9

El viejo despertador de cuerda de Laurie sonó en la penumbra matutina, y ella tendió la mano para apagarlo sin abrir los ojos siquiera. Mientras se refugiaba en el calor de las mantas se estremeció, pero no de frío, sino a causa de las náuseas. Abrió los ojos. La mañana anterior también las había sufrido, pero las había atribuido a las vieiras que había cenado con Roger dos noches antes. Le encantaban las vieiras, pero en más de una ocasión le habían provocado malestar al día siguiente. Afortunadamente, los mareos no duraron y desaparecieron en cuanto salió de casa.

Se sentó y volvió a estremecerse. Tras tomar un sorbo del vaso de agua que tenía en la mesita se sintió un poco mejor. El problema radicaba en que no había tomado vieiras. Lo cierto era que había cenado un pollo previsiblemente insulso porque todavía se acordaba del malestar.

Mientras se envolvía en los cobertores notó otro síntoma además del mareo: una leve molestia en el cuadrante inferior derecho. No era lo bastante intensa para llamarla dolor. Utilizando los dedos se masajeó la zona por encima de la cadera, pero no supo decir si la presión empeoraba las molestias ya que el palparse el estómago le recordó que tenía ganas de ir al baño.

Apartó las sábanas, se puso una bata y metió los pies en unas zapatillas. Mientras caminaba hacia el lavabo notó claramente las molestias. En ese momento eran casi un dolor, pero bastante leve.

Al considerarlas como médico, Laurie pensó primero en una apendicitis. Sabía que había un montón de cosas que podían ir mal en el cuadrante inferior derecho, y que a veces el diagnóstico podía resultar complicado; pero también sabía que se estaba precipitando: era la clase de hipocondría en la que tantas veces había caído siendo estudiante de medicina. Sonrió al recordar cómo, en su primer año, un simple dolor de cabeza hizo que se angustiara por la posibilidad de padecer una hipertensión maligna simplemente porque había estudiado ese síndrome la noche antes. Evidentemente, no había padecido ninguna hipertensión maligna. De forma parecida, sus náuseas y molestias se desvanecieron en cuanto hubo salido de la ducha.

No tenía apetito, pero se obligó a tomar una tostada. Cuando eso pasó sin dificultad, comió un poco de fruta. Estaba convencida de que tener algo en el estómago la ayudaría, y así fue. En el momento en que se dispuso a dirigirse al trabajo se sentía ya como de costumbre.

Saludó con la mano a la señorita Engler cuando la puerta de la mujer se entreabrió con un crujido. En esa ocasión, la bruja de ojos legañosos habló y le advirtió de que cogiera el paraguas porque decían que iba a llover.

Era una mañana templada, y, aunque estaba encapotado, todavía no llovía. Laurie caminó hacia el norte por la Primera Avenida mientras se preguntaba si sus mareos podían tener un origen psicosomático debido al estrés. ¿Qué otra cosa puede ser?, pensó tristemente ya que tenía la impresión de que nunca había conseguido que su vida personal tuviera la misma fluidez que la profesional.

El torbellino de las cinco semanas de su relación con Roger había topado con un escollo inesperado. Se habían estado viendo dos o tres veces por semana y también todos los fines de semana. Laurie no creía que la dificultad fuera un obstáculo insuperable, pero hasta cierto punto había resultado irritante y le había recordado que al principio de conocer a Roger ya había pensado que aquel tipo de caprichos adolescentes rara vez superaban la prueba del tiempo. El caso era que, hacía un par de noches, se había enterado de que Roger estaba casado. Él había tenido multitud de ocasiones para decirle algo tan importante, pero, por razones que a ella se le escapaban, había optado por no hacerlo. Hasta que ella no lo obligó él no se avino a contarle la verdad: se había casado con una chica tailandesa diez años atrás, cuando trabajaba en aquel país y no había conseguido el divorcio, aunque se suponía que en ese momento lo estaba intentando. Lo más chocante para Laurie fue saber que había tenido varios hijos.

La historia se hizo menos mala a medida que se aclaró: la chica procedía de una familia acaudalada e influyente en la que ella se había refugiado egoístamente llevándose a los niños cuando Roger fue trasladado a África. Aun así, el que le hubiera ocultado semejante información había sentado un mal precedente y hacía que Laurie se preguntara si Roger era la persona que ella había imaginado; también notaba la creciente inquietud con lo rápidas que iban las cosas en la relación, a lo que se añadían las presiones de Roger en el terreno íntimo; pero por encima de todo, estaban sus sentimientos hacia Jack.

La noche anterior, mientras estaba en su apartamento compadeciéndose de sí misma por aquellas revelaciones, había experimentado una pequeña epifanía. Por primera vez reconoció que tenía tendencia a no enfrentarse a los problemas que no le molestaban particularmente. Era un rasgo que había visto en sus padres, y especialmente en su madre: cómo había abordado su cáncer de mama era todo un ejemplo. Era algo que a Laurie nunca le había gustado; sin embargo, nunca se había parado a verse a sí misma como hija de sus padres. Lo que la había llevado a comprenderlo había sido que la situación marital de Roger no le hubiera causado tanta sorpresa como a ella le gustaba pensar. Había tenido indicios, pero se había negado tenazmente a considerarlos. Sencillamente no había querido creer que Roger estuviera casado.

En la esquina con la calle Treinta, esperó a que el semáforo le permitiera cruzar la Primera Avenida. Mientras lo hacía, se preguntó hasta qué punto ese rasgo de su personalidad que acababa de aceptar había tenido un papel en su fallida relación con Jack. Con repentina claridad, comprendió lo que resultaba evidente: había querido echar toda la culpa a Jack por no estar dispuesto a comprometerse con respecto al futuro y por no plantear el asunto del matrimonio; pero entonces admitió que también ella debía compartir parte de la responsabilidad por no haberlo planteado. También comprendió que su ofrecimiento de hablar del asunto con regularidad había sido una concesión por su parte, quizá nada del otro mundo, pero una concesión al fin y al cabo. Cómo iba a contarle todo aquello a Jack era algo que ignoraba por completo. La última vez que habían conversado de asuntos personales había sido cinco semanas atrás.

