25

– Perdón -dijo Caitlin tras dar un golpecito a Jack en el hombro.

Este parpadeó y salió de las profundidades del sueño. Se sentía como si despertara de la muerte; pero, a medida que su visión se aclaraba y se situaba en tiempo y lugar, se estiró para incorporarse. Estaba sorprendido y disgustado por haberse quedado dormido.

– ¿Qué sucede? -balbuceó-. ¿Laurie está bien?

– No le pasa nada -aseguró Caitlin-. Los análisis de potasio son normales, y sus constantes vitales se mantienen firmes como la roca. Incluso ha podido tomar algo por vía oral porque la doctora Riley se lo ha permitido. También le han retirado el drenaje, así que evoluciona perfectamente.

– Estupendo -repuso Jack inclinándose hacia delante para ponerse en pie, pero Caitlin lo empujó por el hombro suavemente para que siguiera sentado.

– Sé que quiere entrar a verla, pero creo que es mejor que por el momento Laurie se quede tranquila y descanse. Está agotada y duerme.

Jack se recostó en el sofá y asintió.

– Estoy seguro de que tiene usted razón. La verdad es que, en estos momentos, lo que me preocupa de verdad es su seguridad. No me cabe duda de que usted ya habrá deducido que alguien administró deliberadamente a Laurie una dosis letal de potasio.

– Ya lo había imaginado -repuso Caitlin-, pero quédese tranquilo, estoy convencida de que la unidad de cuidados es un lugar seguro. De todas maneras, para estar totalmente seguros, he pedido a uno de mis residentes que no se aparte de la cama de la señorita Montgomery. No se preocupe, vigilará como un halcón y no se podrá acercar nadie sin autorización.

– Perfecto -dijo Jack.

– Supongo que no debería preguntarle quién cree usted que lo ha hecho, ¿no?

– Me parece que lo más conveniente sería hablar del asunto lo menos posible hasta que se haya resuelto -convino Jack-. Sé que eso es difícil en un hospital, donde los rumores corren como la pólvora; pero creo que sería mejor para todos si, durante unos días, usted y sus colegas no dicen nada de lo ocurrido esta noche. Dentro de poco llegará un detective de Homicidios, y confío en que él podrá llegar hasta el fondo del asunto.

En esos momentos, dos agentes uniformados aparecieron en el umbral. Uno era un fornido afroamericano cuya musculatura tensaba hasta el límite el tejido de su uniforme. Su nombre era Kevin Fletcher. El otro era una mujer de origen hispano, comparativamente menuda, llamada Toya Sánchez. Ambos actuaban con cierta reserva por hallarse en un hospital y se identificaron ante Jack hablando casi en susurros. Le dijeron que les habían dado orden de presentarse a él y a continuación esperaron, como si no supieran qué más hacer.

– ¿Por qué no cogen unas sillas y montan guardia ante la entrada de la Unidad de Cuidados Coronarios? -les propuso Jack-. Asegúrense de que todos lo que entren estén autorizados. -Luego, volviéndose hacia Caitlin, le preguntó-: Supongo que esta es la única entrada, ¿verdad?

– Sí, lo es -le aseguró ella.

Satisfechos por tener algo concreto que hacer, los dos policías siguieron el consejo de Jack y enseguida ocuparon sus posiciones a ambos lados de la entrada. A Jack le pareció que, como mínimo, su presencia resultaba imponente. De todas maneras, era el ajetreo de la UCC el que proporcionaba la verdadera seguridad.

– Tengo que hacer mi ronda -anunció Caitlin-, de modo que lo dejaré aquí para que siga su vigilia.

– Gracias por todo lo que ha hecho -le dijo Jack de corazón-. Ha estado usted fantástica.

– La clave estuvo en la pista que me dio usted con el potasio -contestó ella-. Quizá debería pensar en convertirse en residente de cardiología. Haríamos un estupendo equipo.

Jack se echó a reír y se preguntó si aquella joven estaría flirteando con él, pero enseguida se burló de su propia vanidad, convencido de que de ese modo intentaba compensar lo viejo que Caitlin lo había hecho sentir. Se despidió con un gesto de la mano cuando ella salió de la sala de espera. Después, volvió a instalarse en el sofá. No creía que fuera a dormirse de nuevo porque había sufrido una descarga de adrenalina al despertarse, de modo que empezó a darle vueltas a lo que significaba que alguien estuviera asesinando pacientes que tenían marcadores de genes defectuosos. Enseguida tuvo claro que la explicación de semejante canallada no podía atribuirse a los trastornos de personalidad de un asesino, por mucho que el individuo que estuviera inyectando las dosis de potasio estuviera loco de remate. Jack tenía la certeza de que se trataba de una conspiración más vasta en la que necesariamente tenían que estar implicados altos responsables de AmeriCare. Para él se trataba de un espantoso ejemplo del modo en que el ejercicio de la medicina podía acabar distorsionado cuando esta se convertía en un gran negocio donde acababa prevaleciendo el beneficio económico. Jack estaba personalmente al corriente de que en los más altos niveles administrativos de esas inmensas compañías sanitarias y en sus hospitales se escondían personas que, desde el punto de vista burocrático e incluso geográfico, se hallaban tan alejadas del objetivo principal de su actividad que podían quedar fácilmente cegadas por la necesidad de obtener beneficios, y en último término incluso por el valor de las acciones de la compañía.

