16

Roger se echó hacia atrás y alzó los brazos hacia el techo. Los tenía rígidos después de haber pasado horas leyendo en la mesa de la sala de reuniones del Departamento de Recursos Humanos del hospital St. Francis. Agrupadas en pequeños montones por toda la mesa, había numerosas páginas salidas de la impresora y un CD recién grabado. Sentada ante él, se hallaba la jefa del departamento, Rosalyn Leonard. Era una llamativa mujer, alta, de negros cabellos y piel de porcelana, que al principio lo había intimidado mostrándose inmune a sus encantos, cosa que él se tomó como algo personal. Para Roger resultaba sumamente importante aparecer atractivo a los ojos de las mujeres que le gustaban. Sin embargo, la persistencia daba resultados y, con el paso de las horas, había acabado prevaleciendo. Al principio muy lentamente, la mujer empezó a mostrarse menos distante hasta que, durante la última media hora, por fin se había decidido a corresponder al coqueteo. A Roger no se le había escapado el hecho de que no llevaba anillo de casada y al atardecer ya le había preguntado sobre su situación. Al enterarse de que estaba soltera y sin compromiso, consideró la posibilidad de invitarla a cenar, pensando especialmente en que las cosas con Laurie pudieran salir mal.

Cuando salió del Manhattan General camino de Queens a primera hora de la tarde, el trayecto le había parecido como un regreso al hogar porque el hospital se hallaba en el lado este de Rego Park, que estaba a tiro de piedra de la zona de Forest Hills donde había crecido. Aunque hacía bastante que sus padres habían muerto, todavía tenía tías y tíos que vivían en el barrio de su infancia. Mientras miraba por la ventanilla del taxi que circulaba por Queens Boulevard, pensó incluso en pasar a visitarlos una vez que hubiera acabado con lo que tenía entre manos.

Había hecho avances significativos. Su reunión con Bruce Martin, que dirigía el Departamento de Recursos Humanos del Manhattan General, había resultado fructífera, aunque no desde el primer momento. Cuando Roger le preguntó directamente por el archivo de empleados, Bruce le contestó que había un montón de normativas federales que restringían el acceso a ese tipo de información. Aquello había obligado a Roger a ser creativo en sus peticiones asegurando que, en su condición de jefe del personal médico, estaba realizando un estudio sobre las relaciones entre los médicos y el resto del personal de apoyo y vigilancia, especialmente con los empleados más recientes, y más concretamente del turno de noche, cuando, según sus propias palabras, el hospital funcionaba con el «piloto automático». En todo momento Roger evitó mencionar el verdadero objetivo de sus averiguaciones.

Cuando salió del despacho de Bruce, este le había prometido una lista de los empleados desde mediados de noviembre, sobre todo los que trabajaban en el turno de once de la noche a nueve de la mañana. Por la mente de Roger había cruzado una sombra de inquietud al dar una fecha tan arbitraria para los nuevos empleados porque pensó que despertaría la suspicacia de Bruce, pero este simplemente tomó nota sin hacer preguntas y le prometió que tendría la lista antes de marcharse aquella tarde y que se la dejaría en su mesa.

Lo siguiente que Bruce había hecho fue llamar a Rosalyn Leonard, su homónima en el cargo en el St. Francis, para avisarle de la visita de Roger y ponerla en antecedentes de lo que este necesitaba. En aquellos momentos, Roger no sabía lo inapreciable que iba a resultar aquel gesto: de haberse presentado directamente, tal como tenía pensado hacer, no habría conseguido nada de Rosalyn. No le cabía la menor duda de que se habría mostrado hosca y poco dispuesta a colaborar. Gracias a la llamada de Bruce, ella ya había adelantado el trabajo cuando él llegó. Al final resultó que conseguir las listas que solicitaba requería acceder a fuentes distintas; y le sorprendió que los distintos departamentos de AmeriCare funcionaran como feudos individuales dentro de las limitaciones de sus respectivos presupuestos.

Otra cosa que Roger había conseguido antes de salir del Manhattan General fue que Caroline empezara a reunir la lista del personal médico, con especial interés en los profesionales que disponían de privilegios de acceso tanto en el St. Francis como en el Manhattan General. Roger ya se había molestado en comprobar si esa información estaba disponible consultando los archivos individualmente, pero desgraciadamente era incompleta. Su secretaria le prometió hacer lo posible, ya que no estaba especialmente codificada y le dijo que algo conseguiría porque tenía un amigo informático que trabajaba en el hospital y sabía el modo de conseguir lo imposible.

– Bueno, ahí lo tiene -dijo Rosalyn empujando por la mesa un pequeño montón de hojas hacia Roger y dándole una palmadita-. Aquí está la lista completa de todos los empleados del St. Francis hasta mediados de noviembre, con una anotación especial para los del turno de noche; una lista de los empleados del St. Francis que se marcharon o fueron despedidos entre mediados de noviembre y mediados de enero; una lista de nuestro personal profesional a tiempo completo, también hasta mediados de noviembre; y por último, otra de los profesionales con privilegios de admisión. ¿Es eso todo lo que necesita para su estudio? ¿Qué hay de los nuevos empleados a partir de mediados de noviembre?

– No los necesito -contestó Roger-. Creo que con esto tengo bastante para lo que he pensado. -Miró las páginas que contenían los nombres de todos los empleados del hospital hasta mediados de noviembre y meneó la cabeza con sorpresa-. No imaginaba que fuera necesaria tanta gente para llevar un hospital norteamericano. -Deseaba desviar la conversación de su ficticio estudio. Con lo perspicaz que era Rosalyn, la creía capaz de intuir fácilmente el engaño.

– Como todos los demás centros de AmeriCare, estamos en la parte descendente de la curva -repuso ella-. Al igual que en todas las compañías dedicadas a la sanidad concertada, lo primero que hace AmeriCare cuando se queda un hospital es reducir el personal de todos los departamentos. Yo lo sé bien, porque me correspondió la poco envidiable tarea de tener que entregar un montón de cartas de despido.

– Seguro que no fue agradable -comentó Roger en tono inconscientemente compasivo. Dejó a un lado la primera lista y echó un vistazo a la de los empleados que habían abandonado el St. Francis. También era más larga de lo que había previsto y menos detallada de lo que deseaba, en especial acerca de qué personas trabajaban en qué turnos, si habían sido despedidas o se habían marchado de mutuo acuerdo y adónde habían ido-. Me sorprende que haya tanta rotación. ¿Es representativo?

– En términos generales, sí; pero puede que esté en la franja alta porque el período que le interesa abarca las fiestas. Si alguien está pensando en cambiar de trabajo y quiere tomarse un poco de tiempo entre uno y otro, las vacaciones son una época adecuada y previsible.

– Y parece que se trata básicamente de enfermeras.

– Por desgracia, esa es la verdad. Sufrimos una acuciante falta de enfermeras, lo cual les permite tener la sartén por el mango. Estamos contratando enfermeras constantemente, y los demás hospitales contratan a las nuestras como si se tratara de un tira y afloja. Incluso nos hemos visto obligados a buscar candidatas en el extranjero.

– ¿En serio? -preguntó Roger. Sabía que Estados Unidos atraía médicos de países extranjeros que acudían para completar su formación y después se quedaban; sin embargo, no sabía que también ese fuera el caso de las enfermeras. Teniendo en cuenta las necesidades de los países en vías de desarrollo, le parecía como mínimo cuestionable-. La lista no dice adónde fueron.

Rosalyn meneó la cabeza.

– Esa información no se introduce en nuestra base de datos. Puede que figure en el archivo del sujeto en cuestión por si solicita que enviemos una carta de recomendación o si nos llega alguna pregunta desde otro centro. Sin embargo, como usted bien sabe, tenemos que ser reservados con estos archivos. A menos que contemos con el permiso del interesado, siempre existe el riesgo de que nos pongan una demanda.

Roger asintió.

– ¿Qué pasa si para el estudio tengo que formular alguna pregunta sobre esos individuos? Hablo de preguntas sobre sus expedientes en lo que se refiere a su labor en general mientras estuvieron aquí, de cosas como su relación con los compañeros de trabajo o si se les aplicó alguna sanción disciplinaria por el motivo que fuera.

– Eso será complicado -contestó Rosalyn mientras asentía como si estuviera de acuerdo consigo misma-. Ese estudio que pretende realizar, ¿es para el consumo interno o tiene intención de publicarlo?

– No, en absoluto. Es para consumo interno y su acceso será restringido salvo para los más altos niveles administrativos. En ningún caso se publicará.

– En ese caso quizá pueda ayudarlo, pero necesito el visto bueno del presidente o del consejo de gobierno. ¿Quiere que se lo presente el lunes que viene? Esa será la primera oportunidad que tendré.

– No. No se moleste -dijo Roger rápidamente. Lo último que deseaba era que dos presidentes se pusieran en contacto para comentar el supuesto estudio-. Será mejor que no haga nada hasta que yo vea si necesito alguna otra información personal sobre esa gente. La verdad es que no lo creo.

– Bueno, si la necesita, avíseme con tiempo.

Roger asintió. Estaba impaciente por cambiar de tema. Carraspeó y finalmente formuló la pregunta clave que tenía en la cabeza:

– ¿Cuáles de estos empleados que dejaron el St. Francis pasaron después al Manhattan General?, es decir, ¿cuáles siguieron en la gran familia AmeriCare? ¿Disponemos de esa información?

– Que yo sepa, no. Como usted sabe, AmeriCare dirige sus centros como unidades independientes. Las únicas economías de escala se refieren al precio y origen de los suministros básicos. Si un trabajador del St. Francis nos deja y se va al Manhattan General, para nosotros es lo mismo que si se hubiera marchado a un centro que no fuera de AmeriCare.