Cuando el semáforo cambió, cruzó a toda prisa y subió la escalinata del edificio pensando que haber conocido a Roger no había hecho más que complicar las cosas: en lugar de tener problemas con un hombre, los tenía con dos. A pesar de que apreciaba a ambos, sabía que quería a Jack y echaba de menos su inflexible franqueza. Una de las razones de que hubiera empezado a salir con Roger había sido para poner celoso a Jack, una maquinación adolescente que se había visto empeorada por dos complicaciones: la primera, que no había esperado sentirse tan atraída por Roger, y la segunda, que tampoco había esperado que la jugada le saliera tan bien. Aunque Laurie creía que Jack la quería, su permanente rechazo a comprometerse la había convencido de que su amor no era como el de ella. En concreto, nunca había sentido que él valoraba su relación tanto como ella. Siempre había estado convencida de que él no iba a cambiar y de que era incapaz de sentir celos.

Pero en esos momentos, gracias al comportamiento de Jack, opinaba de forma distinta. El tono de sus conversaciones y contactos se había ido deteriorando. Cuando ella volvió a su piso, Jack adoptó un tono sarcástico que fue a peor y la hizo sentirse fatal desde el momento en que empezó a salir con Roger. Menos de un mes atrás, cuando Jack le pidió que fuera a cenar con él y ella le contestó que no podía porque había quedado con Roger para ir a la ópera aquella misma noche, él la envió a freír espárragos y no le propuso ninguna otra fecha. Lo que se desprendía de aquello era que no le interesaba que siguieran siendo amigos.

Mientras saludaba con la mano a Marlene, que le abría la puerta de la sala de identificación, Laurie no tuvo más remedio que sonreír. Todo aquel lío era propio de un culebrón y se dijo que debía apartar de su mente a aquellos dos hombres. Estaba claro que cambiar la conducta propia o de los demás no era lo más fácil del mundo.

Dejó su abrigo sobre el respaldo de una de las butacas, el paraguas encima y fue directamente a la máquina del café. Chet estaba decidiendo qué casos necesitaban autopsia y el hombre estaba enfrascado en los expedientes.

Laurie removió su café y miró la hora. Todavía no habían dado las ocho, pero no era tan pronto como cuando iba con Jack. Reparó en que Vinnie no estaba en su lugar de siempre, leyendo el periódico, lo cual indicaba que debía hallarse abajo, con Jack, realizando alguna autopsia. El único sonido que distinguía era el de las conversaciones de las telefonistas de la sala de comunicaciones que se preparaban para la jornada. Sabiendo que el lugar no tardaría en bullir de actividad, Laurie disfrutó de su relativa soledad.

– ¿Jack está abajo? -preguntó tomando un sorbo de café.

– Sí -contestó Chet sin levantar la vista. De repente, alzó la cabeza al reconocer la voz-. ¡Laurie! ¡Estupendo! Se suponía que debía entregarte un mensaje si llegabas antes de las ocho. Janice está impaciente por hablar contigo. Ha pasado ya dos veces.

– ¿Es sobre un paciente que estaba en postoperatorio en el General? -preguntó Laurie con ojos repentinamente chispeantes. Le había pedido a Janice que le avisara si se presentaba otro caso. Si así era, iba a resultarle bastante más fácil apartar de sus pensamientos a Roger y a Jack, ya que sus cuatro casos de posible asesinato aumentarían en un veinticinco por ciento. Los dos casos de los que se había ocupado, McGillin y Morgan, seguían pendientes de firma. Los otros dos habían sido firmados por Kevin y George declarando naturales las causas de la muerte, una conclusión a la que ella se oponía.

– No, no era por un paciente del General -dijo Chet con una sonrisa maliciosa que Laurie no captó, por lo que dejó caer los hombros de decepción-. No era por uno, sino por dos -añadió Chet dando un golpecito con la mano en dos carpetas que había separado, empujándolas hacia Laurie-. Y ambos necesitan autopsia.

Laurie las cogió prestamente y miró los nombres: Rowena Sobczyk y Stephen Lewis. Comprobó rápidamente su edad: veintiséis y treinta y dos años respectivamente.

– ¿Son los dos del Manhattan General? -preguntó. Quería estar segura.

Chet asintió.

Pensando en buscar evasiones, esto casi le parecía demasiado bueno. La serie de asesinatos aumentaría hasta los seis casos, no cinco. Eso suponía un incremento del cincuenta por ciento.

– Yo me ocuparé de los dos -dijo rápidamente.

– Son tuyos -repuso Chet.

Sin decir más, Laurie cogió su abrigo y el paraguas. Sosteniendo la taza de café como pudo y con las carpetas bajo el brazo, pasó rápidamente por Comunicaciones y la sala de archivos camino del despacho de los investigadores forenses. La dominaba la curiosidad. Durante las últimas semanas se había visto obligada a contener su entusiasmo a medida que su teoría del asesino múltiple no llegaba a materializarse y era rechazada por todos sus colegas salvo Roger. Jack incluso había utilizado el asunto para convertirla en más de una ocasión en objeto de sus sarcasmos. Hasta Sue Passero se había mostrado poco favorable tras hacer algunas discretas averiguaciones en el hospital. Por suerte, Calvin no había vuelto a hablar del asunto. Tampoco Riva.

Los historiales clínicos de los cuatro primeros casos habían llegado a la mesa de Laurie, y ella los había utilizado para rellenar las casillas pendientes de su esquema; sin embargo, no le ayudaron a encontrar nada definitivo. Había distintos cirujanos, diferentes anestesistas, varios agentes anestésicos, una significativa variedad de medicaciones postoperatorias y distintos lugares del hospital. Lo peor de todo era que los resultados de Toxicología habían salido completamente negativos a pesar de que Peter había agotado los recursos de la cromatografía gaseosa y del espectrómetro de masas. En beneficio de Laurie había investigado cualquier posible alternativa que la pudiera conducir a los mínimos restos de algún agente tóxico. Y sin agente tóxico, nadie daría el más ligero crédito a su teoría del asesino múltiple, especialmente no habiéndose producido más muertes tras la de Darlene Morgan. Todo el mundo arrojaba los cuatro casos a la papelera de las anomalías estadísticas que ocurren en un entorno de riesgo como es un hospital.

