas las acciones del atamán de la aldea del lago, era polvo desde miles de años atrás; pero durante eones había impuesto sobre él un hechizo, por así decir, de manera que todavía era efectiva, aunque no hubiera sobrevivido.

Del mismo modo, todos llevamos dentro fantasmas de cosas desaparecidas hace mucho, de ciudades caídas y máquinas maravillosas. La historia que le había leído a jonas cuando estábamos prisioneros (con cuánta menos ansiedad y cuánto más compañerismo) lo mostraba claramente, y en el zigurat volví a leerla entera. Necesitado de un villano nacido del mar como Erebus o Abaia, en un marco mítico, el autor le atribuía una cabeza grande como un barco —cabeza que era todo su cuerpo visible, estando el resto bajo el agua— para alejarlo así de la realidad protoplásmica y convertirlo en la máquina que los ritmos de su mente exigían.

Mientras me entretenía con estas especulaciones, empecé a darme cuenta del carácter transitorio con que Vodalus ocupaba la antigua construcción. Aunque el curandero no venía más, como he dicho, y Agia nunca volvió a visitarme, con frecuencia oía ruido de carreras en el pasillo al que daba mi puer— ta, y de vez en cuando unas cuantas palabras dichas a gritos.

Cada vez que llegaban a mí esos sonidos, ponía contra las tablas la oreja no vendada; y en realidad a menudo los anticipaba, sentado mucho tiempo y esperando captar un retazo de conversación que me dijera algo sobre los planes de Vodalus. No pude entonces evitar, mientras escuchaba en vano, pensar en los cientos que en nuestra mazmorra me habrán escuchado cuando le llevaba a Drotte la comida, y en cómo se habrán esforzado por captar los fragmentos de conversación que desde la celda de Thecla se filtraban al pasillo, y así a las celdas de ellos, cuando yo iba a visitarla.

¿Y los muertos qué? He de confesar que a veces me creía casi muerto. ¿No están ellos, millones de millones, encerrados bajo tierra en cámaras más pequeñas que la mía? No hay ninguna actividad humana en que los muertos no superen muchas veces en número a los vivos. La mayoría de los niños hermosos están muertos. La mayoría de los soldados, la mayoría de los cobardes. Las mujeres más bellas y los hombres más cultos: todos están muertos. Por todas partes, bajo tierra, los cuerpos reposan en ataúdes, en sarcófagos, entre arcos de piedra ruda. Sus espíritus nos acosan, apretando las orejas contra las paredes de nuestros cráneos. ¿Quién sabe con cuánta atención escuchan lo que decimos, o buscando qué palabra?

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