Roger asintió de nuevo. Se estaba dando cuenta de que iba a enfrentarse a un largo cotejo cuando volviera a su oficina. Las posibilidades de que esa noche tuviera algo que llevar a Laurie a su apartamento como excusa para estar juntos eran cada vez menores. Miró la hora en su reloj: las siete menos cuarto. La ventana que había a espaldas de Rosalyn se veía completamente oscura. Hacía rato que era de noche.

– Me temo que la he entretenido más tiempo del debido -dijo, sonriendo amablemente-. No sabe cuánto le agradezco su ayuda, pero me temo que me siento culpable porque hoy es viernes por la noche y estoy seguro de que tiene cosas mucho más interesantes y agradables que hacer.

– Para mí ha sido un placer ayudarle, doctor Rousseau. Bruce habló muy bien de usted cuando me llamó. Tengo entendido que estuvo usted con Médicos sin Fronteras.

– Eso me temo -contestó modestamente-. Pero llámame Roger.

– Gracias, doctor -dijo Rosalyn que enseguida se rió de sí misma-. Perdón, quería decir «gracias, Roger».

– No me des las gracias. Soy yo quien debería dártelas.

– He leído acerca de la labor que desarrolla en todo el mundo Médicos sin Fronteras y estoy impresionada.

– Sí. En todas partes, y especialmente en los puntos más conflictivos, hay gran necesidad de servicios médicos. -A Roger le complacía que la conversación hubiera tomado un giro tan personal.

– No me cabe duda. ¿Dónde estuviste durante el servicio?

– En el Pacífico Sur, en el Extremo Oriente y en África. Una combinación de junglas impenetrables y áridos desiertos. -Roger sonrió. Sabía cómo explicar su historia y, tal como había sucedido con Laurie, era un estupendo reclamo a la hora de ligar.

– Me suena a película. ¿Qué te hizo dejar Médicos sin Fronteras y volver a Nueva York?

La sonrisa de Roger se ensanchó y respiró hondo antes de abordar la pièce de résistance de su regreso.

– Fue el darme cuenta de que no iba a poder cambiar el mundo. Lo intenté, pero no lo conseguí. Después, igual que un ave migratoria, sentí la necesidad instintiva de regresar al nido para formar familia. Ya ves, crecí en Brooklin en un barrio próximo, en Forest Hills.

– ¡Qué romántico! ¿Y has encontrado ya a la afortunada dama?

– No he podido. He estado demasiado ocupado situándome y adaptándome a vivir en el mundo civilizado.

– Bueno, estoy segura de que no tendrás ningún problema -repuso Rosalyn reuniendo los papeles de donde había seleccionado las listas que había entregado a Roger-. Apuesto a que tienes fascinantes historias que contar de tus viajes.

– Desde luego -contestó Roger, encantado y aliviado porque se daba cuenta de que había despertado el interés de Rosalyn-. Si me permites que te invite a cenar, estaré encantado de contarte las menos espeluznantes. Es lo menos que puedo hacer después de haberte tenido aquí hasta tan tarde. Claro, eso suponiendo que estés libre. ¿Me harías el honor?

Momentáneamente azorada, Rosalyn se encogió de hombros.

– Supongo.

– Entonces está hecho -dijo Roger estirando las piernas y poniéndose en pie-. Había por aquí un restaurante italiano, en Rego Park, que en los años cincuenta era un lugar de encuentro de la mafia local. La última vez que estuve, y de eso hace una eternidad, la comida era fantástica, por no hablar de la carta de vinos. ¿Te apetecería ir a ver si todavía existe?

Rosalyn se encogió de hombros nuevamente.

– Suena interesante, pero no quiero andar por ahí hasta tarde.

– Yo tampoco. Caramba, esta noche tengo que volver a la oficina.


– ¿Es usted Jasmine Rakoczi?

Jazz interrumpió las repeticiones de uno de sus ejercicios favoritos. Estaba tumbada, boca abajo, trabajando las nalgas y las pantorrillas. Giró la cabeza y vio que había alguien de pie al lado de la máquina que estaba utilizando. Curiosamente, los pies y las piernas eran de una mujer y no de un hombre. Se quitó los auriculares y se volvió para ver a su interlocutora, pero no distinguió gran cosa porque esta recibía a contraluz el resplandor de los fluorescentes del techo.

– Lamento molestarla -añadió la figura sin facciones.

Jazz no podía creer que alguien la hubiera interrumpido en plena sesión; pero lo que más la irritó fue tener que sacar los pies de la máquina y sentarse para encararse con una de las chicas de recepción a la que había visto al entrar.

– ¿Qué coño pasa? -preguntó secándose el sudor de la frente con la toalla.

– Hay un par de caballeros en la entrada -explicó la joven-. Dice que han de verla sin falta, pero el señor Horner no ha querido dejarlos pasar hasta aquí.

Un leve pero gélido escalofrío recorrió la espalda de Jazz, y por su mente cruzó la inesperada visita del señor Bob y del señor Dave la noche anterior. Algo debía ocurrir, porque no era propio de ellos presentarse en un lugar público como aquel.

– Ahora salgo -contestó Jazz. Tomó un trago de su botella de agua y contempló a la empleada salir de la sala de máquinas. Su primer pensamiento fue que su Glock seguía en el bolsillo del abrigo que había dejado en su taquilla. Si iba a tener problemas, quería la pistola; pero ¿por qué iba a tenerlos? Lo de Mulhausen había ido como la seda. Lo único que se le ocurrió fue que tuviera que ver con la investigación de Susan Chapman. Como al resto del personal del turno de noche, dos detectives de aire fatigado la habían interrogado por cuestión de rutina; pero todo había salido bien según las conversaciones que había oído en la sala de enfermeras. El rumor hablaba pura y simplemente de un asalto con robo. El servicio de seguridad del hospital había insistido en que iba a hacer un gran esfuerzo para reforzar las patrullas, especialmente en los cambios de turno.

Jazz caminó rápidamente hacia la puerta. De tan preocupada que estaba, ni siquiera reparó en los hombres que la miraban. Sin perder tiempo volvió al vestuario y cogió una Coca-Cola en la entrada, abrió su taquilla, sacó el abrigo, se lo puso encima de las mallas de gimnasia y metió la mano en el bolsillo para aferrar la Glock.

Con la pistola en una mano y la Coca-Cola en la otra, Jazz abrió con el hombro la puerta que daba al vestíbulo. Más allá del mostrador de recepción había una espaciosa zona para sentarse; y detrás, el bar y el restaurante. Incluso había una pequeña tienda de artículos de deporte.

Estudió rápidamente a la gente y, al no distinguir al señor Bob ni al señor Dave, se dirigió al mostrador y preguntó a la recepcionista quién deseaba verla. Ella señaló a dos hombres medio ocultos tras unos periódicos. Claramente no eran el señor Bob ni el señor Dave. A juzgar por el aspecto de sus zapatos y pantalones, podrían haber sido un par de mendigos sin techo.

– ¿Está segura de que han preguntado por mí? -preguntó, inquieta ante la posibilidad de que se tratara de un par de detectives de incógnito buscando pistas para el caso Chapman. Resignada, se encaminó hacia donde los hombres estaban sentados. Su mano seguía aferrando la Glock en el bolsillo.

– Hola -dijo en tono irritado-. Me han dicho que deseaban verme.

Los dos hombres bajaron sus periódicos, y Jazz notó que el rostro se le encendía y que la sangre le martilleaba las sienes. Fue lo único que le impidió desenfundar la pistola. Uno de ellos era su padre, Geza Rakoczi, que al igual que su acompañante llevaba una barba de dos días.

– Jasmine, cariño, ¿cómo estás? -preguntó Geza.

Jazz pudo oler el alcohol en su aliento a pesar de tener de por medio una mesa llena de revistas. Sin responder, miró al otro hombre. No lo había visto nunca.

– Este es Carlos -aclaró Geza notando la dirección de la mirada de su hija.

Jazz se volvió hacia su padre. Hacía años que no sabía nada de él y había confiado en que se hubiera ahogado en alcohol.

– ¿Cómo me has encontrado?

– Carlos tiene un amigo que es muy hábil con los ordenadores. Dice que es capaz de encontrar lo que sea mediante internet, así que le pedí que te localizara. Me dijo que has jugado varias partidas on-line y que frecuentas algo que se llama Chatroom. Yo no entiendo nada de esa basura, pero el caso es que te encontró e incluso se enteró de que eres socia de este gimnasio. -Los ojos de Geza se pasearon por la recepción-. Bonito sitio. Estoy impresionado. Estás haciendo las cosas bien, niña.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó Jazz.

– Bueno, para decirte la verdad, necesito un poco de dinero y sabiendo que eres enfermera y todo eso, se me ocurrió venir a pedírtelo. Ya ves, tu madre ha muerto. Que Dios guarde su alma. He de conseguir un poco de dinero o de lo contrario la enterrarán en cualquier basurero en una simple caja de pino.

Por un momento, lo único que Jazz fue capaz de ver en su mente fueron los quince dólares que había ganado limpiando de nieve las aceras. Recordar lo sucedido no hizo más que aumentar su furia. A pesar de la fuerza con la que sujetaba la Glock, fue lo bastante inteligente para sacar el dedo del gatillo.

– ¡Sal de aquí ahora mismo! -espetó.

Dicho lo cual, dio media vuelta y se encaminó hacia el vestuario. Oyó que Geza la llamaba y lo siguiente que notó fue que él la agarraba por los hombros y tiraba de ella.

Jazz sacó la mano del bolsillo, por suerte sin la pistola -después se preguntaría cómo había podido ocurrir, ya que su intención había sido desenfundar el arma-, y le apuntó con el dedo.

– ¡No vuelvas a tocarme nunca más! -gruñó-. ¡Y no vuelvas a molestarme! ¡Si lo haces, te mataré! ¿Te has enterado de lo que digo? ¡Es así de sencillo!

