XIX — Guasacht

Los dos días siguientes los pasé vagando de aquí para allá. No diré mucho de esos días, pues hay poco que decir. Habría podido, supongo, alistarme en varias unidades, pero no estaba seguro. Me habría gustado volver a la Ultima Casa, pero era demasiado orgulloso para entregarme a la caridad del maestro Ash, suponiendo que pudiera encontrarlo otra vez. Me decía que de buena gana habría vuelto al cargo de lictor de Thrax, pero no sé si lo hubiera hecho, aun cuando fuese posible. Yo dormía en lugares hoscosos y agarraba la comida que podía, que era poca.

Al tercer día descubrí una cimitarra herrumbrada, extraviada en alguna campaña del año anterior. Saqué mi redoma de aceite y la piedra de amolar rota (cosas que, junto con la vaina, yo había guardado después de tirar al agua los restos de TerminusEst) y pasé una guardia feliz limpiándola y afilándola. Una vez que hube acabado, continué mi penosa marcha y pronto di con un camino.

Retirada de hecho la protección del salvoconducto de Mannea, me resistía a mostrarme en campo abierto, más que cuando había ido a la casa del maestro Ash. Pero a esas alturas era probable que el soldado muerto que la Garra había despertado, y que se hacía llamar Miles aunque yo supiera que parte de él era jonas, se hubiese incorporado a alguna unidad. En ese caso, si no estaba realmente en combate, estaría en un camino o un campamento cercano al frente; y yo quería hablarle. Como Dor cas, él había descansado un tiempo en el país de los muertos. Ella había pasado allí más tiempo, pero yo esperaba, si conseguía interrogarlo antes de que un lapso demasiado largo le borrara los recuerdos, saber quizás algo que —si no me permitía recuperarlame ayudara al menos a reconciliarme con el hecho de haberla perdido.

Porque descubría que ahora la amaba como nunca la había amado mientras cruzábamos el campo hacia Thrax. Entonces había tenido los pensamientos demasiado puestos en Thecla; no dejaba de volverme hacia dentro para encontrarla. Ahora, aunque más no fuese porque hacía tanto que era parte de mí, tenía la impresión de haberla alcanzado con un abrazo más final que cualquier acoplamiento. Así como la semilla del hombre penetra en el cuerpo de la mujer para producir (si es la voluntad de Apeirón) un nuevo ser humano, ella, entrándome por la boca, se había combinado con el Severian que iba a establecer un hombre nuevo: yo, que aún me llamo Severian pero soy consciente, por así decir, de mi doble raíz.

No sé si Miles-Donas me hubiera revelado lo que perseguía. Nunca lo encontré, aunque he continuado buscándolo desde aquel día hasta hoy. Hacia media tarde entré en un dominio de árboles rotos; de vez en cuando pasaba junto a cuerpos en un estado más o menos avanzado de descomposición. Al principio probé despojarlos como había hecho con el cadáver de Miles-Donas, pero otros habían pasado antes, y sin duda los pequeños fenecos habían venido de noche a saquear la carne con sus pequeños dientes afilados.

Algo después, cuando las energías empezaban a flaquearme, me detuve frente a los restos humeantes de un carro vacío. Los animales de tiro, que al parecer no habían muerto hacía mucho, yacían en el camino, con el conductor caído boca abajo entre ellos; y se me ocurrió que había cosas peores que quitar de los flancos de los animales toda la carne que yo necesitara y llevármela a un lugar aislado donde pudiera encender un fuego. Había hundido la punta de la cimitarra en el anca de un animal cuando oí un redoble de cascos, y suponiendo que pertenecían al destriero de un estafeta, me moví al borde del camino para dejarlo pasar.

Era, en cambio, un hombre bajo, fornido y de aspecto enérgico en una montura alta y maltratada. Al verme tiró de las riendas, pero algo en su expresión me dijo que no había necesidad de huir o luchar. (De haberla habido, habría luchado. El destriero le habría valido de poco entre los tocones y los troncos caídos, y pese a que llevaba cota de malla y gorro de cuero ceñido de latón, creo que yo podría haberlo superado.) —¿Quién eres? —exclamó. Y cuando se lo dije—: Conque Severian de Nessus. Entonces eres civilizado, del todo o a medias; pero parece que no has estado comiendo muy bien.

