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Según los dictados del jefe del Departamento de Medicina Legal, Harold Bingham, la conferencia interdepartamental de los jueves por la tarde era de asistencia obligatoria. A pesar de que él mismo no siempre iba, aduciendo obligaciones administrativas, todos los que se hallaban bajo su mando en los cinco distritos municipales de Nueva York debían asistir. Era una norma que su segundo, Calvin Washington, se ocupaba de hacer cumplir a menos que hubiera alguna dispensa, para lo cual se requería una baja por enfermedad o algo equivalente. En consecuencia, todos los patólogos forenses de Brooklin, Queens y Staten Island se veían obligados a peregrinar hasta la oficina central para beneficiarse de la dudosa ampliación de conocimientos que brindaban las conferencias. Para los forenses destinados en Manhattan y el Bronx, el deber era más suave gracias a que todo lo que tenían que hacer era coger el ascensor para ir del cuarto piso a la planta baja.

A Laurie las conferencias le parecían hasta cierto punto entretenidas, especialmente la reunión previa. Era entonces cuando los forenses intercambiaban sus batallitas más interesantes o simplemente, las más raras de la semana. Ella rara vez participaba en aquellas charlas informales, pero disfrutaba escuchando. Por desgracia, aquel jueves su disfrute brillaba por su ausencia. Después de haberse enterado de que era portadora del marcador del BRCA-1 y tras aquella preocupante idea que tuvo en el despacho de Roger, se sentía aturdida, casi embotada, y desde luego no le apetecía lo más mínimo tener que tratar con nadie. Al entrar en la sala no se reunió con los demás alrededor del café y las rosquillas, sino que ocupó un asiento cerca de la puerta que daba al vestíbulo con la esperanza de poder escabullirse con todo disimulo en el momento oportuno.

La sala de conferencias era de tamaño medio, y su decoración ofrecía un aspecto gastado que hacía que pareciera mucho más vieja que los cuarenta y tantos años que tenía. A la izquierda, donde había una puerta que comunicaba directamente con el despacho de Bingham, se alzaba un arañado y sucio atril con su lámpara de lectura -que no funcionaba- y su largo micrófono -que sí lo hacía-. Alineados frente al estrado, había cuatro filas de asientos atornillados al suelo, igualmente gastados y dotados de una mesita plegable para escribir. Los asientos daban al lugar la apariencia de una pequeña sala de actos, y le permitían que cumpliera con su función primordial: que Bingham soltara sus sermones. En la parte de atrás había una mesa que en esos momentos reunía el refrigerio y alrededor de la cual se agrupaban los forenses de la ciudad, todos salvo los dos jefes responsables y Jack. Un sonido de voces y risas flotaba en el ambiente.

A diferencia de Laurie, Jack no encontraba nada interesante en las reuniones de los jueves. En su momento había tenido un enfrentamiento con uno de los forenses de la oficina de Brooklin por el caso de la hermana de uno de sus colegas de baloncesto y desde entonces se negaba a dirigirle la palabra. La misma actitud la hacía extensiva al jefe de la oficina que había apoyado a su subalterno en la discusión. A pesar de que aseguraba que no lo hacía a propósito, Jack siempre llegaba tarde, para mayor irritación de Calvin.

La puerta del despacho de Bingham se abrió y apareció la fornida figura de Calvin Washington. Sujetaba una carpeta que abrió en el atril. Sus oscuros ojos recorrieron la sala deteniéndose brevemente en Laurie antes de proseguir. Saltaba a la vista que miraba quién estaba y quién no.

– ¡Muy bien! -dijo en voz alta al ver que nadie le prestaba atención. Gracias al micrófono su voz resonó en toda la sala como un golpe de timbal-. Comencemos.

Calvin mantuvo la cabeza gacha mientras organizaba sus papeles en la inclinada superficie del atril. Los forenses dejaron rápidamente a un lado sus conversaciones y fueron a los asientos. Calvin empezó la reunión igual que solía hacer Bingham y primero hizo un resumen de las estadísticas de la semana anterior.

Laurie desconectó mientras Calvin parloteaba. Aunque era capaz de lograr que su vertiente profesional fuera la que tomara las riendas de las situaciones y dejar para más adelante sus problemas personales, en ese momento no podía hacerlo. Su nueva preocupación reclamaba su atención, pasando incluso por encima del problema del BRCA-1. La cuestión estaba en que no sabía cómo iba a reaccionar si sus temores se confirmaban.