Jazz dio media vuelta y entró en los vestuarios. Oyó a su padre que la llamaba, pero no se detuvo, y él no la siguió. Volvió a su taquilla, abrió la combinación y guardó el abrigo. De regreso a la sala de máquinas, decidió reanudar las flexiones desde el principio, a pesar de que estaba a punto de acabar cuando la habían interrumpido.

Necesitaba el ejercicio para controlar su furia, y en ese momento le sirvió ampliamente. Cuando volvió al vestuario para ducharse, había recuperado el autodominio y casi podía encontrar algo de humor en la patética criatura en que su padre se había convertido. Se preguntó cuándo habría muerto su madre. Estaba sorprendida de que hubiera durado tanto, obesa como era.

Dado que se le hacía tarde después de haber doblado sus ejercicios, se duchó y se vistió a toda prisa. Al salir al vestíbulo miró a su alrededor y se sintió aliviada al ver que su padre había entendido el mensaje y se había largado.

Al acercarse a su coche no pudo menos que acordarse de la noche anterior, y lo primero que hizo después de abrir la puerta fue mirar en el asiento de atrás. No le había gustado nada que el señor Bob y el señor Dave la hubieran sorprendido de aquel modo. Le gustaba verse a sí misma como cauta y observadora.

Subió al asiento del conductor y se abrochó el cinturón, deseosa de hallar un poco de diversión camino del hospital. Desafiar a los taxistas era una buena manera de disipar los restos de ansiedad que le quedaban tras la visita de su padre. Mientras se ponía en la breve cola para salir del aparcamiento sacó la Blackberry. Habiendo recibido tres nombres las dos últimas noches, no esperaba gran cosa; aun así, prefería comprobarlo.

En el primer semáforo abrió la carpeta de mensajes. Para su deleite había uno del señor Bob. Lo abrió con expectación.

– ¡Sí! -exclamó. En la pantalla aparecía otro nombre: Patricia Pruit.

Una sonrisa se le dibujó en el rostro. Todo iba bien. Al día siguiente, a la misma hora, el saldo de su cuenta ascendería a más de sesenta mil dólares.

Cuando el semáforo cambió, Jazz se anticipó al resto de coches y taxis. Nadie parecía dispuesto a retarla. Recostándose en el asiento, pensó en cómo la había localizado su padre. A pesar de que pasaba largos ratos en los Chat-room de internet, creía haber sido cuidadosa sobre su identidad y paradero, salvo las pocas ocasiones en que se había enganchado. Decidió que en lo sucesivo tendría más cuidado porque le gustaban los Chat-room y no estaba dispuesta a renunciar a ese placer. Únicamente era en internet donde encontraba gente como ella a la que realmente podía tratar, respetar e incluso amar. Era otro mundo comparado con el de los cretinos con los que tenía que tratar en la vida real.


La velada de Roger con Rosalyn resultó un éxito rotundo. El hecho de que ella se hubiera mostrado tan distante al conocerlo quedó ampliamente compensado por su actitud durante la cena, especialmente después de haberse tomado un par de copas de vino. Concluida la noche, Roger intentó dejarla en un taxi para que la llevara a casa, pero ella insistió en que lo compartieran y, cuando llegaron a su apartamento de Kew Gardens, empleó todas sus dotes de persuasión para convencerlo de que subiera a tomar una «taza de leche», expresión que Roger no había oído desde sus tiempos de la universidad.

Al final, y a pesar de besarla apasionadamente en la acera, Roger se resistió y mantuvo la mano en la puerta abierta del taxi. A pesar de sentirse tentado de aprovechar la hospitalidad de Rosalyn y todo lo que su nueva expresión corporal sugería, se recordó el trabajo que tenía planeado realizar en su oficina. Tenía la sensación de estar lanzado, y a pesar de que esa noche ya no tendría la oportunidad de entregarle nada a Laurie, el fin de semana no había hecho más que empezar.

Tras prometer que la llamaría, Roger subió al taxi y se despidió saludando con la mano por la ventanilla mientras Rosalyn se quedaba clavada en el sitio hasta que lo vio desaparecer. La excursión a Queens había tenido su recompensa. No solo había conseguido la mayor parte de la información que deseaba, sino que además había conocido a una mujer que era firme candidata a futuros e interesantes encuentros.

Cuando llegó al Manhattan General ya eran casi las once de la noche. Lo primero que hizo fue pasar por la cafetería y tomarse una taza de café de verdad. Al entrar en su despacho se sentía lleno de energía y se puso a trabajar con prontitud. A las dos de la madrugada había desbrozado buena parte de la información. La sugerencia de Laurie unida a su idea de cómo ampliarla se había demostrado sumamente fértil. De hecho, casi demasiado. Al empezar se había preguntado si lograría hallar algún sospechoso. En esos momentos tenía demasiados.

Se repantigó en su asiento y cogió la primera hoja que había impreso: una lista de los cinco médicos con privilegios de entrada tanto en el St. Francis como en el Manhattan General y que habían hecho uso de ellos en ambas instituciones en los últimos cuatro meses. La lista original de médicos con aquel doble privilegio era demasiado larga, y había optado por reducirla.

Como jefe del personal médico, Roger tenía acceso ilimitado a los credenciales y archivos de todos los médicos vinculados con el Manhattan General. Tres de los cinco de la lista habían tenido problemas disciplinarios. Dos de ellos habían sido calificados eufemísticamente como «disminuidos» por problemas de adicción, y, tras haber pasado por rehabilitación seis meses antes, se hallaban en régimen de prueba con respecto a sus privilegios. El sexto, el doctor Pakt Tam, se había visto envuelto en varias demandas por negligencia que todavía estaban pendientes de veredicto y que habían desembocado en muertes inesperadas pero que no estaban relacionadas con las series de Laurie. El hospital había intentado quitarle sus privilegios, pero él había recurrido y estos le habían sido restablecidos por los tribunales hasta que se fallara la sentencia.

El caso del doctor Tam había llevado a Roger a examinar a los médicos cuyos privilegios habían sido eliminados o restringidos durante los seis meses anteriores, pensando en que quizá estuvieran enfadados, fueran perturbados, tuvieran ganas de vengarse o cualquier combinación de las tres cosas. Sus investigaciones arrojaron el nombre de ocho especialistas. El problema era que no tenía forma de saber si alguno de ellos había tenido relación con el St. Francis. Rápidamente escribió una nota para llamar a Rosalyn el lunes, la unió a la hoja de los ocho médicos y la dejó a un lado.

La idea de un médico con ansias de venganza le había hecho pensar en los posibles empleados disgustados con el hospital, en particular enfermeras u otros que tuvieran contacto directo con los pacientes. Si iba a considerar a los médicos, tendría que hacerlo también con el resto del personal, de modo que había tomado nota para hablar con Bruce para que le consiguiera una lista de los empleados despedidos antes de la fecha límite de noviembre y un año hacia atrás, y la había pegado en la lámpara para asegurarse de no perderla de vista. Llegado a ese punto, había empezado a desanimarse, pero había seguido.

El segundo grupo que tuvo en cuenta fueron los anestesistas. Tal como le había dicho a Laurie, y por las razones que ella había manifestado tan concretamente, consideraba que su dominio de ciertas áreas los convertía en los primeros sospechosos. Su intuición fue recompensada con unas cuantas posibilidades interesantes. Dos llamaron su atención de inmediato. Ambos especialistas trabajaban exclusivamente en el turno de noche, seguramente por elección propia. Uno era el doctor José Cabero, que tenía un historial como «disminuido» por el OxyContin, así como varias demandas por negligencia. El otro era el doctor Motilal Najah, una reciente incorporación a la plantilla proveniente del St. Francis. Roger había sacado copias de los historiales de ambos y marcado sus nombres con un asterisco. Esos papeles se hallaban justo ante él en la mesa. En su opinión, eran los sospechosos principales, con Najah por delante de Cabero. A pesar de que el expediente de Najah estaba limpio, la coincidencia de su traslado resultaba perfecta.

El último grupo que había examinado era el resto de empleados del hospital. Al comparar la lista de los que se habían marchado del St. Francis después de mediados de noviembre con la lista de los nuevos empleados del Manhattan General del mismo período, había obtenido un grupo de más de veinte personas. Al principio, la cantidad lo había sorprendido, pero cuando lo pensó mejor vio que tenía sentido: el Manhattan General era el buque insignia de AmeriCare, y si la compañía buscaba gente, tal como le había dicho Rosalyn, era normal que la mayoría de los profesionales y personal de apoyo prefirieran estar en él.

A pesar de sus limitaciones como detective aficionado, Roger se había dado cuenta enseguida de que veintitrés sospechosos eran demasiados. Para reducir el grupo, recurrió a la idea de Laurie de considerar solo los que habían trabajado en el turno de noche del St. Francis y se habían trasladado al mismo en el General. Con tan reducido margen no sabía si conseguiría algo, pero para su sorpresa así fue. Los siete nombres eran: Herman Epstein, de Farmacia; David Jefferson, de Seguridad; Jasmine Rakoczi, de Enfermería; Kathleen Chaudhry y Joe Linton, de Laboratorio; Brenda Ho, de Limpieza; y Warren Williams, de Mantenimiento.

Roger cogió la hoja con los siete nombres. Aunque figuraban más de los que había esperado, pensó que podría ocuparse de los siete. Al leerlos una y otra vez, no pudo evitar pensar en lo mucho que aquellos apellidos reflejaban la heterogeneidad étnica de la cultura norteamericana, y creyó poder rastrear los orígenes de todos ellos salvo de Rakoczi, aunque si se lo preguntaban habría dicho que era centroeuropeo. Miró los distintos departamentos a los que pertenecían y comprendió que todos ellos podían haber tenido contacto con los pacientes de un modo u otro, especialmente durante el turno de noche, cuando la vigilancia era mínima. Vagamente se preguntó si debía llamar a Rosalyn para que le consiguiera sus historiales del St. Francis. Puesto que había dado el primer paso de una relación con ella, quizá pudiera conseguir la información sin alarmarla, pero no tenía garantías. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer?