Bart alzó la mirada de su escritorio cuando Laurie entró en el despacho de los investigadores forenses.

– Llegas justo a tiempo -le dijo señalando el fondo de la sala donde Janice ya se estaba poniendo el abrigo.

– ¡Laurie! Estaba temiendo no verte. No puedo más, y la cama me llama. -Volvió a quitarse el abrigo, lo dejó en el respaldo de su silla y se sentó pesadamente.

– Lamento retenerte -se disculpó Laurie.

– No hay problema -contestó Janice bravamente-. No tardaremos más que un minuto. ¿Las carpetas que llevas son las de Lewis y Sobczyk?

– Lo son -repuso Laurie acercando una silla.

Janice las cogió, las abrió y sacó sus informes, entregándoselos a Laurie.

– Estos dos casos del General me recuerdan a los otros cuatro en los que estabas interesada -dijo mientras Laurie repasaba las notas. Hundió el rostro entre las manos y apoyó los codos en la mesa brevemente antes de continuar-: en pocas palabras, ambos pacientes eran jóvenes y sanos, y ambos han muerto de inesperadas complicaciones cardíacas; los dos habían sufrido cirugía de tipo menor en las últimas veinticuatro horas y ninguno pudo ser reanimado.

– Resultan francamente parecidos -convino Laurie mirándola-. Gracias por el resumen. ¿Hay algo que no figure en tus notas que quieras comentarme?

– Está todo ahí -repuso Janice-, pero hay algo en lo que quiero insistir: aunque casi todos los parámetros de esa mujer, Sobczyk, son los mismos, hay una cosa diferente: cuando fue hallada por las enfermeras estaba al borde de la muerte, pero todavía con vida. Por desgracia, no pudieron hacer nada a pesar de la rápida intervención. Por su parte, Lewis no presentaba actividad cardíaca ni respiratoria cuando fue descubierto por las ayudantes.

– ¿Y por qué crees que es importante?

– Solo porque es distinto -dijo Janice con un encogimiento de hombros-. No lo sé, pero la última vez que hablaste conmigo me preguntaste si tenía alguna intuición sobre el caso de Darlene Morgan. Entonces no la tenía, pero el hecho de que Sobczyk estuviera viva cuando la encontraron me hizo pensar.

– Entonces me alegro de que me lo hayas dicho -repuso Laurie-. ¿Algo más?

– Eso es todo. El resto está en los informes.

– No hará falta que te diga que voy a necesitar copias de los historiales clínicos.

– Ya las he pedido.

– Estupendo. Me alegro de que me hayas contado todo esto. Si se te ocurre algo más, ya sabes dónde encontrarme.

Laurie recogió sus cosas y se encaminó hacia el ascensor de atrás, impaciente por ponerse manos a la obra. Hacía semanas que no recordaba estar tan interesada. Mientras subía, pensó en lo que Janice le acababa de contar y se preguntó si sería importante.

Entró a toda prisa en su despacho, colgó el abrigo y dejó el paraguas encima del archivador. Se sentó a su escritorio, abrió ambas carpetas y extrajo los informes de Janice. Tras leerlos con más detalle, se inclinó, abrió un cajón y sacó el esquema que había trazado para los cuatro primeros casos. Estaba sujeto con una goma elástica a las carpetas de Morgan y McGillin, junto con copias de lo más relevante de los otros dos casos. Deshizo el paquete y sostuvo la carpeta de McGillin unos instantes. No había sido capaz de dar una respuesta al padre de Sean sobre la muerte de su hijo, tal como le había prometido con tanta confianza, y eso la hizo sentirse culpable. Ni siquiera lo había llamado durante las últimas semanas a pesar de que se lo había prometido. Cuando dejó los papeles junto con los demás tomó nota mentalmente para telefonearle y se preguntó qué diría el hombre si ella le confesaba que sospechaba la presencia de un asesino múltiple.

Fiándose del criterio de Janice, y a pesar de que todavía tenía que practicarles la autopsia, Laurie siguió adelante y añadió los datos de Lewis y Sobczyk al esquema. La investigadora, sabedora del interés de Laurie, había hecho un exhaustivo trabajo en ambos casos. Aun sin los historiales del hospital, Laurie pudo rellenar las casillas con la edad de los pacientes, la hora en que se declaró su fallecimiento, las operaciones a las que habían sido sometidos y las alas del hospital donde tenían sus habitaciones. Riva apareció mientras su amiga andaba ocupada con la tarea.

– ¿Qué, completando ese esquema tuyo? -preguntó mirando por encima del hombro de Laurie.

– Se han producido otros dos casos. Eso hacen seis. Todavía no he hecho las autopsias, pero tienen el mismo perfil. ¿Quieres cambiar de opinión con respecto al tipo de muerte? No sé, pero esto supone un aumento de un cincuenta por ciento.

Riva se echó a reír.

– No lo creo, especialmente si tenemos en cuenta que Toxicología ha dado negativo y que me consta que Peter ha puesto lo mejor de su parte. ¿Cómo está tu madre? Siempre me olvido de preguntar.

– Está evolucionando sorprendentemente bien -repuso Laurie-. Lo que pasa es que no me entero demasiado porque ella se comporta como si no hubiera ocurrido nada.

– Me alegro de que esté mejor. Dale mis mejores recuerdos. ¡Oye! ¿Qué hay de ese nuevo ligue tuyo? Te estás mostrando inhabitualmente discreta.

– Va bien -repuso Laurie vagamente. Riva tenía razón: no había comentado nada acerca de Roger. Descolgó el teléfono antes de que su amiga pudiera seguir haciéndole preguntas y llamó al despacho del depósito. La complació que Marvin respondiera y le dijo que preparara los dos cuerpos, primero el de Sobczyk. Este le contestó con su habitual presteza que la estaría esperando.