La puerta que estaba a la izquierda de Laurie se abrió y entró Jack. Calvin interrumpió su intervención, lo fulminó con la mirada y dijo en tono sarcástico:

– Me alegro de que haya decidido agraciarnos con su presencia, doctor Stapleton.

– No me lo perdería por nada del mundo -repuso Jack haciendo que Laurie torciera el gesto. Con su miedo a las figuras investidas de autoridad, no podía comprender que Jack manifestara semejante descaro hacia Calvin. En su opinión, era una forma de masoquismo.

Él la miró con una expresión exageradamente interrogativa -Laurie se había sentado en el sitio favorito de Jack y por las mismas razones- y le dio un apretón en el hombro cuando pasó y ocupó el asiento de delante. Con la cabeza de Jack justo delante de ella, a Laurie le resultó aún más difícil concentrarse en lo que Calvin decía. No dejaba de ser un recordatorio visual de que, de un modo u otro, iba a tener que hablar nuevamente y muy en serio con él.

Tras ofrecer las estadísticas, Calvin lanzó su habitual perorata sobre los problemas administrativos que de un modo u otro siempre desembocaban en recortes presupuestarios. La conferencia de la semana no iba a ser distinta. En lugar de prestar atención, Laurie se dedicó a observar a Jack. Aunque apenas hacía un momento que él se había sentado, su cabeza había empezado ya a bambolearse, indicando que se estaba quedando dormido y haciendo que Laurie se inquietara por la posibilidad de que Calvin se diera cuenta y montara en cólera. Seguía sintiéndose incómoda cuando la autoridad se enfadaba, aunque no fuera con ella.

Calvin no se percató, o si lo hizo prefirió pasarlo por alto, porque concluyó sus comentarios sin organizar ninguna escena y pasó la palabra al director de la oficina de Brooklin, el doctor Jim Bennet.

Uno tras otro, todos los responsables de los distintos distritos se levantaron para hacer sus presentaciones. Cuando Dick Katzenburg, de Queens, se situó ante el micrófono y empezó a hablar, Laurie recordó fugazmente su conspiración de la cocaína de hacía doce años. Había sido en una conferencia como aquella cuando se le había ocurrido plantear el tema de las sobredosis ante el grupo; gracias a Dick, el debate fue de gran ayuda. En ese momento pensó por qué no se le había ocurrido hacer lo mismo con los casos del Manhattan General, y consideró la posibilidad de exponerlos; pero, al final, cambió de opinión. Se sentía demasiado agobiada para hablar en público. Aun así, volvió a dudar cuando reparó en que Calvin parecía estar de un humor aceptable.

Cuando Margaret Hauptman hubo acabado de presentar las estadísticas de Staten Island, Calvin volvió a ocupar el estrado y preguntó si alguien tenía algo más que añadir. Dado que todo el mundo estaba impaciente por marcharse, no se trataba más que de una pregunta de trámite; pero, tras un instante de incómoda duda, Laurie levantó finalmente la mano. Muy a su pesar, Calvin la reconoció al instante. Jack se volvió en su asiento y le lanzó una mirada como diciendo: «¿Por qué alargas este tormento?».

Laurie se dirigió vacilantemente hacia el estrado. Puesto que hablar en público siempre la había intimidado, notaba una descarga de adrenalina. Mientras ajustaba el micrófono se maldijo por haberse metido en semejante situación. Si algo no necesitaba era más presión.

– Ante todo, permitidme que me disculpe -empezó diciendo-. No tenía nada preparado, pero se me ha ocurrido que me gustaría escuchar vuestros pareceres sobre una serie de casos que han pasado por mis manos.

Miró a Calvin y vio que sus ojos denotaban suspicacia. Intuyó que él sabía lo que iba a suceder y que no le gustaba. Contempló a Jack y, cuando sus miradas se cruzaron, él hizo ademán de ponerse una pistola en la cabeza y pegarse un tiro.