Dejó la lista al lado de la hoja de los anestesistas y miró el reloj. Eran las dos y cuarto de la madrugada. Meneó la cabeza; no recordaba la última vez que se había quedado trabajando hasta tan tarde, pero supuso que había sido haciendo las prácticas de residencia. Resultaba un poco deprimente pensar que casi toda la ciudad dormía, pero al menos no estaba cansado: la inyección de cafeína que se había dado en la cafetería seguía corriéndole por las venas, haciendo que se sintiera inquieto. Se dio cuenta incluso de que había estado dando golpecitos con el pie derecho. Pensó que ojalá fueran las diez de la noche en vez de las dos de la madrugada, porque con aquella lista de sospechosos podría haber llamado a Laurie y proponerle ir a verla a su piso. Por desgracia, semejante posibilidad estaba descartada. Con lo angustiada que estaba por el asunto del BRCA-1, él no estaba dispuesto a despertarla.

Al pensar en la hora, Roger se dio cuenta de que, por primera vez desde que estaba en el Manhattan General, se hallaba en el hospital durante el turno de noche, justo cuando se habían producido las extrañas muertes en las que él y Laurie estaban interesados. Con la cafeína haciendo efecto, dormir quedaba descartado; y, puesto que seguía con ánimo de sabueso, ¿por qué no subir a la quinta planta, donde se habían producido más de la mitad de las muertes, y buscar a alguno de sus «sospechosos»? Con aquella idea en la cabeza, cogió los expedientes de los dos anestesistas y la hoja con los siete nombres de los que habían pasado del turno de noche del St. Francis al turno de noche del Manhattan General. Volvió a leer los nombres y los retuvo en la memoria.

Estaba a punto de marcharse cuando pensó en algo más: dado lo embalado que estaba, sabía que estaría despierto casi toda la noche; y, puesto que necesitaba dormir, lo más probable era que no volviera al despacho hasta bien entrada la mañana. Por lo tanto, cogió el teléfono y marcó el número de la extensión de Laurie en Medicina Legal.

– Soy yo, Roger -dijo al buzón de voz-. Son más de las dos de la mañana. Tu idea sobre el St. Francis era correcta y ha dado como resultado un montón de posibles sospechosos, desde luego más de los que yo esperaba, así que tengo que concederte todo el mérito. Espero con impaciencia poder compartir mis averiguaciones contigo. Quizá podríamos quedar para cenar mañana. Por el momento, voy a seguir haciendo de detective y echaré un vistazo a la planta de cirugía, a ver si me encuentro con algunos de los que aparecen en mi lista mientras están trabajando. Como anticipo, deja que te diga que a uno de los anestesistas del turno de noche, un tal Motilal Najah, lo entrevisté personalmente cuando presentó su solicitud para venir a trabajar con nosotros. El caso es que se me había olvidado que iba a llegar del St. Francis justo después de las fiestas de Navidad. ¿Crees que será una coincidencia? Y él solo es la punta del iceberg. En fin, el caso es que aún estaré unas cuantas horas por aquí, de modo que no creo que vuelva a mi oficina antes del mediodía o la tarde. Te llamaré cuando llegue. Ciao.

Colgó y contempló la lista de las siete personas que no eran médicos y que habían pasado al Manhattan General durante el período en cuestión; se preguntó si no habría debido leérselos a Laurie. Deseaba más que cualquier otra cosa estimular su interés con la intención de que ella accediera a que se vieran. Pensó en volver a llamarla para dejarle ese mensaje, pero decidió que lo dicho ya era cebo suficiente.

Tras ponerse la bata blanca que siempre llevaba cuando se paseaba por el hospital, Roger cruzó la zona de Administración. Había estado allí alguna vez a última hora, pero nunca después de medianoche. En esos momentos era igual que una tumba.

El pasillo principal del hospital estaba desierto salvo por el operario que pasaba la máquina de pulir el suelo, a lo lejos. Mientras subía en el ascensor se sorprendió por lo despierto y lleno de energía que se sentía. También reconoció una leve euforia que desgraciadamente le recordó a la heroína. Meneó la cabeza. No quería caer en aquella trampa. Para los médicos, con las drogas al alcance de la mano, la tentación aún era más fuerte.

Roger bajó en el segundo piso, cruzó unas puertas batientes y se adentró en el complejo destinado a quirófanos. Estaba en un pasillo desierto. A su derecha, el sonido de un televisor salía de una entrada arqueada que conducía a la sala de descanso de los médicos. Confiando en encontrar a alguien del personal, entró.

El cuarto tenía unos treinta metros cuadrados, con ventanas que daban al mismo patio que las de la cafetería. Dos puertas conducían a los vestuarios. Los muebles consistían en un par de divanes de vinilo gris, así como varias sillas y pupitres. La mesa de centro aparecía llena de periódicos y revistas pasados de fecha, más una caja con restos de pizza. El televisor del rincón estaba sintonizado en la CNN, pero nadie lo miraba. Enfrente había una pequeña nevera y una cafetera colectiva.

Unas diez personas se hallaban sentadas dentro, todas vestidas con la misma ropa verde unisex de trabajo. Algunos llevaban gorros o mascarillas colgando, otros no. A pesar de que el ambiente parecía igualitario, Roger sabía que no era así y que resultaba el lugar más jerarquizado del hospital. La mayoría de los presentes comía algo o tomaba café mientras los demás charlaban.

Roger se dirigió a la cafetera y dudó en servirse una taza, no tanto para mantenerse despierto, como para tener un gesto sociable y para justificar su presencia. No había reconocido a nadie. Convencido de que no necesitaba más cafeína, abrió la nevera y sacó un zumo de naranja.

Con la bebida en la mano, Roger miró a su alrededor para estudiar mejor a la gente. Nadie le había prestado atención al entrar, pero una mujer lo miró entonces y sonrió. Roger se acercó y se presentó.

– Yo lo conozco -dijo la mujer-. Nos presentaron en la fiesta de Navidad. Me llamo Cindy Delgado. Soy una de las enfermeras. Por aquí no recibimos muchas vistas de Administración. ¿Qué le trae en plena noche?

Roger hizo un gesto despreocupado.

– No sé, me he quedado trabajando hasta tarde y pensé en darme una vuelta en busca de un poco de contacto humano y para ver el hospital en funcionamiento.

En el rostro de Cindy apareció una irónica sonrisa.

– No es que tengamos mucha diversión con este grupo de soñolientos. Si lo que busca es entretenimiento, le recomiendo la sala de urgencias.

Roger rió para mostrarse educado.

– ¿No hay casos esta noche?

– ¡Oh, sí! -repuso Cindy-. Hemos tenido dos, y el tercero va a empezar en la sala seis. Además, dentro de una hora nos ocuparemos de otro que nos van a enviar de Urgencias.

– ¿Conoce usted al doctor José Cabero?

– Claro -dijo Cindy señalando a un hombre fornido y de tez pálida sentado en una silla al lado de la ventana-. El doctor Cabero está justo ahí.

Al oír su nombre, Cabero bajó el diario y miró a Roger. Tenía un tupido bigote que le ocultaba casi toda la boca. Sus cejas se arquearon bajo su gorro de quirófano.

Roger se sintió obligado a aproximarse. No había planeado hablar con ninguno de los dos anestesistas. Su improvisado plan consistía en entablar conversación con el personal sobre ambos especialistas para ver si podía hacerse una idea de sus personalidades. De todos modos, no se engañaba: no era psiquiatra y sabía que era incapaz de reconocer a un asesino múltiple a menos que la persona se lo confesara abiertamente. De todas maneras, había confiado en que sería capaz de hacerse una vaga idea sobre si alguno de ellos podía ser potencialmente sospechoso.

– Hola -saludó con cierta reserva porque no sabía qué decir mientras se maldecía por no haber previsto la posibilidad de semejante encuentro.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó José.

– Bueno… -empezó Roger, intentando que su voz no dejara traslucir su confusión-. Soy el jefe del personal médico.

– Sé quién es usted -repuso José. En su tono había cierta tensión, como si recelara de las intenciones de su interlocutor.

– Ah, ¿sí? ¿Y cómo es eso? -José era uno de los muchos miembros de la plantilla al que no le habían presentado, lo cual incluía a casi todos los miembros del turno de noche.

José señaló la tarjeta de identificación de Roger.

– ¡Oh, claro! -exclamó este llevándose la mano a la frente-. Me olvidé de que la llevaba.

Se produjo una incómoda pausa. El resto de la habitación estaba en silencio salvo por el televisor, cuyo volumen estaba muy bajo. Roger tuvo la sensación de que los demás estaban escuchando.

– ¿Qué quiere? -preguntó José.

– Quería asegurarme de que está satisfecho y no hay problemas.

– ¿A qué se refiere cuando habla de «problemas»? -exigió saber José-. No me gusta como suena.

– No hay razón para molestarse -contestó Roger con ánimo apaciguador-. Solamente pretendo ser previsor y conocer al personal. No habíamos tenido el placer. -Roger tendió la mano hacia José.

El rostro del anestesista se había encendido. El hombre miró la mano tendida pero no hizo ademán de devolver el saludo, y tampoco se puso en pie. Lentamente, alzó la vista y miró a Roger a los ojos.

– Tiene usted mucha cara dura viniendo aquí como si tal cosa para hablarme de problemas -dijo acalorado y señalándolo con un dedo amenazador-. Será mejor que esto no tenga nada que ver con historias pasadas como el sacar a la luz los anestésicos que necesitaba para mi espalda o los casos de negligencia ya cerrados, porque si es por eso, usted y el resto de Administración tendrán noticias de mis abogados.

