17

Cuando el despertador de Laurie quebró el temprano silencio del sábado por la mañana, comprobó que se sentía igual que el viernes. De nuevo había dormido mal, y el poco sueño que había logrado conciliar había estado plagado de pesadillas.

Lo primero que hizo tras salir de la cama fue repetir la prueba de embarazo con un nuevo dispositivo. Como médico, era consciente de la necesidad de repetir cualquier prueba para eliminar posibles falsas lecturas. Al comprobar el resultado se dio cuenta de que, a pesar de cierta falta de claridad, era positivo. No había duda posible: estaba embarazada.

Para certificar la prueba, estaban sus náuseas matinales, que esa mañana parecían un poco peores que en días anteriores. De todas maneras, tras tomar unos cereales se sintió mejor. Las molestias que notaba en la parte baja del abdomen eran otra cosa. Por suerte no se parecían a las que había padecido la noche antes, al volver a su apartamento tras su cita con Jack. Entonces se había tratado de un claro dolor, lo bastante intenso para que se retorciera, que la había acometido en el taxi como si de retortijones intestinales se tratara. Durante unos segundos había pensado en llamar a Laura Riley; pero entonces el dolor se desvaneció con la misma rapidez con la que había llegado. A pesar de su intensidad, Laurie estaba convencida de que tenía que ver con su sistema digestivo. Resultaba más agudo que los calambres menstruales, y eso la hizo pensar que quizá no tuviera nada que ver con el embarazo. Lo que la confundía era que también aparecía por las mañanas, junto con los mareos, como si ambos estuvieran relacionados.

Dejó el cuenco con los cereales en la mesa y, preocupada por las molestias, se palpó la zona con el dedo índice en un intento de determinar si se trataba de un dolor localizado. No lo era, y curiosamente el hecho de tocarse le pareció beneficioso. Cuando retiró la mano, el dolor se esfumó, sugiriendo que el problema podía ser intestinal, quizá de gases.

Aliviada por que hubiera desaparecido, se vistió rápidamente. Estaba de guardia el fin de semana, lo cual significaba que, de entre todos los forenses de Medicina Legal, le correspondía a ella comprobar qué casos se habían presentado durante la noche. Sabía que seguramente tendría que realizar algunas autopsias, a menos que pudiera aplazarlas hasta el lunes, cosa que nunca había ocurrido. Había otra persona de guardia en reserva por si se presentaban muchas urgencias, pero eso era algo que tampoco había ocurrido nunca.

El clima era el típico de un mes de marzo en Nueva York: lluvioso y frío, y Laurie se refugió bajo su paraguas mientras caminaba hacia el norte por la Primera Avenida. Había intentado coger un taxi pero, como siempre que el tiempo no acompañaba, era imposible encontrar uno libre.

Mientras caminaba, meditó sobre su conversación con Jack. Con el beneficio de la perspectiva, comprendió que sus emociones habían estado oscilando. Aunque en ese momento era consciente de lo exagerado de su reacción ante la pregunta de Jack de quién era el padre, ya que no había sido del todo irrazonable, se otorgaba el mérito de haber sabido manejar la situación y haber mantenido la compostura. Si consideraba lo que estaba en juego, bien podía haber sido la conversación más importante de su vida. A partir de ese momento, lo único que podía hacer era rogar para que Jack respondiera tal como ella esperaba. Teniendo en cuenta la trayectoria de Jack, sus posibilidades eran solo de un cincuenta por ciento.

En la calle, frente al trabajo, había varias furgonetas de la prensa y la televisión, lo cual indicaba que algo relevante había sucedido durante la noche. Laurie se puso en guardia. Tratar con los medios era la faceta que menos le gustaba de su profesión. En el pasado había tenido amargas experiencias con los periodistas que habían llegado a poner en peligro su carrera.

Por un momento, Laurie vaciló y se preguntó si no sería mejor dar un rodeo por la calle Treinta, donde estaba la entrada trasera de la oficina. Observó las furgonetas. Solo había tres, y ninguna tenía desplegadas las antenas, lo cual indicaba que no se disponían a emitir. Conjeturando que lo que las había llevado hasta allí no debía de ser material de primera plana, Laurie subió la escalinata y entró. Una docena de periodistas y varios cámaras se habían acomodado en el vestíbulo.

Saludando a Marlene, que siempre iba algunas horas los sábados por la mañana, Laurie intentó cruzar la zona de recepción para que ella le abriera. Inmediatamente, un reportero la reconoció y le salió al paso metiéndole un micrófono bajo la nariz. Los cámaras se echaron sus aparatos al hombro, y se encendieron unos cuantos focos que bañaron de luz el vestíbulo.

– Doctora, ¿le gustaría hacer algún comentario acerca del accidente? -preguntó el periodista mientras los demás se amontonaban alrededor, micrófono en mano-. En su opinión, ¿se trata de un suicidio o es que alguien empujó a los dos chicos?

Laurie se quitó el micro de delante.

– No tengo ni idea de lo que me están preguntando. Además, cualquier información que salga de esta oficina ha de recibir antes el visto bueno de su director, de su segundo o del Departamento de Relaciones Públicas. Eso es algo que ustedes ya saben.

Dicho lo cual se abrió camino hacia la sala de identificación haciendo caso omiso al alud de preguntas que la perseguía. Para su alivio, vio a Robert a través del cristal, y con su ayuda consiguió entrar y cerrar la puerta a su espalda dejando a los periodistas plantados en el vestíbulo.

– Gracias, Robert -dijo Laurie quitándose el abrigo.

– No son más que una manada de hienas -contestó el jefe de seguridad.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Un par de adolescentes fueron arrollados por el metro.

Laurie torció el gesto. Aquel panorama le iba a resultar emocionalmente duro y la sorprendió que no la hubieran llamado durante la noche. Por suerte, los forenses disponibles en ese momento eran competentes y tenían la experiencia suficiente para encargarse de los casos más peliagudos. Se trataba de residentes de Patología que se ganaban un dinero extra trasnochando.

