15

Jack pedaleó con más fuerza, y su bicicleta respondió. En esos momentos pasaba velozmente ante el edificio de Naciones Unidas camino de la Primera Avenida. A pesar de que el tráfico de las cinco y media estaba en su apogeo, no había tenido ningún altercado con los conductores: después de que llegara al depósito el cadáver de uno de los muchos mensajeros que iban en bicicleta por la ciudad, había contenido su agresividad. Aquel pobre infeliz tuvo un tropiezo con un camión de la basura que le había costado caro. Cuando Jack lo vio, tenía la cabeza del diámetro de una pelota de playa, pero del grosor de una moneda.

Delante se alzaban las enormes columnas del puente de Queensboro. La calle adquirió un declive gradual y Jack alcanzó una velocidad mayor. Con la ayuda de la gravedad, se mantuvo a la marcha del tráfico mientras el viento le silbaba en el casco. Como de costumbre, desconectaba con aquella sensación. Durante unos minutos, todas sus preocupaciones y recuerdos se disolvieron en un baño de endorfinas.

En algún momento anterior de aquella tarde, Jack había apagado la luz del microscopio; ordenó su escritorio y fue al despacho de Laurie para que le explicara cómo llegar al restaurante. Sin embargo, al igual que durante sus numerosas vistas de aquella mañana, lo había encontrado vacío. Riva le explicó que Laurie se había ido a casa para cambiarse de ropa. Jack debió de poner cara de sorpresa, porque Riva se tomó la molestia de explicarle que era típico de mujeres. De todas maneras, la explicación solo sirvió para confundirlo aún más: el atuendo de Laurie le había parecido absolutamente apropiado para una cena temprana. Laurie, más que cualquier otra mujer de la oficina, se vestía de un modo especialmente elegante y femenino.

Justo pasado el puente Queensboro, el tráfico rugía; una cola de vehículos competía por meterse en la rampa que conducía al FDR Drive North, y Jack se vio obligado a serpentear entre los coches y autobuses parados hasta pasar el cruce con la calle Sesenta y tres. Fuera del embotellamiento se puso de pie sobre los pedales para ganar velocidad.

Desde ese punto y hacia el norte, no tuvo problemas. En la esquina de la calle Ochenta y dos y la Segunda Avenida, subió a la acera y desmontó. Ató con un candado la bicicleta y el casco a una señal de «Prohibido Aparcar» y entró en Elios con solo tres minutos de retraso.

Fue hasta la barra de caoba que había al otro lado de la puerta y contempló el panorama: camareros de blancos delantales iban de un lado a otro comprobando que las mesas cubiertas con manteles estuvieran en orden. Había algunos clientes repartidos por el estrecho y largo interior. Justo a su derecha, tenía una mesa ocupada por un ruidoso grupo entre cuyos miembros reconoció algún rostro de la televisión a pesar de no tener televisor. Al principio no vio a Laurie, y creyó que había sido el primero en llegar.

La propietaria, una mujer alta y elegante, se le acercó. Cuando Jack le dijo que había una reserva a nombre de Montgomery, ella le cogió la cazadora de aviador, se la entregó a uno de los camareros y le pidió que lo siguiera. A medio comedor divisó a Laurie sentada a una mesa de la derecha, conversando con un bigotudo camarero. Delante tenía una botella de agua con gas italiana; no había vino. Jack sabía lo mucho que a Laurie le gustaba el vino, y también que cuando él llegaba tarde a cenar, ella ya solía haberlo encargado. Lo que ignoraba era por qué ese día no lo había hecho.

Jack se le acercó y le dio un rápido beso en la mejilla antes incluso de detenerse a pensar si debía hacerlo o no; luego, estrechó la mano al camarero, que resultó ser un tipo de lo más agradable, y se sentó. El hombre le preguntó si deseaba tomar vino.

– Sí, supongo -contestó mirando a Laurie.