Un revuelo en el vestíbulo interrumpió los pensamientos de Jack. Acababa de llegar un grupo de enfermeras, y la presencia de la policía comprobando sus acreditaciones antes de dejarlas entrar había desencadenado el barullo. Jack se asomó para verlas reír y bromear y se preguntó si seguirían haciéndolo si supieran lo que estaba ocurriendo en la trastienda de su hospital. Volvió al sofá. Las enfermeras, incluso más que los médicos, eran las que estaban en el día a día de las trincheras, luchando cuerpo a cuerpo contra la muerte y la incapacitación. No le cabía duda de que se enfurecerían si llegaban a enterarse de que una de ellas era sospechosa de tantos crímenes.

Aquellos pensamientos hicieron que Jack se acordara de Jasmine Rakoczi. Si, tal como sospechaba, ella era la culpable, entonces tenía que tratarse de un personaje ferozmente antisocial. De todos modos, Jack no dejaba de pensar que se equivocaba: ¿cómo era posible que alguien así hubiera decidido ser enfermera? Además, suponiendo que lo fuera, ¿cómo era posible que hubiera conseguido trabajo en un centro tan prestigioso? No tenía sentido, especialmente si se tenía en cuenta que algún contable oculto en lo más profundo de la estructura organizativa de AmeriCare tenía que comunicarle a quién debía llenar de potasio.

La puerta de la UCC se abrió de golpe y por ella salió un grupo de enfermeras y enfermeros que se sorprendieron igualmente por la presencia de la policía. Los agentes se mostraron corteses pero poco habladores, y enseguida las voces se desvanecieron a medida que el grupo se alejó por el pasillo.

Los ojos de Jack deambularon hasta posarse en el reloj de pared. Pasaban unos minutos de las siete de la mañana. De repente, su cansado cerebro cayó en la cuenta de por qué un grupo de enfermeras había llegado, y otro había salido. Era el cambio de turno. El turno de día sustituía al de noche.

Se puso en pie de un salto: no había caído en la cuenta de que Jasmine Rakoczi se habría marchado antes de que Lou llegara al hospital; y si ella era realmente la culpable y había intuido que él lo sabía, entonces podía desaparecer definitivamente. Con unas cuantas zancadas salió al vestíbulo donde explicó a los agentes que iba a subir a la quinta planta y añadió que, si el detective Soldano llegaba en su ausencia, debían decirle adónde había ido y pedirle que fuera hasta allí.

A continuación Jack corrió hacia la zona de ascensores, donde se hacía evidente que el hospital había sufrido una especie de transformación. Había empezado una nueva jornada de ajetreo. Al menos una docena de personas esperaba a que llegara el ascensor. Entre ellos había algún celador empujando una camilla que se dirigía a recoger a algún paciente para llevarlo a quirófano.

Cuando se abrieron las puertas del primero, resultó que estaba lleno. Aun así, unos cuantos subieron igualmente, lo mismo que Jack, que no estaba dispuesto a dejarse amedrentar y captó la indignación de la gente cuando las puertas apenas pudieron cerrarse. Apretados como sardinas, nadie habló mientras la cabina subía.

Para disgusto de Jack, el ascenso resultó frustrantemente lento: el ascensor se fue deteniendo en todos los pisos para escupir pasajeros, la mayor parte de las veces de la parte de atrás, de modo que Jack y otros tuvieron que salir en cada vestíbulo. Cuando llegó a la quinta planta, Jack apenas podía contener su impaciencia y fue el primero en salir al abrirse las puertas. Su intención era correr hasta el mostrador de enfermeras y preguntar por Jasmine Rakoczi. Abrigaba la esperanza de que por alguna razón la hubieran retenido y así pudiera atraparla.

Justo delante de él había otro ascensor cuyas puertas se estaban cerrando, y por el rabillo del ojo creyó ver a una enfermera de rasgos parecidos a los de Jasmine. No fue más que una visión pasajera, y cuando giró la cabeza para ver mejor, las puertas ya se habían cerrado.

Durante unos segundos, dudó qué hacer. Si bajaba corriendo por la escalera tendría la oportunidad de llegar antes que el ascensor; pero ¿y si no era Rakoczi? Tras varias vacilaciones, optó impulsivamente por el plan original y corrió hacia la zona de enfermeras. Había varias a la vista, y reconoció a algunas, cosa que le dio ánimos. También había un ordenanza que acababa de iniciar su servicio y que estaba recogiendo el desorden ocasionado por el tratamiento de reanimación de Laurie.

Sin perder tiempo, Jack se presentó como el doctor Stapleton y preguntó por Jasmine Rakoczi. El ordenanza, que era un joven delgado y rubio con coleta, le dijo que Jazz se había marchado hacía apenas unos segundos y miró por encima del hombro de Jack por si la veía.

– ¿Sabe usted adónde puede haber ido? -preguntó rápidamente Jack dando por hecho que era ella a quien había visto en el ascensor-. Me refiero a la puerta por donde sale o en qué dirección va. Necesito hablar con ella. Es importante.

– No vuelve a casa caminando -contestó el ordenanza-. Tiene una virguería de Hummer H-2, negro. Un día me lo enseñó. ¡Menudo equipo de sonido tiene! Siempre está aparcado en el primer piso del garaje, enfrente de la puerta que da al puente para los peatones.

– ¿En qué piso hay que bajar para llegar a ese puente? -preguntó rápidamente Jack.

– Pues en el primero, naturalmente -contestó el ordenanza poniendo cara de que había sido la pregunta más tonta que le habían hecho en la vida.