Con tan negros augurios, Laurie se sintió todavía menos segura de sí. Para poner en orden sus pensamientos clavó la vista en la estropeada superficie del atril, llena de marcas de iniciales y garabatos hechos a punta de bolígrafo. Deseando no encontrarse con los ojos de Calvin ni de Jack, se lanzó a una breve descripción de lo que para ella era el Síndrome de Muerte Adulta Repentina, cuyo acrónimo, SMAR, reconocía haber acuñado hacía cinco semanas, hablando con un colega sobre cuatro fallecimientos totalmente imprevistos debidos a muerte cardíaca repentina ocurridos en un hospital y que habían resistido todo intento de reanimación. Explicó que en esos momentos tenía seis casos que abarcaban un período de seis semanas y que presentaban idénticos perfiles: personas jóvenes y sanas que habían muerto a las veinticuatro horas de haber sido operadas. Prosiguió diciendo que las autopsias no habían revelado patologías de ningún tipo, aunque los análisis microscópicos de los casos de aquella mañana seguían pendientes. Concluyó comentando que, aunque Toxicología no había conseguido identificar ningún agente causante de la arritmia, sospechaba que las muertes no habían sido accidentales.

Laurie dejó que su voz se apagara. Tenía la boca seca. Le habría encantado un sorbo de agua, pero se quedó donde estaba. Las implicaciones de su monólogo resultaban evidentes para todos los presentes, y durante unos segundos reinó el silencio en la sala. Cuando uno de ellos alzó la primera mano, Laurie le concedió la palabra.

– ¿Qué hay de los niveles de los electrolitos, como el sodio, el potasio y en especial el calcio?

– El laboratorio informó de que todos los electrolitos tomados de las fuentes habituales presentaban niveles normales -respondió antes de ceder el turno.

– ¿Hay alguna conexión entre los pacientes, aparte del hecho de que todos eran jóvenes, estaban sanos y acababan de ser operados?

– Ninguna que sea evidente. He insistido en buscar los puntos en común, pero no he encontrado ninguno más aparte de los mencionados. En los distintos casos han intervenido médicos diferentes, procedimientos varios, numerosos agentes anestésicos y también medicaciones, incluso en el tratamiento de los dolores postoperatorios.

– ¿Dónde han tenido lugar los fallecimientos?

– Los seis en el mismo hospital: el Manhattan General.

– Que tiene un nivel de mortalidad notablemente bajo -intervino Calvin levantándose porque ya había tenido bastante. A continuación se acercó al estrado y utilizó su corpulencia para apartar a Laurie. Tiró hacia arriba del micrófono, y a través de los altavoces sonó un pitido a modo de protesta.

– En estos momentos, calificar estos seis casos aislados de «serie» induce a la confusión y resulta perjudicial porque, tal como la propia doctora Montgomery reconoce, no están relacionados. Esto ya se lo he dicho a la doctora antes y se lo repito ahora. También debo prevenir a esta augusta asamblea que esto es un asunto que no debe salir de estas cuatro paredes. El departamento no desea manchar con comentarios infundados la reputación de una de las instituciones sanitarias más importantes de la ciudad.

– Seis casos son muchos para tratarse de una coincidencia -comentó Jack, que había revivido cuando Laurie se había levantado para hablar. Aunque no estaba dormido, se hallaba recostado en su asiento con las piernas colgando encima del respaldo de delante.

– ¿Le importaría mostrar una mínima corrección, doctor Stapleton? -gruñó Calvin.

Jack puso los pies en el suelo y se irguió.

– Cuatro estaban dentro de los límites, pero seis son demasiados cuando se dan en un solo hospital. A pesar de todo, sigo creyendo que son accidentales. Algo del centro ha afectado los sistemas vasculares de esos pacientes.

Dick Katzenburg levantó la mano, y Calvin asintió para que interviniera.

– Mi colega de la oficina de Queens acaba de recordarme que hemos tenido algunos casos como esos -dijo Dick-. Nos parece que los perfiles eran parecidos: todos relativamente jóvenes y en principio sanos. El último que tuvimos fue hace unos meses, y desde entonces no hemos vuelto a ver más.

– ¿Cuántos en total?

Dick se inclinó hacia Bob Novak, su segundo, y escuchó durante un instante; luego, se enderezó.