– Adelante, pide lo que te apetezca. Yo me conformo con esto -contestó ella señalando el vaso de agua.

– Ah -se extrañó Jack, que no sabía qué esperar de aquella cita. Dudó un instante y después pidió una cerveza. Si Laurie no iba a tomar vino, él tampoco. Creía que era cuestión de principios, aunque no podía decir de cuál.

– Me alegro de que hayas llegado sano y salvo -le dijo Laurie-. Después del caso de aquel mensajero, confiaba en que habrías renunciado a flirtear diariamente con la muerte.

Jack asintió pero no dijo nada. Laurie tenía un aspecto radiante. Llevaba uno de los conjuntos que más le gustaban, y se preguntó si lo habría escogido a propósito. No solo se había cambiado de ropa; también se había lavado el cabello. En la oficina, Laurie se lo recogía en un moño o se lo anudaba en una trenza; pero esa noche lo llevaba suelto y le caía por los hombros enmarcándole el rostro.

– Estás muy guapa -le dijo.

– Gracias. Tú también tienes buen aspecto.

– Sí, claro -contestó Jack con evidente incredulidad mirando su arrugada camisa Oxford, su corbata de punto azul oscuro y sus gastados vaqueros. Al lado del esplendor de Laurie, parecía el pariente pobre.

Mientras el camarero iba a buscarle la cerveza, los dos charlaron de las ocasiones en que habían estado en aquel restaurante, y Laurie mencionó el día en que había llevado a Paul Sutherland para un encuentro sorpresa con él y Lou, en la época en que había pensado casarse con él.

– Bueno, no puedo decir que aquella fuera mi cena más agradable en este establecimiento -reconoció Jack.

– Y tampoco la mía -convino Laurie-. La razón por la que me he acordado es que, justo ayer, Lou me lo mencionó y me dijo que tú y él estabais celosos.

– ¿De veras? ¡Qué sabrá Lou!

– Quería decírtelo para que lo supieras. Nunca pensé que fueras celoso.

El camarero volvió con la cerveza de Jack y un cesto con pan.

– ¿Quieren que les diga lo que tenemos como platos del día o prefieren esperar?

– Creo que esperaremos un momento -contestó Laurie.

– Llámenme cuando quieran -dijo el camarero de buen humor. Jack y Laurie lo vieron desaparecer camino de la cocina.

– Siento haberte dado a entender esta mañana que cenar contigo me suponía un sacrificio -dijo Jack cuando volvieron a mirarse-. No pretendía herir tus sentimientos, solo ser gracioso.

– Gracias por tus disculpas. En circunstancias normales no habría reaccionado como lo hice. Me temo que últimamente no veo las cosas con mucho sentido del humor.

– Bueno, no tuve la oportunidad de explicarte que Mulhausen estaba limpio, tal como sospechabas, y no presentaba patología alguna. Hablando de Lou, deberías saber que le dije que tu idea del asesino en serie me parecía cada vez más convincente y que su departamento debería seguirle la pista.

– ¿De verdad? ¿Y qué te contestó?

– Quería saber cuál era la postura oficial de la oficina forense, y se lo dije.

– ¿Y?

– Me comentó que, si la oficina forense y el hospital no están dispuestos a actuar, y que si además el ayuntamiento presiona en ese sentido, se va a encontrar con las manos atadas.

– Pues yo voy a intentar cambiar eso consiguiendo una lista de posibles sospechosos.

– ¿De sospechosos de verdad? ¡Uau! Eso sin duda cambiaría el panorama. Tiene gracia que me lo digas, porque se me han ocurrido algunas ideas.

– Seguro que son interesantes.

– Aunque esa serie de muertes parecen contraproducentes para los intereses de una compañía sanitaria, hay algunos aspectos que podrían vincularlos con el fenómeno de la sanidad concertada.

– Te escucho.