– Nos vemos en el foso -dijo despidiéndose de Riva y recogiendo las carpetas de Lewis y Sobczyk.

Mientras bajaba en el ascensor, Laurie se preparó mentalmente para ambos casos, lo cual le resultó fácil puesto que, además de la esperanza, tenía casi asumido que no iba a encontrar nada. Después de cambiarse y enfundarse en el traje lunar, entró en la sala de autopsias; Marvin estaba casi listo. De camino a su mesa, Laurie tuvo que pasar al lado de Jack.

Al reconocerla, este miró el reloj de pared antes de enderezarse ante el seccionado cuerpo de una mujer de avanzada edad. Una porción de sus grises y ensortijados cabellos había sido afeitada para dejar al descubierto la depresión de una fractura de cráneo.

– Doctora Montgomery, se diría que últimamente sigue usted un horario de banqueros. ¡Deje que lo adivine! Apuesto a que la explicación es que se ha pasado la noche haciendo turismo por la ciudad con su nuevo amiguito francés.

– Muy gracioso -gruñó Laurie luchando contra el enfado y las ganas de pasar de largo-; pero la verdad es que te equivocas en las dos cosas: anoche me quedé en casa, y Roger es tan norteamericano como tú o yo.

– Qué curioso. «Rousseau» me suena bastante francés. ¿No estás de acuerdo, Vinnie?

– Sí, pero mi nombre es italiano, y eso no significa que yo no sea norteamericano.

– ¡Cielos, es cierto! -exclamó Jack con fingido arrepentimiento-. Me temo que me estoy precipitando en mis conclusiones. ¡Lo siento!

Laurie estaba molesta por la conducta de Jack y su enfado, fruto de los celos que tan mal disimulaba; pero como estaba en la sala de autopsias con Vinnie prefirió cambiar de tema y señaló a la mujer del cráneo fracturado.

– Parece que ahí tienes una evidente causa de muerte.

– Puede que la causa esté clara, pero el tipo no -contestó Jack-. Los casos como este se están convirtiendo en mi especialidad.

– ¿Te importaría explicarte? -pidió Laurie.

– ¿De verdad te interesa?

– No te lo pediría de no ser así.

– Bueno. La víctima fue desembarcada a toda prisa de un crucero en plena noche. La compañía naviera declaró que una mujer mayor en estado de ebriedad había sufrido una caída de fatales consecuencias en el baño de su camarote; también informó de que no había conductas sospechosas ni violentas. Sin embargo, a pesar de que la mujer pudo haber estado borracha, yo no me lo trago.

– Dime por qué.

– Primero, esa fractura hundida está en la parte superior de la cabeza -contestó Jack dejándose llevar por el calor de la conversación-. A menos que seas contorsionista, es difícil que te hagas una lesión así si te caes en el baño. Segundo y más importante, ¡fíjate en la forma de estos morados bajo los brazos! -Jack señaló un grupo de moretones que Laurie vio claramente al mirar de cerca.

»A continuación, mira las marcas del bronceado de su muñeca y del dedo anular. Esta mujer ha pasado largos ratos al sol con un reloj de pulsera y un gran pedrusco en el dedo. ¿Y a que no lo adivinas? Pues resulta que no se ha encontrado ni relojes ni anillos en su camarote. Tengo que otorgarle el mérito al médico de guardia. A pesar de la hora que era, estaba más que despierto. Ya habían limpiado el baño y el camarote, pero él hizo las preguntas correctas.

– Entonces crees que se trata de un asesinato.

– ¡Desde luego! Y eso a pesar de la opinión contraria de la naviera. Como es natural, me limitaré a informar de lo que he descubierto, pero si alguien me pide opinión, diré que esta mujer fue brutalmente golpeada en la cabeza con algún tipo de martillo, arrastrada por los brazos hasta su camarote mientras seguía con vida, robada y abandonada para que muriera.

– Parece un buen caso para ilustrar que las muertes entre la gente mayor se parecen en algunos casos a las muertes en las que intervienen los malos tratos a menores.

– Es exactamente así. Dado que se espera naturalmente que la gente mayor se muera, hay menos posibilidades de despertar sospechas que si se tratara de personas más jóvenes.

– Es un buen caso del que aprender -comentó Laurie intentando poner buena cara antes de dirigirse a su mesa. A pesar de que la conversación había tenido un tono razonable, no dejaba de ser otra manifestación de lo difícil que iba a ser mantener una charla normal con Jack acerca de su relación por mucho que lo intentara. Sin embargo, esos pensamientos se borraron de su mente tan pronto como vio el cuerpo de Rowena Sobczyk.

– ¿Sospechas que puede haber algo fuera de lo normal en este caso? -le preguntó Marvin.

– No. Creo que va a ser de lo más fácil -contestó Laurie mientras sus expertos ojos empezaban el examen externo.

Su primera impresión fue que la mujer aparentaba ser mucho más joven que sus veintiséis años. Era menuda y de facciones delicadas, casi adolescentes, y tenía un abundante y espeso cabello negro. Su piel estaba libre de imperfecciones y presentaba la palidez mortuoria habitual, salvo en las zonas donde se había acumulado la sangre. Debido a la operación que había sufrido, tenía ambos pies vendados. El vendaje estaba limpio y seco.

Al igual que con McGillin y Morgan, los restos del intento de reanimación seguían en su sitio, incluyendo el tubo endotraqueal y la vía intravenosa. Laurie los estudió atentamente antes de retirarlos. Buscó señales de consumo de drogas pero no encontró ninguna. Retiró los vendajes. Las cicatrices de la operación no presentaban señales de inflamación y solo una mínima supuración.

La parte interna de la autopsia transcurrió igual que la externa: dio negativo en cualquier patología. Concretamente, los pulmones y el corazón eran perfectamente normales. El único hallazgo fueron unas cuantas fisuras en las costillas, resultado de los intentos de reanimación. Como en los demás casos, Laurie se aseguró de tomar las muestras adecuadas para los análisis de Toxicología. Todavía no había perdido la esperanza de que Peter acabara ejerciendo su magia en alguno de aquellos casos.