– Tranquilícese -le rogó Roger suavemente-. No tenía intención de hablar de nada de eso. -Estaba sorprendido por la beligerancia del anestesista y su defensiva actitud; a pesar de todo, se esforzó por mantener la calma. Si aquel hombre podía enfadarse tanto por tan mínima provocación, puede que fuera un tipo inestable capaz de cualquier barbaridad. Para quitar hierro a la situación, añadió-: Mi intención al venir aquí era ver cómo le van las cosas al doctor Najah. Usted lleva tiempo en el hospital, pero el doctor Najah es un recién llegado. Siendo usted el más veterano, me interesaba su opinión.

Parte de la hostilidad se desvaneció del rostro de José, que hizo un gesto a Roger indicándole que se sentara. Tan pronto como este lo hubo hecho, el médico se le acercó y bajó la voz.

– ¿Por qué no lo dijo usted desde el principio? Motilal es con quien debería estar hablando usted si lo que le preocupan son los problemas.

– ¿Y cómo es eso?

Los ojos de José Cabero tenían un destello conspirativo, y Roger pensó que, aunque aquel individuo no fuera un asesino múltiple, era la última persona por quien se dejaría anestesiar.

– Ese hombre es un solitario. Quiero decir que en el turno de noche formamos una especie de equipo. Y se lo aseguro, él no se relaciona con nadie si no es en el plano profesional. Come por su cuenta y nunca viene por aquí para alternar. Y cuando digo «nunca» quiero decir ¡«nunca»!

– Cuando lo entrevisté me pareció un tipo amigable -comentó Roger, que recordaba haberse sentido impresionado por las educadas maneras y la franqueza de Motilal. Sin embargo, lo que estaba escuchando de boca de José sugería que Najah presentaba ciertos rasgos antisociales; y si eso era cierto, debía entrar en la lista de sospechosos.

– Entonces es que lo engañó -dijo José, que se echó hacia atrás e hizo un gesto abarcando la estancia-. Si no me cree, pregunte a cualquiera de los de aquí.

Los ojos de Roger recorrieron la sala. La gente había reanudado sus lecturas y conversaciones. Miró de nuevo a José y empezó a sentirse pesimista respecto a sacar algo en limpio de su lista de sospechosos después de lo que estaba oyendo sobre Motilal y viendo el comportamiento de Cabero.

– ¿Y qué hay de sus aptitudes profesionales? -preguntó-. ¿Es buen anestesista?

– Supongo, pero cualquiera de las enfermeras anestesistas se lo explicaría mejor que yo, porque son ellas las que trabajan directamente con ese holgazán perezoso. El problema que tengo con él es que nunca está aquí. Siempre anda dando vueltas por el hospital.

– ¿Y qué hace paseándose por ahí?

– ¿Cómo voy a saberlo? De lo que estoy seguro es de que siempre acabo haciendo todo el trabajo. Es como hace diez minutos: tuve que hacerlo llamar para que moviera el culo hasta aquí porque era su turno de ocuparse de un caso. ¡Demonios! ¡Esta noche ya he hecho dos!

– ¿Dónde estaba cuando lo hizo llamar?

– En la planta de ginecología y obstetricia. Al menos eso fue lo que dijo cuando se lo pregunté; aunque podría haber estado en uno de los bares locales.

– ¿Se está ocupando de algún caso en estos momentos?

– ¡Mejor será! De lo contrario, nuestro jefe, Ronald Havermeyer se va a enterar. Estoy cansado de echar capotes a ese tío.

– Dígame una cosa -preguntó Roger recostándose en su asiento-, ¿está usted enterado de que en los últimos meses se ha producido el fallecimiento inesperado e inexplicable de una serie de pacientes jóvenes y aparentemente sanos a los que justo acababan de operar?

– No -contestó José, a juicio de Roger con excesiva precipitación.

De repente el anestesista alzó la mano para ordenar silencio. Una llamada sonaba por los altavoces generales.

– Código Rojo en 603 -anunció una voz-. Código Rojo en 603.

José se obligó a ponerse en pie y dejó el periódico a un lado.

– ¿Lo ve? Apenas me he sentado, va y se presenta un código de crisis cardíaca. Lamento interrumpir esta conversación tan bruscamente; pero, a menos que estemos ocupados con un caso, nuestra obligación es acudir a una llamada de Código Rojo. De todas maneras, le animo a que hable con Motilal. Si su intención es anticiparse a los problemas, es su hombre.

José salió de la sala estetoscopio en mano, y Roger oyó que en el pasillo se abrían y cerraban ruidosamente las puertas batientes que daban a los ascensores. Dejó escapar un suspiro y miró a su alrededor. Nadie parecía haber reaccionado ante su extraña conversación con el anestesista, al anuncio del Código Rojo o a la precipitada marcha de José, hasta que sus ojos volvieron a fijarse en Cindy Delgado. La joven sonrió e hizo un gesto interrogativo. Roger se levantó y se le acercó.

– No haga caso al doctor Cabero -dijo ella riendo-. Es un pesimista incurable y nuestro particular profeta del Apocalipsis.

– Parecía un poco a la defensiva.

– ¡Ja! ¡Menudo eufemismo! Está completamente paranoico con ribetes de misantropía; pero ¿sabe una cosa?, se lo pasamos por alto porque es un anestesista francamente bueno; y yo lo sé mejor que nadie porque trabajo con él casi todas las noches.

– Eso me tranquiliza -repuso Roger, no obstante muy poco convencido-. ¿Ha oído lo que contaba del doctor Najah?

– Más o menos.

– ¿Es esa la sensación que aquí se tiene sobre él?

– Supongo -contestó Cindy con un encogimiento de hombros-. El doctor Najah no se relaciona demasiado, pero a nadie le importa salvo a José. Me refiero que, al fin y al cabo, este es el turno de los monstruos.

– ¿A qué se refiere con eso?

– A que todos tenemos nuestras cosas y por eso hemos escogido este horario. Quizá seamos todos un tanto misántropos a nuestra manera. A mí me gusta el hecho de que tengamos menos supervisión y menos tonterías burocráticas. Lo que no sé es por qué lo prefiere el doctor Najah, quizá se deba a algo tan simple como la timidez. Con lo callado que es, resulta difícil decirlo; pero como anestesista es bueno. No malinterprete lo que le he comentado sobre José, porque no es algo que diga de todo el mundo.

– ¿O sea que usted no cree que Najah sea un tipo antisocial?

– No en el sentido enfermizo de la palabra. Pero, para serle sincera, no lo sé a ciencia cierta. Apenas he cruzado unas palabras con él.

– José se quejaba de que siempre está deambulando por el hospital. ¿Tiene usted idea de adónde va?

– Eso creo. Me parece que va ver todos los casos preoperatorios previstos para el día siguiente. ¿Y por qué lo digo?, porque al día siguiente siempre aparece con la lista de operaciones programadas para ese día.

Roger asintió mientras en silencio confirmaba su opinión sobre sus deficiencias como detective. Después de haber charlado con José Cabero, haberse enterado de algunos detalles del solitario Najah y del funcionamiento del turno de noche en general, seguía sin poder descartar a nadie como sospechoso. A pesar de todo, estaba decidido a seguir adelante.

– ¿Oyó usted lo que dijo José cuando le pregunté si sabía algo de las muertes inesperadas que se han producido las últimas semanas?

– Sí, lo oí -contestó Cindy con una risita y haciendo gesto de restarle importancia-. No sé qué le estaba pasando por la cabeza, porque está perfectamente enterado. Todos estamos enterados, especialmente en Anestesiología. La verdad es que no es nuestro tema favorito, pero hemos hablado del asunto más de una vez, especialmente desde que los casos han ido en aumento.

– Entonces, ¿por qué me ha dicho que no sabía nada?

– Ni idea. Quizá debería preguntárselo cuando vuelva. Los anestesistas nunca se entretienen mucho con un Código Rojo. Solo aparecen para asegurarse de que se entuba bien al paciente.

– Gracias por hablar conmigo -dijo Roger echando una última mirada a la sala-. Debo decir que nadie parece especialmente amigable.

– Es lo que le he dicho: todos tenemos nuestras manías. Pero si viniera por aquí con cierta regularidad, descubriría que la gente es más amigable de lo que parece.

Roger se despidió con un gesto de la mano y una franca sonrisa y fue en busca del ascensor. Su dedo estaba a punto de presionar el botón cuando se detuvo. Su visita no había sido especialmente fructífera. Al llegar tenía dos anestesistas como sospechosos principales, e iba a marcharse con los mismos nombres en el bolsillo.

Las alternativas resultaban sencillas: podía permanecer en la segunda planta y visitar Farmacia para intentar averiguar algo sobre Herman Epstein, que había sido transferido del turno de noche del St. Francis al turno de noche del Manhattan General; podía bajar al primer piso para visitar Seguridad o incluso a los sótanos para ver Mantenimiento, donde había otros dos transferidos similares. Sin embargo, algo le decía que, gracias a su total falta de experiencia como detective, no iba a conseguir averiguar nada relevante. Su breve charla con José le había demostrado que no sabía plantear las preguntas necesarias aparte de «¿Es usted el asesino múltiple que ha estado liquidando a los pacientes del turno de noche?». La idea de Laurie estaba bien en teoría; el problema era que había demasiados sospechosos potenciales. Además, todos los transferidos tenían acceso a las instalaciones del hospital en virtud de la naturaleza de su trabajo.

La idea de ir preguntando a la gente si era el asesino múltiple puso una sonrisa en el rostro de Roger. No requería un esfuerzo especial imaginar lo que supondría para su carrera y reputación ir por ahí haciendo ese tipo de preguntas. Suspiró y miró la hora. Eran más de las tres de la madrugada. A pesar de que el efecto de la cafeína se le estaba pasando, la sensación de estar «enganchado» persistía. Si volvía a su apartamento no tendría manera de pegar ojo.