– ¿Se ha procedido a la identificación?

– Sí. Se hizo todo durante la noche.

Laurie se alegró. Para ella, el proceso de identificación resultaba lo más desagradable, especialmente tratándose de niños porque invariablemente suponía tratar con unos padres destrozados.

Laurie pasó a la oficina de identificación y le agradó comprobar que su guardia coincidía con la de Marvin. Este ya había preparado café y dispuesto las carpetas de los casos que se habían presentado y tenía una de ellas delante.

Laurie y Marvin intercambiaron un saludo de bienvenida y se sirvieron una taza de café.

– Parece que vamos a tener un día muy ocupado -dijo Laurie contemplando los expedientes.

– Eso me temo -convino Marvin, que golpeó con los nudillos la carpeta que tenía frente a sí-. Además, nos ha llegado otro de esos extraños casos de fallecimiento postoperatorio del Manhattan General.

– ¿Lo dices en serio?

– Viene con una nota de Janice.

Laurie la leyó rápidamente. Resumía el perfil de Patricia Pruit y daba respuesta a las preguntas más pertinentes. Laurie contuvo el aliento. Suponiendo que no encontrara ninguna patología evidente, su serie sumaría catorce casos, de los cuales ocho correspondían al Manhattan General. Aquello no podía continuar.

– Hagamos primero a Pruit -dijo.

– ¿Cómo? ¿Antes que esos dos chicos? -inquirió Marvin-. ¿Has visto a toda la prensa que hay ahí fuera?

– La he visto, y podrá esperar un poco más -contestó Laurie, deseosa de confirmar lo antes posible que Pruit formaba parte de su serie y de comunicárselo a Roger. Tenían que hacer algo. No podían quedarse al margen más tiempo.

– De acuerdo. Me voy abajo a prepararlo.

– ¿Hay alguna otra cosa importante?

– Me parece que es casi todo rutina, y creo que querrás saltarte la mayoría. Mi impresión es que nos esperan cuatro casos, pero puede que tengas otras ideas.

Mientras Marvin bajaba a la sala de autopsias, Laurie examinó todas las carpetas. Tal como imaginaba, Marvin tenía razón. Se ocuparían de cuatro casos y darían por terminada la jornada a menos que les llegara algo importante mientras estaban trabajando. Con el asunto decidido, subió a su despacho a dejar el abrigo y se alegró de haberlo hecho porque encima de la mesa la aguardaba una pila de historiales clínicos. Para su sorpresa, los ayudantes de personal habían conseguido los de Lewis y Sobczyk del Manhattan General y los seis del St. Francis en un tiempo récord.

La carpeta que había encima de todo pertenecía a Rowena Sobczyk. Laurie la abrió y la hojeó deteniéndose en las notas de quirófano y el resumen de anestesia. Lo mismo que en los casos de McGillin y Morgan, no había nada fuera de lo normal. Iba a dejarla en su sitio cuando se desplegó una tira de papel con un extraño electrocardiograma. Tenía unos sesenta centímetros de largo y había sido doblada en forma de acordeón y pegada a una página. Laurie abrió la carpeta por aquel punto. Se trataba de una nota escrita por el residente encargado del intento de reanimación. Laurie la leyó, pero no entendió nada. A continuación extendió el electrocardiograma y lo estudió. Las ondas estaban muy distanciadas, lo cual sugería latidos ineficaces, si es que habían sido latidos de verdad. Podía haberse tratado solo de una actividad electrocardíaca descoordinada que no había dado lugar a ninguna contracción muscular. A medida que la secuencia seguía, las ondas se iban distorsionando cada vez más hasta acabar en una línea recta. En el margen, garrapateado con lápiz, se leía: «Breve segmento del ECG resultante del intento de reanimación, tras el cual se dejó de registrar cualquier actividad eléctrica».

Laurie no era experta en la lectura de ECG, y aquella breve tira no le aportó nada nuevo. Sin embargo, no pudo evitar pensar que podía tener importancia, ya que no se habían obtenido registros equivalentes con McGillin ni con Morgan, que no habían presentado actividad alguna en sus ECG, y decidió mostrársela a alguien con más conocimientos que ella. Marcó el punto con una regla e incluso tomó nota en un post-it para no olvidar enseñársela a un cardiólogo.

El teléfono sonó, y el timbrazo le hizo dar un respingo. Lo miró deseando que fuera Jack y preguntándose si se trataría de él. Puso la mano en el auricular y lo dejó sonar una vez más, notando la vibración, como si de ese modo pudiera determinar la identidad de quien llamaba. A pesar de sus esfuerzos, se trataba de Marvin, y su mensaje era sencillo: en la sala de autopsias todo estaba listo.

Laurie dejó la carpeta encima del montón con la regla sobresaliendo por un lado. Estaba impaciente por poder estudiarlas durante la tarde, especialmente las de Queens, y asegurarse de que eran iguales que las del General. Luego, echó un vistazo al teléfono y pensó en llamar a Jack; fue entonces cuando vio la lucecita que le indicaba que tenía un mensaje que le habían dejado en el buzón de voz durante la noche. Descolgó y lo comprobó.

Su primera sorpresa fue la hora; y la segunda, la voz de Roger. Estaba impresionada por que se hubiera tomado tan en serio su idea y que se hubiera quedado trabajando hasta las dos de la madrugada. Y aún más impresionada estaba por el hecho de que hubiera logrado elaborar una lista de sospechosos que incluía a un anestesista llamado Najah que hacía poco había llegado al Manhattan General proveniente del St. Francis. Mientras seguía escuchando el mensaje, sintió que la invadía la satisfacción y la impaciencia por conocer el resto de los detalles. El cuándo, ya era otro asunto. Mientras se dirigía a los ascensores para bajar al sótano, se preguntó si llamaría Jack y cuándo lo haría, porque con él nunca se sabía.