– ¿Quieres pasar directamente al otro caso? -le preguntó Marvin cuando hubieron acabado de coser a Rowena Sobczyk.

– Desde luego -contestó Laurie, que se dispuso a echar una mano para acelerar la sustitución de cuerpos. Cuando pasó al lado de la mesa de Jack al salir y al volver se aseguró de no vacilar. No quería que sus comentarios volvieran a incomodarla; pero si él la vio, no lo demostró. En esos momentos, la sala funcionaba a pleno rendimiento, con cantidad de gente yendo de un lado para otro, todos con el mismo aspecto enfundados en sus trajes lunares. Gracias al resplandor de las luces del techo, se hacía difícil ver a través de las máscaras de plástico.

Tan pronto como colocaron a Stephen Lewis en la mesa, Laurie comenzó su examen externo. Entretanto, Marvin fue a buscar recipientes y frascos para las muestras y otros materiales. Laurie se esforzó en seguir el orden del protocolo para evitar que algo se le pasara por alto. A pesar de que estaba casi segura de que la víctima sería como las otras en el sentido de que no presentaría patologías relevantes, prefería ser exhaustiva. Su metódico trabajo no tardó en dar sus frutos: bajo las uñas de los dedos medio y anular de la mano derecha había una pequeña cantidad de sangre seca, apenas apreciable, pero claramente presente. Si no los hubiera examinado, ese detalle se le habría escapado. Era algo que no había visto en Sobczyk, Morgan o McGillin, y que tampoco George ni Kevin habían descrito en los informes de las autopsias de los otros dos casos.

Laurie dejó la mano de Lewis sobre la mesa y empezó a buscar posibles arañazos que pudiera tener en el cuerpo y que justificaran la sangre seca. No había ninguno. La vía intravenosa tampoco había sangrado. A continuación retiró los vendajes del hombro derecho. Las incisiones quirúrgicas estaban cerradas y no presentaban indicios de inflamación, aunque se veían rastros de que habían sangrado tras la operación, con pequeños grumos de sangre seca a lo largo de las líneas de sutura. Laurie pensó que cabía la posibilidad de que la sangre que había bajo las uñas procediera de allí, pero le pareció dudoso porque se trataba de la mano del mismo lado.

Cuando Marvin regresó, Laurie le pidió un bastoncillo de algodón esterilizado y dos recipientes de muestras. Quería un análisis de ADN de ambas muestras para estar segura de que correspondían a la víctima. Cuando recogió las muestras vio que también había pequeños restos de tejido. En un rincón de su mente alentó la idea de que, si su teoría del asesino múltiple era cierta y si Lewis había visto sus intenciones, este bien podía haber intentado aferrado y lo arañó al hacerlo. Eran un montón de síes, pero Laurie se enorgullecía de ser meticulosa.

El resto de la exploración transcurrió rápidamente. Ella y Marvin estaban tan compenetrados que funcionaban como una orquesta bien afinada y no necesitaban más que un mínimo de conversación. Cada uno preveía los movimientos del otro igual que bailarines de tango. Una vez más no encontraron patología alguna. Los únicos hallazgos fueron mínimas formaciones de ateroma en la zona abdominal de la aorta; y en el intestino, un pólipo de apariencia benigna. No había nada que pudiera explicar la repentina muerte de aquel hombre.

– ¿Es tu último caso? -le preguntó Marvin cogiendo el soporte de la aguja de manos de Laurie cuando esta acabó de suturar el cuerpo.

– Eso parece. -Laurie miró por la sala para ver si localizaba a Chet, pero no pudo-. Supongo que hemos acabado. De lo contrario, alguien debería haberme dicho algo.

– Estos dos casos de hoy me recuerdan a los que hicimos hará poco más de un mes -comentó Marvin mientras limpiaba el instrumental y recogía las muestras-. ¿Te acuerdas de aquellos en los que tampoco encontramos nada significativo? Me he olvidado de los nombres.

– McGillin y Morgan -contestó Laurie-. Desde luego los recuerdo, y me impresiona que tú también, teniendo en cuenta la cantidad de casos que han pasado por tus manos.

– Los recuerdo por lo mucho que te desconcertó no descubrir nada. Escucha, ¿quieres llevarte las muestras de hoy o prefieres que las envíe con el resto?

– Me llevaré las de Toxicología y las muestras de ADN -repuso Laurie-. Las microscópicas pueden ir con las demás. Gracias por recordármelo. Debo decir que cada vez me gusta más trabajar contigo.

– Me alegro -repuso Marvin-. Por mi parte opino igual. Ojalá todos los forenses fueran como tú.

– Bah, eso sería aburrido -dijo Laurie riendo mientras recogía las muestras. De nuevo, pasó al lado de la mesa de Jack sin detenerse y lo oyó reír con Vinnie de lo que seguramente había sido una nueva demostración de humor negro. Laurie se desinfectó e hizo lo mismo con las muestras antes de salir al pasillo.

Sin perder tiempo se quitó el traje protector y dejó cargando la batería. Se encaminó hacia el ascensor trasero sin cambiarse la ropa de trabajo. Llevaba las dos carpetas bajo el brazo y los recipientes apretados contra el pecho para que no se le cayeran. Mientras subía al tercer piso notó los latidos de su corazón en las sienes. Se sentía exaltada: las autopsias habían confirmado las declaraciones de Janice. En esos momentos estaba convencida de que sus casos habían aumentado hasta seis.

Salió en la tercera planta y se asomó cautelosamente al interior del laboratorio de Toxicología. Debido a su deseo de evitar a su temperamental director, Laurie se veía obligada a entrar de hurtadillas. Por suerte, De Vries estaba casi siempre en los laboratorios generales del piso de abajo. Sintiéndose como un gato al acecho, Laurie se escabulló en diagonal hasta llegar al diminuto despacho de Peter. Se alegró de que nadie hubiera gritado su nombre, y aún se alegró más de que Peter estuviera sentado a su mesa porque significaba que no tendría que ir a buscarlo.