Impulsivamente presionó el botón de la quinta planta, donde habían tenido lugar las últimas cuatro muertes y donde trabajaba la enfermera asesinada en el aparcamiento. También decidió pasar por el cuarto piso, donde estaban Ortopedia y Neurocirugía, y donde habían fallecido otros dos pacientes. Su razonamiento le decía que nunca había estado en el hospital durante el turno de noche, especialmente en las plantas de los pacientes, y que hacerse una idea del ambiente que allí se respiraba podría serle de ayuda.

A pesar de que lo había imaginado, el ambiente de noche en la quinta planta era totalmente distinto del de la mañana. En lugar del controlado frenesí, reinaba una engañosa e inesperada serenidad. Hasta la iluminación, una vez amortiguada su severa intensidad, resultaba distinta. Mientras caminaba desde el vestíbulo de los ascensores hasta el mostrador de las enfermeras, Roger no vio a nadie. Era como si estuvieran en pleno ejercicio de evacuación por incendio y todo el mundo hubiera salido del edificio.

Cuando llegó al centro de enfermería, echó un vistazo a la hilera de monitores que mostraban los ECG de los pacientes. Con la moderna tecnología inalámbrica, aquella telemetría estaba disponible en todas las plantas del centro. El problema, naturalmente, radicaba en que no había nadie controlándola.

Roger se asomó al largo pasillo en ambas direcciones. El suelo brillaba en la penumbra. En ese instante, Roger oyó el delator sonido de una silla al ser movida. Preguntándose de dónde había provenido, dio la vuelta al mostrador y se internó por un corto pasillo que conducía a una sala con un escritorio-mostrador con armarios por encima y por debajo y una nevera. Sentada ante la mesa, con los pies apoyados en ella y leyendo una revista, se encontraba una enfermera de aspecto cautivador. Sus facciones tenían un toque de exotismo asiático que a Roger le gustaba especialmente tras sus años en Oriente. Tenía los ojos apropiadamente oscuros, lo mismo que el cabello, y, bajo el uniforme, se adivinaba una esbelta figura.

– Buenas noches -dijo Roger antes de presentarse y fijándose en que la joven estaba leyendo una revista sobre armas de fuego, lo cual le pareció curiosamente inapropiado.

– ¿Qué ocurre? -preguntó la enfermera sin quitar los pies de la mesa.

Roger sonrió para sí. Recordaba una época no tan lejana, incluso en Norteamérica, en que las enfermeras solían mostrar un deferente respeto ante los médicos, casi hasta el punto de parecer intimidadas. Pero aquel no era uno de esos casos.

– Estoy comprobando cómo va todo -dijo Roger-. Tengo entendido que ayer por la mañana perdieron a su enfermera jefe en circunstancias trágicas. Lo lamento.

– No pasa nada. La verdad es que, como enfermera jefe, tampoco era tan buena.

– ¿De verdad? -inquirió Roger ante lo que le parecía una respuesta singularmente poco piadosa. Tanta franqueza con un desconocido no era lo habitual. Leyó el nombre de su placa de identificación: «Rakoczi», y recordó que figuraba en la lista de transferidos.

– No lo estoy engañando. Era una tía rara y no le caía bien casi nadie.

– Lamento oír eso, señorita Rakoczi -repuso Roger apoyándose sobre el mostrador y cruzando los brazos-. ¿Sabe si Clarice Hamilton ha nombrado ya a otra enfermera jefe para el turno de noche?

– Aún no. Por el momento, yo me he hecho cargo y he repartido los pacientes. Alguien tenía que hacerlo, y las demás estaban sentadas sin hacer nada, retorciéndose las manos. De todas maneras, todo va bien.

– Me alegro de saberlo -contestó Roger-. Señorita Rakoczi, me gustaría hacerle algunas preguntas.

– Llámeme Jazz. No contesto al tratamiento de «señorita Rakoczi».

– Supongo que estará usted enterada de las muertes de cuatro pacientes relativamente jóvenes y sanos que han fallecido a las pocas horas de ser operados durante las últimas cinco, seis o siete semanas, habiendo ocurrido la última la noche pasada.

– Pues claro, sería difícil no estar enterada.

– Claro. ¿La han afectado?

– ¿A qué se refiere?

Roger se encogió de hombros. La pregunta le parecía de lo más obvio.

– A si la han afectado desde el punto de vista psicológico.

– No. En realidad, no. Este es un hospital muy grande y con mucho trabajo. La gente muere. Una no puede dejar que estas cosas la afecten, de lo contrario se volvería loca y los demás pacientes serían los que pagarían las consecuencias. Ustedes, los jefes, no salen de sus magníficos despachos y se olvidan de cómo es el trabajo en las trincheras. ¿Entiende lo que quiero decir?

– Supongo que sí -repuso Roger detectando un cambio nada sutil en la actitud de la enfermera, que había empezado siendo desenfada pero que se había vuelto cautelosa y tensa hasta rozar el enfado.

– ¿Y usted me lo está preguntando porque las muertes ocurrieron en esta planta?

– Desde luego.

– Pues ha habido más en otros pisos.

– Sí. Estoy enterado.

– La verdad es que han tenido una esta misma noche, hace menos de media hora, en la planta de Obstetricia y Ginecología. ¿Por qué no va allí a darles la lata?

Una desagradable y tensa sensación se apoderó del estómago de Roger, que él atribuyó a los efectos de la cafeína. Una vez pasada la euforia, se sentía como si tuviera todos los nervios de punta. El enterarse de que se había producido otro fallecimiento mientras estaba en el hospital buscando supuestos sospechosos, le hizo sentirse desagradablemente cómplice, como si su deber hubiera sido evitarlo.

– ¿Y ha sido un caso parecido? -preguntó esperando en vano una respuesta negativa.

– Eso creo -repuso Jazz-. El rumor dice que se trataba de una mujer de unos treinta años a la que acababan de practicar una sencilla histerectomía. En serio, ¿por qué no va a preguntar a esas enfermeras si les ha afectado?

Por un momento, Roger se quedó contemplando a aquella exótica enfermera, que inicialmente le había parecido atractiva y sexy, mientras ella le devolvía la mirada con descaro. En ese instante, se le antojaba un personaje extraño que le recordaba a su reacción ante el doctor Cabero y sus historias sobre Motilal Najah. No pudo evitar acordarse del comentario de Cindy acerca de que la gente que trabajaba en el turno de noche tenía sus manías, aunque la palabra «manías» quizá no fuera lo bastante contundente en ese caso. Seguramente «neurótica» era más ajustado, y se preguntó si toda la gente de su lista sería igualmente rara. De un modo u otro, era evidente que iba a tener que trabajarse a Rosalyn para que le consiguiera los expedientes del personal transferido, al margen del riesgo que eso pudiera suponer.

– A ver, ¿de qué va esto? -se burló Jazz-. ¿Es un tratamiento silencioso especial o es que estamos en uno de esos estúpidos concursos de «a ver quién aparta la vista primero»?

– Lo siento -repuso Roger, bajando los ojos-. Ha sido la sorpresa de enterarme de que ha habido otra muerte más. Es preocupante y alarmante. Me sorprende que usted se lo tome tan a la ligera.

– Se llama «distanciamiento profesional» -contestó Jazz-. Los que tratamos con pacientes debemos mantenerlo. -Quitó los pies de la mesa y los puso en el suelo de golpe, arrojó la revista a un lado y se puso en pie-. Bueno, tengo pacientes a los que debo ir a ver. Que lo pase usted bien arriba, en la planta de Obstetricia.

– Espere un segundo -dijo Roger agarrando a Jazz del brazo cuando ella pasó ante él y sorprendiéndose ante su recia musculatura-. Tengo algo más que preguntarle.

Jazz contempló la mano que le sujetaba el antebrazo y se produjo un instante de tensión. Sin embargo, se controló y miró a Roger.

– Suélteme o lo lamentará. ¿Me ha oído?

Roger la dejó ir y volvió a cruzar los brazos en una actitud que no resultase amenazadora. No quería dar a aquella mujer una excusa para que usara una violencia física de la que la creía más que capaz. Lo cierto era que lo intimidaba.

– Tengo entendido que viene usted del St. Francis. ¿Podría decirme a qué se debió el cambio?

Esta vez fue Jazz quien lo miró antes de contestar.

– ¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?

– Tal como le he dicho, soy el jefe del personal médico. Ha habido una pequeña queja sobre usted por parte de uno de los doctores, y lo estoy investigando. Francamente, el doctor en cuestión tiene un historial de quejas infundadas, pero aun así estoy obligado a comprobarlo. -Roger mentía, pero había llegado a la conclusión de que debía inventar alguna excusa que justificara sus preguntas en el calor del momento. El personal de enfermería no entraba en su jurisdicción.

– ¿Y cómo se llama ese puñetero médico?

– No estoy autorizado a revelar nombres.

Jazz apartó la vista. Sus ojos recorrieron la habitación. Roger vio que tenía las aletas de la nariz hinchadas y que respiraba pesadamente. No se mostraba cautelosa, sino abiertamente irritada.

– Deje que le explique -dijo Roger-. Si le pregunto por qué se marchó del St. Francis es por la misma razón: ¿tuvo usted algún problema con los médicos de allí? Estamos obligados a preguntarlo.

– ¡Demonios, no! -espetó Jazz-. Puede que en alguna ocasión tuviera unas palabras de más con la enfermera jefe, pero nunca con los médicos. Es más, puedo contar con los dedos de una mano las veces que me topé con un doctor estando en el turno de noche. Seguro que estaban todos en sus casas follándose a sus mujeres.