– La sanidad concertada tiene que ser agresiva y a menudo se hace con el control de instituciones y especialistas de forma hostil. Tu asesino en serie podría ser alguien disgustado con AmeriCare, igual que yo. Debo reconocer que se me ocurrieron ciertos pensamientos homicidas cuando AmeriCare se hizo con mi consulta. De no ser por ellos, seguiría siendo un tradicional oftalmólogo del Medio Oeste, vestido con su traje de cuadros y luchando por llevar a mis hijas a la universidad.

– Poco importa la cantidad de veces que me hayas contado la historia de tu vida anterior. No consigo hacerme a la idea. Estoy segura de que no te reconocería.

– Yo tampoco me reconocería.

– Pero tu observación es buena. Un médico con privilegios de acceso en el Manhattan General y en el St. Francis es uno de los perfiles sospechosos en los que he pensado. ¿Cuál es tu otra idea?

– ¡Competencia entre empresas de sanidad! Se trata de un negocio a muerte. Ya sabes que las dos principales compañías, National Health y AmeriCare, ya se han enfrentado en el pasado, y que sus enfrentamientos han sacado a la luz sorprendentes maquinaciones. Sé que National Health ha cedido Nueva York a su competidora, pero podría haber cambiado de opinión. Provocar el descrédito de AmeriCare, que es lo que se puede conseguir tarde o temprano con tu serie de asesinatos, representaría sin duda una gran victoria para National Health. Según mi razonamiento, puede estar implicado cualquier individuo o grupo deseoso de ver cómo se hunden las acciones de AmeriCare porque, una vez corra la noticia de asesino múltiple, los inversores abandonarán el barco en masa.

– ¡Bien visto! -admitió Laurie-. La verdad es que no se me había ocurrido ninguna de esas posibilidades. Gracias.

– No me las des.

Jack bebió un largo trago de cerveza directamente de la botella mientras Laurie tomaba un sorbo de agua. El restaurante se estaba despertando de su letargo. Habían llegado más comensales, y en la barra se había reunido una multitud que elevaba el nivel de ruido con sus charlas y risas.

Percatándose de la pausa de Laurie y Jack en su conversación, el camarero se acercó para preguntar si querían pedir. Después de intercambiar una mirada para ver si al otro le parecía bien, Jack y Laurie asintieron; eso dio pie a una notable actuación por parte del camarero, que se lanzó a una interminable recitación con todo lujo de detalles de los platos del día. A pesar de lo tentador de la lista, Laurie se conformó con una ensalada, y Jack pidió calamares, ambos del menú normal.

Cuando el camarero se hubo marchado, Jack miró a Laurie a los ojos. Ella tenía la vista en el plato y los cubiertos, que colocaba y recolocaba cuando ya estaban perfectamente colocados. Jack se dio cuenta de que se sentía tensa. Pasaron unos minutos. Lo que había parecido una simple pausa en la conversación, le pareció que se convertía en un incómodo silencio. Se movió en el duro asiento y, tras lanzar una rápida ojeada para asegurarse de que nadie les prestaba atención, rompió el silencio.

– ¿Cuándo te gustaría hablar de ese «algo» tan importante que nos afecta a ti y a mí? ¿Es un asunto para los entrantes, el plato principal o para el postre?

Laurie alzó la mirada. Jack intentó leer en sus ojos, verde-azulados, pero no supo averiguar si estaba triste o angustiada. Sus especulaciones acerca de lo que ocurría iban desde que Laurie quería arreglar las cosas entre los dos, tal como Lou había dicho, hasta que iba a anunciarle su compromiso con su amiguito de apellido francés. El hecho de que ella mantuviera el misterio estaba empezando a ponerlo nervioso.

– Si no es mucho pedir te agradecería que evitaras los comentarios sarcásticos. Estoy segura de que salta a la vista que estoy pasando un mal momento, de modo que podrías mostrar un poco de respeto.