Jack salió corriendo hacia la escalera. Hacía un momento se había creído capaz de llegar antes que el ascensor de Jasmine, pero en ese instante, después de haber perdido unos minutos yendo al mostrador de enfermeras, sabía que ya no era posible. De todas maneras, no lamentaba su decisión, ya que Rakoczi se le habría escapado de todos modos porque él habría ido hasta la planta baja para intentar cazarla en la salida de la calle. Tal como estaban las cosas, pensó que todavía le quedaba una oportunidad porque Rakoczi aún tenía que cruzar el puente peatonal para llegar a su coche y ponerlo en marcha. Además, saber qué tipo de vehículo conducía podía serle de utilidad.

El hueco de escalera estaba pintado de un color gris acero, y la escalera en sí era metálica, de modo que cada paso resonaba como un golpe de timbal cuando pisaba con el zapato. El rítmico repiqueteo se amplificó en el reducido espacio. Había dos descansillos entre planta y planta, y Jack se vio obligado a girar constantemente mientras descendía en el sentido de las agujas del reloj. Cuando llegó al primer piso, todo le daba vueltas, y trastabilló al entrar en el vestíbulo.

Sin afeitar y con un desmelenado aspecto al que se sumaban sus prisas, la gente se apresuró a cederle el paso mientras Jack intentaba orientarse en busca de la salida hacia el puente peatonal. Al final, alguien se apiadó de él y se la indicó. Jack echó a correr tanto como pudo repitiendo «disculpen» o «perdón» mientras zigzagueaba entre el personal del centro que se encaminaba hacia el aparcamiento. Tras cruzar un par de puertas comprendió que se hallaba en el puente porque, de repente, vio bajo él la Avenida Madison. Había dos puertas más en el lado del aparcamiento que conducían a un pequeño vestíbulo que estaba lleno de gente esperando el ascensor. Jack se vio obligado a abrirse paso trabajosamente entre ella hasta que pudo empujar la pesada puerta de hierro que daba al primer piso del garaje. El lugar estaba abarrotado de coches que iban y venían con las luces encendidas en la penumbra llena de humo de los tubos de escape. En el exterior, el amanecer empezaba a blanquear el cielo nocturno mientras el interior del aparcamiento seguía pobremente iluminado por los escasos tubos fluorescentes.

Jack pudo localizar enseguida el vehículo de la enfermera gracias a que sabía qué clase de coche era. Tal como le había dicho el ordenanza, se encontraba aparcado justo delante de la puerta que daba al puente peatonal. Poniéndose de puntillas para atisbar por encima de los coches que pasaban entre él y el Hummer, ¡vio a Jasmine que acababa de cruzar hacia el todoterreno! Incluso pudo distinguir que tenía en la mano lo que le pareció un mando a distancia con el que apuntaba al vehículo mientras se metía por el hueco del lado del conductor. Menos de sesenta centímetros separaban el Hummer del coche de al lado.

– ¡Señorita Rakoczi! -gritó Jack por encima del ruido de los motores. Vio que ella se volvía y miraba en su dirección-. ¡Espere un segundo! ¡Tengo que hablar con usted!

Por un segundo, la fatigada mente de Jack se preguntó si resultaba sensato acercarse a una mujer de quien sospechaba que podía ser una asesina múltiple. No obstante, su deseo de no permitirle escapar triunfó por encima de otras consideraciones. Con todo el movimiento de gente que había en el aparcamiento, se sentía razonablemente seguro, sobre todo si se tenía en cuenta que no pensaba en absoluto dar pie a un enfrentamiento, sino solo mostrarse firme.

Jack miró a derecha e izquierda para ver si podía cruzar por entre el tráfico. El humo y el ruido resultaban desagradables. Cuando consiguió pasar al otro lado, Jazz se hallaba de pie al lado del Hummer con la puerta del conductor entreabierta. El mando a distancia había desaparecido y debía de hallarse en su bolsillo. Llevaba puesto un ancho abrigo verde militar encima de la ropa de trabajo, y tenía la mano en el bolsillo. Su expresión resultaba altanera hasta el punto de parecer desafiante.

Metiéndose por entre el Hummer y el coche vecino, Jack fue hacia la enfermera, cuyos ojos se estrecharon a medida que se acercaba. Jack notó que carecían de cualquier calor humano.

– La necesitan en el hospital -dijo Jack hablando lo bastante alto para hacerse oír por encima del tráfico, e intentando mostrarse lo bastante autoritario para evitar discusiones. Incluso hizo un gesto señalando con el pulgar por encima del hombro.

– He acabado mi jornada -se mofó Jazz-. Me voy a casa. -Dio media vuelta y apoyó un pie en el estribo del Hummer con la intención evidente de ponerse al volante.

Jack la agarró por el brazo, justo por encima del codo, con la fuerza suficiente para mantenerla donde estaba.

– Es importante que hable usted con esa gente -le dijo. Se disponía a añadir algo acerca de que ella debía acompañarlo, pero no llegó a hacerlo. Con sorprendente velocidad, Jazz utilizó un golpe de karate para liberarse y casi al mismo tiempo le asestó una patada en la entrepierna.

Jack se dobló de dolor agarrándose los genitales mientras de sus labios escapaba un gemido involuntario. Lo siguiente que notó fue que tenía el cañón de una pistola clavado en la sien.

– Levántate, gilipollas -se burló Jazz en voz lo bastante alta para hacerse oír-. ¡Levántate y sube al maldito coche!

Jack levantó una mano. Estaba doblado de dolor y no sabía si podría caminar.

– Esta pistola va a hacer ¡bum! si no subes echando leches -amenazó Jazz.

Jack dio un paso adelante mientras ella retrocedía; sujetándose aún los genitales con la mano derecha, utilizó la izquierda para auparse tras el volante. Era el peor dolor que había padecido, y hacía que se sintiera débil y con las piernas de goma.