Tal como Laurie había previsto, la autopsia de Patricia resultó sorprendentemente parecida a las demás de su serie, sin que pudiera hallar nada que explicara el súbito fallecimiento; en consecuencia, la zona operada no mostraba rastros de infección ni haber sangrado excesivamente; tampoco encontró coágulos en los conductos principales de las piernas, abdomen o pecho. El corazón, pulmones y cerebro eran totalmente normales.

Al final del procedimiento, Laurie ayudó a Marvin a trasladar el cuerpo a la camilla.

– ¿Cuál de los niños quieres hacer primero? -preguntó Marvin mientras desbloqueaba las ruedas de la camilla.

– Me da igual -contestó Laurie. Había abierto los dos expedientes en una mesa cercana y estaba buscando el informe de los investigadores forenses. Luego, pensándolo mejor añadió-: ¿Por qué no traes a los dos?

– Por mí, no hay problema -repuso Marvin empujando el cuerpo de Pruit y saliendo por la puerta.

Años antes, Laurie habría cogido las carpetas para llevárselas y leerlas en el comedor entre caso y caso; pero, con el traje lunar puesto, era demasiado trabajo, de modo que revisó los informes de pie, con el ruido del ventilador de fondo. Enseguida comprendió por qué los periodistas mostraban tanto interés. Aquel trágico episodio tenía la clase de morboso atractivo que gustaba a la prensa sensacionalista. El accidente había ocurrido a las tres de la madrugada, en la estación de la calle Cincuenta y nueve. El metro del centro había entrado a toda velocidad y arrollado a los dos muchachos.

El problema residía en las contradictorias versiones: el maquinista aseguraba que los chicos habían esperado hasta el último segundo para saltar, y que por lo tanto no había podido hacer nada. Aquello sugería un doble suicidio, pero dado que el maquinista había dado positivo en la prueba del alcohol, su testimonio era más que dudoso. La otra versión provenía del revisor, que aseguraba haber estado entre el primero y el segundo vagón, asomado mirando la estación mientras el tren se acercaba; según él, no había visto a los chicos en la plataforma, además había pasado la prueba del alcohol. La tercera, era del empleado de la taquilla, que decía haber visto salir por el torniquete a alguien sospechoso justo después de que los chicos desaparecieran.

La puerta de la sala se abrió de golpe, y Marvin entró empujando otra camilla.

– Esto va a ser un feo espectáculo.

– Me lo imagino -dijo Laurie, que siguió leyendo el informe. No se habían encontrado notas de suicidio ni en la plataforma ni encima de las víctimas. Las conversaciones con los padres no habían revelado tendencias depresivas. Según las palabras de uno de ellos, los chicos eran «gamberros y maleducados, pero nunca se habrían suicidado».

– Voy a buscar al otro -anunció Marvin.

Laurie le hizo un gesto de conformidad y siguió leyendo. Nuevamente estaba impresionada con la labor de Janice. No llegaba a entender cómo era capaz de reunir tanta información en una sola noche.

Cuando hubo acabado de leer, sacó las hojas de ambas carpetas para las anotaciones de la autopsia y se dio la vuelta para enfrentarse al primero de los dos cadáveres. Marvin entró entonces con el segundo.

– ¡Cielo santo! -exclamó Laurie al contemplar los restos del primer muchacho. Los adolescentes no le suponían tanto obstáculo como los niños pequeños, pero seguían siendo difíciles para ella.

Ser arrollado por un tren figuraba en lo más alto de la escala de experiencias traumáticas. El brazo del chico había sido seccionado a la altura del hombro y descansaba al lado del torso. Cabeza y rostro habían quedado reducidos a pulpa. Iba a resultar imposible adecentar los cuerpos para los padres.

Laurie empezó el examen externo describiendo los más que visibles traumatismos. Resultaba evidente que el cuerpo había quedado atrapado bajo las ruedas del tren hasta que este se había detenido.

– Aquí está el segundo -dijo Marvin apartando la camilla vacía y dejándola en un rincón.

Laurie le hizo un gesto con la mano sin volverse. Había encontrado algo inesperado en el pene del chico que la había llevado a examinarle las plantas de los pies. Marvin se le unió al otro lado de la mesa.

– Ya me había fijado en eso -dijo siguiendo la dirección de la mirada de Laurie-. ¿Tú qué opinas?

Además de las abrasiones, se veía una zona requemada.

– ¿Dónde están los zapatos? -preguntó Laurie.

– En una bolsa de plástico, en el vestíbulo.

– Tráelos -pidió Laurie. Estaba preocupada, y enseguida se acercó al segundo chico.

Cuando Marvin regresó con los objetos personales de las víctimas, Laurie estaba segura de haber resuelto el misterio valiéndose solo del examen externo. Marvin le entregó las zapatillas de los muchachos. Igual que todo lo demás, eran un feo espectáculo. Laurie las cogió y comprobó las suelas.

– Me parece que lo ocurrido está bastante claro.

– Ah, ¿sí? -preguntó Marvin-. Ilústrame.

En ese momento, la puerta de la sala se abrió bruscamente, sobresaltando a los dos. Era Sal D'Ambrosio, uno de los ayudantes del depósito, y sonaba más animado que de costumbre.

– Tenemos un cuerpo sin cabeza y sin manos que acaba de llegar junto con unos cuantos policías. ¿Qué hago?

– ¿Lo has pasado por rayos X, pesado y fotografiado como se supone que hay que hacer? -preguntó Laurie.

En agudo contraste con Marvin, que apenas necesitaba que le dijeran nada, la apatía de Sal solía poner de los nervios a Laurie. Existía un protocolo que había que seguir con todos los cuerpos que llegaban.

– De acuerdo, de acuerdo -contestó Sal percibiendo la impaciencia de Laurie. Pensé que estando la poli por aquí iba a ser distinto.