—Al contrario —dije—. Recientemente, mejor que de costumbre. —No quería que me creyera débil. —Pero no te sobraría algo más… Eso que hay en tu espada no es sangre de ascio. ¿Qué eres? ¿Un eschiavoni? ¿Un irregular?

—En los últimos tiempos mi vida ha sido bastante irregular, sin duda.

—Pero ¿no estás unido a ninguna formación?

Con asombrosa destreza se apeó de la silla, echó las riendas al suelo y se acercó a grandes pasos. Era levemente patizambo y tenía una de esas caras que parecen modeladas en arcilla y que achatan por arriba y abajo antes de cocerlas, de modo que frente y mentón son bajos pero anchos; los ojos, ranuras, y la boca, alargada. Ysin embargo me gustó en seguida por su nervio, y por lo poco que se esforzaba en esconder su deshonestidad.

Dije: —No estoy unido a nada ni a nadie… salvo a los recuerdos.

—¡Ahh! —suspiró, y por un instante volvió los ojos hacia arriba—. Ya sé… Ya sé. Todos tenemos nuestras dificultades, todos y cada uno. ¿Qué fue, una mujer o la ley?

Yo nunca había considerado mis problemas en esa perspectiva, pero tras pensarlo un momento admití que un poco de cada cosa.

—Pues has llegado al lugar justo y has encontrado al hombre adecuado. ¿Qué te parece una buena comida esta noche, un montón de amigos nuevos y mañana un puñado de oricretas? ¿No suena bien? ¡Bien!

Volvió a su montura, y rápida como un sable de espadachín, disparó una mano para agarrar la brida antes de que el animal se alejara. Cuando tuvo de nuevo las riendas, saltó de nuevo a la silla tan prestamente como había bajado.

—Y ahora móntate aquí detrás —ordenó—. No es e jos, y le será fácil llevarnos a los dos.

Hice lo que decía, aunque con considerable dificultad, porque no tenía estribos para apoyarme. En cuanto estuve sentado, el destriero me atacó la pierna como una culebra; pero su amo, que había previsto la maniobra, le dio tal golpe con el mango metálico del puñal que la bestia se tambaleó y casi se cae.

—No le hagas caso —dijo. Como el cuello corto no le permitía mirar por sobre el hombro, para dejar en claro que me hablaba a mí, torcía el lado izquierdo de la boca—. Es un animal excelente y corajudo en la lucha; sólo quiere que comprendas cuánto vale. Como una iniciación, ¿sabes? ¿Sabes qué es una iniciación?

Le dije que me creía familiarizado con el término. —Ya verás que allí adonde vale la pena pertenecer siempre hay una… Yo ya lo he descubierto. No conozco ninguna que un muchacho corajudo no pueda manejar y después no le haga reírse.

Con esa críptica frase de aliento, clavó las enormes espuelas en los ijares del animal, como si quisiera eviscerarlo allí mismo, y nos lanzamos por el camino seguidos de una nube de polvo.

En mi inocencia, desde la vez que montara el corcel de Vodalus fuera de Saltus, yo había supuesto que las monturas podían dividirse en dos clases: las de raza y rápidas, y las de sangre fría y lentas. Las mejores, pensaba, corrían casi con la graciosa soltura de los gatos; las peores, con tal pesadez que apenas importaba cómo lo hacían. Uno de los tutores de Thecla tenía la máxima de que todo sistema de dos valores es falso, y en aquella cabalgata renové mi respeto por él. La montura de mi benefactor pertenecía a esa tercera clase (harto extensa, según he descubierto desde entonces) compuesta por animales que superan en rapidez a los pájaros pero parecen correr con patas de hierro sobre un camino empedrado. Si bien los hombres tienen innumerables ventajas sobre las mujeres, y por eso se les encarga justamente protegerlas, hay una muy grande de la que las mujeres pueden jactarse: no hay mujer alguna cuyos órganos de generación se hayan aplastado entre la propia pelvis y el espinazo de una de esas bestias galopantes. A mí esto me sucedió unas veinte o treinta veces antes de que frenáramos, y cuando al fin me deslicé de la grupa y salté a un lado para evitar una coz, no estaba de muy buen humor.

Nos habíamos detenido en uno de esos prados perdidos que hay a veces entre las colinas, un área más o menos plana de unas cien zancadas de ancho. En el centro se alzaba una tienda grande como una cabaña, ante la cual flameaba una desteñida bandera negra y verde. Varias docenas de monturas maneadas pastaban alrededor, y un número igual de hombres harapientos, con un puñado de mujeres desaseadas, haraganeaba limpiando armaduras, durmiendo yjugando a las cartas.