– Pasa al asiento del pasajero -ordenó Jazz lanzando una rápida mirada a ambos lados para ver si alguien había reparado en lo sucedido. Con el movimiento y confusión que reinaba en el aparcamiento, nadie había prestado la más mínima atención.

– ¡Vamos! -espetó Jazz, y a modo de estímulo golpeó a Jack en la cabeza con la punta del silenciador de la pistola.

Con el túnel de transmisión del vehículo de por medio, Jack no sabía si conseguiría, físicamente, hacer lo que le ordenaban; pero comprendió que no tenía más opción que intentarlo. Se arrastró sobre la consola central, rodó sobre la espalda y, doblando las piernas, pasó los pies al otro lado hasta quedar hecho un ovillo, encogido medio de espaldas.

Sin dejar de mantener la pistola a escasos centímetros de su cabeza, Jazz subió rápidamente tras el volante y cerró la puerta del conductor, silenciando casi todo el ruido del garaje.

– ¿Y de qué quiere hablar esa gente conmigo? -preguntó Jazz con evidente ironía.

Jack se disponía a responder, pero ella lo interrumpió.

– No te molestes en contestar, porque no tiene importancia. Lo importante es que has conseguido que te peguen un tiro.

A pesar del silenciador, el sonido de la pistola al ser disparada dentro del coche fue ensordecedor. Los ojos de Jack, que se habían cerrado instintivamente ante el estampido, se abrieron a tiempo para ver la cabeza de Jazz desplomarse y golpear contra el volante. Un hilillo de sangre apareció y le corrió por la nuca. Para sumarse a la confusión, la pistola de Jazz le cayó encima del pecho.

– Disculpe -dijo una voz desde las profundidades del asiento de atrás-, ¿le importaría entregarme la Glock de la señorita Rakoczi? Preferiría que lo hiciera cogiéndola por el silenciador y no por la culata.

Jack cogió el arma como le decían y a continuación, meneándose hacia atrás, consiguió incorporarse lo suficiente para mirar por encima del respaldo. Por culpa de los tintados cristales no pudo distinguir gran cosa. Lo único que veía era el contorno de una figura en el asiento trasero, justo detrás de donde él se hallaba. En el aire flotaba el penetrante olor de la cordita.

– Sigo esperando esa pistola -dijo el hombre entre sombras-. Si no hace usted lo que le digo, las consecuencias serán funestas. Teniendo en cuenta que salta a la vista que acabo de salvarle la vida, pensaba que se mostraría más dispuesto a cooperar.

Estupefacto por el súbito giro de los acontecimientos, Jack no estaba en posición de discutir las órdenes del desconocido y empezó a tenderle la pistola por la separación entre los dos asientos delanteros.

Fue entonces cuando la puerta del conductor se abrió bruscamente, y el cuerpo inerte de Jazz se desplomó sobre el asfalto. Nuevamente sorprendido, Jack vio fugazmente el rostro igualmente perplejo del detective Lou Soldano.

– ¡En el asiento de atrás! -gritó Jack-. ¡Cuidado!

Lou desapareció en el instante en que la oscura figura de atrás disparaba nuevamente su pistola entre un estruendo de cristales rotos.

Sin pensarlo, Jack dio la vuelta al arma que tenía en la mano y puso el dedo en el gatillo; entonces, agachado todavía tras el asiento, levantó la pistola y, apuntando a ciegas hacia la difusa figura, disparó tres veces en rápida sucesión. El sonido le pareció como el de un puño golpeando un saco de boxeo. Los casquillos cayeron con un ruido metálico entre los asientos delanteros. A pesar de que le zumbaban los oídos, volvió a reinar el silencio. El olor de la cordita invadía de nuevo el habitáculo.

A Jack el corazón le martilleaba. Mientras permanecía acurrucado en el asiento, oyó detrás un sonido gorgoteante. Tenía miedo de moverse y casi esperaba que el desconocido apareciera por encima del respaldo para matarlo igual que había hecho con Jazz.

– Lou… -llamó, temeroso de que su amigo hubiera sido alcanzado.

– ¡Sí! -sonó la voz del detective desde algún sitio fuera del coche.

– ¿Estás bien?

– Sí. Estoy bien. ¿Quién ha disparado esos últimos tres tiros?

– He sido yo. He disparado a ciegas.

– ¿Y a quién has disparado?

– No tengo ni idea.

– ¿La que está tendida en el suelo es la enfermera de quien me hablaste por teléfono?

– Sí. Lo es. -Cambió de posición. La espalda, que tenía apretada contra el tirador de la puerta, lo estaba matando.

– Creía que me habías prometido que no te ibas a hacer el héroe -protestó Lou-. ¿A ella también la has matado tú, o qué?

– ¡Yo no he sido! -exclamó Jack-. ¡Fue el tío ese del asiento de atrás!

Además del gorgoteo, Jack oía claramente una respiración siseante. En ese momento vio aparecer los ojos de Lou entre la puerta y el chasis. El detective se encontraba agachado al lado del asiento del conductor, sosteniendo su pistola cerca de la cabeza.

Jack se las arregló para poner las piernas donde debían estar, bajo el salpicadero, y mover la cabeza para asomarse entre los asientos y mirar el asiento de atrás. Lo único que consiguió distinguir en la penumbra y en su limitado campo de visión fue una mano que yacía inerte en el asiento, con el dedo todavía en el gatillo. En ese momento, oyó un sonoro estertor.

Armándose de valor, alzó la cabeza y miró por encima del respaldo. En el asiento de atrás había un hombre sentado derecho, pero con la cabeza echada hacia atrás y los brazos extendidos. Llevaba puesto un pasamontañas, y su respiración era trabajosa.