Se retiró, y la puerta se cerró.

Laurie hizo una breve pausa. Oír que acababa de llegar un cuerpo sin manos ni cabeza le producía una sensación de déjà vu que la retrotraía siete años atrás, cuando le habían llevado un cadáver similar que había estado flotando un tiempo en el East River. No sin esfuerzo, habían logrado identificarlo. El nombre del sujeto resultó ser «Franconi», y el tal Franconi había acabado llevándola a ella y a Jack a través de una increíble aventura por Guinea Ecuatorial y África Occidental.

– ¡Eh! -exclamó Marvin sacándola de su ensoñación-. ¡Vamos! Me tienes en ascuas. ¿Qué ha pasado con estos dos chicos?

Laurie se dispuso a explicarlo, pero la puerta de la sala se abrió nuevamente y para sorpresa de ambos, entró una figura con mascarilla, gorro y enfundada en una bata.

– Lo siento, pero no se permite el acceso. Es peligroso, y hay que llevar obligatoriamente un traje protector -dijo Laurie alzando la mano igual que un agente de tráfico. Por un momento, pensó que se trataba de algún periodista especialmente audaz que de algún modo había logrado burlar los sistemas de seguridad.

– ¡Venga ya, Laurie! -contestó el hombre parándose en seco-.Jack me dijo que durante los fines de semana las normas no eran tan estrictas y que solo se pone ese maldito traje si existe riesgo de infección.

– ¿Eres tú, Lou? -preguntó Laurie.

– Sí, soy yo. No irás a obligarme a que me meta en uno de esos trajes, ¿verdad? No lo soportaría.

– Si Calvin te ve, te expulsará de por vida.

– En serio, ¿cuántas posibilidades hay de que entre?

– Ninguna, supongo.

– Ahí lo tienes -dijo Lou. Se acercó a Laurie, miró los restos de los dos chicos y desvió bruscamente los ojos-. ¡Puag! ¡Menudo espectáculo! ¿Y tú te ganas la vida con esto?

– Sí, tiene sus desventajas -convino Laurie-. ¿Qué te trae por aquí a estas horas de un sábado?

– El caballero sin cabeza con el que he venido. Créeme, ha organizado un bonito revuelo en el Manhattan General. Ya te lo digo, ese sitio se va a convertir en mi maldición.

– Creo que será mejor que me pongas en antecedentes.

– Esta mañana me llamaron de madrugada. Según parece, el tipo que se ocupa de los cadáveres en el General llegó a trabajar a la hora de costumbre y se encontró con un cuerpo que en principio no tenía que estar allí. -Lou se echó a reír-. No sé, eso de encontrarse con un cuerpo de más en el depósito tiene su gracia. He oído de cuerpos que se han perdido o que no estaban donde debían, pero encontrarse con uno de más resulta poco corriente.

– ¿Y por qué te llamaron a ti? ¿No se podía hacer cargo la policía del distrito?

– Mi capitán se enteró justo después de que allí asesinaran a su cuñada. Prácticamente tiene línea abierta con el hospital. Así que me ha llamado a primera hora y me ha ordenado que moviera mi culo hasta aquí. El problema es que no hemos hecho ningún progreso con el caso de su cuñada, de modo que me toca joderme. De todos modos, este caso presenta algunas similitudes porque el cuerpo tiene lo que parecen ser dos agujeros de bala, igual que la cuñada.

– ¿No hay identificación?

– No. Ni idea. Y en el hospital no falta nadie, ya sea entre los pacientes o entre el personal.

– ¿Y qué hay de las manos y la cabeza?

– Han desaparecido. No se han encontrado en ninguna parte.

– ¿Y me dices que tu capitán cree que este cadáver está relacionado en algún sentido con el caso de su cuñada?

– Bueno, no lo dijo con estas mismas palabras, pero eso era lo que estaba pensando sin duda. Esto es de lo más raro. Este cuerpo estaba limpio como una patena cuando el tío del depósito lo encontró en el fondo de la vieja nevera de Anatomía. Nada de sangre ni tripas. Nada, como si el tío acabara de salir de la ducha. Si quieres saberlo, este asunto me parece de lo más raro; y mira que en mi carrera he visto la tira de casos raros.

– ¿Cómo habían cortado las manos y la cabeza?

– ¿A qué te refieres?

– A si eran cortes limpios o si las habían seccionado a hachazos.

– No. Limpios, muy limpios.

– ¿Quizá como solo un médico sabría hacerlo?

– Supongo. No se me había ocurrido, pero sí, de ese modo.

– Suena a caso intrigante.

– ¿Te ocuparás de él ahora mismo? El capitán me ha dicho que quiere noticias lo antes posible.

– Estaré encantada de hacerlo, pero no antes de haber acabado con estos dos chicos.

Lou miró a Laurie y echó otro vistazo a los restos.

– ¿Qué ha pasado aquí?

– Dos chicos arrollados por un tren.

Lou hizo una mueca.

– ¿Y esto es lo que ha atraído a los tipos de la prensa que hay en el vestíbulo?

– Eso me temo. La simple idea de ser atropellado por un tren ya es bastante macabra, pero lo que realmente interesa a esa prensa sensacionalista es si se trata de un doble asesinato o de un doble suicidio.

– Sí -dijo Marvin interviniendo por primera vez-, me iban a aclarar el misterio justo cuando ha irrumpido usted.

– ¿De verdad? -preguntó Lou, que venció su renuencia y se acercó un poco más-. Parece como si a estos chicos los hubieran metido en una picadora de carne. ¿Qué fue, suicidio o asesinato?

– Ninguna de las dos cosas. Fue un accidente.

Tanto Marvin como Lou miraron a Laurie con evidente sorpresa.

– ¿Cómo puedes estar tan segura? -preguntó el detective.