– Ya veo -contestó Roger, que prefirió no hacer comentarios sobre la última observación de Jazz, sino centrarse en la primera-. ¿O sea que opinaba que su enfermera jefe en el St. Francis tampoco era tan competente como a usted le habría gustado?

Una maliciosa sonrisa apareció en el rostro de Jazz.

– Lo ha adivinado, pero no es para sorprenderse. El turno de noche atrae a la gente más rara.

Roger asintió. Después de su primer contacto con el turno de noche del Manhattan General, no podía estar más de acuerdo.

– Y por curiosidad, ¿nunca se le ha ocurrido pensar que usted pudiera ser en parte responsable de no llevarse bien con ninguna de sus enfermeras jefe?

Cualquier resto de sonrisa desapareció del rostro de Jazz.

– ¡Claro! ¡La culpa de que esas dos gordas fueran tan estúpidas debe ser mía! ¡Por favor, deme un respiro!

– Entonces, ¿por qué se trasladó de hospital?

– Quería un cambio de aires y venir al centro.

– ¿Y por qué prefiere el turno de noche?

– Porque hay muchos menos problemas. Reconozco que los sigue habiendo, pero mucho menos que durante el día o la tarde. Cuando me alisté como enfermera en el ejército, me destinaron con los marines como independiente. Me gusta más trabajar por libre.

– Así que estuvo en el ejército…

– ¡Joder, y tanto! Con los marines, en la primera guerra del Golfo.

– Interesante. Dígame, ¿de dónde viene el apellido Rakoczi?

– Es húngaro. Mi abuelo fue un luchador por la libertad.

– Una pregunta más, si no le importa -dijo Roger como si le restara importancia-. ¿Sabía usted que en la época en que estuvo en el St. Francis se produjeron allí unas cuantas muertes iguales a las de aquí?

– Le digo lo mismo que antes: habría sido difícil que no me enterara.

– Gracias por su tiempo -dijo finalmente Roger, apartándose del mostrador-. Creo que seguiré su consejo y subiré a Obstetricia. De todas maneras, es posible que tenga alguna pregunta más que formularle. ¿Le importaría si vuelvo por aquí si se da el caso?

– Haga lo que le plazca.

Roger intentó sonreír confiadamente a Jazz antes de salir de la salita y dirigirse hacia los ascensores. Mientras caminaba, meneó la cabeza imperceptiblemente. No podía creerlo. Había hablado con dos personas de su lista y se había enterado sobre una tercera, y estaba convencido de que cualquiera de ellas podía estar lo bastante loca para haber hecho lo impensable.


Jazz se asomó lo suficiente para ver a Roger ir hacia los ascensores. Apenas podía creerlo. Los problemas aparecían por todas partes. La «sanción» de los pacientes había funcionado perfectamente hasta Lewis, y a partir de ahí, todo se había ido al cuerno. Y por si fuera poco, justo cuando creía haber eliminado uno de los peligros potenciales, aparecía otro.

– ¡Menudo hijoputa! -murmuró para sí. Por su forma de vestir y ademanes sabía que era otro de aquellos señoritos «universidad de lujo».

Después de llegar a los ascensores y presionar el botón de llamada, Roger se dio la vuelta y miró hacia el mostrador de enfermeras. Jazz retiró la cabeza porque no quería que él la viera observándolo como si le preocupara. Meneó la cabeza y dio un fuerte golpe en la mesa con la mano. Algunos papeles salieron volando y cayeron al suelo.

– ¿Qué demonios voy a hacer? -se preguntó en voz baja meneando nuevamente la cabeza. Se le ocurrió la posibilidad de llamar al señor Bob, pero enseguida lo descartó. Tenía la intuición de que si se quejaba de lo que fuera no volvería a recibir más nombres, de que la excluirían de la Operación Aventar. Era tan sencillo como eso.

Se encogió de hombros. No se le ocurría nada. Aunque la preocupación la atenazaba, no sabía qué hacer; pero al mismo tiempo era consciente de que tenía que ir con cuidado porque aquella cucaracha de Administración, por lo que le había dicho, podía convertirse en algo más que una simple onda en la superficie.


Las puertas del ascensor se abrieron, y Roger salió a la sexta planta. A la izquierda, más allá de las dobles puertas, se hallaba el ala médica; y a la derecha, tras unas puertas iguales, estaba Obstetricia y Ginecología. Entró allí. A diferencia del piso de abajo, había mucha gente a la vista, tanto en el mostrador de enfermeras como en el pasillo. Incluso vio a un celador empujando una camilla con un cuerpo envuelto en una mortaja camino del ascensor de pacientes. Roger supuso que se trataba del caso por el que había ido a interesarse.

Al acercarse al mostrador de enfermeras, Roger se detuvo un momento y simplemente observó. Imaginó que debía de tratarse del equipo de reanimación junto con algunas de las enfermeras de planta. El carrito de reanimación, junto con su desfibrilador, se hallaba arrimado a la pared del pasillo. Los presentes charlaban en pequeños grupos y seguramente intercambiaban opiniones acerca del fallido intento de rescate.

– Disculpe -dijo Roger directamente a la mujer que tenía delante. Ella estaba ocupada rellenando unos formularios, pero alzó la vista. Al igual que Jazz en el piso de abajo, iba vestida de uniforme, pero a diferencia de ella parecía educada y respetuosa; también estaba ligeramente gorda y tenía el puente de la nariz salpicado de pecas-. ¿Podría decirme quién es la enfermera jefe?

– Soy yo. Me llamo Meryl Lanigan. ¿En qué puedo atenderlo?

Roger se presentó y le dijo que estaba interesado en un fallecimiento reciente.

– El nombre de la paciente era Patricia Pruit. Este es su historial, ¿quiere verlo?

– Sí, me gustaría. Gracias. -Roger lo cogió y le echó una rápida ojeada. El perfil resultó como había temido. Patricia Pruit había sido una sana mujer de treinta y siete años, madre de tres hijos. La mañana anterior le habían practicado una histerectomía sin complicaciones a causa de unos fibromas. Su evolución postoperatoria no había presentado nada destacable, y ya había empezado a recibir alimento líquido vía bucal. Entonces sobrevino el desastre.

Roger miró a la enfermera, que estaba esperando a que le devolviera el informe.

– Desde luego es una tragedia -dijo-. Sobre todo por lo inesperado teniendo en cuenta su edad y su estado de salud.

– Sí. Le parte el corazón a una -dijo Meryl abriendo el historial por la página de las anotaciones de las enfermeras.

– En los últimos meses ha habido más casos parecidos en otras plantas -comentó Roger.

– Eso he oído. Por suerte, es el primero para nosotros. La verdad es que, estando acostumbrados a desenlaces más felices, resulta más difícil de asimilar.

– Si no le importa, tengo unas cuantas preguntas que me gustaría hacerle. ¿Ha visto al doctor Najah por aquí esta noche?

– Pues sí, como casi todas las noches.

– ¿Y al doctor Cabero?

– También lo hemos visto, pero solo después de que avisáramos del Código Rojo.

– ¿Y qué hay de una enfermera llamada Rakoczi que responde al nombre de «Jazz»?

– Tiene gracia que lo pregunte.

– ¿Por qué?

– Porque la vemos bastante a menudo. Yo diría que demasiado. Incluso he llegado a quejarme a Susan Chapman, que era su superiora, para decirle que no la quería por aquí. Ahora que Susan ya no está con nosotros, voy a tener que acudir a otras instancias.

– ¿Qué hace la señorita Rakoczi cuando viene por aquí?

– Intenta hacerse la simpática con las ayudantes. Aparte de eso, se dedica a husmear en los historiales, que no son materia de su incumbencia.

– ¿Y recuerda concretamente haberla visto por aquí esta noche?

– Lo recuerdo perfectamente porque, cada vez que la veo, me enfrento con ella, y esta noche no ha sido una excepción.

– ¿Y qué le ha dicho ella?

– Me ha dicho que estaba haciendo de enfermera jefe en funciones y que necesitaba algunas cosas. No recuerdo qué, pero la envié a nuestro almacén para que cogiera lo que necesitara. Luego, le pedí por favor que se marchara. También le indiqué que iba a tener que devolverlo todo, cosa que prometió hacer.

– ¿Y entonces fue a su almacén?

– Sí. Eso hizo.

– ¿Y qué ocurrió después?

– Supongo que debió de coger lo que necesitaba y volvió al piso de abajo. No lo sé exactamente porque yo estaba atendiendo a una paciente y además, después, tuvimos el Código Rojo.

– ¿Cuál era la habitación de Patricia Pruit?

– La seiscientos tres. ¿Por qué lo pregunta?

– Porque me gustaría echarle un vistazo.

– Como guste -contestó Meryl indicándole el pasillo correspondiente.

Una miríada de pensamientos cruzó por la mente de Roger mientras caminaba hacia la habitación de la paciente fallecida. Según le parecía, Jasmine Rakoczi resultaba un misterio cada vez más impenetrable. No dejaba de preguntarse por qué subía tan a menudo a alternar con las ayudantes cuando parecía tan poco sociable, y por qué metía las narices en los historiales de Obstetricia y Ginecología. No tenía sentido. Lo que sí lo tenía era el hecho de que tanto ella como el doctor Najah habían estado en aquella planta antes de que se produjera el Código Rojo. Naturalmente, también se preguntó cuántos otros de los transferidos habrían ido también. Por lo que sabía, bien podrían haber sido todos ellos.

La habitación de Patricia Pruit era un completo caos. El suelo estaba lleno de los restos del intento de reanimación. En el frenesí del momento, los envoltorios, las jeringas y los recipientes de medicamentos habían sido simple y llanamente arrojados al suelo. La cama había sido situada en posición horizontal y subida para favorecer el uso del desfibrilador, y la tabla de reanimación seguía en su sitio. Unas delatoras gotas de sangre salpicaban las arrugadas y blancas sábanas.