– Creo que le he acertado -dijo Jack.

Lou se puso en pie y fue cautelosamente hasta la destrozada ventanilla trasera. Sostenía la pistola con ambas manos y apuntaba con ella al herido sujeto.

– ¿Puedes encender la luz? -preguntó.

Jack se dio la vuelta y buscó el interruptor. Cuando la hubo encendido miró al hombre del asiento trasero, en cuyo pecho se extendía una mancha de sangre.

– ¿Puedes cogerle la pistola? -preguntó el detective que mantenía su arma apuntada hacia el hombre aparentemente inconsciente.

Jack tendió la mano con cuidado hacia la pistola como si temiera que el desconocido fuera a hacer un último y desesperado intento de resistirse, como en las películas de terror.

– Cógela por el cañón, no por la culata -le indicó Lou-, y después déjala en el asiento de delante.

Jack hizo lo que le decían y a continuación bajó rápidamente de su asiento, abrió la puerta de atrás y se acercó para examinar al herido. De cerca resultaba más evidente el trabajo que le costaba respirar, y Jack le quitó el pasamontañas para facilitarle la respiración mientras Lou abría la puerta del otro lado.

– ¿Lo reconoces? -preguntó.

– De ninguna manera.

Mientras Jack le buscaba el pulso, el detective agarró la tela de la camisa del hombre y le dio un brusco tirón lateral, abriéndosela. Los botones saltaron. En el pecho del herido se veían tres orificios de bala.

– Diré a todo el mundo que tú le disparaste -dijo Lou lleno de admiración.

– Su pulso es leve y rápido -contestó Jack-. A menos que hagamos algo, no le faltará mucho para largarse de este mundo. Lo bueno es que está ya en el hospital.

– Echa un vistazo a la enfermera mientras yo saco a este del coche -ordenó el policía.

Jack bajó del vehículo y corrió al otro lado. Se agachó y le bastó con un segundo para saber que Jazz había recibido un tiro a quemarropa en la nuca, al estilo ejecución. Agonizaba a ojos vista.

Se puso en pie y vio que Lou sacaba del coche al herido.

– ¿Cuál es la situación de la mujer? -gruñó por el esfuerzo.

– Para ella se acabó. Ocupémonos de ese tío.

Con la portezuela trasera abierta, Jack tuvo que volver sobre sus pasos, pasar sobre Jasmine y dar la vuelta corriendo al todoterreno para ayudar a su amigo. Lou sujetó al herido por las axilas mientras Jack lo sostenía por las piernas.

– ¡Caramba, pesa una tonelada! -se quejó Lou mientras conseguían salir de entre los vehículos aparcados y caían inmediatamente bajo los faros de un coche que se aprestaba a salir del garaje. El conductor incluso tuvo la cara dura de hacer sonar la bocina.

– Esto solo pasa en Nueva York -protestó Lou ante el conductor mientras él y Jack conseguían arrastrar al herido-. Además, ¿qué coño es este tío, jugador profesional de fútbol?

Mientras se aproximaba a las puertas que daban al puente peatonal, algunos miembros del personal del hospital se quedaron boquiabiertos al verlos y sin saber cómo reaccionar. Al final, uno de ellos tuvo la sensatez suficiente para volver y aguantarles la puerta abierta.

A medio camino del puente, Lou trastabilló.

– Lo siento, pero tengo que parar -dijo jadeante.

– Cambiemos -propuso Jack.

Dejaron al herido en el suelo, intercambiaros sus posiciones y volvieron a levantarlo.

– Realmente escogiste un buen momento para aparecer -comentó Jack entre resoplidos.

– Según parece estuvimos a punto de cruzarnos en la Unidad de Cuidados Coronarios -explicó Lou-. Luego, volví a perderte en la quinta planta. Por suerte, el ordenanza me dijo que buscara un Hummer negro.

Con mejor luz, se hizo evidente que las manchas del pecho del hombre eran de sangre, y la gente se mostró más dispuesta a ayudar. Para cuando llegaron al otro lado del puente, ya había dos enfermeras; una, en la cabeza, con Jack; y la otra, llevando una pierna, junto a Lou.

– Urgencias está en la planta baja -dijo una entre jadeos-. ¿Quieren que bajemos en ascensor o prefieren la escalera?

– Por el ascensor -contestó Jack. Era consciente de que el hombre había dejado de respirar-, pero vamos arriba; no, abajo. Lo que necesita es un cirujano de tórax, y lo necesita ahora.

Las dos enfermeras intercambiaron una mirada de consternación, pero no dijeron nada. Sin dejar al hombre en el suelo, Jack apoyó la espalda contra la pared y apretó el botón del ascensor. Por suerte, uno llegó enseguida. Por desgracia, estaba lleno.

– ¡Entramos! -gritó Jack sin dejarse arredrar y empujando a los que no se movían. Al final, reconociendo que se trataba de una urgencia, algunos pasajeros se apearon para hacer sitio suficiente. Nadie dijo una palabra mientras el ascensor subía un piso.

Cuando las puertas se abrieron en la segunda planta, sacaron al hombre y lo llevaron más allá de las dobles puertas. Cuando pasaron bajo la entrada que daba a la sala de descanso de quirófanos, Jack gritó que tenían un hombre con tres heridas de bala en el pecho. Para cuando llegaron a las puertas que daban a los quirófanos propiamente dichos, ya los acompañaban una serie de cirujanos que habían estado esperando que les llegaran sus respectivos casos. Algunos de ellos eran especialistas en tórax y empezaron a evaluar la situación del herido a juzgar por la ubicación de los agujeros de bala. A pesar de que hubo cierta discrepancia en torno a la naturaleza de las heridas, todos coincidieron en que la única oportunidad de salvarlo radicaba en aplicarle de inmediato un by-pass cardiopulmonar.