– Estoy segura de que cuando les haga los post mórtem hallaré pruebas de que ambos muchachos estaban muertos cuando el tren los golpeó. Mirad estas pequeñas quemaduras en las plantas de los pies -Laurie levantó los pies de los cadáveres y les mostró las zonas requemadas.

– ¿Qué estoy mirando? -preguntó Lou.

– Quemaduras -repuso Laurie, que a continuación señaló los penes de las víctimas-, igual que estas de la punta de sus glandes.

– ¿Qué coño son «glandes»?

– Es el plural de «glande», la cabeza del pene.

– ¡Ay! -exclamó Lou fingiendo una mueca de dolor.

– Creo que estos dos chicos cometieron el error fatal de orinar juntos en el tercer raíl mientras estaban de pie en el borde de hierro del andén o sobre las vías mismas. Debieron establecer tan buen contacto que la electricidad subió por los chorros de orina y los electrocutó a los dos al mismo tiempo.

– ¡Dios mío! -exclamó Lou-, ¡recuérdame que nunca haga semejante cosa!

El detective se quedó durante la autopsia de los muchachos, que transcurrió rápidamente. Tal como Laurie había predicho, encontraron pruebas visibles de que los brutales traumatismos recibidos habían tenido lugar después de que sus corazones hubieran dejado de latir. Mientras trabajaba, Laurie puso a Lou al corriente del primer caso que había hecho, el de Patricia Pruit, y le contó que su serie de muertes misteriosas en el Manhattan General ascendía ya a ocho.

– Caramba -contestó el detective-, Jack me dijo ayer que tenías siete y que empezaba a estar convencido de tu idea de un asesino múltiple, pero que nuestro departamento todavía no la respaldaba. ¿Cuál va a ser la postura de Calvin ahora? ¿Va a tomar partido oficialmente?

– Calvin no sabe nada de la paciente de hoy -dijo Laurie-. Ignoro cuál puede ser su reacción, pero no soy optimista. Me temo que hará falta que ocurra algo gordo para que abra los ojos, sobre todo porque no hemos sacado nada en claro de Toxicología. Cuando se trata del Manhattan General es como si llevara anteojeras; lo sigue viendo como el viejo y venerable centro académico donde hizo sus prácticas. Lo último que Calvin desearía es manchar el buen nombre de ese centro.

– Lo que de verdad dañará el buen nombre es que los pacientes sanos se les sigan muriendo. De todas maneras, hazme saber si cambia de opinión. Tal como le dije a Jack, con todo lo que está ocurriendo, me veo con las manos atadas, al menos oficialmente. Todo mi esfuerzo se lo dedico al caso Chapman, y si no consigo dar con un sospechoso voy a acabar vendiendo enciclopedias de puerta en puerta.

– La verdad es que estoy trabajando con el doctor Rousseau para encontrar algún posible sospechoso. Anoche me dejó un mensaje en el contestador diciéndome que estaba haciendo progresos.

– Por razones que conoces bien, no me gusta escuchar que estás trabajando con ese tío, pero si me das unos cuantos nombres quizá pueda hacer algo, aunque no sea de manera oficial.

– De hecho, creo que ya tenemos uno -dijo Laurie, que acabó de suturar al último de los chicos y le entregó el instrumental a Marvin-. Bueno, vayamos a ver a nuestro caballero sin cabeza antes de ocuparnos de nuestro turista.

El turista era el cuarto caso que tenían previsto, y se trataba de un estudiante universitario que había sido descubierto a primera hora en Central Park por un corredor y que presumiblemente había fallecido a causa de una intoxicación etílica. Su nivel de alcohol en la sangre se salía de las tablas.

Mientras Marvin iba a buscar a Sal para que lo ayudara a retirar los cuerpos de los dos chicos, Laurie siguió hablándole a Lou sobre su serie; le explicó su idea de que el potencial asesino parecía haberse trasladado del St. Francis al Manhattan General, que Roger iba a comprobar quiénes habían sido transferidos y que era posible que hubiera hablado ya con alguno de ellos, entre los que estaba un anestesista llamado Najah.

– Espera un segundo -la interrumpió Lou alzando la mano-. No sigas. ¿Me estás diciendo que este amiguito tuyo planea acercarse en persona al tal Najah y a otros posibles sospechosos?

– Eso creo, sí -respondió Laurie, sorprendida porque no había esperado una reacción tan negativa por parte del detective.

– ¡Eso es una locura! -dijo Lou-. Ya sabes qué opino de hacer de detective aficionado. Una cosa es conseguir una lista de nombres como resultado de haberse estrujado los sesos y otra muy distinta abordar a alguien concreto.

– ¿Por qué? Hay que reducir el número para averiguar quién es realmente sospechoso. De otro modo, no sería más que simple conjetura.

– ¡Dios mío, Laurie! ¡No me gusta oírte hablar así! Supongamos por un segundo que, tras tu serie de muertes, se oculta realmente un asesino múltiple. Si es así y no está rematadamente loco, será sumamente peligroso. ¡El más mínimo contacto podría parecerle una provocación suficiente!

Marvin y Sal entraron en la sala de autopsias. Mientras retiraban las camillas con los restos de los adolescentes, Lou y Laurie se mantuvieron en silencio. Ambos eran conscientes de la repentina vehemencia del detective. Cuando la puerta se cerró tras los dos ayudantes, Lou carraspeó.

– Lo siento -dijo-, no era mi intención parecer brusco. Es que los detectives aficionados me dan más miedo que el demonio. Lo último que me gustaría es que fueras por ahí jugándote la vida como con aquel caso de Paul Cerino y la cocaína. Tratar con psicópatas no es para novatos.

– Creo que te entiendo.

– Hablando de algo más agradable -dijo Lou, deseoso de cambiar de asunto-, tenía ganas de preguntarte sobre la cena con Jack. ¿Cómo te fue? ¿Vais a enterrar el hacha de guerra de una vez?