– ¡Oh, no! -gimió este en broma cuando levantó la mirada y vio las muestras que Laurie llevaba en brazos.

– Sé que no estás contento de verme -reconoció Laurie-, pero ¡eres mi hombre! Te necesito más que nunca. Acabo de terminar las autopsias de dos pacientes que son un calco de los otros cuatro. Ahora ya tenemos seis.

– No entiendo cómo puedes decir que soy tu hombre si hasta el momento no he conseguido más que fracasos.

– Yo todavía no he perdido la esperanza, de modo que tú tampoco -contestó Laurie descargando las muestras en la mesa de Peter. Algunas rodaron hasta el borde, pero Peter las puso a salvo-. Ahora que tenemos seis casos, la idea de que hay gato encerrado tiene más peso que nunca. ¡Peter, has de encontrar algo! ¡Tiene que estar ahí, en alguna parte!

– Laurie, he hecho todo lo que se me ha ocurrido con esos cuatro casos. He buscado todos los agentes conocidos capaces de alterar el ritmo cardíaco.

– Debe de haber algo en lo que no hayas pensado -insistió Laurie.

– Bueno, existen algunos productos…

– Vale, ¿cuáles?

Peter puso cara seria y se rascó la cabeza.

– Esto se sale un poco del campo habitual.

– Me parece perfecto. Un poco de creatividad es justo lo que necesitamos. ¿En qué estás pensando?

– Recuerdo haber leído algo cuando me gradué en la universidad acerca del veneno de una rana originaria de Colombia llamada Phyllobates terribilis.

Laurie alzó la vista al cielo.

– Sí, se sale de lo habitual, pero no importa. ¿Qué pasa con esa rana?

– Bueno, pues que contiene una toxina que es una de las sustancias más letales conocidas por el hombre. Si no lo recuerdo mal, es capaz de provocar un paro cardíaco.

– Suena interesante. ¿Has hecho las pruebas?

– En realidad no. Se necesita tan poca cantidad de esa toxina, algo así como una millonésima de gramo, que no creo que nuestras máquinas la detecten. Tendré que pensar en la forma de rastrearla.

– ¡Así me gusta! Estoy segura de que acabarás encontrando algo, especialmente con estos dos nuevos casos.

– Buscaré en internet a ver qué puedo encontrar.

– Te lo agradezco -dijo Laurie-. No te olvides de mantenerme informada. -Recogió las muestras de ADN y se dispuso a marcharse, pero se detuvo-. Ah, se me olvidaba. En uno de los casos nuevos había algo distinto. Deja que lo mire. -Abrió la carpeta de Sobczyk y comprobó el número de referencia con los recipientes hasta que halló el correspondiente y lo dejó ante Peter-. Es este. Se trata de la única paciente de los seis que todavía mostraba cierta actividad respiratoria y cardíaca cuando la encontraron. No sé qué puede significar, pero he pensado que te interesaría. Si se trata de una toxina inestable, puede que tuviera la mayor concentración de todos los casos.

Peter se encogió de hombros.

– Lo tendré presente.

Laurie se asomó fuera del despacho y, comprobando que no había enemigos a la vista, se despidió de Peter y se escabulló rápidamente hacia el pasillo. Desde allí subió por la escalera hasta el quinto piso, pero se detuvo a medio camino. De repente, había reaparecido la molestia abdominal que había notado aquella mañana. De nuevo, presionó la zona con los dedos. Al principio, hizo que la molestia empeorara y llegara a convertirse casi en un dolor, pero desapareció con la misma rapidez que había surgido. Laurie se llevó la mano a la frente para ver si tenía fiebre. Convencida de que no, siguió subiendo.

El quinto piso albergaba el laboratorio de Análisis Genético. En contraste con el resto del edificio, era una instalación de primera. Tenía menos de diez años y relucía con sus blancas paredes alicatadas, sus blancos armarios y suelo y el más moderno instrumental. Su director, Ted Lynch, era un antiguo jugador de fútbol de la élite universitaria. No alcanzaba las proporciones de Calvin, pero tampoco le andaba lejos; sin embargo, tenía una personalidad completamente opuesta. Ted era un tipo tranquilo y amable.

Laurie lo encontró manejando su adorada máquina de secuenciación. Le informó en líneas generales del caso y después le preguntó si podía hacer una exploración rápida. Además de las muestras de debajo de las uñas, le dio otra con tejido de Stephen Lewis.

– ¡Sí, claro! -exclamó Ted riendo-. Menuda pareja estáis hechos tú y Jack. Cada vez que aparecéis por aquí con algo, ha de ser para ya mismo, como si de lo contrario el cielo se fuera a derrumbar. ¿Por qué no podéis ser como el resto de esa pandilla de perezosos? Vaya, espero que no me oigan.

Laurie no pudo evitar una sonrisa. Ella y Jack se habían forjado una reputación. Le dijo a Ted que hiciera lo que pudiera y a continuación bajó rápidamente a su despacho en el piso inferior. Estaba impaciente por llamar por teléfono. La persona a quien más ilusión le hacía comunicar la noticia de los dos nuevos casos era Roger.

Se sentó a su escritorio y marcó el número de su extensión en el Manhattan General. Tamborileó con los dedos mientras aguardaba la comunicación. El corazón le latía con más fuerza aún que antes. Sabía que Roger querría enterarse de esos dos nuevos casos, si no lo había hecho ya. Por desgracia, cuando la línea contestó, resultó ser el buzón de voz de Roger. Laurie masculló una maldición. Tenía la impresión de que últimamente solo conseguía hablar con contestadores automáticos en lugar de con personas de carne y hueso.