Jack respiró hondo. Que le ordenaran abandonar su arma de defensa psicológica más poderosa justo en la situación en que más creía necesitarla no era cosa fácil.

– Lo intentaré -convino-. Pero se me han agotado las ideas intentando adivinar de qué va todo esto.

– Primero, deja que te diga que ayer me comunicaron que soy portadora del marcador del gen BRCA-1.

Jack contempló a su antigua amante mientras una miríada de pensamientos se agolpaba en su cerebro. Junto a sentimientos de preocupación y simpatía figuraba uno menos noble: el alivio. Egoístamente sabía que era más capaz de enfrentarse al problema del BRCA-1 que a la idea de que Laurie fuera a casarse.

– ¿No vas a decir nada? -preguntó ella al cabo de un rato.

– ¡Lo siento! La noticia me ha pillado desprevenido. No sabes cuánto lamento que tengas el gen; pero, viéndolo por el lado positivo, sigo creyendo que es mejor que lo sepas.

– En estos instantes no estoy tan convencida.

– Yo sí. No tengo la menor duda. Por el momento, simplemente significa que tendrás que hacerte más controles, por ejemplo mamografías todos los años. Recuerda que, aunque el marcador dice que tienes más riesgo de desarrollar cáncer antes de los ochenta años, tu madre, cuya mutación sin duda compartes, no lo ha desarrollado hasta poco antes de esa edad.

– Eso es cierto -repuso Laurie reconociendo que Jack tenía razón. Su rostro se había iluminado-. Mi abuela materna, que también tuvo un cáncer de pecho, no lo desarrolló hasta los ochenta; y ninguna de mis tías lo ha tenido, al menos por el momento.

– Bien, ahí lo tienes -dijo Jack-. Me parece que está bastante claro que la mutación de la que tu familia es portadora determina un desarrollo octogenario de la enfermedad.

– Puede ser -contestó Laurie refrenando su optimismo-, pero no hay prueba que confirme esa afirmación, que no tiene en cuenta el aumento del riesgo de tener un cáncer de ovarios.

– En tu familia, ¿se ha dado algún caso de cáncer de ovarios?

– No que yo sepa.

– Pues me parece una estupenda información.

– Puede -repuso Laurie jugando nuevamente con los cubiertos.

Jack tomó otro trago de su helada cerveza. Se sentía acalorado y se preguntó si su rostro lo reflejaría. Metió un dedo por el cuello de la camisa y se lo apartó del sudoroso cuello. Se moría de ganas de quitarse la corbata, pero con lo elegante que iba Laurie no se atrevió. Lo que lo inquietaba era la forma en que ella había planteado el asunto del BRCA-1. Había dicho «primero» y eso le hacía temer que hubiera un «segundo».

En ese momento llegaron la ensalada y los calamares. El camarero sirvió la comida, arregló la mesa y la limpió rápidamente de migas antes de alejarse. El hombre no había protestado por lo exiguo del pedido, lo cual recordó a Jack que una de las cosas que le gustaba de Elios era que nadie le metía prisas para que acabara y poner un nuevo cliente a la mesa, como sucedía a menudo en los restaurantes de moda.

Tras saborear algunos calamares y tomar un poco más de cerveza, Jack se aclaró la garganta. Por superstición no deseaba formular la pregunta, pero la intriga lo estaba matando.

– ¿Había algo más que querías contarme esta noche o era solo el problema del BRCA-1?

Laurie soltó el tenedor y lo miró a los ojos.

– Hay algo más. Quería decirte que estoy embarazada.

Jack tragó saliva, ladeó ligeramente la cabeza como si algo acabara de rozarle el cuero cabelludo y dejó la cerveza en la mesa sin dejar de mirar a Laurie. Que ella estuviera embarazada era lo último que había esperado oír. Su mente era un torbellino de confusión. Volvió a carraspear.

– ¿Quién es el padre?