Por desgracia, lo que Roger buscaba no estaba a la vista. El soporte de la vía intravenosa se hallaba en su lugar habitual, en la cabecera de la cama, pero sin el recipiente que debería haber tenido colgando. Al contemplar la escena de la tragedia, a Roger se le ocurrió que quizá fuera conveniente hacer analizar el contenido de la línea intravenosa. Dado que Laurie le había dicho que los análisis de toxicología no habían encontrado nada, cabía la posibilidad de que comprobar los fluidos intravenosos les dijera algo.

Dio media vuelta y regresó al mostrador de enfermeras donde preguntó a Meryl dónde podía estar la botella. Ella se encogió de hombros.

– No tengo ni idea de dónde puede estar. -Acto seguido se volvió hacia el residente que se había ocupado de la reanimación y le hizo la misma pregunta. El hombre negó con la cabeza para indicar que no lo sabía y volvió a la conversación que mantenía con sus colegas, que debatían por qué el intento de reanimación no había dado resultado.

– Supongo se llevaron la botella con el paciente -dijo Meryl-. Siempre dejamos la intravenosa puesta junto con el resto de tubos.

– Puede que sea una pregunta estúpida, pero es que llevo poco tiempo aquí: ¿adónde exactamente han llevado el cuerpo?

– Al depósito, o a lo que utilizamos como tal. Se trata del antiguo anfiteatro de autopsias del sótano.

– Gracias -dijo Roger.

– De nada.

Volvió a los ascensores, apretó el botón para bajar, pero entonces se fijó en el símbolo de la escalera y se le ocurrió de repente preguntar a Jasmine Rakoczi por qué subía tan a menudo a la planta de Obstetricia y qué había necesitado aquella noche. Dado que el ascensor tardaba en llegar, decidió utilizar la escalera. Mientras bajaba, se dio cuenta de que el efecto de la cafeína se le estaba empezando a pasar porque notó las piernas pesadas. Decidió que tendría una última charla con la enfermera, que después buscaría la botella de plasma y se marcharía a casa.

La quinta planta estaba tan silenciosa como antes, y Roger dio por hecho que todas las enfermeras estarían ocupándose de sus respectivos pacientes. Vio a algunas al pasar ante las habitaciones; pero, antes que molestarlas, prefirió esperar en el mostrador a que Rakoczi regresara. Para su sorpresa, la encontró en el mismo sitio y en la misma posición que antes, leyendo la misma revista.

– Pensaba que tenía usted pacientes de los que ocuparse -comentó. Sabía que se estaba mostrando rudamente provocativo con alguien de carácter inestable, pero no lo podía evitar. Saltaba a la vista que aquella mujer se estaba escaqueando.

– Y me he ocupado. Ahora me encargo de la zona de enfermeras. ¿Tiene algún problema con eso?

– Por suerte para ambos, no es asunto de mi incumbencia -contestó Roger-, pero sí tengo otra pregunta que hacerle. Siguiendo su consejo, he ido a Obstetricia y he hablado con Meryl Lanigan. Me ha contado que usted es una asidua visitante. De hecho, me ha revelado que esta noche ha estado usted allí. Me gustaría saber por qué.

– Porque así completo mi formación -repuso Jazz-. La obstetricia y la ginecología me interesan, pero con los marines no tuve ocasión de aprender demasiado por razones obvias. Por eso subo con frecuencia cuando tengo un descanso. Ahora que he aprendido un poco, estoy pensando en solicitar un traslado cuando haya plaza.

– Así que esta noche subió también para completar sus conocimientos, ¿no?

– ¿Le resulta tan difícil de creer? En lugar de bajar a la cafetería con el resto de personal de planta durante mi hora de comer para hablar de nimiedades me voy a Obstetricia a aprender cosas que no sé. Es lo de siempre, cuando una hace un esfuerzo por mejorar lo único que consigue es que le echen la bronca.

– No quisiera agravar sus pesares -dijo Roger esforzándose por suprimir el sarcasmo de su tono de voz-, pero me parece que hay cierta discrepancia: la enfermera Lanigan me ha dicho que, cuando se encaró con usted antes, usted le dijo que necesitaba no sé qué suministros.

– ¿Le dijo eso? -preguntó Jazz con burlona risa-. Bueno, en cierto sentido tiene razón. Necesitaba unos conductos de empalme, y eso gracias a que la central de abastecimiento no nos abastece; pero eso no es más que una simple observación sin importancia. Lo que realmente estaba haciendo allí era empaparme de información de las anotaciones de las enfermeras. Lo más probable es que Lanigan no quiera admitirlo porque cree que quiero quitarle el puesto.

– Yo no diría eso -contestó Roger-, pero no soy nadie para saberlo. Gracias por su tiempo, señorita Rakoczi. Seguiremos en contacto por si se me ocurren más cosas que preguntarle.

Roger salió de la salita y rodeó el mostrador. En esos momentos se sentía verdaderamente fatigado. El efecto de la cafeína se le había pasado por completo. Un momento antes había considerado la posibilidad de volver al ala de operaciones para intentar localizar a Najah porque, lo mismo que a Rakoczi, deseaba preguntarle qué había ido a hacer a la planta de Obstetricia y Ginecología. Sin embargo, en ese instante ya no estaba tan seguro y se sentía agotado. Eran las cuatro de la madrugada.

Decidió que lo primero que haría al día siguiente sería llamar a Rosalyn y pedirle el expediente de Jasmine Rakoczi en el St. Francis. Ya no le importaban las consecuencias. Se preguntaba si la carencia de enfermeras había sido la razón de que la contrataran. En su opinión había muy pocas posibilidades de que ella fuera una asesina múltiple, porque eso habría sido demasiado fácil. Sin embargo, el hecho de que estuviera contratada como enfermera con el carácter que tenía le parecía totalmente inadecuado y tenía intención de tomar cartas en el asunto.

Roger apretó el botón del ascensor para bajar y lanzó una última mirada al mostrador de enfermeras. Fue solo durante una fracción de segundo, pero tuvo la impresión de que Jazz lo espiaba por la puerta de la sala. No estaba seguro, y con lo fatigado que se encontraba, pensó que podría haber sido cosa de su imaginación. Aquella mujer lo incomodaba, y la idea de estar a su cuidado le desagradaba profundamente.

El ascensor llegó, y él subió. Justo antes de que se cerraran las puertas, volvió a mirar hacia la puerta de la sala de enfermeras. Por segunda vez no supo si sus ojos o cerebro lo engañaban, pero creyó verla de nuevo.

Bajó hasta el sótano, donde nunca había estado antes. A diferencia del resto del hospital, su aspecto era totalmente utilitario. Las paredes eran de desnudo cemento, y una multitud de tuberías y conductos -algunos aislados y otros no- corría por el techo. Los elementos de iluminación eran simples bombillas protegidas por una rejilla metálica. Más allá de los ascensores, en un sencillo y desconchado cartel pintado directamente en el cemento se leía: «Anfiteatro de autopsias» acompañado de una gran flecha roja indicadora.

El camino era laberíntico; pero, siguiendo las flechas, Roger llegó finalmente a una doble puerta revestida de cuero y con unos ventanucos ovalados a la altura de los ojos. Los vidrios estaban cubiertos de una película grasienta. A pesar de que Roger vio que dentro brillaba una luz, no pudo distinguir más detalles. Abrió la puerta con el antiguo tirador de latón.

El interior era un anfiteatro semicircular muy pasado de moda con filas de pequeños asientos que ascendían en la oscuridad. Roger calculó que lo habían construido hacía más de un siglo, cuando Anatomía y Patología eran las piedras angulares de la formación del médico. Se veía mucha madera vieja oscurecida por sucesivas capas de barniz, y la única claridad provenía de una gran lámpara de techo apantallada que colgaba de un largo cable. La luz caía justo encima de una antigua mesa metálica para autopsias que ocupaba el centro del escenario. Contra la negra pared había un aparador de hierro y cristal con una colección de instrumentos de acero inoxidable. Roger se preguntó cuándo los habrían utilizado por última vez. Muy pocas autopsias se hacían ya fuera del Departamento de Medicina Legal, y menos aún en los grandes centros dirigidos por las empresas de sanidad, como el Manhattan General.

Junto con la mesa de autopsias, en el escenario había varias camillas del hospital que a todas luces contenían cuerpos. Roger se acercó sin saber cuál de ellas sería la de Patricia Pruit. Mientras se aproximaba al primer cuerpo, se preguntó, como ya había hecho muchas veces, por qué Laurie había escogido dedicarse a la patología forense; le parecía que iba en contra de su alegre personalidad. Al final se encogió de hombros y levantó el extremo de una sábana.

No pudo contener una mueca. Estaba contemplando los restos de un individuo que había sufrido algún tipo de accidente. La cabeza del infeliz estaba terriblemente distorsionada y aplastada, hasta el punto de que se veía entero uno de los globos oculares. Roger dejó la sábana como estaba. Ya en la universidad no le había gustado la patología, especialmente la forense; y lo que acababa de ver se lo había recordado con especial brutalidad.

Respiró hondo antes de acercarse a la segunda camilla. Tendió la mano hacia la esquina de la sábana, pero no llegó a alcanzarla. De repente se vio lanzado hacia delante por un impacto en la espalda que le pareció como si acabaran de golpearlo con un mazo. Comprendió que estaba cayendo y alzó los brazos instintivamente en un intento de protegerse; pero, antes de dar contra el suelo de baldosas, el mazo volvió a golpearlo dejándolo sin aliento.

Roger chocó contra el suelo y se deslizó hacia delante por las esmaltadas baldosas. Su cabeza dio contra el muro que separaba el escenario de las hileras de asientos. Intentó moverse, pero la oscuridad cayó sobre él igual que una pesada y sofocante manta.

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