– Creemos que también fueron seis, pero los casos se extendieron durante un plazo de varios meses y pasaron por las manos de distintos forenses. El asunto cesó justo cuando empezábamos a interesarnos, y por lo tanto no le seguimos el rastro. Si no recuerdo mal, todos recibieron el calificativo de muerte accidental porque no se descubrió patología alguna. Estoy convencido de que las pruebas de toxicología fueron negativas porque, de lo contrario, habría llamado mi atención.

– ¿Eran todos casos de postoperatorio? -preguntó Laurie, sorprendida, expectante y complacida. Si veía su serie doblada por haber planteado la cuestión en una conferencia de los jueves, iba a ser un verdadero déjà vu. Y si resultaba multiplicado por dos, el perfil de aquellos casos iba a resultar una evasión aún mejor que antes.

– Eso creo -dijo Dick-. Lamento no poder ser más concreto.

– Lo entiendo. ¿Dónde se produjeron los fallecimientos?

– En el hospital St. Francis.

– ¡Caramba! -exclamó Jack-. ¡La trama se complica!

– ¡Doctor Stapleton! -espetó Calvin-. ¡Mantenga un mínimo decoro! Levante la mano si quiere intervenir en la conversación.

– Es una institución de AmeriCare -añadió Dick dirigiéndose a Jack y haciendo caso omiso de Calvin.

– ¿Cuánto tardaré en recibir sus nombres y números de referencia? -preguntó Laurie.

– Te los enviaré por correo electrónico tan pronto como vuelva a la oficina -respondió Dick-, aunque también podría llamar a mi secretaria. Supongo que ella podría localizar fácilmente la lista.

– Me gustaría tenerla lo antes posible -contestó Laurie-. También me gustaría conseguir sus historiales del hospital, y cuanto antes consiga los números de referencia para uno de mis investigadores forenses, mejor.

– Por mí, no hay problema -convino Dick.

– ¿Algún otro asunto? -preguntó Calvin. Contempló a los presentes y, al ver que no había más preguntas, dio por concluida la reunión-. Nos veremos el próximo jueves.

Mientras la mayoría de los forenses reanudaban las conversaciones interrumpidas por la sesión, Dick se acercó a Laurie. Hablaba por el móvil y estaba describiendo la ubicación exacta de un expediente en su archivador. Hizo un gesto a Laurie para que aguardara.

Ella miró hacia donde estaba Jack y lo vio escabullirse de la sala. Había confiado en poder hablar con él, aunque solo fuera para darle las gracias por haberla apoyado durante su exposición.

– ¿Tienes algo para escribir? -le preguntó Dick.

Laurie sacó un bolígrafo y un sobre vacío. Mientras Laurie aguantaba el sobre con el dedo para que no se moviera en la mesita plegable, Dick anotó los nombres y los números de referencia. Dio las gracias a su secretaria y colgó.

– Bueno, ahí los tienes -dijo Dick-. Si te puedo ayudar en algo más, házmelo saber. Debo reconocer que parece bastante curioso.

– Supongo que podré conseguir del banco de datos lo que necesito saber; pero, si no, te llamaré. En todo caso, te tendré informado. ¡Gracias, Dick! Esta es la segunda vez que me echas un cable. ¿Te acuerdas de aquellos casos de la cocaína de hace doce años?

– Ahora que los mencionas, claro que me acuerdo, aunque me da la impresión de que fue en otra época. Sea como fuere, me alegro de haber podido ayudarte.

– ¡Doctora Montgomery! -la llamó Calvin-. ¿Puedo hablar con usted un minuto?

A pesar de que había sido presentada como un ruego, la petición sonaba más como una orden.

Laurie se despidió de Dick con una palmada y se acercó a Calvin, circunspecta.

– Si los casos de Dick se parecen a los suyos, doctora, quiero que me mantenga informado. Entretanto, sigue en pie la prohibición de hablar de esto con nadie fuera de la oficina. ¿Está claro? Usted y yo ya hemos tenido en el pasado disparidad de criterios acerca de filtrar información a la prensa. No quiero que vuelva a suceder.

– Lo entiendo -contestó nerviosamente Laurie-. No se preocupe, aprendí bien la lección, y no se me ocurriría en absoluto acudir a la prensa. Sin embargo, debo reconocer que desde el principio he hablado con el jefe médico del Manhattan General sobre estos casos. Se da la circunstancia de que es un buen amigo.

– ¿Cómo se llama?

– Es el doctor Roger Rousseau.