El rostro de Laurie se ensombreció con la velocidad de una tormenta de verano, y se puso en pie tan bruscamente que tiró la silla hacia atrás. El estruendo hizo que las conversaciones del restaurante cesaran de golpe. Arrojó la servilleta en el plato de la ensalada y dio media vuelta dispuesta a tomar el camino de la puerta. Jack, que inicialmente había retrocedido ante aquella demostración de furia, recobró la iniciativa lo suficiente para coger a Laurie del brazo. Ella dio un tirón, pero él no la soltó.

– ¡Lo…! ¡Lo siento! -balbuceó y añadió apresuradamente-: ¡No te vayas! Tenemos que hablar, y sin duda mi primera pregunta no ha sido la más diplomática.

Laurie dio un nuevo tirón para liberar el brazo, pero con menos energía que antes.

– ¡Por favor, siéntate! -dijo Jack en el tono más calmado y firme del que fue capaz.

Como si de repente tomara conciencia de dónde se hallaba, Laurie miró a su alrededor y vio que los clientes del restaurante estaban inmóviles, con los ojos fijos en ella. Se volvió hacia Jack y asintió. Como si le hubieran hecho una señal, el camarero pareció surgir de la nada, le colocó la silla y se llevó el plato de ensalada con la servilleta. Laurie tomó asiento. Tan pronto como lo hubo hecho, las conversaciones en la sala se reanudaron como si nada hubiera ocurrido. Los neoyorquinos eran gente acostumbrada a los imprevistos y los tomaban tal como llegaban.

– ¿Desde cuándo lo sabes? -preguntó Jack.

– Lo sospeché ayer, pero no he tenido la confirmación hasta esta mañana.

– ¿Estás preocupada por ello?

– ¡Claro que lo estoy! ¿No lo estás tú?

Jack asintió y se produjo una pausa mientras reflexionaba.

– ¿Qué piensas hacer?

– ¿Te refieres a si pienso tener el niño? ¿Es eso lo que estás planteando con tu maldita pregunta?

– Laurie, solo estamos hablando. No tienes por qué enfadarte.

– Tu primera pregunta, tal como la llamas, dio en el blanco equivocado.

– Es evidente que sí; pero, si tenemos en cuenta que has estado teniendo lo que desde fuera parece un apasionado romance, mi pregunta no resulta tan inapropiada.

– Pues teniendo en cuenta que no he tenido relaciones con Roger Rousseau, a mí me parece de lo más grosera.

– ¿Y cómo quieres que lo sepa? Durante las últimas semanas he intentado varias veces llamarte por la noche. Una noche estuve insistiendo hasta tarde y sin éxito, lo cual me hizo pensar que no estabas en casa.

– Me he quedado en casa de Roger en un par de ocasiones -reconoció Laurie-, pero nunca hubo sexo de por medio.

– Eso suena a curiosa distinción, pero sigamos con el asunto.

El camarero reapareció con un nuevo plato de ensalada y una servilleta limpia. En un alarde de perspicacia, lo dejó todo y se marchó.

– ¿De cuánto estás? -preguntó Jack.

– De seis semanas, aunque mi ginecóloga diría que de siete. No tengo la menor duda de que ocurrió la última noche que estuvimos juntos, lo cual resulta bastante irónico, ¿no te parece?

– Sorprendente es el adjetivo que mejor se me ocurre. ¿Cómo pudo pasar?

– Espero que no me estés echando la culpa. No sé si lo recuerdas, pero el día antes me preguntaste sobre mi período. Yo te dije que era seguro hacerlo, pero por poco. Cuando hicimos el amor era ya al día siguiente, y desde luego ya no era seguro.

– ¿Y por qué no pusiste un límite a nuestras relaciones?

Laurie fulminó a Jack.

– Estás consiguiendo ponerme furiosa de nuevo. Parece que me hagas responsable. Sin embargo, ¿sabes una cosa?, la decisión de hacer el amor la tomamos los dos, no solo yo; y los dos conocíamos la situación.