Laurie se tomó tiempo para contestar y, cuando lo hizo, fue para decir únicamente que el jurado seguía deliberando. Lou no quedó satisfecho con la respuesta, pero su intuición le aconsejó que lo dejara correr.

Marvin y Sal regresaron empujando una única camilla. Cuando Marvin hubo dejado las radiografías que llevaba bajo el brazo, los dos ayudantes trasladaron expertamente a la mesa de autopsias el cuerpo del hombre sin manos ni cabeza.

– Ahora veo lo que querías decir -dijo Laurie tras echar un vistazo al cuerpo-. Está notablemente limpio.

A diferencia de los destrozados cuerpos de los adolescentes, allí no había sangre, ni siquiera en el cuello y las muñecas, donde los cortes habían sido tan limpios que parecían salidos de las ilustraciones de un libro de anatomía. Sal sacó la camilla, y Marvin dispuso las radiografías en el iluminador.

Las dos balas destacaban igual que dos manchas blancas en medio de una masa grisácea. Una estaba aplastada y tenía forma irregular, la otra era normal. Laurie señaló la deformada cápsula en medio del torso.

– Mi opinión es que esta dio en la columna -dijo indicando un defecto en una de las vértebras-. Yo diría que acabó en el hígado. La otra se halla en el mediastino, el centro del pecho, y no me sorprendería si descubrimos que ha penetrado en el arco aórtico. Ese ha sido el disparo fatal.

– Parece un nueve milímetros -dijo Lou.

– Enseguida lo veremos -repuso Laurie volviendo junto al cuerpo para iniciar el examen externo.

Se situó a la derecha del cadáver, con Marvin al otro lado, y le pidió que hiciera rodar el cuerpo hacia él. Quería ver las entradas de bala y fotografiarlas; pero, cuando Marvin hizo lo que le pedían, Laurie descubrió un pequeño y trabajado tatuaje en forma de pulpo en la base de la espalda del cadáver.

Trastabilló, jadeó pesadamente y tuvo que aferrarse al borde la mesa para no desplomarse. Tenía la mirada fija en el tatuaje.

– Doctora, ¿estás bien? -preguntó Marvin.

Laurie no se movió. Aunque le habían flaqueado las piernas, en eso momento parecía petrificada.

– ¡Laurie! ¿Qué ocurre? -exclamó Lou acercándose para mirar.

Laurie meneó la cabeza para salir del momentáneo trance y dio un paso atrás.

– Necesito hacer una pausa -dijo con apenas un hilo de voz-. Esta autopsia va a tener que esperar. -Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.

Marvin y Lou la siguieron con la mirada. El policía la llamó, pero ella no contestó. Cuando la puerta se hubo cerrado, Lou miró a Marvin.

– ¿Qué ocurre?

– Ni idea -repuso Marvin poniendo el cuerpo nuevamente boca arriba y soltando una risa desprovista de humor-. Es la primera vez que pasa algo así. Quizá se encuentra mal.

– Creo que iré a comprobarlo.

Esperando encontrar a Laurie en el pasillo, Lou se sorprendió al no ver a nadie. Desde donde se encontraba, podía ver todo el camino hasta la oficina de seguridad, y allí tampoco parecía que hubiera nadie. Confundido por lo que estuviera ocurriendo, pasó ante la fila de compartimientos refrigerados donde se guardaban los cuerpos antes de proceder a su autopsia. Cuando llegó al final, a su izquierda había una gran zona refrigerada donde se podía entrar y a su derecha el cuarto de suministros donde se almacenaban los trajes lunares. A pesar de que se hallaba parcialmente fuera de su campo de visión, alcanzó a distinguir a Laurie quitándose el traje protector. Cuando se asomó, ella estaba conectando la batería al cargador.

– ¿Qué pasa? -inquirió Lou-. ¿Te encuentras bien? ¿No vas a realizar la autopsia?

Laurie se dio la vuelta y miró a su amigo. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

– ¡Eh! -exclamó el detective-. ¿Qué ocurre?

Se quitó la mascarilla, el gorro y la bata que llevaba encima de su ropa de calle y envolvió a Laurie en un largo abrazo. Ella no se resistió.

Tras unos minutos, Lou se apartó un poco para mirar el rostro de Laurie sin dejar de abrazarla. Ella levantó una mano, se apartó las lágrimas de la cara y se secó los dedos en la ropa.

– ¿Estás lista para hablar? -preguntó él en voz baja.

Laurie asintió, pero no hizo ademán de querer deshacer el abrazo. Respiró hondo, intentó decir algo, pero se detuvo para enjugarse los ojos de nuevo.

– Tómate tiempo -dijo Lou.

– Me… Me temo que conozco la identidad de ese cuerpo descabezado -dijo finalmente Laurie con voz entrecortada-. Es Roger Rousseau, mi amigo del Manhattan General.

– ¡Santo Dios! -exclamó el policía tanto por compasión como por enfado-. Ahora ves por qué es tan peligroso hacer de detective aficionado.

– No necesito que me sermonees -dijo Laurie apartándose.

– Lo sé. Lo lamento, pero esto es un desastre.

– Dímelo a mí -lo retó Laurie-. Esta persona era alguien importante en mi vida, y fui yo quien lo empujó hasta donde está ahora. ¡Dios mío, qué horror! -sollozó hundiendo en rostro entre las manos.

– Perdóname, doctora, pero eso no fue lo que pasó. Tú le sugeriste que buscara algunos nombres. Si no estoy equivocado, no le pediste que fuera por ahí hablando con presuntos sospechosos. Eso fue idea suya.

– En estos momentos, me parece una diferencia puramente académica -dijo Laurie dejando caer los brazos.

– ¿Vas a ocuparte del caso?

– No. No voy a ocuparme de ese caso -espetó Laurie.

– Vale, vale. No hace falta que te enfades conmigo. Estoy de tu parte.

– Lo siento -repuso ella meneando la cabeza.