Tras escuchar el mensaje de la cinta, se limitó a dejar el recado para que la llamara. No pudo evitar sentir una punzada de decepción por no haber conseguido comunicar en el acto. Al colgar dejó la mano un rato sobre el auricular mientras pensaba que Roger era la única persona que parecía compartir su inquietud ante la siniestra posibilidad de que un asesino anduviera suelto por los pasillos del hospital, tal como Sue Passero había expresado sus sospechas. De todas maneras, Laurie se preguntó con su nueva franqueza hasta qué punto era sincero el apoyo de Roger. Tras haber descubierto lo de su matrimonio, no estaba segura de si podía fiarse de él. Si pensaba en su actitud para con ella de las últimas cinco semanas debía admitir que, a ratos, él se había mostrado en exceso solícito. Odiaba ser cínica, pero era la consecuencia de la falta de sinceridad de Roger.

Laurie dio un respingo cuando el teléfono sonó bajo su mano y descolgó el auricular presa de un breve pánico.

– Busco a la doctora Montgomery -dijo una agradable voz de mujer.

– Soy yo -contestó Laurie.

– Me llamo Anne Dixon. Soy asistente social en el Manhattan General y me gustaría concertar una cita con usted.

– ¿Una cita? ¿Puede decirme de qué se trata?

– De su caso, naturalmente -repuso Anne, confundida.

– ¿Mi caso? No sé si la entiendo.

– Trabajo en el laboratorio de genética y tengo entendido que estuvo usted aquí hará cosa de un mes para unos análisis. La llamo para concertar una fecha de entrevista.

Una complicada maraña de pensamientos cruzó por la cabeza de Laurie. Las pruebas para el marcador BRCA-1 eran otro ejemplo de su tendencia a apartar de su mente los asuntos que la incomodaban. Se había olvidado por completo del análisis de sangre. La llamada de aquella desconocida, como caída del cielo, le recordó aquel preocupante asunto igual que una avalancha.

– Hola… ¿Sigue usted ahí? -preguntó la dubitativa voz de Anne Dixon.

– Aquí sigo -dijo Laurie mientras intentaba poner en orden sus pensamientos-. Supongo que su llamada significa que he dado positivo.

– Lo que significa es que me gustaría verla personalmente -contestó Anne evasivamente-. Se trata del procedimiento normal con todos los casos. Su expediente lleva más de una semana sobre mi mesa, pero lo tenía traspapelado. Ha sido totalmente culpa mía; pero por eso me gustaría verla lo antes posible.

Laurie sintió una ola de impaciente irritación. Respiró hondo y recordó que aquella asistente social solo estaba intentando hacer su trabajo. A pesar de todo, Laurie habría preferido que le comunicara directamente el resultado en lugar de tener que soportar todo aquel interminable protocolo.

– Tengo una cancelación para hoy a la una en punto -prosiguió Anne-. Confiaba en que le fuera bien. De no ser así, tendría que dejarlo para la semana que viene.

Laurie cerró los ojos y volvió a respirar hondo. No podía permitirse seguir en el limbo una semana más. A pesar de que creía que la llamada significaba que la prueba había salido positiva, deseaba estar segura del todo. Miró su reloj. Eran las doce menos cuarto. No había nada que le impidiera pasar por el Manhattan General. Incluso era posible que pudiera almorzar con Roger o Sue.

– A la una me va bien -contestó con resignación.

– Estupendo -dijo Anne-. Mi despacho se encuentra en el mismo departamento donde se hizo los análisis de sangre.

Laurie colgó. Cerró los ojos de nuevo, se inclinó sobre el escritorio y se pasó los dedos por el pelo, masajeándose el cuero cabelludo. Todas las desagradables consecuencias de ser portadora del gen BRCA-1 desfilaron por su mente con una oleada de tristeza. Lo que más la angustiaba era tener que admitir que iba a tener que tomar lo que ella denominaba «la decisión final», una decisión que eliminaba opciones como la de tener hijos.

– Hola, hola -dijo una voz.

Laurie alzó la vista y se vio mirando el sonriente rostro del teniente detective Lou Soldano que, con su planchada y limpia camisa y su corbata nueva, tenía especialmente buen aspecto.

– ¿Qué tal, Laur? -dijo alegremente. «Laur» era el apodo que le había puesto Joey, el hijo de Lou, durante el breve tiempo que ella y el detective habían salido juntos. En aquella época, Joey tenía cinco años. En esos momentos, diecisiete.

Ella y Lou no habían sufrido un desengaño, sino que más bien habían llegado los dos a la conclusión de que una relación romántica entre ambos no era lo apropiado. A pesar de que sentían gran respeto y admiración mutua, la vertiente pasional no había funcionado; pero, en lugar de un romance, con los años había florecido una estrecha amistad.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Lou cuando vio que a Laurie, en lugar de decir algo, se le llenaban los ojos de lágrimas y que se llevaba una mano a la frente para masajearse las sienes con el índice y el pulgar.

El detective cerró la puerta y cogió la silla de Riva para sentarse mientras apoyaba una mano en el hombro de Laurie.

– ¡Eh! ¡Vamos! Dime qué te pasa.

Ella se apartó la mano de la frente. Seguía teniendo los ojos brillantes, pero no había llegado a derramar lágrima alguna. Resopló y sonrió débilmente.

– Lo siento -consiguió articular.

– ¿Lo sientes? ¿Qué me estás contando? No hay nada por lo que disculparse. Cuéntame lo que está pasando. No, espera… Creo que ya lo sé.

– ¿Lo sabes? -preguntó Laurie abriendo un cajón y sacando un pañuelo de papel para enjugarse los ojos. Una vez controlado el lagrimeo, volvió a mirar al detective-. ¿Qué te hace pensar que sabes lo que me preocupa?

– Hace años que te conozco, a ti y también a Jack. Y sé que habéis cortado. Me refiero a que no es ningún secreto.

Laurie empezó a protestar, pero Lou le quitó la mano del hombro y le hizo un gesto para acallarla.

– Ya sé que no es asunto que me incumba, pero os tengo un aprecio especial. Ya sé que has estado saliendo con ese otro médico, pero creo que tú y Jack deberíais arreglar las cosas porque estáis hechos el uno para el otro.