—¡Atended! —gritó mi benefactor, desmontando para ponerse a mi lado—. ¡Un nuevo recluta! —Ya mí me anunció:— Severian de Nessus, te encuentras en presencia del Decimoctavo Bacele de Contarü Irregulares, en donde todos somos combatientes de valor intrépido, cuando es posible ganar una pizca de dinero.

Los hombres y mujeres harapientos ya se habían levantado y venían hacia nosotros, muchos de ellos con francas sonrisas. Abría la marcha un hombre alto y muy flaco.

—¡Camaradas, os entrego a Severian de Nessus!”Severian —continuó mi benefactor—, yo soy tu condottiero. Llámame Guasacht. Esta caña de pescar que ves aquí, más alto incluso que tú, es mi segundo, Erblon. Los demás se presentarán solos, estoy seguro.

»Erblon, quiero hablar contigo. Mañana habrá patrullas. —Tomó del brazo al hombre alto y lo llevó a la tienda, dejándome con la hueste que a esas alturas me había rodeado.

Uno de los más grandes, un hombre ursino de casi mi altura y al menos el doble de peso, señaló la cimitarra.

—¿No tienes una vaina para eso? Déjame verla.

La rendí sin discutir; pasara lo que pasase, estaba seguro de que no habría ocasión de matar.

—Así que eres jinete, ¿eh?

—No —dije—. He montado un poco, pero no me considero un experto.

—¿Pero sabes manejarlos?

—Conozco mejor a los hombres y las mujeres. Todo el mundo se rió y el grandote dijo: —Pues magnífico, porque probablemente no montarás mucho, pero te servirá comprender bien a las mujeres… y los destrieros.

Mientras él hablaba, oí ruido de cascos. Dos hombres conducían un pío musculoso y de ojos violen— tos. Le habían dividido y alargado las riendas, de modo que los hombres pudieran estar a los costados de la cabeza, cada uno a tres pasos. Una mujerzuela de pelo color de zorro y cara sonriente se mantenía fácilmente en la silla, y en vez de riendas llevaba en cada mano una fusta. Los coraceros y sus mujeres vivaban y aplaudían, y a ese clamor el pío reculó como un remolino y manoteó el aire, revelando los tres desarrollos de cada pata delantera que llamamos cascos como lo que realmente eran: talones adaptados casi tanto para el combate como para aferrarse a la hierba. Las fintas eran más rápidas que mi vista.

El grandote me palmeó la espalda: —No es el mejor que he tenido, pero es bastante bueno y lo entrené yo mismo. Mesrop y Lactan van a pasarte las riendas, y todo lo que tienes que hacer es montarte. Si lo consigues sin derribar a Daria, puedes tenerla hasta que te alcancemos. —Alzó la voz:— Yo había esperado que los dos hombres me pasaran las riendas. En vez de eso me las tiraron a la cara, y no alcancé a agarrarlas. Alguien azuzó al pío por detrás, y el grandote soltó un silbido peculiar y penetrante. Al pío le habían enseñado a pelear, como a los destrieros de la Torre del Oso, y aunque no le habían alargado los dientes con hojas de metal, los habían dejado crecer naturalmente y asomaban por la boca como cuchillos.

Esquivé el relámpago de una pata delantera e intenté asir el cabestro; un golpe de una de las fustas me dio en plena cara y el empellón del pío me dejó tendido en el suelo.

Los coraceros deben de haberlo retenido o me habría pisoteado. A lo mejor también me ayudaron a levantarme; no puedo estar seguro. Tenía la garganta llena de polvo y la sangre de la frente me goteaba en los ojos.

Fui de nuevo por él, con un rodeo hacia la derecha para evitar los cascos, pero se volvió más rápido que yo y la muchacha llamada Daria intentó alejarme chasqueando las fustas ante mi cara. Más por rabia que por cálculo atrapé una. Ella tenía la correa del mango sujeta a la muñeca; cuando tiré del látigo se vino con él y me cayó en los brazos. Me mordió la oreja, pero la agarré por el pescuezo, le di la vuelta, hundí los dedos en una nalga firme y la levanté. Pateando el aire, sus piernas parecieron sorprender al pío. Lo hice retroceder entre la turba hasta que uno de sus torturadores lo aguijoneó contra mí, y entonces pisé las riendas.