Robert Harper, el jefe de seguridad del departamento, cruzó el campo de visión de Laurie cerca de los refrigeradores y desapareció en dirección a la sala de autopsias. A continuación dio media vuelta y reapareció ante los ojos de Laurie.

– Los tipos de la prensa se están poniendo nerviosos -informó-. Se han enterado de lo del cuerpo sin cabeza e insisten en conocer los detalles.

– ¿Cómo lo han sabido? -preguntó Laurie.

Robert hizo gesto de no saberlo.

– Ni idea. Marlene me acaba de llamar para que suba a calmar las aguas.

Laurie miró a Lou, y este alzó las manos en señal de inocencia.

– Yo no les dije nada.

Laurie meneó la cabeza, disgustada.

– Esto es un maldito circo.

– ¿Qué quiere que les diga? -preguntó Harper.

– Dígales que voy a llamar al director.

– Dudo que se contenten con eso.

– Pues no tendrán más remedio -declaró Laurie abriéndose paso entre los dos hombres y regresando a la sala de autopsias.

Robert y Lou intercambiaron una rápida mirada antes de que el jefe de seguridad volviera arriba, y el detective siguiera los pasos de Laurie. Avivando el paso, Lou se puso enseguida a la altura de Laurie.

– Hay que hacer la autopsia de Rousseau -le dijo.

– No hace falta que me digas lo que ya sé -contestó Laurie abriendo la puerta de la sala de autopsias. Se asomó dentro y le dijo a Marvin que se tomara un descanso y que ya lo llamaría. A continuación, se dirigió al ascensor con Lou pisándole los talones.

Mientras subían, él la miró. Por el momento, el shock y la tristeza de Laurie se habían convertido en furia.

– Quizá esto sea la gota que colme el vaso y, a partir de ahora, todos los que no me creían cambien de opinión sobre esta serie que he descubierto.

– Me permito discrepar -la corrigió Lou-. La muerte de Rousseau no confirma inequívocamente que los fallecimientos de esos pacientes fueran asesinatos. Lo único que nos dice es que tenemos un asesino suelto en el Manhattan General que tiene entre sus objetivos a médicos y enfermeras. Puede que ese tío esté matando también a los pacientes, pero también puede que no. No te precipites en sacar conclusiones.

– Me da lo mismo lo que digas. Sigo creyendo que está relacionado.

– Puede ser. ¿Rousseau te dio algún otro nombre aparte del de Najah?

– No. Ese fue el único.

– Pero tú crees que tenía otros.

– Sin duda. Me lo dio a entender.

– ¿Sabes si es posible que los pusiera por escrito?

– Sí. Mencionó que tenía varias listas.

– Bien, gracias a Dios por sus pequeños favores.

Llegaron a la planta de Laurie, y Lou salió tras ella a toda prisa, siguiéndola hacia su despacho. Cuando Laurie se sentó a su mesa, él hizo lo mismo en la de Riva. Tras algunas vacilaciones, Laurie marcó el número de Jack y rogó para que estuviera en su apartamento en vez de jugando al baloncesto. Para su alivio, Jack contestó al segundo timbrazo.

– Lamento molestarte, pero… -empezó a decir Laurie.

– ¿Molestarme? No me molestas, me alegro de saber de ti.

– Sé que te dije que esperaría a que me llamaras, pero ha surgido algo, Jack. Necesito que vengas.

– ¿Los casos que tienes son tan aburridos que necesitas que alguien te alegre la vida? -dijo él, pero Laurie lo interrumpió.

– ¡Por favor, déjate de sarcasmos! Acaban de traernos a Roger Rousseau como víctima sin identificar de un asesinato. Le pegaron dos tiros anoche en el Manhattan General.

– Voy para allá -contestó Jack y colgó.

Tras dejar lentamente el auricular, Laurie apoyó los codos en la mesa, la cabeza en las manos y se frotó los ojos. Era como si toda su vida hubiera escapado a su control desde aquella desdichada noche en el apartamento de Jack, cuando no había podido dormir. Tenía la impresión de estar saltando de desastre en desastre. Tras ella, podía oír a Lou hablando con alguno de sus hombres en el Manhattan General y ordenándoles que precintaran el despacho del doctor Rousseau hasta que él llegara y que investigaran a un tal doctor Najah.

Un involuntario gemido escapó de los labios de Laurie cuando se enderezó y se apartó las manos de la cara. Sin duda lamentaría la muerte de Roger, pero eso sería más tarde. Descolgó, marcó el número de Calvin y cruzó cuatro palabras con su esposa. El subdirector se puso al aparato inmediatamente después.

– ¿Qué pasa? -preguntó en tono impaciente. A Calvin no le gustaba que lo molestaran en su casa si no era por una buena razón.

– Me temo que bastantes cosas. Primero, lo más importante, aunque no sé cómo explicarlo.

– No estoy de humor para adivinanzas, Laurie. Limítese a decirme lo que tenga que decir.

– De acuerdo. Estoy segura en un noventa y cinco por ciento de que el jefe de personal médico del Manhattan General, Roger Rousseau, un amigo con quien he compartido mis dudas sobre esa serie de extrañas muertes, yace en estos momentos en mi mesa esperando a que le haga la autopsia. Anoche le pegaron dos tiros en el hospital, y esta mañana lo han encontrado en uno de los refrigeradores de Anatomía.

Durante un momento, Calvin no dijo una palabra, y Laurie habría pensado que la comunicación se había cortado de no ser porque oía su pesada respiración.

– ¿Y cómo es que no está segura en un cien por cien? -preguntó al fin el subdirector.

– Porque el cuerpo no tiene ni manos ni cabeza. Quien sea que lo haya hecho, no quería que lo identificaran.

– Así que ingresó como anónimo.

– Eso es.

– ¿Y cómo es que ha conseguido identificarlo con un noventa y cinco por ciento de seguridad?