Cuando el grupo llegó al mostrador de quirófanos, algunas enfermeras protestaron ante el hecho de que alguien entrara en aquella zona estéril vistiendo ropa de calle; pero su indignación duró poco cuando vieron que les llegaba un paciente con heridas mortales de bala.

– ¡Están preparando el quirófano ocho para una operación de corazón abierto! -gritó una de las enfermeras.

El grupo se dirigió a toda prisa hacia el quirófano ocho y depositaron al herido directamente en la mesa de operaciones. Los cirujanos no perdieron el tiempo y cortaron las ropas del individuo. Entonces llegó un anestesista y anunció que el paciente no tenía pulso y que no respiraba; a continuación, lo entubó rápidamente y le aplicó respiración asistida con oxígeno a cien por cien. Otro anestesista le colocó una vía intravenosa de gran diámetro y empezó a inyectarle fluidos tan rápidamente como pudo; también solicitó un análisis de sangre para determinar el tipo.

Jack y Lou se retiraron cuando los cirujanos se hicieron cargo. Uno de ellos pidió un bisturí, y enseguida le pusieron uno en la mano. Sin vacilar y sin haberse puesto los guantes siquiera, el médico abrió el pecho del hombre con una decidida incisión; luego, separó las costillas con las manos y se encontró con una importante hemorragia. En ese instante, Lou decidió que prefería esperar en la sala de descanso.

– ¡Succión! -gritó el cirujano.

Jack intentó ver lo posible desde su lugar en la cabecera de la mesa. Era un espectáculo como no había presenciado nunca. Ninguno de los médicos llevaba mascarilla, guantes o bata, y estaban empapados de sangre hasta los codos. Todo había sido tan rápido que ninguno había tenido la oportunidad de seguir el habitual protocolo preoperatorio. Jack escuchó atentamente la conversación, que no hizo más que confirmar lo que ya sabía: que los cirujanos eran una especie aparte: a pesar de la naturaleza escasamente ortodoxa de lo que estaban haciendo, de lo macabro de la misma, se lo estaban pasado en grande. Era como si aquel episodio no hiciera más que confirmar sus eminentes poderes curativos.

Enseguida quedó claro que el hombre había sufrido una herida mortal y que habría fallecido de no haberse hallado en un hospital. Dos de las balas le habían atravesado los pulmones. Para un cirujano, aquello era un problema de lo más simple. El desafío lo planteaba el tercer proyectil que, entre otras cosas, había atravesado grandes arterias.

Rápidamente, estas fueron interrumpidas; y el herido, conectado a la máquina de derivación cardiopulmonar. Llegados a ese punto, algunos cirujanos salieron para ocuparse de sus propios casos mientras que dos de los especialistas de tórax hacían una pausa para limpiarse y colocarse el equipo adecuado. Jack se acercó al anestesista para preguntarle su opinión sobre las posibilidades que tenía el herido de sobrevivir, pero la enfermera jefe le dio un golpecito en el hombro.

– Lo siento, pero vamos a restablecer la zona estéril. Tendrá que salir y vestirse adecuadamente si desea observar -le dijo entregándole unas fundas para los zapatos.

– De acuerdo -se avino Jack, sorprendido de que no lo hubieran echado antes.

Mientras caminaba por el largo pasillo de Quirófanos, los sucesos de la noche empezaron a pasarle factura. Estaba tan cansado que notaba las piernas y los pies como si fueran de plomo; y al pasar ante el mostrador de enfermeras se estremeció presa de un malestar parecido a una náusea. Encontró a Lou sentado en la abarrotada sala de descanso, hablando por el móvil. Delante del policía, en la mesa de centro, había una cartera y un permiso de conducir.

Jack se dejó caer pesadamente en el sillón, frente a Lou, que le indicó el permiso con el dedo mientras seguía hablando. Jack tendió la mano y lo cogió. El nombre que aparecía en el documento era David Rosenkrantz. Sosteniéndolo cerca, estudió la foto. Con su cuello de toro y su amplia sonrisa, el sujeto tenía aspecto de jugador de fútbol. Era un tipo bien parecido.

Tras cerrar la tapa del móvil, Lou miró a su amigo y apoyó los codos en las rodillas.

– Por el momento no me interesa una explicación detallada de lo sucedido -dijo en tono fatigado-, pero me gustaría saber el porqué. Lo último que me prometiste antes de colgar fue que te ibas a quedar montando guardia en la Unidad de Cuidados Coronarios.

– Y esa era mi intención -reconoció Jack-, pero entonces me di cuenta de que estaba cambiando el turno del personal y me preocupó que esa tal Rakoczi pudiera esfumarse. Solo pretendía asegurarme de que no se marcharía hasta que tú llegases.

Lou se frotó la cara enérgicamente con ambas manos y gruñó. Cuando retiró las manos, tenía los ojos enrojecidos. Tenía casi tan mal aspecto como Jack.

– ¡Aficionados! ¡Odio a los aficionados! -comentó expresando una opinión conocida por todos.

– Nunca pensé que esa mujer llevaría una pistola -comentó Jack.

– ¿Y qué hay de los dos tiroteos que han tenido lugar recientemente por aquí? ¿A tu cerebro de mosquito no se le ocurrió pensar en ellos?

– No -reconoció Jack-. Lo que realmente me preocupaba era que no volviéramos a ver a esa enfermera. Te prometo que mi intención era pedirle que esperara un momento. No tenía intención de acusarla de nada.