– Tranquilízate -dijo Jack con ánimo de apaciguar-. No te estoy culpando. De verdad. Únicamente intento entenderlo. Tu embarazo me ha pillado totalmente por sorpresa. En el pasado habíamos hecho lo necesario para evitarlo. ¿Por qué la hemos pifiado ahora?

La mirada de Laurie se suavizó. Respiró hondo y dejó escapar un largo suspiro.

– Bueno, llegados a este punto, lo mejor es que seamos completamente sinceros. Aquella mañana, cuando se me ocurrió que quizá podíamos acabar haciendo el amor, pensé que corríamos un riesgo y estaba segura de que tú también lo sabías. En mi opinión, y teniendo en cuenta que estaba en mi décimo día, las posibilidades no eran muchas, pero existían de todos modos. El riesgo me pareció aceptable por lo mucho que deseaba tener una familia contigo. En cuanto a ti, pensé que en el fondo del corazón compartías mi misma idea de que un niño te ayudaría a dejar atrás definitivamente el pasado para poder empezar una nueva vida. Puede que estuviera proyectando en exceso mis sentimientos en ti. No lo sé, pero este es el resumen de lo que sentía.

Jack meditó con aire abstraído sobre lo que Laurie había dicho. La vida le había planteado alguna que otra situación complicada, y aquella era una más. La sorpresa de ser probablemente padre de una criatura lo había pillado con la guardia baja. También le aterrorizaba, principalmente porque temía quererla demasiado y que eso le hiciera tanto daño como en el pasado. Perder a toda su familia había sido el trago más amargo de su vida, y dudaba que pudiera sobrevivir a otro. Sin embargo, por encima de aquellas angustiosas reflexiones, había un pensamiento más positivo. Si algo había aprendido en las últimas y desdichadas cinco semanas, era que amaba a Laurie más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Cómo iba a pesar eso en aquella situación, no lo sabía; como tampoco sabía qué sentía ella acerca de su pareja de entonces.

– No sé si me gustan estos silencios tuyos -dijo Laurie-. No solamente no son propios de ti, sino que necesito una respuesta; lo que sea, aunque resulte mala. Necesito saber qué sientes. Tenemos que tomar algunas decisiones; pero, si no quieres saber nada de esto, dímelo porque entonces las tomaré yo sola.

Jack asintió.

– Claro que quiero participar, pero esto es un poco injusto. Se me hace difícil asimilar semejante noticia de golpe y tener que responder en el calor del momento. De hecho, me parece poco razonable por tu parte que lo esperes. Habría preferido que me lo dijeras cuando lo supiste, y haber tenido así la oportunidad de meditarlo los dos juntos. De ese modo, en esta cena podríamos haber compartido nuestros pensamientos.

– Tienes cierta razón -reconoció Laurie-. No es mi intención ponerte en la picota, aunque me gustaría que respondieras como espero.

– ¿Y cómo esperas que responda?

Laurie tendió la mano y cogió el antebrazo de Jack.

– No voy a poner palabras en tu boca si no es para confiar en que este acontecimiento pueda ser beneficioso y ayudarte a abandonar tu actitud doliente. Tener un hijo no supone menoscabar el recuerdo de tu anterior familia. De todas maneras, vete a casa y piénsalo. Me toca guardia este fin de semana, de modo que si no estoy en el apartamento, me encontrarás en la oficina. Esperaré tu llamada.

– Me parece bien -contestó Jack en tono cansado.

– ¡Eh!, no te deprimas por mí -lo reprendió Laurie.

– No pienso deprimirme, pero te diré una cosa: ya no tengo apetito.

– Ni yo -admitió Laurie-. Demos por concluida la noche. Estamos los dos agotados. -Levantó la mano y el camarero acudió a toda prisa.

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