– Porque le he visto un pequeño e inconfundible tatuaje.

– Supongo que puede decirse que esa persona era algo más que un simple amigo.

– Era un amigo -insistió Laurie-. Un buen amigo.

– De acuerdo -dijo Calvin cambiando de tema-. Conociéndola como la conozco, supongo que cree que este suceso viene a respaldar su tesis del asesino múltiple.

– Sin duda. Ayer mismo le hablé de las víctimas de Queens y le propuse que investigase a los empleados que habían sido trasladados del St. Francis al General. Por la noche me dejó un mensaje en el contestador diciendo que había conseguido los nombres de unos cuantos sospechosos en potencia y que iba a intentar hablar con ellos.

– ¿La policía interviene directamente?

– Desde luego. El detective Lou Soldano se encuentra aquí mismo ahora, hablando con su gente del hospital.

– Me parece que no sería apropiado que usted se encargara de esa autopsia.

– Nunca se me ha pasado por la cabeza. Jack está a punto de llegar.

– Jack no está de guardia suplente.

– Lo sé, pero pensé que no solo sería bueno que hiciera la autopsia, sino también que viniera a apoyarme emocionalmente.

– De acuerdo. Me parece bien -convino Calvin-. ¿Está segura de que quiere quedarse? Puedo llamar a alguien para que la sustituya el fin de semana. Me imagino que habrá sido un buen susto.

– Lo ha sido, pero prefiero quedarme.

– Usted decide, Laurie. No voy a forzarla. Al mismo tiempo, debo ser claro en cuanto a la posición del departamento respecto a su serie. Como ya le dije en su momento, lo nuestro no son las especulaciones. No tenemos pruebas de que las muertes de esos pacientes fueran homicidios. ¿Estamos en el mismo lado, Laurie? Quiero estar seguro porque no deseo que hable con la prensa. Hay demasiado en juego.

– Esta mañana nos ha llegado otro caso para mi serie -dijo Laurie-. Una mujer sana de treinta y siete años. Con ella ya son ocho solo en el Manhattan General.

– Las cifras no van a hacerme cambiar, Laurie; y no deberían hacerla cambiar a usted. Lo que sí me haría cambiar sería que John apareciera con algo de Toxicología. El lunes intentaré presionarlo un poco, a ver si redobla sus esfuerzos.

Y servirá de mucho, claro, pensó con desánimo Laurie, sabedora de los esfuerzos hechos.

– ¿Qué más ha pasado? -preguntó Calvin-. Me ha dado a entender que había algo más.

– Y lo hay -admitió Laurie-. No lo habría molestado con eso; pero, ya que hablo con usted, será mejor que le informe. -Laurie le explicó la historia de los dos muchachos. Al acabar mencionó a los reporteros del vestíbulo y añadió-: Me gustaría tener su permiso para informarles de mis averiguaciones en ese asunto. Me parece que va en beneficio del público que esa información se difunda para que no haya más chavales a los que se les ocurra la idea de orinar en las vías.

– ¿La prensa se ha enterado del caso del cuerpo sin cabeza?

– Por desgracia sí.

– Si habla con ellos, ¿será capaz de morderse la lengua y evitar mencionar ese cuerpo descabezado y su serie? Sin duda le preguntarán.

– Creo que sí.

– O sí o no, Laurie.

– ¡De acuerdo! ¡Sí! -exclamó, impaciente.

– No se ponga chula conmigo, Laurie, o no le daré permiso para que hable con la prensa.

– ¡Lo siento! Estoy un poco estresada.

– Puede hablar con la prensa sobre el incidente del tren con la condición de que haga hincapié en que sus averiguaciones son preliminares y que están pendientes de confirmación. Quiero que diga eso concretamente.

– Sí, conforme -contestó Laurie, repentinamente deseosa de colgar. Estaba cansada de hablar con Calvin porque le recordaba el lado político de la profesión de forense.

Dejó el teléfono, se volvió para mirar a Lou, que también había terminado sus llamadas, e hizo una mueca ante la súbita punzada de dolor que le atravesó la parte baja del abdomen. Por suerte, estaba lejos de ser como la que había sufrido la noche anterior en el taxi; pero, no obstante, llamó su atención.

– Jack está en camino -dijo, cambiando de postura para aliviar el dolor. Lo consiguió hasta cierto punto, pero no del todo-. Él se ocupará de la autopsia de ese cuerpo sin cabeza.

Lou asintió.

– Lo he oído. Me parece bien porque no creo que debas hacerla tú. También he oído tu plan de ir a hablar con los tíos de abajo. Si quieres, puedo echarte una mano ocupándome yo del asunto del cadáver sin cabeza, así tú podrás limitarte al accidente del tren. De esa manera te ahorrarás problemas con Calvin.

– Me parece un buen plan -dijo Laurie. Se levantó y el dolor disminuyó.

– Además, tengo que decirte que he averiguado algo muy interesante. El tal doctor Najah tiene antecedentes. Fue detenido hace cuatro años intentando subir a un avión para Florida con una pistola en su maletín. Naturalmente, dijo que se había tratado de un accidente y que se la había dejado allí por error. De todas maneras, tenía permiso de armas.

– ¿Era una nueve milímetros?

– Lo era.

– Interesante.

Laurie apoyó la mano en la cadera para poder masajearse disimuladamente el abdomen. Al igual que por la mañana, la maniobra dio resultado al instante.

– Y hay algo más -dijo Lou-: antes de convertirse en anestesista, había sido cirujano.

– Vaya, vaya… -comentó Laurie recordando los limpios cortes del cuerpo donde las manos y la cabeza habían sido seccionados.

– Lo vamos a arrestar y a ponerlo en manos de nuestros mejores interrogadores. También vamos a pedir una orden de registro para ver si encontramos esa nueve milímetros que quería llevarse a Florida.

– Me parece una idea estupenda -convino Laurie.

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