– Mala decisión -objetó el detective-. Así es como la gente como tú consigue hacerse matar.

Jack hizo un gesto de impotencia. Visto retrospectivamente, sabía que Lou estaba en lo cierto.

– ¿Has echado un vistazo al permiso de conducir del tipo al que has pegado tres tiros?

Jack asintió. Lo cierto era que no le gustaba pensar que había tiroteado a alguien.

– Bueno, ¿y quién es ese tal David Rosenkrantz?

Jack negó con la cabeza.

– No tengo ni la más remota idea. Nunca lo había visto ni había oído hablar de él.

– ¿Y vivirá?

– Tampoco lo sé. Justo iba a preguntárselo al anestesista cuando me echaron del quirófano. Creo que, por la forma en que se expresaban, los cirujanos se muestran bastante optimistas. Si consigue salir de esta, habrá demostrado que, si te van a pegar un tiro, es mejor que te lo peguen en un hospital como Dios manda.

– ¡Qué gracioso! -repuso Lou sin sonreír-. Hablando de otra cosa: ¿cuál es la situación de Laurie?

– Buena, muy buena. O al menos lo era cuando me marché. ¿Por qué no vamos y lo comprobamos? La verdad es que no tenía pensado alejarme tanto tiempo. Está cerca, al final del pasillo.

– Por mí, perfecto -contestó el detective poniéndose en pie.

Cuando llegaron, la enfermera jefe de la UCC salió y les dijo que Laurie evolucionaba perfectamente, que estaba durmiendo y que su médico había pasado a verla. También les comentó que tenían previsto trasladarla al University Hospital, donde su padre tenía contactos.

– Me parece bien -dijo Jack mirando a Lou.

– Y a mí también -contestó este.

Tras pasar por la UCC, Lou quiso que Jack lo acompañara a Urgencias. Para que constara en los informes, deseaba que identificara que la mujer fallecida era la misma enfermera que había visto en la habitación de Laurie. Después le explicó que, mientras Jack estaba en el quirófano, había llamado a la policía para que precintaran el Hummer como escena del crimen y había ordenado que llevaran el cuerpo de la mujer asesinada al hospital. Le interesaba especialmente que los del Departamento de Balística comprobaran la Glock.

Mientras caminaban de vuelta a los ascensores, Lou carraspeó.

– Ya sé que estás agotado, y con motivo; pero me temo que necesito saber lo que ocurrió desde el momento en que llegaste al aparcamiento.

– Localicé a esa enfermera justo cuando se disponía a subir a su coche -contestó Jack-. Ya había abierto la puerta, de modo que la llamé y corrí hasta ella. Claro está, no se mostró especialmente dispuesta a colaborar, lo cual es un bonito eufemismo. Cuando la agarré del brazo para impedir que subiera al todoterreno, me arreó una patada en las pelotas.

– ¡Qué dolor! -se apiadó el detective.

– Fue entonces cuando ella sacó la pistola, me encañonó y me ordenó que subiera al coche.

– Que esto te sirva de lección: nunca subas a un coche con un delincuente armado.

– No me pareció que tuviera demasiadas alternativas -repuso Jack.

Llegaron al vestíbulo de los ascensores, donde había un grupo de gente esperando, y bajaron la voz.

– Fue entonces cuando yo hice acto de presencia -dijo Lou-. Te había visto subir al coche. Incluso llegué a ver la pistola de esa mujer. Por desgracia, antes de poder correr hasta ti, tuve que esperar a que los coches dejaran de pasar. ¿Qué sucedió dentro del vehículo?

– Todo ocurrió tan deprisa… Está claro, que el tipo ese ya estaba dentro del Hummer, según parece esperando a Rakoczi. En pocas palabras, lo que pasó fue que él se la cargó antes de que ella me matara. ¡Santo Dios…! -La voz de Jack enmudeció cuando comprendió lo cerca que había estado de hacer un último y postrer viaje a su propio trabajo.

– ¡Mira que eres un jodido loco! -protestó Lou dando una colleja a Jack y meneando la cabeza-. Tienes una puñetera tendencia a meterte en los peores líos. No sé si te das cuenta, pero te metiste de cabeza en una ejecución como la copa de un pino. ¿Te das cuenta?

– Ahora sí -reconoció Jack.

El ascensor llegó y ambos entraron, situándose en el fondo de la cabina.

– De acuerdo -dijo Lou-. La cuestión es: por qué esa ejecución. ¿Tienes alguna idea?

– Sí. La tengo -repuso Jack-, pero deja que retroceda en el tiempo. Primero de todo: Laurie estuvo a punto de ser asesinada mediante una dosis letal de potasio, lo cual es un modo especialmente astuto de matar a alguien, porque, gracias a la fisiología del potasio dentro del cuerpo humano, no hay manera de documentarlo. De todas maneras, no te quedes solo con eso. La cuestión es que me parece que todos los pacientes de la serie de Laurie fueron asesinados del mismo modo; sin embargo, no se trataba de objetivos al azar. Todos ellos, incluyendo a Laurie, habían dado positivo en las pruebas de marcadores de genes determinantes de enfermedades potencialmente graves.

El ascensor llegó a la planta baja, y Lou y Jack salieron. El hospital estaba abarrotado de gente, y siguieron hablando en voz baja.

– ¿Y cómo encaja todo esto con esa ejecución al estilo mañoso de la enfermera? -preguntó Lou.

– Creo que ahí tenemos la prueba de que estamos ante una conspiración de inmensas proporciones -contestó Jack-. Me parece que si tienes un poco de suerte descubrirás que esa enfermera trabajaba para alguien que forma parte de un entramado que al final te conducirá hasta algún alto ejecutivo dentro de la administración de AmeriCare.