– Dado que forma parte del hospital, supongo que estará al tanto de la naturaleza sensible de esa información.

– Desde luego.

– Y supongo que es igualmente razonable confiar en que no hablará con los medios.

– Claro que sí -repuso Laurie, que se sentía algo más confiada. Calvin estaba de bastante buen humor-. Sin embargo, el doctor Rousseau está justamente preocupado y creo que le gustaría saber si los casos de Dick son realmente parecidos. Eso le daría la oportunidad de hablar con sus colegas del St. Francis. Así sabría que no es el único que ha tenido esos problemas.

– Bueno, no veo nada malo en que hable con él siempre que deje claro que esta oficina no está por el momento de acuerdo con sus tesis sobre el tipo de muertes y que todavía respalda los diagnósticos de Queens.

– Desde luego. Gracias -contestó Laurie. Había sido bueno poder despejar el ambiente porque arrastraba cierta sensación de culpabilidad por haber hablado con Roger sobre las defunciones a pesar de la prohibición de Calvin.

Salió de la sala de conferencias y fue directamente al despacho de los investigadores forenses. La ansiedad de hablar en público y de enfrentarse a su jefe se le estaba pasando, e incluso se sintió mejor cuando encontró a Cheryl Meyers en su mesa, porque se suponía que su jornada había acabado hacía más de una hora. En opinión de Laurie, Cheryl era la investigadora de más talento del departamento y tan trabajadora como Janice. Le hizo tomar nota de los nombres y referencias que Dick le había dado y le pidió que solicitara los correspondientes historiales al St. Francis.

– ¿Y qué hay de las carpetas de las autopsias y de los certificados de defunción? -preguntó Cheryl.

Laurie le contestó, al igual que había hecho con Dick, que primero intentaría ver qué podía encontrar en el banco de datos y que si necesitaba copias impresas le avisaría.

Sujetando el sobre y releyendo los nombres una y otra vez, Laurie subió en el ascensor. Su intuición le decía alto y claro que los perfiles y los detalles de aquella nueva lista de víctimas iba a encajar con la suya. Su serie de SMAR sumaba ya doce personas.

Una vez en la cuarta planta, vaciló y tardó unos segundos en reunir la confianza en sí misma que necesitaba. Deseaba ir al despacho de Jack para hablar con él, aunque fuera brevemente, sobre la inesperada ocurrencia que había tenido en el despacho de Roger. Creía que compartir sus inquietudes la ayudaría a apaciguarlas; pero no estaba segura de lo que deseaba decirle ni de cómo empezar. Intentando prepararse ante tantas incertidumbres, respiró hondo y echó a andar.

Cuanto más se acercaba, más despacio caminaba. Volvió a vacilar cuando tuvo a la vista la puerta de Jack, disgustada por su indecisión. Se estaba convirtiendo en una cobarde, en una dubitativa incorregible o en una combinación de ambas cosas. Miró con añoranza por encima del hombro hacia la puerta de su propio despacho.

Al oír el roce de una silla dentro del despacho que tenía delante y creyendo que Jack se disponía a salir, Laurie estuvo a punto de huir presa del pánico. Afortunadamente, no tuvo tiempo, porque tampoco se trataba de Jack. Con las prisas, Chet estuvo a punto de darse de bruces con ella.

– ¡Caramba, lo siento! -se excusó mientras sujetaba a Laurie por los hombros para evitar que cayera mientras ambos recobraban el equilibrio. Luego, la soltó y se agachó para recoger la chaqueta que había dejado caer.

– No pasa nada -contestó Laurie, recobrándose del susto aunque con el pulso acelerado.

– Me voy a mi clase de musculación -explicó Chet a modo de disculpa-. Está claro que llego tarde. Si estás buscando a Jack, no lo encontrarás: tenía un importante partido de baloncesto en la cancha de su barrio y salió a toda prisa hace diez minutos.

– Qué lástima -dijo Laurie, en el fondo aliviada-. No hay problema, ya lo veré mañana.

Chet se despidió con la mano y corrió por el pasillo hacia el ascensor. De repente se sentía muy fatigada. El día le estaba pasando factura, y ella deseaba regresar a su piso y darse un baño caliente.