Después fue fácil. Dejé caer a la muchacha, aferré el cabestro del pío, le torcí la cabeza y con una patada en los pies delanteros, como nos enseñaban a hacer con los clientes díscolos, lo dejé sin apoyo. Con un agudo grito el animal se estrelló en el suelo. Sin darle tiempo a enderezar las patas me subí a la silla y desde allí, con las largas riendas, le azoté los flancos y como un rayo lo lancé por entre la turba; después lo hice girar y cargué de nuevo.

Aunque toda mi vida había oído hablar de la excitación de este tipo de combate, nunca la había experimentado. Ahora todo me parecía más que cierto. Los coraceros y sus mujeres aullaban y corrían, y unos pocos blandían espadas. Bien habrían podido desafiar una tormenta: de una sola pasada derribé media docena. La muchacha huía con el pelo rojo ondeando como un estandarte, pero no había piernas humanas capaces de aventajar a ese animal. Cuando pasamos junto a ella, la agarré por el estandarte y la puse ante mí sobre el arzón.

Un sendero sinuoso llevaba a un barranco oscuro, y ese barranco a otro. Adelante corrían unos ciervos; en tres saltos dimos alcance a un gamo aterciopelado y de un topetazo lo apartamos del camino. Siendo lictor de Thrax, había oído que los eclécticos solían perseguir la caza y saltar de la montura para apuñalarla. Ahora creía esas historias: yo podría haber degollado al gamo con un cuchillo de carnicero. Lo dejamos atrás, trepamos una nueva colina y nos lanzamos hacia un valle boscoso y callado. Cuando el pío terminó de desfogarse lo dejé encontrar su propia senda entre los árboles, que eran los más grandes que yo había visto desde Saltus; y cuando se paró a tascar la hierba dispersa y tierna que crecía entre las raíces, hice un alto y arrojé las riendas al suelo como le había visto hacer a Guasacht; luego desmonté y ayudé a la pelirroja a bajarse.

—Gracias —dijo ella. Y luego—: Lo conseguiste. No creí que pudieras.

—¿De lo contrario no habrías accedido? Yo suponía que te obligaban.

—No te habría hecho ese tajo con la fusta. Querrás cobrártelo, ¿no? Con las riendas, supongo.

—¿Qué te hace pensarlo? —Yo estaba cansado y me senté. En la hierba crecían flores amarillas, cada capullo no mayor que una gota de agua; arranqué algunas y descubrí que olían a calambuco.

—Pareces de ésos. Además, me cargaste culo arriba, y los hombres que lo hacen, siempre quieren zurrarlo.

—No lo sabía. Es una idea interesante.

—Tengo a montones, de ésos. —Rápida y graciosa se sentó a mi lado y me puso una mano en la rodilla.Escucha, fue una iniciación, nada más. Nos turnamos, y me tocaba a mí y se supone que debía pegarte. Ahora se ha terminado.

—Comprendo.

—¿Entonces no me harás daño? Maravilloso. Podemos pasarlo muy bien aquí, de veras. Lo que quieras y cuanto quieras, y no volveremos hasta la hora de comer.

—No dije que no fuera a hacerte daño.

Aflojó la cara, que se había retorcido en sonrisas, y miró el suelo. Le sugerí que escapase.

—Eso sólo aumentará tu diversión, y antes de que acabemos me habrás lastimado más. —Mientras hablaba iba deslizando la mano por mi muslo.— Eres guapo, ¿sabes? Tan alto, y con esos ojos brillantes… —Sin levantarse se inclinó hacia mí, apretándome el rostro en el regazo para darme un beso cosquilleante, y enderezándose en seguida.— Podría ser bonito. De veras.

—También podrías matarte. ¿Tienes un cuchillo? Por un instante la boca se le abrió en un círculo pequeño y perfecto.

—Tú estás loco, ¿no? Debí haberlo sabido. —Se puso en pie de un salto.

La agarré de un tobillo y quedó tendida sobre el blando suelo del bosque. Las mañas de ella estaban podridas de tanto usarlas: un tirón y caían.

—Dijiste que no ibas a escapar.

Me miró por encima del hombro con los ojos dilatados.

—No tenéis poder sobre mí, ni tú ni ellos —le dije—. No temo el dolor ni la muerte. Hay una sola mujer viva que deseo, y no quiero a ningún hombre salvo a mí mismo.

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