– ¡Espera un segundo! -saltó Lou sujetando a Jack para que se detuviera-. ¿Me estás diciendo que AmeriCare, una de las compañías sanitarias más importantes, puede estar implicada en una trama para matar a sus propios clientes? ¡Eso es una locura!

– Ah, ¿sí? -preguntó Jack-. En cualquier zona donde esos gigantes de la sanidad compiten entre ellos, cosa que intentan evitar estrangulando a la competencia o comprando a los que se resisten si son lo bastante grandes para intentarlo, lo hacen compitiendo en el precio de las primas. ¿Y cómo se determina el precio de las primas? Bueno, el viejo sistema consistía en agrupar los riesgos, calcular a ojo lo que podía costar cuidar a un grupo de gente; a continuación, sumar los beneficios, dividir por el número de personas y ¡bingo! ¡Ahí tenías la prima! Pero, de repente, las reglas han cambiado ante las narices de todos. Con el desciframiento del genoma humano, el viejo concepto de un seguro de salud está destinado a terminar en el cubo de la basura. Les basta utilizar un simple análisis para saber qué individuos pueden costarles una cantidad importante de dinero. El problema es que las grandes compañías sanitarias no pueden discriminar a sus pacientes, de modo que deben aceptarlos a todos. Llegados a ese punto, desde una perspectiva puramente empresarial, esos pacientes que podríamos llamar «defectuosos», deben ser eliminados.

– ¿Me estás diciendo que crees que hay alguien entre los responsables de AmeriCare que es capaz de cometer un asesinato?

– ¡En realidad, no! -repuso Jack-. El hecho de matar en sí mismo lo realizan sujetos verdaderamente perturbados. Estoy seguro que eso será lo que descubrirás de nuestra enfermera, Rakoczi, en caso de que resulte que ha sido ella. De lo que estoy hablando es de una perversa variante del crimen de guante blanco en la que intervienen distintos grados de complicidad. En el nivel más alto, estoy hablando de una persona que puede haber sido contratada y venir de otros sectores, como la industria del automóvil o cualquier otro negocio, y que está sentada en un despacho, completamente alejada de los pacientes y piensa exclusivamente en términos de cuenta de resultados. Por desgracia así es como funcionan los negocios, y esa es la razón de que, como norma general, sea necesario cierto nivel de supervisión gubernamental en una economía de mercado. Puede que suene misántropo, pero el ser humano tiene tendencia a ser esencialmente egoísta y a menudo actúa como si llevara anteojeras.

Lou meneó la cabeza. Se sentía asqueado.

– No puedo creer lo que me estás diciendo. Para mí, los hospitales siempre han sido el sitio al que se va para que se ocupen de uno.

– Pues lo siento -contestó Jack-. Los tiempos están cambiando. El desciframiento del genoma humano ha sido un acontecimiento formidable. Momentáneamente la gente lo perdió de vista, pero va a volver con toda su fuerza. En un futuro cercano cambiará todo lo que sabemos de la medicina. La mayoría de los cambios serán para bien, pero en algunos campos iremos a peor. Siempre sucede lo mismo con los avances tecnológicos. Quizá no deberíamos llamarlos «avances». Quizá una palabra menos valorativa, como «cambios», sería más apropiada.

Lou lo miró fijamente, y Jack le devolvió la mirada pensando que la expresión del detective oscilaba entre el desengaño y la irritación.

– ¿Me estás tomando el pelo con esto que dices? -preguntó Lou.

– Para nada -contestó Jack riendo brevemente-. Lo digo completamente en serio.

El policía lo meditó unos instantes y, al final, dijo con aire triste:

– No sé si quiero vivir en ese mundo que pintas, pero ¡que le den! Venga, vayamos a identificar a esa tal Rakoczi.

Entraron en la sala de Urgencias, que ya estaba abarrotada de pacientes. Se veían varios agentes de policía de uniforme. Lou buscó al director, el doctor Roben Springer, y este los condujo a un cuarto de traumatología cuya puerta se hallaba cerrada. Dentro encontraron el cuerpo de Jasmine Rakoczi. Yacía desnuda en una cama de Urgencias. Le habían insertado un tubo endotraqueal que habían conectado a un respirador. Su pecho subía y bajaba a intervalos regulares. Tras ella, en un monitor de pantalla plana, se registraban los «bip» de su pulso y presión sanguínea. Esta última era baja, pero el pulso se mantenía estable.

– Bueno -dijo Lou-, ¿es esta la mujer que viste en el cuarto de Laurie?

– Lo es -contestó Jack, que a continuación miró al doctor Springer-. ¿Por qué la mantienen con respiración asistida?

– Queremos que esté debidamente oxigenada -contestó el médico agachándose para ajustar el ritmo del aparato.

– Pero ¿no cree usted que la médula espinal ha quedado irremisiblemente dañada? -preguntó Jack, sorprendido de que alguien se estuviera tomando tantas molestias tratándose de una situación claramente terminal.

– Sin duda -repuso Springer incorporándose-. La gente de trasplantes quiere aprovechar todos los órganos posibles.

Lou miró a Jack.

– Esto sí que resulta irónico. Ahora va a resultar que esta tía va a acabar salvando vidas.

– La palabra «ironía» no es suficiente -repuso Jack-. Yo me inclinaría por «mordazmente sarcástico».

Entonces, para sorpresa del doctor Springer, el detective propinó una amistosa colleja al forense, lo acusó de ser un pomposo gilipollas, y ambos salieron entre risas.

Загрузка...