Tal como suponía, su despacho estaba vacío. Se sentó a su escritorio y tecleó su contraseña en el ordenador. Durante la media hora siguiente estuvo descargando los archivos de los seis casos de Queens. A pesar de que los informes de los investigadores forenses no eran ni la mitad de buenos que los de Janice, había en ellos información suficiente para que Laurie llegara a la conclusión de que eran muy parecidos a los suyos. Las muertes habían ocurrido de madrugada, entre las dos y las cuatro; las edades oscilaban de los veintiséis a los cuarenta y dos años; ninguno de los pacientes tenía un historial de problemas cardíacos y todos habían sido operados en las últimas veinticuatro horas.

Cuando hubo acabado, cogió el teléfono y marcó el número de Roger. Había prometido llamarlo, y aquel era un momento tan bueno como cualquier otro, especialmente teniendo en cuenta que tenía algo concreto que contarle aparte de la conducta en su despacho. Mientras se establecía la comunicación, se sorprendió deseando que esa vez saliera el contestador automático para evitar verse arrastrada a hablar de cosas de las que no le apetecía; pero, por desgracia, Roger respondió al segundo timbrazo con su habitual jovialidad. Tan pronto como se dio cuenta de que se trataba de Laurie, se mostró solícito.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó en tono preocupado.

– Voy tirando -repuso Laurie, que no tenía intención de mentir-. Estoy deseando volver a casa. Hoy no ha sido un buen día, pero de todas maneras acabo de enterarme de algo que puede interesarte. Durante la conferencia interdepartamental de los jueves me han comentado que en el hospital St. Francis, en Queens, se produjeron seis fallecimientos curiosamente parecidos a los del Manhattan General.

– ¿En serio? -preguntó Roger, sorprendido e interesado a la vez.

– Acabo de descargar sus certificados de defunción y los informes de investigación; además he pedido copias de sus historiales del hospital. Esto último tardará unos días, pero entretanto, mañana te pasaré todo lo que tengo. Supongo que querrás hablar con el jefe médico del St. Francis.

– Desde luego, aunque solo sea para compadecernos mutuamente. -Cambiando de asunto, Roger añadió-: Ahora hablemos de ti. Tengo que decirte que he estado mortalmente preocupado desde que te quedaste a media frase y te fuiste de repente. ¿Qué estabas pensando?

Laurie retorció el cable del teléfono mientras intentaba hallar una respuesta apropiada. No tenía la más mínima intención de causarle inquietud, pero de ninguna manera deseaba hablar del asunto que dominaba sus pensamientos, especialmente cuando todavía no sabía si sus temores estaban justificados.

– ¿Sigues ahí? -preguntó Roger.

– Sigo aquí -le aseguró-. Escucha, estoy bien, de verdad. Tan pronto como me sienta dispuesta a hablar de lo que me ronda por la cabeza, lo haré. Te lo prometo. ¿Puedes aceptarlo por el momento?

– Supongo -contestó Roger sin entusiasmo-. ¿Es porque has dado positivo en las pruebas del BRCA-1?

– Indirectamente, hasta cierto punto. Por favor, Roger, no más preguntas.

– ¿Estás segura de que no quieres que nos veamos esta noche?

– Sí. Esta noche no. Te llamaré por la mañana, te lo prometo.

– De acuerdo. Estaré esperando tu llamada; pero, si cambias de opinión, estaré en casa toda la noche.

Laurie colgó y dejó descansar la mano sobre el auricular unos segundos. Se sentía culpable por causar preocupaciones a Roger, pero no estaba dispuesta a hablar con él de lo que la angustiaba.

Apartándose del escritorio y poniéndose en pie, contempló la pila de nuevo material que había descargado de la base de datos del Departamento de Medicina Legal. Pensó en llevarse los papeles a casa y añadir los nombres al esquema que ya tenía, pero enseguida descartó la idea. Ya se ocuparía al día siguiente de todo aquel lío.

Con el abrigo sobre el brazo y el paraguas en la mano, Laurie apagó las luces y cerró con llave la puerta del despacho. Su siguiente destino era una farmacia, y, a continuación, su apartamento. Mientras apretaba el botón de bajada del ascensor, casi pudo sentir por anticipado la maravillosa sensación de deslizarse en una bañera llena de deliciosa agua caliente. Para ella, un baño era tanto una experiencia terapéutica como la oportunidad de lavarse.

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