Laurie tuvo que sonreír a pesar de sí misma y miró a Lou con ojos cariñosos. Ese hombre era un encanto. Cuando ella había empezado su relación con Jack había temido que Lou se pusiera celoso porque los tres se habían hecho buenos amigos. Sin embargo, el detective se mostró entusiasta desde el primer momento. Había llegado el momento de que fuera Laurie la que le pusiera la mano en el hombro.

– Te lo agradezco -dijo sinceramente. No tenía inconveniente en que Lou pensara que aquella pequeña escena se debía a su relación con Jack. Lo último que deseaba era tener que hablar con él del BRCA-1.

– Me consta que a Jack le está volviendo loco que tú estés saliendo con otro.

– ¿De verdad? -preguntó Laurie-. Pues ¿sabes una cosa?

Eso me sorprende, porque no creía que a Jack le importara lo más mínimo.

– ¿Cómo puedes decir eso? -preguntó Lou con expresión de completa incredulidad-. ¿Te has olvidado de cuál fue su reacción cuando estuviste a punto de comprometerte con aquel traficante de armas, Sutherland? Se quedó hecho polvo.

– Creía que eso fue porque vosotros dos pensabais que Paul no era el hombre adecuado, lo cual era cierto. No pensé que por parte de Jack se tratara de celos.

– Toma nota de mis palabras: fueron celos. Más claro, el agua.

– Bueno, veremos qué se puede hacer. Si él me lo permitiera, me gustaría hablar con Jack.

– ¿Permitírtelo? -preguntó Lou con la misma incredulidad-. Le pegaré un buen tirón de orejas si no te lo permite.

– No creo que sirviera de mucho -repuso Laurie con otra sonrisa. Se sonó la nariz con el pañuelo de papel que tenía en la mano-. En fin, dime a qué se debe tu visita. Con lo ocupado que estás, no creo que hayas venido solamente a hacer de abogado de Jack.

– Puedes estar segura -contestó Lou enderezándose en su asiento-. Tengo un problema y necesito que me ayudes.

– Soy todo oídos.

– La razón de que esté tan contento es porque he tenido que salir para Jersey con Michael O'Rourke, mi capitán. Por desgracia, la hermana de su mujer fue asesinada esta mañana en la ciudad y hemos ido a comunicárselo al marido. No hará falta que te explique que estoy sometido a una intensa presión para que encuentre un sospechoso. El cuerpo ya está abajo, en la nevera. Lo que esperaba era que tú o Jack os ocuparais del caso. Necesito un respiro. Vosotros dos siempre habéis sabido dar con lo inesperado.

– ¡Caramba! Lo siento, Lou. Ahora mismo no puedo hacerme cargo; pero, si el asunto puede esperar hasta la tarde, estoy segura de que podré ayudarte.

– ¿A qué hora?

– No lo sé. Tengo una cita en el Manhattan General.

– ¿De verdad? -preguntó Lou con una medio sonrisa-. Allí es donde mataron a la cuñada del capitán, justo en el aparcamiento.

– ¡Qué horror! ¿Formaba parte del personal del hospital?

– Sí, desde hace años. Era enfermera jefe de un turno de noche. La asaltaron cuando se disponía a regresar a su casa en coche.

– ¿Fue robada, violada o ambas cosas?

– Simplemente robada. Al menos eso parece. Sus tarjetas de crédito estaban en el suelo. Su marido dice que no cree que llevara más de cincuenta dólares en el bolso. Ha perdido la vida por esa miserable cantidad.

– Lo lamento.

– No tanto como voy a lamentarlo yo si no averiguo algo. ¿Qué hay de Jack? Cuando he subido no estaba en su despacho.

– No. Está en el foso. O al menos lo estaba hace media hora, cuando yo salí.

Lou se levantó y dejó la silla de Riva en su sitio.

– Espera un momento -dijo Laurie-. Ya que estás aquí, hay algo que quiero contarte.

– ¿Sí? ¿De qué se trata?

Laurie le contó brevemente la historia de los seis casos. Lo hizo por encima, pero fue suficiente para que el detective volviera a coger la silla de Riva y tomara asiento.

– O sea, que en realidad crees que esos casos son homicidios -dijo Lou cuando ella hubo terminado.

Laurie dejó escapar una risita para sus adentros.

– La verdad es que no estoy segura.

– Pero me has dicho que crees que alguien hizo algo a esos pacientes. Eso es homicidio.

– Lo sé -contestó Laurie-. El problema es que no sé hasta qué punto creo que estoy en lo cierto. Deja que te explique: desde esta mañana estoy metida en un proceso de sincerarme conmigo misma que me lleva a replantearme muchas cosas. Durante el último mes y medio he ido de cabeza con Jack, con lo de mi madre y con otras cosas y sé que he estado buscando algo que me distrajera. Esta serie de casos que he descubierto puede entrar de lleno en esa categoría.

Lou asintió en un gesto de comprensión.

– O sea, que también puede ser que estés haciendo una montaña de un grano de arena.

Laurie se encogió de hombros.

– ¿Has compartido tu idea de un asesino múltiple con alguien de aquí?

– Casi con todos los que se han mostrado dispuestos a escuchar, incluyendo a Calvin.

– ¿Y?

– Todos opinan que me estoy precipitando en mis conclusiones porque Toxicología no ha encontrado nada sospechoso como insulina o digitalina que es lo que está documentado que se utilizó en el pasado en aquella serie de asesinatos clínicos. De todas maneras, es inexacto decir que todos están en desacuerdo conmigo: el médico con el que he estado saliendo, que dicho sea de paso se llama Roger y trabaja en el General, me apoya; sin embargo, llevo toda la mañana preguntándome por sus verdaderos motivos. De todas maneras eso es harina de otro costal. Fin de la historia.

– ¿Lo has hablado con Jack?

– Desde luego. Cree que lo estoy inventando.

Lou volvió a ponerse en pie y a guardar la silla de Riva.

– Bueno, mantenme informado. Después de la conspiración de la cocaína que descubriste hace diez años seguramente me fío más de tu intuición que tú misma.

– Fue hace doce años.

Lou se echó a reír.

– Eso demuestra que el tiempo vuela cuando te lo pasas bien.

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